En Anglamrran, el “Lago de Basura”, a tan solo unas decenas de kilómetros de los templos de Heralpa, las personas vivían las consecuencias de la extrema pobreza. Alejado de
las ciudades más prósperas y de las cortes donde los caballeros agasajaban a las damas y lucían lustrosas armaduras junto a su Rey, aquel lugar era un desierto de miseria y muerte.
Chesa y Santal corrían descalzos sobre millones de toneladas de basura. El aire era maloliente y decían que ponía enfermos a los que lo respiraban, pero a ellos ya no les olía mal tras pasarse la vida entre aquellas montañas de residuos. Podían encontrarse muchas cosas interesantes ocultas entre ellas, pequeños tesoros que les sumían en una constante búsqueda que ocupaba todos sus días desde la salida hasta la puesta de sol.
-¡Corre, ya es la hora!- exclamó Chesa tirando de la mano del niño. No eran hermanos, pero se comportaban como si lo fuesen. Los dos volaron para no llegar los últimos y la joven trató de hacerse un hueco para así poder ver mejor.
Varios carros con los mejores restos de la ciudad llegaron esa mañana y todos esperaron a que tirasen la montaña de residuos para escarbar y levantar la basura en busca de cosas que pudieran vender o llevarse a la boca. Entonces un hombre con un sombrero de cuero raído, el jefe del lugar, que portaba en su cintura una espada que jamás habría podido pagarse, se encaramó a la cima y de pie sobre ella empezó a hablarles indicándoles las normas. Pero la joven Chesa no podía oírle y solo quería empezar a buscar. Si encontraba madera o metal podría venderlo a algún caminante o mercader, aunque tendría suerte si conseguía unas pocas monedas al día, y parte de ellas serían entregadas al jefe de la charca.
Cuando el jefe terminó de hablar, la joven y Santal dieron un paso adelante dispuestos a empezar a buscar, pero uno de los hombres que vigilaba el montón de basura los detuvo mientras decía que no con la cabeza. Chesa apretó la mandíbula llena de rabia y cogió la mano del pequeño. Sabía que no servía de nada intentarlo porque solo conseguiría llevarse una paliza. Esta vez no habían sido elegidos.
Se dio la vuelta para marcharse mientras pensaba rabiosa en todas las cosas buenas que iban a perderse y entonces vio los ojos negros del niño llenos de lágrimas. Cuánta falta le habría hecho tener una madre a su lado que lo protegiera y qué impotente se sentía ella a veces por no poder sacarlo de allí.
La ira volvió a crecer una vez más mientras lo llevaba de vuelta a casa. Santal solo tenía cinco años y ninguno de los dos tenía padres. El niño no recordaba a los suyos y ella prefería olvidarles, borrando aquellos pensamientos cada vez que aparecían, tratando de alejar los sueños de calor de un hogar o de un abrazo que pocas veces había recibido. Vivían bajo una lona improvisada que les protegía de la lluvia y que estaba colocada muy cerca de la de Leata, una mujer vieja que siempre había sido vieja. Es lo que decía Santal como si la conociera desde hacía mil años, y después salía corriendo a jugar con los trozos de arcos rotos que encontraban y alguna empuñadura de una espada destrozada. No tenían ni idea de para qué podían servirle aquellas cosas a la gente que vivía fuera de la charca, pero parecía que ya no las querían y por eso acababan allí. Sin embargo, cuando ellos las encontraban, podían venderlas a otros y así aprovechaban los objetos que nadie quería.
Llevaban despiertos desde la una de la madrugada buscando entre la basura alumbrados solo por la luz de la luna, pero confiaban en poder encontrar algo en el nuevo envío de aquel día. Sin embargo, una vez más no habían sido elegidos y probablemente nunca lo serían, porque Chesa se había negado a cumplir las órdenes de aquel hombre. Desde entonces, él la miraba con odio y no dejaba que se acercase a los nuevos montones de basura. Ella estaba a punto de someterse a él para poder alimentar a Santal, incluso una noche salió en su busca, pero Leata la detuvo.
-Serás pobre igualmente. No lo hagas- murmuró-. No quedará nada de ti si te sometes a los que tienen el poder.
Eso detuvo a la joven. Si algo le quedaba era su dignidad y encontraría el modo de salir de allí como fuera sin servir como esclava de algún noble codicioso. Cuando lo lograse, se llevaría al niño y a Leata de allí para darles la vida digna que merecían.
-¿Otra vez?- dijo la mujer al verla pasar enfurecida.
Asintió con la cabeza sin decir palabra y siguió caminando tras el niño hacia la zona norte del vertedero. Sobre las seis de la tarde el último carro se marchó, y en él, rebuscando a escondidas
tratando de no ser descubiertos por el jefe ni sus hombres, encontraron algo de arroz, unas verduras y unos zapatos rotos. Cuando se los regalaron a la vieja Leata, a ésta se le llenaron los ojos de lágrimas y los abrazó. Los niños no tenían nada, igual que ella, y sin embargo lo poco que encontraban, en lugar de venderlo, se lo regalaban.
La mujer se los colocó sin poder quitarse la sonrisa de la boca y compartió su cena con ellos. Imaginó a los ricos que habían despreciado aquellos granos de arroz, conocedora de cómo eran sus casas y sus lechos calientes, sus ropas perfumadas y sus cocinas llenas de fantásticos olores. Hacía años que no pisaba una casa de la ciudad, casi desde la juventud, cuando aún sus manos podían lavar las ropas blancas con el resto de los orines que utilizaban para blanquearlas, cuando aún podía amasar pan y hornear pasteles, y cuando aún le quedaban años de vida útiles para regalárselos a sus señores. No necesitaba mucho para transportarse de nuevo a aquellos lugares del pasado. Bastaba un olor, el sabor de un mísero grano de arroz o la visión de unos zapatos que un día calzaron los pies de un noble cuando eran nuevos. Esos zapatos y ella habían acabado en el mismo lugar, allí donde nadie buscaba a nadie, allí donde se tiraban las cosas que ya no servían. Y también las personas que ya no servían.
Cuando el pequeño se durmió, se acercó lentamente a la muchacha.
-Hay una forma de salir de aquí- le dijo-. Se dice que mañana recogerán muchachos jóvenes para llevarlos como soldados. Con la paga de medio año podrás volver y sacar a
Santal de aquí.
-Pero soy una mujer, no me cogerán como soldado-protestó ella.
-Eso podemos arreglarlo- dijo la anciana. Y al momento empezó a cortarle mechones de cabello hasta que pareció un muchacho.
-Listo. Nadie se dará cuenta.
-Pero, si me voy, ¿quién cuidará de Santal?- preguntó con voz dudosa. La vieja Leata sonrió de forma tranquilizadora.
-Yo lo haré. No temas, estarás de vuelta antes de lo que piensas.
Chesa se acostó aquella noche llena de esperanzas y sueños. Y, ¿qué eran los sueños si jamás podías atreverte a cumplirlos? Al día siguiente empezaría una nueva vida y en pocos meses se llevaría también a su familia. Por la mañana y como cada día, repitieron la misma operación. Esperaron a que el jefe diera sus órdenes y una vez más fueron rechazados. Mientras se alejaban cabizbajos y sin que Santal lograra entender por qué nunca tenían suerte, el jefe se les acercó.
-Veo que de nuevo te marchas, muchacha. Ella le mantuvo la mirada con orgullo, tanteando sus intenciones ocultas.
-Sí.
-Si quisieras podría ayudarte- propuso el hombre iniciando una sonrisa. Miró a Chesa de arriba a abajo, sonrió y a ella le pareció repugnante.
-Vete a casa, Santal- dijo empujando suavemente al pequeño.
El niño frunció el ceño pero obedeció, empezando a caminar despacio.
-¿Cómo podría ayudarme?
El hombre dio un paso hacia ella.
-La vieja Leata habrá hablado contigo. Si te reúnes con el resto de muchachos podrás salir de aquí.
Le miró desconfiada. No había motivo alguno para que aquel odioso hombre quisiera ayudarla, pero la mención del nombre de Leata le hizo bajar la guardia. Era lo más parecido a una madre que tenía y sabía que la anciana deseaba sacarles de allí.
-Ven conmigo- le dijo.
Mientras el hombre caminaba en dirección opuesta a Santal, la joven dudó si debía seguirle o no. Miró atrás una vez más y vio al niño quedarse quieto entre la basura al tiempo que ella suspiraba deseando estar haciendo lo correcto. Tal vez pudiese traerle comida a él y a Leata, tal vez pudiera realmente sacarlos de allí. Le hizo un gesto con la mano desde la distancia para que se fuera y se dio la vuelta para seguir al hombre. Éste caminaba sin mirar atrás, como si le diera igual que ella le siguiera o no, o como si estuviera seguro de que la joven iba a aceptar su propuesta. El jefe había visto durante toda su vida las condiciones en las que vivían en la charca y sabía que todos harían lo que fuera para salir de ella. La llevó lejos, a los límites del vertedero donde ella apenas se acercaba, y entre montones de basura se paró delante de la chica.
-Ahí es- señaló el hombre.
Varios muchachos jóvenes se apresuraban a subir a los carros. Le extrañó que llevasen barrotes y también que algunos estuviesen llorando. Se sentó junto al que parecía ser más joven y le susurró que se tranquilizara. Debía estar feliz porque al fin podían escapar de la charca.
-Creí que cualquier muchacho querría llegar a ser soldado- murmuró.
-¿Soldado?- preguntó otro con ironía-. Somos esclavos, nos han vendido como tales y seremos enviados a las minas o a cualquier sitio aún peor. Envejeceremos y moriremos en la oscuridad sin que nadie sienta nuestra ausencia. ¿Entiendes ahora por qué llora?
Chesa se puso en pie de inmediato y empezó a gritar mientras golpeaba los barrotes, pero muy pronto recibió un golpe que la hizo caer al suelo. Y desde allí vio la silueta del jefe que le entregaba a la vieja Leata una bolsa seguramente con monedas.
Traidora, la había vendido y seguramente haría lo mismo con el pequeño Santal. Mientras el carro se alejaba y el nudo en la garganta no le permitía siquiera gritar, el
amargo sabor de la traición fue casi desapareciendo mientras en sus venas, en su piel y en todos los rincones de su cuerpo, nacía un enorme deseo de venganza.
Volvería, estaba segura de ello, y sacaría al niño de allí. Algún día, quizás algún día.
¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem