Feb 232015
 
 23 febrero, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  6 comentarios »

En Anglamrran, el “Lago de Basura”, a tan solo unas decenas de kilómetros de los templos de Heralpa, las personas vivían las consecuencias de la extrema pobreza. Alejado de
las ciudades más prósperas y de las cortes donde los caballeros agasajaban a las damas y lucían lustrosas armaduras junto a su Rey, aquel lugar era un desierto de miseria y muerte.

Chesa y Santal corrían descalzos sobre millones de toneladas de basura. El aire era maloliente y decían que ponía enfermos a los que lo respiraban, pero a ellos ya no les olía mal tras pasarse la vida entre aquellas montañas de residuos. Podían encontrarse muchas cosas interesantes ocultas entre ellas, pequeños tesoros que les sumían en una constante búsqueda que ocupaba todos sus días desde la salida hasta la puesta de sol.

-¡Corre, ya es la hora!- exclamó Chesa tirando de la mano del niño. No eran hermanos, pero se comportaban como si lo fuesen. Los dos volaron para no llegar los últimos y la joven trató de hacerse un hueco para así poder ver mejor.

Varios carros con los mejores restos de la ciudad llegaron esa mañana y todos esperaron a que tirasen la montaña de residuos para escarbar y levantar la basura en busca de cosas que pudieran vender o llevarse a la boca. Entonces un hombre con un sombrero de cuero raído, el jefe del lugar, que portaba en su cintura una espada que jamás habría podido pagarse, se encaramó a la cima y de pie sobre ella empezó a hablarles indicándoles las normas. Pero la joven Chesa no podía oírle y solo quería empezar a buscar. Si encontraba madera o metal podría venderlo a algún caminante o mercader, aunque tendría suerte si conseguía unas pocas monedas al día, y parte de ellas serían entregadas al jefe de la charca.

Cuando el jefe terminó de hablar, la joven y Santal dieron un paso adelante dispuestos a empezar a buscar, pero uno de los hombres que vigilaba el montón de basura los detuvo mientras decía que no con la cabeza. Chesa apretó la mandíbula llena de rabia y cogió la mano del pequeño. Sabía que no servía de nada intentarlo porque solo conseguiría llevarse una paliza. Esta vez no habían sido elegidos.

Se dio la vuelta para marcharse mientras pensaba rabiosa en todas las cosas buenas que iban a perderse y entonces vio los ojos negros del niño llenos de lágrimas. Cuánta falta le habría hecho tener una madre a su lado que lo protegiera y qué impotente se sentía ella a veces por no poder sacarlo de allí.

La ira volvió a crecer una vez más mientras lo llevaba de vuelta a casa. Santal solo tenía cinco años y ninguno de los dos tenía padres. El niño no recordaba a los suyos y ella prefería olvidarles, borrando aquellos pensamientos cada vez que aparecían, tratando de alejar los sueños de calor de un hogar o de un abrazo que pocas veces había recibido. Vivían bajo una lona improvisada que les protegía de la lluvia y que estaba colocada muy cerca de la de Leata, una mujer vieja que siempre había sido vieja. Es lo que decía Santal como si la conociera desde hacía mil años, y después salía corriendo a jugar con los trozos de arcos rotos que encontraban y alguna empuñadura de una espada destrozada. No tenían ni idea de para qué podían servirle aquellas cosas a la gente que vivía fuera de la charca, pero parecía que ya no las querían y por eso acababan allí. Sin embargo, cuando ellos las encontraban, podían venderlas a otros y así aprovechaban los objetos que nadie quería.

Llevaban despiertos desde la una de la madrugada buscando entre la basura alumbrados solo por la luz de la luna, pero confiaban en poder encontrar algo en el nuevo envío de aquel día. Sin embargo, una vez más no habían sido elegidos y probablemente nunca lo serían, porque Chesa se había negado a cumplir las órdenes de aquel hombre. Desde entonces, él la miraba con odio y no dejaba que se acercase a los nuevos montones de basura. Ella estaba a punto de someterse a él para poder alimentar a Santal, incluso una noche salió en su busca, pero Leata la detuvo.

-Serás pobre igualmente. No lo hagas- murmuró-. No quedará nada de ti si te sometes a los que tienen el poder.

Eso detuvo a la joven. Si algo le quedaba era su dignidad y encontraría el modo de salir de allí como fuera sin servir como esclava de algún noble codicioso. Cuando lo lograse, se llevaría al niño y a Leata de allí para darles la vida digna que merecían.

-¿Otra vez?- dijo la mujer al verla pasar enfurecida.

Asintió con la cabeza sin decir palabra y siguió caminando tras el niño hacia la zona norte del vertedero. Sobre las seis de la tarde el último carro se marchó, y en él, rebuscando a escondidas
tratando de no ser descubiertos por el jefe ni sus hombres, encontraron algo de arroz, unas verduras y unos zapatos rotos. Cuando se los regalaron a la vieja Leata, a ésta se le llenaron los ojos de lágrimas y los abrazó. Los niños no tenían nada, igual que ella, y sin embargo lo poco que encontraban, en lugar de venderlo, se lo regalaban.

La mujer se los colocó sin poder quitarse la sonrisa de la boca y compartió su cena con ellos. Imaginó a los ricos que habían despreciado aquellos granos de arroz, conocedora de cómo eran sus casas y sus lechos calientes, sus ropas perfumadas y sus cocinas llenas de fantásticos olores. Hacía años que no pisaba una casa de la ciudad, casi desde la juventud, cuando aún sus manos podían lavar las ropas blancas con el resto de los orines que utilizaban para blanquearlas, cuando aún podía amasar pan y hornear pasteles, y cuando aún le quedaban años de vida útiles para regalárselos a sus señores. No necesitaba mucho para transportarse de nuevo a aquellos lugares del pasado. Bastaba un olor, el sabor de un mísero grano de arroz o la visión de unos zapatos que un día calzaron los pies de un noble cuando eran nuevos. Esos zapatos y ella habían acabado en el mismo lugar, allí donde nadie buscaba a nadie, allí donde se tiraban las cosas que ya no servían. Y también las personas que ya no servían.
Cuando el pequeño se durmió, se acercó lentamente a la muchacha.

-Hay una forma de salir de aquí- le dijo-. Se dice que mañana recogerán muchachos jóvenes para llevarlos como soldados. Con la paga de medio año podrás volver y sacar a
Santal de aquí.
-Pero soy una mujer, no me cogerán como soldado-protestó ella.
-Eso podemos arreglarlo- dijo la anciana. Y al momento empezó a cortarle mechones de cabello hasta que pareció un muchacho.
-Listo. Nadie se dará cuenta.
-Pero, si me voy, ¿quién cuidará de Santal?- preguntó con voz dudosa. La vieja Leata sonrió de forma tranquilizadora.
-Yo lo haré. No temas, estarás de vuelta antes de lo que piensas.

Chesa se acostó aquella noche llena de esperanzas y sueños. Y, ¿qué eran los sueños si jamás podías atreverte a cumplirlos? Al día siguiente empezaría una nueva vida y en pocos meses se llevaría también a su familia. Por la mañana y como cada día, repitieron la misma operación. Esperaron a que el jefe diera sus órdenes y una vez más fueron rechazados. Mientras se alejaban cabizbajos y sin que Santal lograra entender por qué nunca tenían suerte, el jefe se les acercó.
Relatos de Fantasía - Esclavos y traidores
-Veo que de nuevo te marchas, muchacha. Ella le mantuvo la mirada con orgullo, tanteando sus intenciones ocultas.
-Sí.
-Si quisieras podría ayudarte- propuso el hombre iniciando una sonrisa. Miró a Chesa de arriba a abajo, sonrió y a ella le pareció repugnante.
-Vete a casa, Santal- dijo empujando suavemente al pequeño.
El niño frunció el ceño pero obedeció, empezando a caminar despacio.
-¿Cómo podría ayudarme?
El hombre dio un paso hacia ella.
-La vieja Leata habrá hablado contigo. Si te reúnes con el resto de muchachos podrás salir de aquí.
Le miró desconfiada. No había motivo alguno para que aquel odioso hombre quisiera ayudarla, pero la mención del nombre de Leata le hizo bajar la guardia. Era lo más parecido a una madre que tenía y sabía que la anciana deseaba sacarles de allí.
-Ven conmigo- le dijo.
Mientras el hombre caminaba en dirección opuesta a Santal, la joven dudó si debía seguirle o no. Miró atrás una vez más y vio al niño quedarse quieto entre la basura al tiempo que ella suspiraba deseando estar haciendo lo correcto. Tal vez pudiese traerle comida a él y a Leata, tal vez pudiera realmente sacarlos de allí. Le hizo un gesto con la mano desde la distancia para que se fuera y se dio la vuelta para seguir al hombre. Éste caminaba sin mirar atrás, como si le diera igual que ella le siguiera o no, o como si estuviera seguro de que la joven iba a aceptar su propuesta. El jefe había visto durante toda su vida las condiciones en las que vivían en la charca y sabía que todos harían lo que fuera para salir de ella. La llevó lejos, a los límites del vertedero donde ella apenas se acercaba, y entre montones de basura se paró delante de la chica.
-Ahí es- señaló el hombre.
Varios muchachos jóvenes se apresuraban a subir a los carros. Le extrañó que llevasen barrotes y también que algunos estuviesen llorando. Se sentó junto al que parecía ser más joven y le susurró que se tranquilizara. Debía estar feliz porque al fin podían escapar de la charca.
-Creí que cualquier muchacho querría llegar a ser soldado- murmuró.
-¿Soldado?- preguntó otro con ironía-. Somos esclavos, nos han vendido como tales y seremos enviados a las minas o a cualquier sitio aún peor. Envejeceremos y moriremos en la oscuridad sin que nadie sienta nuestra ausencia. ¿Entiendes ahora por qué llora?

Chesa se puso en pie de inmediato y empezó a gritar mientras golpeaba los barrotes, pero muy pronto recibió un golpe que la hizo caer al suelo. Y desde allí vio la silueta del jefe que le entregaba a la vieja Leata una bolsa seguramente con monedas.

Traidora, la había vendido y seguramente haría lo mismo con el pequeño Santal. Mientras el carro se alejaba y el nudo en la garganta no le permitía siquiera gritar, el
amargo sabor de la traición fue casi desapareciendo mientras en sus venas, en su piel y en todos los rincones de su cuerpo, nacía un enorme deseo de venganza.

Volvería, estaba segura de ello, y sacaría al niño de allí. Algún día, quizás algún día.

 
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Feb 132015
 
 13 febrero, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  7 comentarios »

Fathy no podía correr más. Las zancadas de la joven abarcaban mucha menor distancia que las de su perseguidor, un bien instruido soldado al cual no parecía afectarle la excesiva cantidad de metal que llevaba encima. La armadura, bastante deteriorada tras el paso de los años a través de varias generaciones, le cubría por completo, aunque la inmensa maza que llevaba colgada a la espalda no debía pesar menos que el resto del conjunto.

Quizá llevaran casi diez minutos recorriendo las estrechas callejuelas de las ruinas de Larson, último vestigio de la una vez floreciente ciudad principal del continente, y Fathy, que hasta el momento había logrado evitar las manos de Úrder entre rápidos giros tras las esquinas y poderosos saltos por encima de los escasos obstáculos en su camino, se vio obligada a detener su carrera antes de precipitarse a una caída de entre veinticinco y treinta metros, derrumbado, a saber cuándo, el largo y estrecho puente al que le llevaron sus pasos.

―¡Esto acaba aquí, Fathy! ―La mujer de larga trenza pelirroja giró de inmediato su cuerpo a fin de encarar al que la gritaba, con los ojos, nerviosos, buscando una nueva salida. Pero no la iba a encontrar―. ¡Entrégate! ¡No puedes seguir huyendo!

Las palabras de Úrder salían con cierta dificultad a través del yelmo, dejando a las claras que el cansancio también comenzaba a hacer mella en él. Por contra, sus hombros seguían erguidos, no se había desembarazado de ninguna pieza y su voz aún sonaba segura y firme.

―¿Y qué diferencia habría entre saltar al vacío o volver contigo como tu prisionera?

―Salvar la vida. ¿No te parece suficiente?
Relatos de Fantasía - El último adiós
―No… Te equivocas. La celda será lecho hoy y tumba mañana, jamás saldría de ella. Sabes, tan bien como yo, que moriré en el mismo instante de cerrarse la puerta, aunque mi cuerpo aún dé la impresión de contener vida. Por tanto, no; no hay demasiada diferencia.

La joven retrasó un pie, el talón de este ya fuera del firme suelo en el que se encontraba. Su rostro pareció serenarse un tanto, mientras las moderadamente fuertes ráfagas de aire, a semejante altura, hacían danzar las anchas mangas de su blusa, silueteado con un brillante haz el cuerpo de Fathy gracias a la luz del ocaso. En otras circunstancias podría haberse descrito como una visión romántica, digna del mejor de los lienzos del continente de Endina, pero el dramatismo de la situación le daba un cariz muy distinto.

Úrder levantó veloz un brazo hacia ella, temeroso de que saltara hacia atrás. La conocía de sobra y era consciente de que sería capaz de dejarse caer a su espalda. No podía permitirlo.

―¿Y tu madre? ¿Qué dirá ella?

―Lo mismo que los demás: que no soy más que una traidora y que merezco pagar por ello. Además, ¿cómo…? ¡¿Cómo puedes preguntarme cuando sabes lo que piensa, sin siquiera pedirle que sea ella misma quien te lo cuente?!

―Es fría, lo sé, pero, aún así, preferirá tener una oportunidad de verte, de saber que te encuentras bien.

―No… No pienso pasarme el resto de mi vida encerrada. No es justo.

―Justo o no, no puedes saltar. No abraces una salida tan cobarde.

―¡¿Cobarde?! ―Sacudido su cuerpo por la rabia, adelantó de nuevo el pie, hasta colocarlo junto al otro, lo que alimentó la esperanza de Úrder por salvarla―. ¡Cobardes son aquellos que miran hacia otro lado en lugar de ayudar a los que lo necesitan! ¡Cobardes los que hacen daño a otros por mandato de un superior sin siquiera plantearse si hacen bien o mal con ello! No te atrevas de hablarme de cobardes, ¡no tienes ese derecho!

―Y no lo tengo porque soy uno de esos cobardes, ¿cierto?

―Sabes la respuesta…

Entre ellos se hizo un breve silencio, tan solo el viento y un solitario ave se encargaban de mantener algún sonido a su alrededor. Fathy apretaba los dientes, rememorando en su cabeza el porqué de su huida, y Úrder adelantó un lento paso, movimiento ante el cual se tensó el cuerpo de la mujer cuando no quedarían sino cuatro o cinco metros entre ambos.

―¿De qué vale intentar echar un cable y morir poco después?

―Al menos, habrás salvado a alguien.

―¿Una vida por otra? Ni siquiera merece la pena por conciencia, pues una vez muerto no habrá nada de lo que lamentarse.

Fathy lo miró detenidamente un segundo, a los ojos, como si en realidad no hubiese yelmo que los ocultara.

―Úrder, antes no pensabas así. ¿Qué pudo haberte cambiado?

―Tan sólo reconocer que uno ha de pelear contra los demás por seguir adelante, que los débiles siempre se quedan atrás.

―Creo… que no es así, sino justo al revés. ―El tono de Fathy bajó mucho en volumen e intensidad, perdida su mirada un momento en algún lugar del suelo, cercano a las botas del soldado―. El fuerte no se rinde, elige su propio camino y aún menos utiliza a otras personas para allanar su camino. Dime, ¿qué sentirías al ver caer mi cuerpo hacia ahí abajo?

―No lo hagas…

―¿Qué sentirías? ―repitió a la par que el de enfrente daba un nuevo paso hacia ella.

―Lo lamentaría muchísimo.

―¿Y verme entre rejas no te haría sufrir?

―Desde luego, pero al menos seguirías viva.

―Ya te lo he dicho: mi alma morirá el mismo día en que me encierren.

Fathy ladeo su cuerpo, a fin de observar el suelo a lo lejos sin perder tampoco de vista al de la armadura. Este seguía buscando otras palabras que decirle; alguna debía haber para convencerla de que se quedara con él.

―Podría luchar, más tarde, por sacarte de los calabozos. ―Ahora sí, su voz sonaba insegura, nerviosa. Se había ganado un vistazo de reojo de Fathy, pero no era suficiente―. Quizá entonces se pueda hacer algo por liberarte, si aún permaneces con vida…

―Ya… ¿Y si esas acciones te ocasionaran problemas? ¿Y si el intentar convencer a quien corresponda de que se me rebaje la pena, o cualquier otra cosa que se te ocurriese, tiene consecuencias negativas en tu carrera militar? ―Úrder guardó silencio, segundos tras los cuales la mujer contestó sus propias preguntas―. Aprendiste que los demás no valen tanto como para arriesgarte a perder los favores ganados, o algo así me has dejado caer hace unos minutos.

―Fuiste mi esposa. No quiero ningún mal para ti.

―Cierto; lo fui. Hasta siempre, Úrder.

El soldado se quitó de un manotazo el casco antes de correr hacia ella y verla desaparecer puente abajo. Sin embargo, al llegar al borde y arrodillarse sobre él, no vio a Fathy por ningún sitio. Tampoco oyó el sonido seco del cuerpo golpeándose brutalmente contra las ruinas, lo que le desconcertó. Pensó por un momento que se hubiese deslizado por un cercano nivel inferior, pero no descubrió por donde habría sido capaz de hacerlo y decidió por último descender hasta donde debería haber caído desde el puente. Su minuciosa y larga búsqueda fue en balde, pues no encontró ni rastro de ella.

Tras muchos minutos, ya entre las opacas sombras de la noche, Úrder dirigió sus pasos hacia la salida oeste de lo que quedaba de Larson. Deambuló cabizbajo entra las callejuelas, sin acordarse siquiera de recoger el yelmo. Debía volver, largo era aún el camino hasta la fortaleza, donde debería realizar un informe en el que reconocería haber perdido a Fathy. No obstante, mientras abandonada el lugar, le dio la impresión de ser observado, llamándole la atención un potente aroma a jazmín en una estación en la que no debería olerlo.

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Feb 062015
 

¿Qué estaba haciendo? Por los Dioses, ¿pero en qué demonios estaba pensando cuando aceptó semejante misión?

Telen Soberwood era, ante todo, un oficial leal, honesto a carta cabal, obediente a rajatabla a pesar de que pudiera cuestionar muchas de las órdenes que recibía… Y, sin embargo, en aquello se había embarcado… ¿Por qué? ¿Por un insensato concepto de fidelidad al reino? ¿Por una orden tajante e imposible de obviar? ¿Por unas deudas de juego que le habían arrojado a la cara cuando pensaba que sólo las conocían él y sus acreedores?

Había estado a punto de cuestionar la temeraria idea de su superior, el general Gorion: tomar el castillo de Dekler, uno de los baluartes más fortificados del Norte, en un audaz golpe de mano que lo hiciera caer en las golosas garras de su monarca, Morkal III el Soberbio… ¿Y todo por qué? ¿Porque su señor, Rakim Sverton, se había negado a pagar el diezmo y anunciado a bombo y platillo que dejaba de reconocer la soberanía de aquel enajenado loco que se hacía llamar rey de reyes cuando en realidad no era otra cosa que un pomposo sapo que sólo sabía croar?

Volvió a jurar para sus adentros. Todas aquellas ideas estaban ensañándose con su mente, envolviéndolo en una red de mentiras y engaños tan tupida como la que sus superiores y algunos de sus compañeros habían tejido para obligarle a participar en aquella locura…

Lo habían puesto al mando de un regimiento: dos mil soldados dispuestos a combatir bajo su mandato, dos mil insuficientes unidades para una empresa como aquélla, que requería una ingente provisión de armas de asedio, logística y, sobre todo, unos efectivos que deberían, cuando menos, quintuplicar la cifra que cabalgaba a sus espaldas… Y, por supuesto, ser veteranos, militares de profesión, hombres aguerridos a quienes la lucha cuerpo a cuerpo no asustara, curtidos en el fuego de la batalla, en la sangre de la muerte… No aquellos ganapanes que le habían asignado. ¡Por todos los diablos! ¿Es que acaso había algún regimiento como aquél? ¿O se habían limitado a vaciar las cárceles, las letrinas y los bajos fondos de Darekont para conformar aquella especie de horda uniformada que apenas sabía marchar en formación?
Relatos de fantasía - Castillo y traidores
No se hacía ilusiones con respecto a su destino: había sido elegido para su inmolación, se le había enviado a una misión suicida, de la que no esperaba regresar con vida, ni siquiera a pesar de las extrañas órdenes que había recibido…

Se movían en aquellos momentos por el bosque de Sefelwood, a tan sólo un día de las torres de Dekler… Las frondas llegaban hasta casi la misma base de la fortaleza, lo que les permitía acercarse sin ser vistos… Mas sin duda en el baluarte sabían que llegaban, de eso no le cabía la más mínima duda… Los espías estaban a la orden del día, había tantos que lo difícil era encontrar personas que no estuvieran pasando información de un lado a otro.

Dejó entrever en su moreno rostro una leve sonrisa de contrariedad. Sin duda alguna, sabían que llegaban, alguien se había encargado de comunicárselo a Rakim: los días anteriores habían visto a algunas aves mensajeras sobrevolarlos en dirección al castillo.

Tomar un lugar como aquél… Y, sobre todo, con la estrategia que se había acordado… No, no tenía caso, en su mente danzaba, por momentos, la peregrina idea de abandonar todo aquello y marcharse lejos, muy lejos, y que los reyes y señores se dedicaran a sus juegos de guerra y poder.

-Acamparemos aquí –anunció de improviso, levantando la mano-. Que los hombres monten el campamento y se preparen para hacer las guardias –ordenó a su ayudante, observándolo con sus grises ojos-. Nos pondremos en marcha de nuevo mañana por la mañana, tenemos que llegar a las murallas con la oscuridad más profunda, durante la medianoche.

-Señor, ¿puedo haceros una pregunta? –inquirió cauto el soldado.

-Adelante, Haber, hazla.

-Señor, ¿no creéis que es una locura intentar asaltar Dekler?

Y de nuevo, la maldita pregunta que llevaba haciéndose desde que comenzó la expedición…

-Sí, lo es –admitió con un suspiro de resignación, tras llevarse al hombre a un aparte donde no pudiera oírle la tropa-. Es una condenada locura, pero son órdenes reales, y no podemos incumplirlas.

-Dos mil hombres, y sin armas de asedio… -murmuró su ayudante-. Y de noche, para mayor locura… ¿Acaso se pretende un asalto nocturno, sin fanfarrias, buscando el sigilo y la traición?

-No deberías hablar así, Haber –le advirtió con severidad su superior-. La traición la cometió Rakim al negarse a pagar los impuestos a nuestro augusto monarca –la palabra le dejó un regusto amargo en la boca-, así que esto va a ser una expedición de castigo…

El militar lo contempló con gesto decepcionado: sabía con una certeza casi absoluta los pensamientos que se agazapaban en la mente de su general, no era el único que pensaba que Morkal se había vuelto loco por completo…

-Como vos digáis, señor… -aceptó con mansedumbre, inclinando apenas la cabeza e incorporándose al grueso de la tropa para organizar el campamento…

Telen lo vio marchar con el ceño fruncido: hombres como él, fieles, valerosos, pero al mismo tiempo racionales y que no se limitaran a obedecer sin más, eran los necesarios para sacar adelante aquel reino que de forma paulatina se estaba deslizando hacia la decadencia en manos de un rey que pecaba de todos los vicios conocidos y algunos más… Había quien hablaba de oscuros ritos en ciertas cámaras subterráneas del palacio real, mas aquel punto no había podido ser contrastado, no era más que un mero rumor…

Agitando la cabeza, tratando de apartar su turbación, se acercó a sus hombres y se dedicó a esperar mientras acababan de montar su tienda… Con su metro setenta de estatura casi parecía uno más entre la soldadesca…

No había querido hablar de que alguien en el interior de la fortaleza les iba a franquear el paso, una cuestión que también le escocía por el componente de vil deshonor que conllevaba…

 

*   *   *

 

Vistas desde su base, las negras murallas de Dekler parecían aún más imponentes de lo que eran en realidad… De hecho, la noche parecía transformarlas en impenetrables farallones rocosos, impracticables por completo.

Tras dejar el regimiento a las órdenes de Haber, Telen se había adelantado con una docena de hombres escogidos, pertrechados con arpeos; pensaban que iba a ser más sencillo, mas la mareante altura de aquellos muros se encargó de arrojar sobre ellos un balde de agua fría.

-Tú –llamó a uno de los soldados en voz baja-, regresa junto a los demás y avísales para que estén preparados en cuanto empiecen a oír sonidos de combate o el portón se abra para ellos… Y que envíen a un grupo de arqueros para que suban tras nosotros y se aposten en las murallas…

El militar se cuadró con torpeza y salió corriendo en la oscuridad.

-Los demás, preparados para iniciar la escalada –ordenó en un quedo susurro.

Estaba atento por si oía el característico tintineo de las armas de los guardias, mas el silencio en el interior del castillo era absoluto: tal parecía que podrían cruzar sin riesgo alguno aquel primer obstáculo… “Demasiado fácil”, pensó con amargura, “Esto tiene todo el aspecto de una encerrona”.

Se levantó y comenzó a hacer girar sobre su cabeza el arpeo; unos instantes después, la cuerda surcaba rauda el aire, hasta rozar la piedra de las almenas, pero sin llegar a enganchar; necesitó otros dos intentos hasta que consiguió que el metal se mantuviera fijo, mientras el resto de los elegidos realizaba la misma operación: uno lo consiguió a la primera, otros requirieron hasta media docena de lanzamientos.

El general estaba en verdad preocupado por el devenir de aquella cautelosa operación: los guardias deberían haberse dado cuenta de los desmañados intentos de enganchar los arpeos, y sin embargo ninguna cabeza se asomaba por encima de la piedra, en busca de los intrusos… No cabía duda alguna, estaba sucediendo algo muy extraño.

Treparon con rapidez hasta alcanzar las almenas; asomándose con cuidado entre los merlones, Telen pudo comprobar que todas sus aprensiones iban cumpliéndose con inexorable certeza: no se veía ningún guardia haciendo la ronda por el camino de la muralla, era como si Rakim se hubiera despreocupado, en la creencia de que nadie en su sano juicio podría asaltar su baluarte.

En el más absoluto sigilo, indicó a sus soldados que lo siguieran a lo largo del pasillo, dirigiéndose hacia una de las torres de vigilancia; se asomó con cautela a su interior, para descubrir que estaba tan vacía como todo lo que había visto hasta el momento… Sintió que se le erizaba el vello ante la extraña pesadilla que estaba viviendo.

Despacio, con el corazón latiéndole tan rápido que llegó a pensar que toda la fortaleza estaba escuchando sus latidos, fue descendiendo del parapeto hasta plantarse en el patio central: allí, una sombría figura colgada en una cruz indicaba a las claras el destino de quien se atrevía a discutir las órdenes del señor…

El grupo se volvió hacia las grandes hojas de madera que permanecían cerradas, y se encaminó hacia ellas.

Las armas sisearon al salir de sus fundas cuando los darekonis se aprestaron para su defensa: dos de ellos accionarían el rastrillo, el puente y abrirían las puertas, mientras el resto vigilaban que nadie los molestase en tal tarea.

-Ya era hora de que llegarais, general.

El susurro, apenas más alto que el murmullo del viento, hizo que todos los hombres tuvieran un sobresalto: parecía proceder de las sombras del interior del arco de entrada.

En un acto de apariencia teatral, un sujeto de mediana estatura y cabellos castaños se asomó para darles una bienvenida que no esperaban.

-Os habéis tomado vuestro tiempo –comentó socarrón.

-¿Quién va? ¿Eres por ventura quien nos ayudará a abrir esas puertas? –demandó Telen, procurando no levantar la voz-. Debo asegurarme de que las cosas están como tienen que estar para no arriesgar en vano la vida de mis hombres…

-Os honran vuestras palabras –aseguró el desconocido-. Mas son innecesarias, pues vuestro camino ha hallado ya su final.

-¿Cómo dices, perro rastrero? –gruñó el oficial.

-Es sencillo, no tenéis por qué encresparos –se chanceó su interlocutor-. No tenéis más que dos opciones: entregar vuestras armas y daros preso, o perder la vida en un inútil acto de heroísmo.

Como si de una señal se tratara, de entre las sombras surgió un grupo de soldados uniformados con los colores de Dekler; al mismo tiempo, tras ellos, se abrían las hojas de la torre del homenaje con un ominoso chirrido, vomitando de su interior una horda de militares que se abalanzaron en un desusado silencio sobre ellos, rodeándolos y apuntándolos con sus armas.

-¿Qué negra traición es ésta, chacal? –demandó Telen, alzando la voz en un temerario grito.

-Es, por decirlo de forma clara, una manera de advertir a ese idiota de Morkal que nos deje en paz, que ya no formamos parte de su reino –le contestó el desconocido con sonrisa ladina.

-¡Bah, basta ya de circunloquios y sutilezas! –bramó el hombre que había llegado al frente de los defensores, un tipo fornido de brillantes ojos negros como la pez que observaba a sus cautivos como un león a un antílope-. Esto es una guerra, Survat, no una competición de flores.

“Telen Soberwood, estás ante Rakim Sverton, el Señor de Dekler: sólo sois una docena para defenderos de mis tropas, así que sólo os lo diré una vez: entregad vuestras armas.

-Señor Rakim, tal vez andéis un tanto errado en vuestra apreciación –sugirió el darekoni, intentando aparentar un valor que no sentía-. Observad vuestras almenas…

Le cortó la desabrida risa del llamado Survat,

-¿Qué es lo que hay que ver, general? –demandó con tono divertido.

Furioso, Telen volvió la cabeza hacia los parapetos para contemplar algo que ya intuía: los arqueros que habían trepado por las cuerdas estaban amenazados por una numerosa guarnición que había brotado de nadie sabía dónde. Debería haber imaginado que quien tendiera una trampa de aquel tipo no dejaría nada al azar…

-¿Cuál es el motivo de esta innoble traición? –inquirió tratando de mostrarse sereno.

-Sencillo –le contestó Rakim-: serviréis como rehenes para que vuestro necio rey se lo piense bien antes de enviar una expedición de castigo contra nosotros. ¿Qué mejor pieza de cambio que uno de sus mejores generales?

-¡Malditos traidores! –bramó el oficial-. No podéis hacer algo así…

-Podemos y lo haremos –aseguró con ferocidad el Señor de la fortaleza-. Uno de vuestros hombres volverá junto al regimiento para ordenarles que regresen a Darekont e informen a Morkal de la situación.

-¡No seré moneda de cambio!

-Pensáoslo bien, general, porque no soy persona de mucha paciencia…

-Está pensado y decidido, prefiero morir a convertirme en una pieza de un maldito juego entre nobles…

-¿Y sacrificaréis la vida de vuestros hombres en el camino?

Por un momento, Telen se quedó mudo: ¿que él no quisiera ser rehén debía significar la muerte de todos los que le habían seguido a aquella absurda misión?

Volvió la mirada hacia sus hombres, y en ellos no encontró otra cosa que fatalismo y resignación: sabían que no saldrían de allí de ninguna manera, que sólo era cuestión de elegir si los enterraban o los encerraban…

-¿Qué preferís? –preguntó-. ¿La gloria de una muerte en combate, o un encierro ignominioso a causa de una negra traición?

-No seáis necios –intervino Rakim-, no merece la pena…

Calló: uno a uno, los darekonis habían alzado sus armas en señal de saludo a su general, que los contempló asombrado; no había esperado aquella reacción, no de aquellos a los que en un principio había despreciado como la morralla del ejército…

-Sea –alzó a su vez su espada, saludándolos.

-¡Se acabó la conversación! –bramó el deklerio-. ¡A ellos! ¡Quiero a Telen y a uno de sus hombres vivos, los demás no me importan lo más mínimo!

Con un rugido de triunfo, el círculo de soldados se cerró sobre los asaltantes, que comenzaron a luchar entre furiosos aullidos de gozo y muerte; de inmediato formaron alrededor de su general, protegiéndolo, mientras éste intentaba a su vez embarcarse en batalla con aquel enajenado Señor…

El estruendo de la batalla se alzó en el silencio de la noche, rompiéndolo en mil fragmentos; tal parecía que los demonios habían sido liberados, aullando sus penas y lamentos sobre el escenario de una carnicería segura…

La superioridad numérica era abrumadora, no tenían opción alguna; y aun así, los darekonis consiguieron resistir durante unos minutos, tiempo que emplearon en sajar y matar a cerca de una veintena, entre los que se contó Survat, atravesado por una mano anónima…

Telen se juró que mientras tuviera una espada en la mano no lo cogerían vivo; la hoja se alzaba y caía con una regularidad absoluta, cortando miembros, cercenando cabezas, atravesando pechos… Incluso cuando se quedó solo al caer el último de sus hombres, la guarnición de la fortaleza tuvo que emplearse a fondo para poder acercarse a él y sujetarle los brazos, ensangrentados por completo…

Fue arrojado al suelo sin contemplaciones, sujeto por una docena de robustas manos, mientras sobre él se asomaba el sonriente rostro de Rakim.

-¿Qué me dices ahora, general? –demandó mordaz-. ¿En qué queda el valor cuando no se tiene la libertad para demostrarlo?

-¡Prefiero una muerte honrosa al deshonor de haber sido traicionado! –gruñó el darekoni.

-¿Debo recordarte que en principio la traición iba a ser tuya? -le advirtió el deklerio con tono venenoso-. Viniste en la noche, para tomarnos por sorpresa, ni siquiera en un asalto frontal, dispuesto a degollarnos en nuestras camas…

Por un momento, Soberwood calló, meditando acerca de las palabras de su enemigo: tal y como había sospechado desde un primer momento estaba al tanto de todo… ¿Quién había tramado toda aquella añagaza?

-Survat me dio la idea –comentó Rakim con una carcajada al observar los pensamientos de Telen en su semblante-. Es una lástima que haya caído en este combate, sus ideas, su sutileza, sus subterfugios, me venían muy bien para llevar a cabo mis planes…

“¿Qué mejor manera de presionar a un rey loco para que recupere el seso que engañarlo para que piense que puede tomar en un audaz golpe de mano un baluarte como éste? ¿Qué mejor manera de mostrarle que uno de sus mejores generales es prisionero de su enemigo, después de haber dado su beneplácito a una expedición como ésta?

“Telen Soberwood, descansarás en nuestras mazmorras mientras Morkal se mantenga sereno en su trono y no intente nada contra nosotros; con el tiempo, tal vez te concedamos carta de ciudadanía en Dekler…

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