May 282014
 
 28 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  1 Comentario »

Frontera septentrional del Imperio Bizantino.
Mayo de 1190 A.D.

De nuevo solo. Una constante en su existencia. Una rodilla falló y cayó de rodillas al suelo carmesí. Resbaló exhausto en un suelo demasiado resbaladizo a causa de la sangre allí derramada. La mirada se nubló pero apretó los dientes y logró incorporarse. El sonido metálico de la retirada del enemigo no le reconfortó. Sabía que volverían pronto, y entonces él sería el único en recibirles. El sol lucía orgulloso en el cielo iluminando el paso de las montañas con destellos ocres. La sangre manaba por el suelo como un funesto arroyo. Retrocedió lentamente y se apoyó en la pared de la montaña. Sentía el sabor ferroso de la sangre en los labios. Se despojó del yelmo tratando de buscar una nueva bocanada de aire. Sus pulmones se estremecieron lacerados. Era el final.
Relatos de fantasía - Guerrero en una colina
Hace muchos años, en los albores de sus recuerdos, había vivido una situación parecida. Fue largo tiempo atrás, en su adorada patria mucho kilómetros al norte. Cayó protegiendo su poblado y despertó en una fosa común, junto a los rostros deformados de sus amigos y vecinos. Pero habían pasado demasiados años para recordar con nitidez aquel horrible sufrimiento. Cerró los ojos y se frotó los párpados. ¿Cuántos años había servido en la Guardia Varega? Había contado varias vidas de humanos, siempre adoptando nuevas identidades cuando su eterna juventud comenzaba a levantar sospechas entre sus más allegados. Y siempre comenzaba de nuevo, solo, sin nadie a su lado. Como siempre, la soledad era su compañera. Y aquella tarde de nuevo encontraba su compañía. Abrió los ojos y contempló apenado la alfombra de cadáveres que sembraba el suelo de piedra. En aquel paso olvidado él escribía de nuevo las últimas líneas de una historia épica. Como los trescientos de Leónidas, ellos habían resistido durante días los embates de los enemigos bárbaros del norte. Pero sus fuerzas se habían extinguido.
Recordó a su antiguo amigo Harald. Habían recorrido Europa juntos, formando una pequeña guardia de mercenarios leal y feroz. Recordó los hermosos ojos de la emperatriz Alejandra cuando les reclutó para la Guardia Varega. Al frente de los ejércitos de Bizancio habían logrado grandes hazañas. Pero la fama, el poder y las riquezas nunca fueron suficientes para su amigo y hermano. Cayeron en desgracia cuando fueron descubiertos apoderándose de un botín que pertenecía al Emperador. Lograron escapar y Harald decidió volver a su patria y reclamar sus derechos al trono. Él, Lanson, prefirió continuar combatiendo para el emperador bajo otra identidad, lejos de la capital, en la frontera del norte. Así había logrado ascender hasta el puesto de Strategos, capitán de la guarnición. Pero sus tropas yacían inertes sobre las duras rocas de las montañas y él de nuevo se encontraba solo. Hoy debía comenzar de nuevo. Pasaron los minutos y recobró las fuerzas. Trató de recomponer su armadura destrozada, se colocó el yelmo y apretó con fuerza sus armas. Su mano diestra sostenía un gran hacha de doble filo, símbolo del poder de su pueblo. Su mano siniestra alzaba una hermosa espada manchada por la sangre de sus enemigos. Avanzó lentamente hacia la entrada del paso y se colocó desafiante. Escuchó los pasos metálicos de una nueva avanzadilla. Más de una docena de hombres, en filas de dos, ascendían por el paso. El nórdico respiró profundamente y lanzó un grito: grave, ronco, poderoso como el bramido de un cuerno de batalla. Sintió una furia irresistible que comenzaba a extenderse en su interior, un fuego colérico que insuflaba renovadas energías a sus miembros agotados. Y cuando su mirada se convirtió en un resplandor lacerante se arrojó hacia el interior del paso en pos de su destino. Los gritos del combate resonaron en las paredes de las montañas y estremeció sus cimientos. La hora había llegado.

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May 212014
 
 21 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  5 comentarios »

—¡¿Te has vuelto loco?! Eso no era parte del plan —susurró Calíope.

—Ssss. —Evan emitió un siseo—. Harás que nos descubran. Vigila ese pasillo mientras yo fuerzo la puerta.

—Por todos los dioses —musitó la muchacha—. ¿Me estás escuchando si quiera?

—Mira, podemos discutir cuál es el mejor curso de actuación, pero sería tremendamente aburrido —dijo este, diplomático—; o bien puedes ayudarme y continuar con la misión.

Evan hurgó en la cerradura de la maciza puerta de madera remachada.

—Misión. Ese es precisamente el problema. —La voz de Calíope le llegó amortiguada por la distancia, apenas un cuchicheo—. Te recuerdo que nuestro objetivo era (¿Por qué había dicho era? Maldición, así parecía que se doblegaba a los nuevos y absurdos planes de Evan) obtener los mapas del despliegue de las tropas rebeldes. ¿Cuándo, y lo más importante cómo, se te ha ocurrido la brillante estupidez de querer asesinar al General Killgore?
Pero su compañero estaba demasiado concentrado para contestar. Las ganzúas tintinearon con suavidad al acariciar los pernos. Con un chasquido seco el tambor giró y la puerta se abrió con un leve chirrido de los goznes.

Relatos de Fantasía - Muerte en la oscuridad - Salón
La Sala de Audiencias era una gran habitación con las paredes y el suelo de piedra cincelada. En los muros colgaban tapices representando los mapas de los distintos reinos y regiones. Una mesa de roble blanco dominaba el centro de la estancia, rodeada por exquisitos butacones forrados en terciopelo rojo. La pared norte la presidía una increíble vidriera de vivos colores, pero en aquel momento filtraba la luz de la luna, bañándolo todo con un halo mortecino, fantasmagórico.

Evan avanzó muy lentamente. Un pie tras otro. Deslizándose. El lugar estaba vacío, pero si una cosa le había enseñado su oficio, es que nada era lo que parecía. No podías fiarte. Calíope esperó en la puerta mientras su compañero registraba el lugar desde las sombras. En perfecta sincronía mantenían ojos vigilantes en los puntos susceptibles de una emboscada. Entrar y salir. Sin testigos, sin huellas y por supuesto sin muertes. Ese era su cometido, se dijo Calíope. Pero Evan se empeñaba en ir más allá. No es que tuviera reparos en matar, y menos a un perro sedicioso sin corazón como Lander Killgore, pero no era su estilo. Demasiado ruidoso, demasiado arriesgado.

Robar, para eso sí habían sido entrenados. Ladrones y espías profesionales. En cambio Evan ambicionaba mucho más. No entendía qué pretendía demostrar matando al general rebelde. Vale, los asesinos a sueldo cobraban cantidades desmesuradas de oro, más si eran buenos en lo suyo. Eso debía concedérselo. Aunque algo le decía que a su compañero no le preocupaba el dinero. Él quería destacar, ser el mejor. Siempre había sido así. Una sombra cruzó el rostro de la joven. Malos presentimientos nublaron su mente y un escalofrío le recorrió el espinazo.
Evan levantó el puño y lo puso frente a sus ojos, la señal inequívoca de que el lugar estaba desierto.

—Según la información del Condestable, los documentos están en algún lugar de esta sala. Ya sabes como va esto: registra cualquier resquicio, minuciosamente.

Calíope asintió. Nada estaba fuera de lugar. Los muebles, de exquisita factura, se mostraron inmaculados; las sillas ordenadas y separadas unas de otras por una distancia calculada al milímetro; una estantería con copas de cristal abrillantadas con esmero y los archivadores de madera con sus legajos clasificados pulcramente, o lo estaban porque Evan trasteaba pasándolos a toda prisa. Pero aquel perfecto equilibrio solo lo era en apariencia. Sí que había un elemento que no parecía encajar del todo en tan simétrico conjunto: una pintura de bodegón. Una temática del todo inapropiada para una sala donde se decidía el futuro de miles de personas, donde se jugaba a la guerra.

La ladrona se acercó al cuadro y tiró suavemente de él, no se movió ni un ápice. Anclado a la pared. Sospechoso. Deslizó los dedos por detrás del marco, con delicadeza y muy lentamente. Encontró lo que buscaba. Presionó con la yema del dedo corazón. Clic. Continuó palpando. Una nueva presión, un nuevo clic. El mecanismo oculto se puso en marcha y el cuadro se desplazó hacia arriba, en el más absoluto de los silencios. Calíope emitió un silbido ascendente muy característico. Evan supo que su compañera había encontrado lo que buscaban. Un hueco oculto albergaba la tan codiciada información.

—Copiemos los documentos y… —Calíope no pudo terminar la frase.

—Llegó la hora de eliminar a ese bastardo de Lander Killgore.

Calíope puso los ojos en blanco. Bien, justo lo que no quería oír.

—¿Y has pensado en cómo lo harás? —La muchacha lanzó la pregunta con tono reprobatorio.

—Improvisaremos.

—¿Improvisar? Estás de coña. —Calíope obtuvo una sonrisa por toda respuesta. Una sonrisa que había aprendido a temer—. No, no estás bromeando.

—Escucha, en los planos que nos proporcionaron venían marcados los aposentos privados de Killgore. Solo hay que ir hasta allí y acabar con él.

Más fácil de decir que de hacer. Tenía que poner fin a tan estúpida confabulación de una vez por todas.

—No cuentes conmigo. Tendrás que hacerlo solo. —Mierda, para ser una ladrona profesional no se le daba nada bien mentir.

—¿Qué? ¿Es que no lo entiendes? Está en nuestra mano acabar con todo. Esta misma noche. Si eliminamos a Lander mañana esta guerra será tan solo un mal recuerdo.

—¿De verdad lo haces por eso, estás seguro que no hay nada más? Nunca te tuve por un tipo altruista, Evan. No esperes que te crea ahora.

La discusión se vio interrumpida de forma abrupta por la llegada de un centinela que patrullaba la zona.

—¿Hay alguien ahí? —inquirió el guardián al tiempo que asomaba la cabeza al interior. Pero no recibió respuesta, la Sala de Audiencias estaba tranquila, despejada.

Las pisadas de las botas de cuero rebotaron en las paredes, el soldado deambuló por la habitación mientras silbaba, despreocupado. Calíope rezó desde su escondite por que el guardia no se diera la vuelta y viera el escondrijo descubierto tras el cuadro, por que las sombras ocultaran su latrocinio. No hizo falta. Con los reflejos de un gran felino, Evan salió de la oscuridad y aferró al hombre por la espalda. El filo de la daga rasgó su garganta como si fuera seda. El cuerpo quedó tendido en el suelo, inerte.

—¿Te has vuelto loco? ¿A qué ha venido eso? —le recriminó la joven de inmediato.

—Ahora ya no nos queda otra —dijo el ladrón restándole importancia al asunto.

—¿Qué te ha pasado, Evan? Nunca antes habías actuado así. —Pese a sus esfuerzos por ocultarlo un deje de tristeza afloró en su voz.

—Ahora soy más eficiente, más letal…

—Más temerario, más descuidado, más estúpido —le cortó ella.

Evan se encogió de hombros. Aquello no fue un accidente, lo tenía todo planeado. El muy cabrón buscaba forzar un encuentro con el General Killgore. Ahora de nada servirían los informes y mapas. Cuando los soldados encontraran el cadáver de su compañero sabrían que había espías en la fortaleza y cualesquiera que fueran sus planes se verían irremediablemente trastocados para evitar las posibles filtraciones. Tanto esfuerzo y trabajo para infiltrarse habían desaparecido de un plumazo. Calíope apretó los puños, quería darle una buena paliza a Evan, pero se contuvo. Lo fulminó con la mirada, era lo más que podía permitirse ahora. ¿Cuándo había cambiado? Eran compañeros, más que eso: amigos, los mejores. Desde que tenía uso de razón siempre habían estado juntos. Evan lo sabía, y jugaba con eso. Y por mucho que protestara acabaría acompañándole. La tenía bien agarrada. Y así fue. Todavía fluía la sangre del centinela degollado cuando se descubrió así misma tras los pasos de su amigo.

Evan se apresuró, el tiempo corría en su contra. Calíope no dejaba de echar la vista atrás, esperando ver en cualquier momento un grupo de soldados dispuesto a apresarlos, aguzó el oído segura de que alguien daría la voz de alarma. Pero nada de eso ocurrió, la fortaleza dormía sumida en la noche. Recorrieron los tejados y almenas evitando los pocos guardias que estaban de ronda. Al llegar al torreón principal escalaron con cuidado la fachada, usando los resquicios como asideros. Una vez arriba descubrieron que la torre tenía el tejado plano y en el centro una bóveda de cristal. Ambos se arrastraron hasta alcanzarla y se asomaron con precaución. Doce metros más abajo vieron a Killgore, parecía dormir. Su habitación, tenuemente iluminada, estaba invadida por la penumbra. En un abrir y cerrar de ojos dispusieron sus cuerdas con una serie de nudos corredizos y forzaron la ventana de la bóveda.

Evan se descolgó por la cuerda con la cabeza por delante y los pies cruzados. Variando la presión con los muslos y ayudándose con las manos bajó como si de una araña que se acerca a su presa se tratase. Apenas era perceptible un ligero roce, del cuero contra esparto. Desenfundó de nuevo su daga, un reflejo carmesí parpadeó a la luz de las velas. La sangre seca era como diminutas perlas coaguladas, rojizas. Estiró el brazo con sumo cuidado, el filo se acercó peligrosamente al cuello de su víctima. Solo unas pulgadas más y Lander Killgore recibiría el afeitado más apurado de su vida.

¡Tong, tong, tong! Una rápida sucesión de campanadas rompió la quietud de la noche. Voces de alarma estallaron por doquier. Killgore abrió los ojos como platos justo a tiempo de esquivar el mortal ataque. La daga dibujó una profunda linea roja en su mejilla izquierda. La sangre salpicó la almohada cuando el general rebelde se revolvió en la cama e intentó agarrar a Evan por las muñecas, este desenlazó las piernas y dejó que la inercia le diera la vuelta. Sus pies impactaron en el pecho de Lander que se estampó contra la pared, donde quedó sin aliento. Cuando logró ponerse en pie a voz en grito y soltando pestes por su boca, Evan ya había desaparecido en las alturas.

—Un trabajo muy limpio —apostilló Calíope. Evan respondió con un sonoro bufido.

Una lluvia de flechas se estrelló a diez pasos de su posición.

—¡Allí, en los tejados! —Voces provenientes del patio interior.

Los ladrones se internaron una vez más en las entrañas de la fortaleza, descendieron estrechas escaleras de caracol y recorrieron lóbregos pasadizos mal iluminados, sin saber dónde les llevaban sus pasos, sin un destino real. A su alrededor todo era caos y confusión, pero eso no duraría eternamente, tarde o temprano los soldados darían con ellos. Ella lo sabía. Evan lo sabía.

Su huida quedó interrumpida abruptamente por un enrejado cubierto de óxido. Un robusto candado mantenía la puerta bien apresada. Con un rápido movimiento de ganzúas Evan liberó el cerrojo. Calíope fue la primera en cruzar, y no hubo dado ni dos pasos cuando un chasquido seco sonó a su espalda. Al girarse vio a su amigo tras las rejas, el candado firmemente cerrado en su pasador.

—¿Qué…? —La joven no parecía entender lo ocurrido.

—Voy a intentar retenerlos, te daré tiempo suficiente para que puedas escapar.

—¡Evan, no!

—Escúchame —dijo cogiendo su rostro entre las manos, a través de los barrotes—, son demasiado, y no sabemos si este pasaje desemboca en una salida. Vete.

—¿Por qué? ¿Por qué lo haces? —suplicó Calíope.

—Todo esto es culpa mía, quizá debería haberte hecho caso. —Evan sonreía.

—Eres un estúpido —lloró ella.

El tronar de un centenar de botas colmó los pasillos colindantes. Ya estaban ahí.

—Sí, siempre me dijiste que mi ambición me llevaría a la ruina. Tenías razón, pero no pienso arrastrarte conmigo. Esta vez no.

—No… —Pero él ya se daba la vuelta para encarar a sus perseguidores.

Evan introdujo la mano entre los pliegues de su capa y extrajo una ballesta. El primer soldado cayó con un virote atravesando su cuello. El segundo recibió un tremendo golpe que redujo el montante de la ballesta a astillas, justo a tiempo para desviar con su espada la malintencionada estocada de un tercer asaltante. Ladrón y soldado quedaron trabados cuerpo a cuerpo, forcejeando. Músculos hinchados. Evan le propinó un cabezazo en las narices, el hombre trastabilló y este aprovechó para asestarle un mortal tajo en la cara. Los dos siguientes atacantes fueron despachados con la misma celeridad y habilidad. Los cadáveres empezaban a acumularse a los pies de Evan y pese al nutrido grupo de enemigos que saturaba el pasillo, ninguno parecía querer dar el primer paso.

Calíope no podía creerlo, conocía la pericia de Evan con la espada, pero aquello era increíble, tanto que por un breve instante un atisbo de esperanza cruzó sus ojos. Esperanza que se desvaneció cuando una flecha atravesó su muslo y Evan se vio obligado a hincar la rodilla en el suelo. Dos soldados más aprovecharon la nueva situación del acorralado ladrón y se abalanzaron sobre él, este apenas pudo mantenerlos a raya mientras oscilaba su acero de un lado a otro. Hasta que el tajo certero de un soldado le amputó varios dedos de la mano derecha. Calíope ahogó un grito de desesperación y se tapó la boca con ambas manos. La espada de Evan, con la empuñadura ensangrentada, cayó al suelo con un tintineo metálico que arrancó ecos por todo el túnel.

—¡Apartaos! —rugió una voz tras los soldados.

Lander Killgore avanzó entre las filas de hombres que abarrotaban el pasillo, empujando a todo aquel que osaba interponerse en su camino, mandoble en mano. Su mejilla aún sangraba profusamente y su camisa de lino blanca estaba salpicada de manchas carmesí.

—¡Qué os apartéis he dicho! Ese cerdo es mio. Voy a enseñarte la grave equivocación que has cometido.

El pie del general se incrustó en el vientre de Evan que se dobló de dolor, pero no permaneció mucho tiempo en esa postura, pues Lander le agarró por el pelo y tiró de él con brusquedad.

—¿Y tu compañera? —le interrogó. La furia era palpable en su voz.

—Que te jodan… —logró barbotar.
Antes de que Evan pudiera completar su insulto el puño de Killgore se estrelló en su cara. La fuerza del impacto impulsó la cabeza de Evan hacia atrás con gran violencia.

—Te lo preguntaré una vez más. ¿Dónde está tu compañera?

—¿Qué pasa, tu mujercita no te da amor? —Un nuevo golpe. Evan aprovechó para escupirle, añadiendo una nueva salpicadura sangrienta a la colección de su camisa blanca.

—Creo que no eres consciente de tu situación. Vas a morir de todas formas, de ti depende el grado de sufrimiento que quieras obtener.

—Me alagas, pero no me van los hombre.

—Craso error —dijo con voz sibilina.

Killgore pisó con fuerza las piernas del arrodillado Evan para evitar que se moviera, alzó su espada con la punta directamente sobre el ladrón y descendió el gran mandoble muy lentamente, dejando que el acero penetrara por el hueco de la clavícula, sin prisa, milímetro a milímetro. Los gritos de Evan no se hicieron esperar al sentir tan tremendo dolor. El metal rajó el cuero de su armadura, la piel y el músculo y se precipitó con calma sobre el pulmón derecho. Los chillidos se transformaron en aullidos enloquecidos que quedaron súbitamente interrumpidos por un acceso de tos sanguinolenta que manchó el empedrado. En las sombras, las lágrimas recorrían sin control las mejillas de Calíope, sus sollozos quedaron apagados por los gritos. El mandoble arrastró tejido y órganos en su imparable descenso a la agonía. Algunas costillas crujieron bajo la desmedida presión, para entonces Evan ya había perdido el sentido y gemía levemente.

—La última vez que ejecuté así a un hombre tarde cuatro minutos en matarlo. Aspiro a batir esa marca —le confesó Lander Killgore en voz baja, al oído.

Minutos después, largos, eternos, interminables, Evan se desplomó en el suelo como una marioneta a la que le habían cortado los hilos, un juguete con el que los dioses estaban cansados de jugar.

—Deshaceos de esta basura —ordenó Killgore—. Y encontrad a esa zorra. ¡La quiero viva!

Pero Calíope ya no estaba, engullida por las sombras, desaparecida en la noche. Jamás la encontrarían.

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May 192014
 
 19 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , , , , ,  2 comentarios »

Los meteoros caían del cielo como lágrimas de un lamento cósmico. Miles de luces iluminando la negrura de una noche cerrada.
Los pasos acercaban a Gadel a las garras de la incertidumbre. Dos soldados absolianos se interponían entre él y su destino. Dos soldados, dos movimientos de su espada, dos cadáveres.Relatos de fantasía - Soldado
El inhóspito recorrido que lo acercaba a su muerte lo atraía hipnóticamente. Sobre la húmeda tierra, parecía que sus pasos aceleraban su ritmo, ansiosos de abrazar el sueño eterno, el último viaje.
Pero aún no. Antes debía hacer algo. El destino de su viaje no era otro que la muerte. El sacrificio.
Aquella viciada atmósfera pronto le haría desfallecer. Ya sentía como sus pulmones se llenaban de aquel acidulado gas.
Pero ahí estaba. Su enemigo lo esperaba imperturbable al final de aquel camino. Tras él, una estructura cónica tallada en cristal se izaba en el horizonte.

Has decidido morir para librar al mundo de mi presencia. Algo ciertamente absurdo. Si yo muero, nada cambiará. El mal no se halla en mí. El mal se halla en los corazones de todos los hombres y mujeres. Yo solo soy alguien con un gran poder. Soy víctima de mis deseos. Y, ¿Sabes qué? Me importa una mierda tener que matar a alguien para lograr lo que persigo. Pero no soy la causa, sino el efecto. Soy alguien igual que tú, solo que yo sí he logrado lo que pretendía y el mundo es incapaz de asumir su derrota. Cuando acabe contigo, transportaré el cono de cristal a Esmerel y todo habrá acabado para los débiles – dijo Sirniel, al joven desolado.
– Yo no soy como tú. No poseo nada, pues todo me lo has arrebatado. Pero hay una cosa que debiste quitarme y no has podido. Jamás me arrebataste el alma y mientras la tenga, lucharé por todos los seres indefensos, por el amor, por la paz, por la libertad, por la esperanza y por los sueños. Ahora, muere por todo ello.

Con un movimiento rápido, Gadel cargó contra el sorprendido Sirniel, quien esquivó el lance con una finta mágica.
Seguro de sí mismo, Sirniel se mofó del joven. Jamás le derrotaría con la burda fuerza. No obstante, un lacerante dolor le hizo mirar su pecho. La enorme hoja de la espada de Gadel atravesaba su cuerpo, pintando de roja muerte sus ropas.
Una mueca de incredulidad se dibujó en su rostro. Alzando la cabeza, miró a Gadel. Este se encontraba de espaldas, a unos diez metros de su posición.
¿Cómo había podido? Acaso… No, no podía ser ¿Cómo iba aquel imbécil a descubrir el secreto de la magia y a dominarlo en tan poco tiempo? Pero, a pesar de eso, la espada…
Sus ojos se cerraron enclaustrando la eternidad de una duda y la certeza de un instante. El de su muerte. Sus rodillas cayeron al suelo con estrépito y su sangre lavó las negras manchas de un turbio pasado.
A pocos pasos de él, Gadel se hallaba tamboleándose.
Volvía a casa, con los suyos. Por fin volvería a ver a todos sus amigos, a sus padres, a Nessa.
Más allá del oscuro manto que cubría el cielo, las estrellas iluminaban la esperanza forjada por un joven. El sacrificio de una vida para llevar la libertad a todos los seres humanos.
Gadel cayó al suelo. Sus pulmones apenas contenían oxígeno. Sus ojos se cerraban lentamente. Pero su corazón latía con la certeza de haber ayudado a toda la humanidad. Deseaba tanto volver a ver a todos los que habían perdido su vida ayudándole en su camino. Pronto podría abrazarles, pronto.
Un instante antes de morir, sonrió.

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Oct 252013
 
 25 octubre, 2013  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Sin comentarios »

Dagmar entró en la taberna, un pequeño puesto fronterizo. Si aquel lugar tuvo un nombre, fue hace mucho tiempo pues el deslucido y ajado letrero era ya ilegible. El interior estaba igual de añoso y desvencijado, tanto como sus clientes, hoscas y taciturnas almas torturadas. No eran tan distintos a él, mejor. Así se sentiría como en casa. Su armadura de cuero estaba empapada y dejó un pequeño charco en el suelo de madera.
En el exterior la tormenta se recrudeció. El aguacero golpeaba las cristaleras como un látigo, en ráfagas rítmicas. En algún lugar, una incesante gotera martilleaba el cargado ambiente. Dagmar se acercó a una mesa apartada, la espada de su cinto tintineó al compás de las goteras. Varios ojos siguieron sus pasos. Tomó asiento y pidió un keybas, ahora lo único que quería era olvidar, y el fuerte licor le ayudaría. Apuró la copa, de un trago. El calor etílico le calmó un poco. Perfecto, aquella noche dejaría que la embriaguez hiciera el resto del trabajo, ya tendría tiempo de odiarse por la mañana.
Taberna sin Nombre
De súbito, la puerta se abrió dando un violento bandazo que casi la saca de sus goznes. Perfilados por las luces intermitentes de la tormenta, tres figuras armadas irrumpieron. Vestían armaduras y tabardos color rojo y negro. Aunque había muchos forajidos allí, Dagmar supo al instante que venían por él. Y así fue, los soldados se plantaron frente a él.
—Te espera la horca, traidor —dijo uno de ellos con desprecio.
—Tenía que intentarlo —repuso Dagmar mientras deslizaba lentamente su mano sobre la empuñadura de la espada.
En su fuero interno siempre supo que su escapada no duraría mucho, que no le llevaría demasiado lejos. Pero si querían su vida, no les saldría barata

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Oct 042013
 

Estaba oscureciendo. Apenas quedaba un reflejo en el cielo del sol que desaparecía para cubrir la ciudad con el manto de la noche. Me camuflé aún más bajo la capa de lana oscura, temerosa de encontrarme en uno de los peores barrios de Eritum. Yo no debería estar aquí.
Al final de la calle empedrada, en cuyos lados descansaban las pequeñas casas adornadas con flores, vi el resplandor de la luz que se filtraba por las contraventanas cerradas de la taberna. Supuestamente era un lugar clandestino, no debían llamar la atención. A los gobernantes de la ciudad, no les gustaban las actividades que se llevaban a cabo en las tabernas. Sin embargo, no habían conseguido erradicarlas.
Alrededor de la casa reinaba el silencio, extraño, gélido, inquietante. Golpeé dos veces la puerta de madera gruesa con los nudillos y esperé.
Creí escuchar un sonido que provenía del interior, como si estuviesen mandando callar a alguien. Después la puerta se entreabrió.
-¿Quién va?- susurró una voz ronca de mujer.
-Seranda- respondí intentando parecer serena.
La mujer dudó unos instantes y finalmente abrió, haciéndome entrar con rapidez. Al momento empujó suavemente la pesada puerta cerrándola a mi espalda.
-Está al fondo- me indicó la gruesa mujer.
Después se sentó en una mesa cercana junto a dos mujeres ancianas. Todas ellas bebían en silencio de gruesas y toscas jarras de barro. Ni siquiera me miraban.

El lugar estaba construido completamente de madera. Las enormes vigas que sujetaban el techo del piso superior, parecían estar ajadas y con la posibilidad de quebrarse en cualquier momento. Miré temerosa hacia arriba, deseando que no cedieran justo en aquel instante.
Paseé la vista por el interior de la taberna tratando de pasar desapercibida, al tiempo que me sentaba en una de las mesas.Desde allí podía ver la enorme barra de madera en la que se exhibían todo tipo de licores y alimentos.
Pero no sentía hambre. Lo único que deseaba era encontrarle.
Aunque al mismo tiempo tenía miedo.
Continué observando los barriles de madera alumbrados por la escasa luz de las velas, mientras dos borrachos salían con extraño sigilo de la taberna. Si eran encontrados en este lugar, serían arrestados. Exactamente igual que yo.
El tabernero me sirvió una jarra que yo no había pedido. Sin soltarla, me miró con ojos secos y severos como afirmando que tenía que beberla. Le devolví la mirada aparentando seguridad, pero lo cierto es que el licor que vendían era muy desagradable. Después de soltarla, se dio la vuelta, volvió tras la barra, y se quedó mirando con los ojos entrecerrados hasta que tomé el primer sorbo.
Gentuza…- le oí murmurar tras ver mi cara de asco.
Pelea taberna
Me pregunté qué habrían visto los ojos de aquel hombre durante la vida para juzgar a las personas por lo que bebían. Sobre todo a una mujer.
Entonces recordé que él no sabía que yo era una mujer.
Mi disfraz funcionaba. El cabello recogido y camuflado tras la capucha de la capa y aquel peto de cuero que aplastaba mi cuerpo femenino lo habían convencido.
Estaba en el buen camino.
Entonces el corazón me dio un salto cuando sentí pisadas en las escaleras de madera que accedían al segundo piso. Vi unas enormes botas de cuero desgastado, después un cuerpo fuerte y poderoso, y al fin su cara.
Aquella taberna parecía muy pequeña para él, demasiado insignificante. Quien conocía a mi padre, sabía que había ganado batallas, dirigido ejércitos y segado muchas vidas. No le temblaba el pulso ante nada ni ante nadie. Y mi mayor sueño había sido siempre luchar junto a él.
Pero él jamás lo permitiría.
Por suerte hacía demasiados años ya que no nos veíamos, y era imposible que llegara a reconocerme.
Se acercó y se sentó a mi lado. Le hizo un gesto al tabernero y éste le acercó una jarra con una actitud de máximo respeto. Le miré esbozando una sonrisa divertida. No era tan despectivo con mi padre.
-Eres joven- murmuró lentamente-. ¿Por qué quieres morir?
Intenté no mirarle a los ojos y bebí un trago de mi jarra. El aliento me ardía y los latidos de mi corazón parecía que podían oírse en toda la sala.
Será la muerte quien me busque, pero no tendrá el valor de encontrarme– respondí con dignidad.
Él me observó con los ojos azules entrecerrados mientras se balanceaba lentamente en su silla. Se humedeció la boca y se mordió el labio inferior pensativo.
-¿Sabes por qué vivo en una taberna?- preguntó estirando las piernas y recostándose en la silla de madera.
Negué con la cabeza. Sentí los ojos de las ancianas clavados en mí, como si discretamente asistieran a un espectáculo.
-Todo lo que he escuchado son historias de triunfos y batallas- confesé.
Mi padre sonrió y sentí un nudo en la garganta. No podía llorar delante de él.
-Y existieron…-susurró mientras sus ojos se perdían en la nostalgia del pasado-. Y yo creí ser alguien mientras luchaba para el rey y ganaba sus batallas. Creí ser alguien mientras arrancaba la vida de otros soldados y los años pasaban dejando atrás a los míos.
Me senté con la espalda aún más recta dispuesta a escuchar su historia.
-¿Sabes por qué vivo en una taberna?- repitió.
-No- dije temerosa.
Entonces él alargó su mano de piel áspera y dedos gruesos, una mano fuerte para sujetar la espada y cálida para abrazar a un niño, y me despojó de la capucha dejando al descubierto mis cabellos.
-Porque tenía demasiada vergüenza como para volver a buscar a mi familia, hija mía.
Me descubrió, lo sabía desde el principio. Incluso con mi nombre falso, sabía quién era yo.
-¿No hay batallas?- pregunté.
-Hace muchos años, hija mía. Demasiados. Vuelve a casa con tu madre. Has venido demasiado lejos- se puso de pie-. Regresa.
Y desapareció escaleras arriba, dejando a su espalda una estela de dolor y recuerdos, que se mezclaban con un falso pasado.

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