Pensando en cuál puede ser la característica fundamental, la faceta primordial que debe contener cualquier mundo imaginario, aquel que nace de la mente del autor, rápidamente llegué a una conclusión evidente para mí: el lector tiene que llegar a dudar acerca de la irrealidad de dicho mundo.
Quiero decir: una tierra de fantasía es más creíble en tanto en cuanto es capaz de que sus «visitantes virtuales» dejen crecer en sus cabezas la posibilidad de que aquel lugar existe o existió en algún momento y lugar de la historia de la humanidad, aquí en nuestro planeta.
Supongo que ya habrá quien esté pensando hasta qué punto se me va la «olla», pero todo esto lo digo a cuento de que yo mismo he vivido esa misma experiencia que describo. Y dos veces, por cierto. Me ha pasado con dos mundos y autores distintos.
El primero, como también imagino que muchos habréis supuesto, fue la Tierra Media del maestro Tolkien. Es cierto que yo era muy joven y sabía muy poco de las cosas la primera vez que leí “El Señor de los Anillos”, pero no es menos cierto que mi inocencia por aquel entonces no era tan enorme como para no decirme a mí mismo qué creer algo semejante rayaba en la locura. Sin embargo nunca conseguí desechar la duda del todo, aunque ahora entiendo que más se debía a las ganas que sentía de poder otorgar realidad a toda aquella majestuosidad fantástica que a otra cosa.
Igual me pasó muchos años más tarde con “Olvidado Rey Gudú” de nuestra querida Ana María Matute. En este caso, lo reconozco, se debió sobre todo al hecho de que aquí es la propia autora la que describe la localización de la historia en algún punto de la Europa central allá por el medievo. Que en la actualidad no podamos saber cuál es exactamente ese lugar y en qué momento concreto existió, se debe únicamente al hecho que expresa el mismo título de la obra: se trata de un reino olvidado por todos.
Estoy más que convencido de que lo que os cuento es la principal razón por la que estas dos novelas son mis favoritas en lo que a fantasía se refiere desde siempre. Ni que decir tiene que, el que en algún momento de mi dispar carrera literaria yo consiguiera algo similar en la mente de un simple lector, sería lo más grande a lo que podría aspirar como escritor.
Debo añadir, en honor a la verdad, que no creo que lo logre jamás.
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