El humo de los mosquetes aún imperaba en el aire nocturno. Tras la primera andanada por parte de la guardia urbana de Bermouth, los obreros orcos y semiorcos se detuvieron por un instante, tras lo cual, al ver que los guardias esperaban titubeantes las órdenes de sus capitanes, cargaron todos juntos. Mazas y barras de acero golpearon a la guardia pulcramente uniformada.
Al cabo de una hora, el capitán de la guardia, atrincherado en una de las pocas oficinas que no habían sido tomadas o quemadas, telegrafió al ayuntamiento informando de que Bermouth Este había sido tomada por obreros provenientes de la fábrica de motores Abigail. La respuesta llegó al cabo de quince largos minutos, pero el capitán ya no podía leer dicha respuesta pues una barra de acero oxidado atravesaba su cráneo.
Los obreros orcos y semiorcos cortaron las calles de la zona industrial levantando barricadas y parapetos, dejando incomunicada la zona Este de Bermouth.
A este peculiar ejército lo acaudillaba un orco bajo y extremadamente delgado para los de su especie. Iba vestido con una camisa blanca de cuello alto, gafas redondas y boina escarlata. Se apoyaba en un bastón oscuro y gris, dándole así un aspecto tranquilo y solemne. Toda su vida había sido capataz e ingeniero; el primero de su raza.
Durante generaciones, los orcos y semiorcos habían sido explotados y degradados como esclavos. Reducidos a meros brazos, sin posibilidad de ver la luz del sol en toda su existencia, al igual que su progenie. Mientras el resto de la ciudad se expandía y prosperaba, ellos se hundían cada vez más en las tinieblas. Era cuestión de tiempo que su verdadera naturaleza se revelara contra este trato antinatural e intolerable. Sólo necesitaban una voz que diera ecos y fuerza a sus deseos. Así fue como este orco de mirada viva y cuerpo delicado recordó a los suyos el sabor de la libertad. Les mostró su propia fuerza, y no sólo eso, sino que también les reveló la deliciosa posibilidad de cambiar sus destinos.
No pensaban quedarse en la ciudad ni pretendían mejorar sus condiciones laborales. Y menos después de su sangrienta declaración de intenciones. Sabían muy bien cuál era el valor que tenía la palabra dada para el humano civilizado.
La zona industrial estaba unida a los astilleros. Todos huirían en el barco presidencial de vapor. No existía otro sobre el mar capaz de sobrepasarlo y el ingeniero orco había contribuido decisivamente en su diseño. Sólo haría falta un pequeño grupo que contuviera a las fuerzas mecánicas armadas de Bermouth. Un grupo armado y comandado en su mayoría por enanos siervos del estado. Serían los más mayores y enfermos los que acometerían dicha resistencia suicida porque incluso el orco más débil sobrepasaba en mucho a cualquier otra raza en fuerza y resistencia. Con gusto darían sus vidas si en el lejano Este podían divisar, aunque fuera levemente, el humo del barco alejándose con todos sus hermanos rumbo a tierras sin techos de acero que dieran sombra a sus vidas.
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