Voluntad. La palabra, en forma de murmullo inquieto, rompió el silencio que hasta entonces cubriera la nave propagándose como la peste. No me quedó la menor duda de que no sólo yo había pensado en esa maldita palabra. La reacción ante esa amenaza se manifestó de maneras bien distintas: unos hombres se quedaron mirando con rostro desencajado la evolución de los hilos, cómo crecían sin aparente dificultad, desafiando las olas y la creciente tormenta; otros se alejaron de la borda, como si creyeran que esos dos o tres pasos les salvaran de enfrentar la realidad. Pero la mayoría, una vez asumida la terrible realidad, se volvían hacia la popa, donde el viejo examinaba el fenómeno con el miralejos. El contramaestre custodiaba su espalda, la gorra calada de tal manera que casi no se podían distinguir sus ojos. El capitán acabó de bajar el miralejos y se llevó de nuevo al nostramo bajo la toldilla.
–Mantengan el rumbo, señores –ordenó antes de perderse por la puerta. Siguiendo las órdenes la tripulación se desplegó a las posiciones anteriores a la aparición de los hilos, atenta a drizas, vergas y gavias.
En la proa mis hombres vigilaron los foques y la mística, pero noté que ponían un ojo en el paño y otro en lo que sucedía al otro lado de la borda. Me sorprendió ver como Pet, el titán de mi grupo, un recio rubio de la lejana Mirgand fuerte como un trardo de combate, parecía encogido. Él, una masa de músculos capaces de desmembrar con sus propias manos desnudas a un hombre, se aferraba cual niña temerosa a la driza de estribor del foque. Tenía los ojos desorbitados por el evidente pánico. Su acritud contrastaba de manera notoria con la de Lork: el desaliñado y dicharachero cotilla se recostaba con aparente tranquilidad contra la borda de babor. Su rostro se había convertido en una máscara ilegible en la que sólo se movían sus oscuras pupilas, de los hilos blancuzcos a la toldilla, y de vuelta a los hilos. El binomio formado por Marco y su compañera roedora se nos habían unido. El enorme anciano no pertenecía de forma oficial a mi equipo, si bien le gustaba de ayudarnos aduciendo que aquella, la proa, era su parte de la embarcación. Yo tenía la impresión de que buscaba, por alguna razón que nunca me confesó, la cercanía de mis chicos, los mascarones. Por una razón u otra en ese momento apoyaba su mole sobre el pasamano de la borda de estribor. Parecía no querer detalle de la evolución del enemigo, por lo que contraviniendo las órdenes del viejo apenas sostenía uno de los vientos del foque.
–Marco, ¿estás o no estás?
–Sí, claro, Gus. Perdona –en su rostro sí que aprecié cierto rubor, ademán que contrastó con la mirada fiera de su rata. El anciano marinero aferró con fuerza el cabo, dispuesto a trabajar con el paño. Pero en un momento dado, cuando creyó que no le observaba, hizo un disimulado gesto: se estaba persignando.
Tras la sorpresa inicial, una vez que la solución del problema quedaba en manos del viejo y tras éste encomendarnos órdenes, lo normal hubiera sido que el silencio regresara a cubierta. Pero no esta vez: por el contrario se había desplegado una alfombra de murmuraciones, muchas de ellas derivadas en letanías y plegarias. Marco no estaba sólo en sus temores. Parecía que la terrible certeza de enfrentarnos a enemigos capaces de esgrimir Voluntad predominaba sobre la confianza en las dotes del capitán. Al fin y al cabo nos enfrentábamos a algo nunca visto en el mar de Ashrae en siglos, puede que en milenios. Todo marinero mercante teme a los piratas. Pero al fin y al cabo hasta ahora todo pirata en esencia se resume a un hombre normal, furioso y alocado, pero humano, con sus limitaciones y defectos. Y un hombre ni posee ni usa la Voluntad, ese poder capaz de obrar milagros de todo tipo.
–¿Os habéis parado a calcular el origen de ese condenado barco?
La voz de Marco sonó tensa. Si bien con una mano todavía sostenía el cabo, atento a posibles indicios de sobretensión, con la otra acariciaba a su rata. Y todo ello sin perder de vista al buque. Pet permanecía en silencio, su mano derecha arañando la raíz del obenque que sujetaba la driza, casi aferrándose a ella como si de ello dependiera su existencia. La estatua de Lork siguió inmutable, sólo sus ojos bailando entre nosotros y los hilos del cazador.
Ante el silencio Marco insistió:
–Mira que sois palurdos, pandilla de mugrientas alimañas de puerto. ¿Nadie ha hecho ese cálculo? ¿Sólo yo?
Alzando el tono de voz por primera vez desde que le conocía, Marco desenmascaró el genio que se ocultaba bajo su indolente, casi somnolienta, actitud habitual. Ese genio que, según me habían dicho, le había ganado en su fama de hombre temperamento incorregible, huraño y fiero. Sus palabras destilaban cierto olor a altanería y prepotencia, muy acorde a la vieja fama, pero por su manera de observar al cazador dudé de si no se reducía a pura fachada para disimular un fondo de nerviosismo y preocupación. Si se trataba de auténtica ira o de un gesto teatral poco les importó a mis compañeros, que se limitaron a mantener el silencio.
–Hemos seguido –Marco insistió sin modificar en un ápice el tono– todos los días una ruta a poniente desviada no menos treinta grados hacia el sur. A eso añadamos el ángulo de aproximación de su nave y… ¡Trazad una línea en esa dirección y prolongadla en sentido opuesto! ¿Adónde nos lleva?
–A tierra, por supuesto.
–¡Serás botarate, Pet! ¿Sólo llegas a eso? ¡A tierra! ¡Por los dioses!
La rata mascota de Marco hipó asustada y se retorció sobre el hombro. Tras dedicarnos una mirada casi más iracunda que la de su amo se revolvió y, rodeando el grueso cuello del marino, se colocó sobre el otro. Desde la nueva posición nos observó con una altanería muy similar a la de su amo: tanto que me pregunté hasta que punto no se habían enlazado las esencias del marino y el roedor. No comprendía cómo Marco soportaba a ese animal recorriendo su cuerpo como si trepara por un tronco, sobre todo con sus afiladas uñas. Sin la menor duda debían atravesar el tejido de su camisola y arañarle la piel. Pero el gigante anciano no parecía darse cuenta, limitándose a seguir bramando:
–¡Claro que a tierra! Estamos demasiado lejos del Borde como para que una ruta marítima no acabe en tierra. ¡Por supuesto que esa nave proviene de tierra, de un puerto! Pero ¿de cuál, genio?
De nuevo el silencio. Yo seguía atento a partes iguales tanto la conversación como el avance de los resplandecientes hilos blanquecinos. Mis sospechas respecto a su destino se vieron confirmadas cuando el primero de ellos se clavó en una de las cajas negras a la deriva. Como si sobre el extremo del hilo volara una araña fantasmal la hebra empezó a rodear al bulto. Pocos latidos después, cuando todavía no había alcanzado su presa el segundo hilo, la primera caja ya estaba envuelta en una especie de tela blancuzca que el ocaso teñía de un tono de sangre coagulada y densa.
–¡Efímera, idiotas –gritó Marco–: el rumbo que siguen parece partir de esa condenada ciudad de locos y brujos! O de ella o de su zona cercana.
Ante esa mención no pude evitar responder:
–Ahora el loco eres tú, Marco. Efímera desapareció devorada por una erupción hace siglos. Incluso se dice que su dios escapó de la celda en la que estaba encerrado y caminó sus calles, castigándoles por haberle aprisionado durante milenios.
–Efímera es la ciudad de los magos de la Voluntad, y nadie mejor que tú lo sabe, mozalbete. Al fin y al cabo ellos son los creadores de la Animación, ¿no? De la Animación… y otras disciplinas mucho más horrendas.
Noté como los ojos de marco me atravesaban. ¿Por qué de repente semejante agresividad? ¿Y contra mí? Qué diferente parecía del hombre que me había hablado, apenas hacía un rato, de los viejos tiempos y sus mascarones legendarios. Por un momento adiviné la mezcla de veneración y pavor que causaban en las gentes del antiguo imperio los mascarones. Y sus señores, de los que yo era un minúsculo y crepuscular representante.
Iba a responderle, pero tuve que limitarme a señalar hacia estribor. Todos los haces de luz habían alcanzado sus respectivos destinos, envolviendo cada fardo en su respectivo capullo. Ese espectáculo acabó por acallar todas las conversaciones a bordo. Ante nosotros estaba sucediendo una proeza inaudita, una muestra de Voluntad como no habíamos contemplado jamás en nuestros viajes a través del mar de Ashrae y de más allá.
Una vez envueltas todas las cajas los hilos las agruparon y, como si se tratara de cabos de abordaje, tiraron de ellas hacia el buque pirata: se habían apoderado del cebo que el capitán les había tendido, y ello sin cambiar de rumbo, mientras seguían reduciendo la distancia con nosotros.
–Efímera –musitó Marco.
Pet profirió un gemido casi inhumano, atenazado por el terror. Daba pena y una gran impresión contemplar a ese mastodonte de puro músculo temblar como un niño de teta ante la mención de la ciudad–brujo. Sin embargo Lork ni se inmutaba, como si hubiera asumido su destino. Posiblemente su postura era la más cuerda de todos.
Si habían regresado los corsarios de las leyendas, aquellos contra los que se construyeron los leviatanes, el escaso dominio de la Nación de Ashrae decaería en breve, sustituido por… Preferí no pensar en lo que el cambio podría suponer: una nueva edad de terror y sangre derramada a galones.
–Atención, señoritas –de improviso, sin que ninguno se hubiera percatado, el contramaestre se había plantado en la zona de proa. Tan embebidos estábamos en nuestra discusión que no nos habíamos percatado de que él y el viejo habían regresado a cubierta. Su sola presencia sirvió para callarnos a todos, así como a sembrar la calma entre la tripulación–. Manténganse en sus puestos bien atentos, a la espera de las órdenes del capitán, si no quieren recibir unos cuantos besos.
Besos. O mejor dicho, El Besos. De esa manera se llamaba a bordo al látigo de siete puntas que todo capitán de la Marina guarda en su camarote. Yo todavía no lo había visto actuar, pero tampoco deseaba presenciar una demostración de cómo abría la carne con sus besos, creando labios húmedos allí donde antes no los había. El silencio se intensificó tras las palabras del nostramo y las miradas regresaron a la nave pirata. La masa blanquecina con las cajas en su interior ya casi había llegado a su costado. Todavía nos separaba más de una milla del cazador, pero aun así todos pudimos ver cómo izaban los bultos y desaparecían en su interior. En un parpadeo ya no quedaba rastro alguno de las cajas calafateadas, de los hilos… de nada. Sólo seguía ahí el buque, el cazador, con su proa apuntando hacia nosotros.
Y siempre más cerca. Más cerca.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
Descubre más relatos de fantasía en la sección de relatos de La Biblioteca de Melk
- Booktrailers de la trilogía Mar Quebrado de Joe Abercombrie - 3 julio, 2017
- Entrevista a Eba Martín Muñoz - 10 abril, 2017
- Sagas de Fantasía: La Torre Oscura de Stephen King - 27 marzo, 2017
- Entrevista a Laura López Alfranca - 2 diciembre, 2015
- Booktrailers de la saga Viaje a Nadsgar - 30 noviembre, 2015
Hola.
Soy Juan F. Valdivia, autor de lo que acabas de leer. Desde aquí te invito a comentar lo que te ha parecido el capítulo. De igual manera te puedes pasar por mi web y leer más textos míos en http://juanfvaldivia.wordpress.com/textos-publicados/ Todos los comentarios serán bien recibidos.
Un saludo,
Juan.