Mi sueño siempre fue la inmortalidad, aunque desconocía que iría unida a la maldad.
Los corazones pueden soportar mucho amor y aún más dolor, pero nunca por un tiempo indeterminado, jamás por algo que dure eternamente. Observé oculta bajo la capa a todos los que pasaban frente a mí, hombres ancianos, campesinos, comerciantes, mujeres y niños, rameras y monjas, ladrones…En aquella plaza, bajo los soportales empedrados que les protegían de la insistente lluvia, caminaban con aparente rumbo desordenado diferentes almas en direcciones diversas.
Todos tenían sus motivos para vivir, conocían de sobra el hambre y el miedo, habían saboreado la dureza de la guerra y descubierto su propia forma de salir a flote. Y en cierto modo todos ellos eran iguales. Se respiraba en el aire el dolor, incluso en las risas de los niños que corrían mirando atrás esperando recibir la orden de refugiarse en sus casas, y en la mirada de las rameras que oteaban la plaza en busca de clientes al tiempo que se contorneaban con sus escasas ropas bajo la mirada de censura de las hermanas, pendientes en todo momento de aquella voz de alarma que las haría salir huyendo.
Y ésas, con sus oscuras túnicas, libres supuestamente de pecado, mirando a veces al cielo jurándose que Aquél era justo y las penurias solo una prueba de nuestro amor por Él. Repartiendo mantas y agua cuando la guerra asolaba las ciudades y las familias se escondían bajo las paredes de piedra sagrada, cuando el murmullo de las oraciones agotaba hasta el aire que allí se respiraba.
Aquellos comerciantes que no eran muy distintos a los ladrones, y a cambio de unas monedas entregaban sus mercancías mientras negaban un trozo de pan mohoso al muerto de hambre que no las tenía. Se movían de un lado a otro en un día cotidiano, ni más afortunado ni más desdichado que cualquier otro, agradecidos simplemente de poder seguir con vida. Parecían buenas gentes, todos tenían un motivo por el que sobrevivir, pero se hubieran matado los unos a los otros si realmente su supervivencia dependiera de ello.
Hipócritas, cínicos y mentirosos. Hombres y mujeres de existencia pequeña, de vidas cortas que les hacían volverse grandes egoístas. No les importaba lo que fuera del mundo si ellos ya no estaban, solo tener el estómago lleno y el cuerpo caliente. Qué sería del mundo, qué sería de todos ellos si sus vidas fueran eternas… Mas ese privilegio y al mismo tiempo esa condena, solo podía concedérsele a unos pocos.
Y yo estaba entre ellos.
En realidad todo ocurrió por error, y nunca debería haber estado allí ni debería haber visto cuanto vi. No solo los calabozos o las cuevas son oscuras, también las almas pueden volverse de tal modo. Aprendí que un hombre nunca es totalmente bueno ni completamente malo, y que incluso viviendo las mismas cosas, dos seres distintos podrían terminar convirtiéndote en almas opuestas. Yo elegí el mal para sobrevivir. La noche que sucedió no había luna, ni viento, ni sonido alguno. No había nada. Debí sentir miedo al acercarme al claro del bosque, oscuro, solitario, un lugar al que nadie tenía permiso para acudir, un sitio que permanecía en sí mismo al acecho, expectante, como si pudiera saltar sobre ti en cualquier momento una horrible criatura legendaria, arrancarte los miembros y comerse tu corazón ante tus propios ojos, asegurándose de sonreírte para que vieras cuánto disfrutaba. Las leyendas horribles que contaban eran suficientes para alejar a todo ser humano de aquellas tierras, pero yo ya no tenía nada que perder salvo mi vida. Y ya no la quería.
Historias de muertos, de lobos sangrientos, de brujas asesinas de niños, no consiguieron alejarme, como el llanto de un bebé ya no lograba conmoverme ni por un instante. Aquel niño de manos pequeñas y piel rosada se haría hombre y mataría a todo el que se interpusiera en su camino. Daba igual que yo acabase con su vida antes o después; para mí no era diferente. Injusto tal vez ante semejante ser indefenso, pero más fácil al fin y al cabo. Y aquella noche yo no tenía ya lágrimas que tragar, los latidos de mi corazón ya no eran nunca más rápidos ni sentía compasión del viejo ni del enfermo. Quizás por eso ocurrió. Tal vez aquella luz extraña que cayó en el claro buscaba un alma muerta que penetrar, un cuerpo portador de la nada que poseer, un espíritu helado sin hogar ni destino que pudiera hacer de su morada. Fue la última vez que sentí dolor, un inmenso desgarro que pareció romper todas las venas de mi cuerpo y congelar la sangre que llevaba dentro. Sangre negra para el alma sombría que yo tenía.
En el centro de mi cuerpo sentí abrirse un agujero oscuro que vació todo lo humano que quedaba dentro, convirtiendo mi piel y mis huesos en el soporte de un ser justo y malvado, una portadora de la justicia insensible, una conductora de almas. Ni al cielo ni al infierno. Al terminar el resplandor, al desaparecer el dolor, no volví a escuchar mis latidos ni a ver a las personas con mis ojos humanos. Nunca sentí por ellos lo que sintieron por mí, ni los amé ni los odié y ellos simplemente me tuvieron miedo. Cuando me acercaba, podía oler el pánico de sus cuerpos mientras el tiempo se detenía exactamente igual que en el claro del bosque aquella noche, ver sus rostros suplicando unos minutos más de vida, aunque fuera rodeados de pobreza y miseria. Parecía que el aire llevaba olor a mí, y sentía que ellos detectaban mi presencia mientras nuestros tiempos en aquel instante se congelaban. Podía leer sus recuerdos, pasando por sus mentes fugazmente mientras se aferraban torpemente a ellos, sus anhelos, aquellas cosas que nunca tendrían, los sueños que no pudieron cumplirse y sus desesperanzas, el pensamiento de los seres que amaban y llorarían su ausencia. Pero yo no podía perdonarles la vida. Como aquella anciana, postrada en su camastro en la choza que olía a orín y a rata, que posó sus ojos en su viejo marido, tembloroso, huesudo y sin fuerzas, conocedor de que él sería el siguiente.
» En la salud y en la enfermedad » -se habían jurado. «Hasta que la muerte nos separe» Y yo, la muerte, al fin había llegado. Y de repente parecía muy tarde y a la vez muy pronto. Ochenta años trabajando los campos de sol a sol, temiendo por la próxima cosecha, huyendo del hambre y del frío, dejándose la vida minuto a minuto, eran demasiados. Pero hoy era el día en que todo terminaba, en el que los ojos se cerrarían para siempre y recibirían mi consuelo con su eterno descanso. Y no sentían que fuese justo. Nunca es justo tener que morir. No lo fue para mis padres, no lo fue para mis hijos que perecieron abrasados en su propia casa mientras los valientes soldados, defensores de reyes, conquistadores de tierras yermas, arrancaban las vidas de aquellos desconocidos que nada les importaban. Les mataron otros hombres semejantes a ellos, hombres que también fueron bebés arrullados con ternura por sus madres, instruidos como caballeros valientes, amados con pasión por sus mujeres. Y algunos llegaron a ancianos. Paridos y criados por féminas lozanas y sonrientes que les amaban, y que no sospechaban que algún día ellos matarían.
Aún sabiéndolo, les querrían de igual forma como madres que eran, aunque ellos le robarían lo más valioso a otros semejantes sin pensar en las lágrimas que brotarían, sin detenerse a recordar quiénes por sus actos morirían en vida. Soy la muerte, buena para nadie y mala para todos ellos. Existo porque así debe ser, porque todo tiene un comienzo y un final en este ciclo perfecto que es la vida, y porque algo o alguien debe decidir poner fin a aquéllos que, si tuvieran el don de la eternidad, arrasarían justa o injustamente con todo lo que compone la vida.
Solo yo soy eterna e inmortal y nadie puede escapar de mí.