–Regresad a los nichos.
No tuve que repetir la orden. Las cuatro enormes manos del mascarón maestro se apoyaron en la cubierta. Parecían las patas de una imposible araña de madera. Los brazos elevaron a pulso el enorme cuerpo, que emergió como un todo rígido desde el fondo del trono. Le costó más de lo normal sacar las piernas del orificio: su juego de rodillas, que de estar en óptimas condiciones daban a la estatua una movilidad muy superior a la de un hombre, apenas podían flexionarse. Con una dificultad que casi se podría decir artrítica, primero uno y después el otro, los dos enormes pies se anclaron en la cubierta. El gigante volvía a erguir su enorme figura sobre el maderamen. Con un pequeño retraso frente a su líder, los dos escoltas hacían lo mismo.
Durante apenas un parpadeo los tres mascarones se quedaron parados. Pero la orden estaba dada y sólo admitía una lectura. El mascarón maestro la acabó de asimilar y dio un primer paso hacia proa. Se movía con una lentitud casi dolorosa. El escolta de popa le seguía unos pasos detrás, mientras el de proa aguardaba a que su líder le rebasara. Cuando el mascarón maestro pasó junto a su subalterno quedó clara la diferencia de estatura: el maestro le sacaba al otro casi una cabeza.
Con el mascarón maestro ya a frente los tres colosos se adentraron en el combés hacia proa. Andaban rígidos, como maniquíes oxidados. ¿Qué había quedado de esos movimientos elegantes y fluidos con los que se dirigieron a sus tronos cuando la pesadilla empezó? Parecían otros mascarones, unos a punto de morir. Ya no lo podía negar: mi descuido, mi imperdonable descuido, los había deteriorado más aun de lo que me imaginaba.
Todo por querer contemplar aquel combate.
La culpa recae en el viejo: él te obligó a usarlos pese a tu reticencia.
¿Quién había dicho eso? La voz apagada y sibilante no parecía surgir de ningún lado.
No hacían falta. ¿Acaso Marcos recurrió a ellos para vencer al dios?
La voz seguía sonando. Y lo hacía desde un punto en mi nuca. Me giré pero no descubría nada salvo la mirada inquisitiva del capitán, que me observaba desde la base del palo de mesana.
–Señor Gustaf. ¿Sucede algo?
–Eh… no, señor.
El viejo te ha obligado a usar los mascarones, pese a su estado.
Volvía a girarme. No podía permitir que Larsenbar descubriera mi sorpresa. La voz. No callaba. Me susurraba en un tono que creía se me hacía familiar. Creía que lo podía identificar. Pero seguía hablándome.
Usar los mascarones tiene un precio. Más aun cuando se han utilizado con un fin blasfemo: escapar de una nave gobernada por dioses.
Hablaba de dioses. La voz parecía admirar a las abominaciones del buque pirata. Llamaba dioses a esos engendros, a esas criaturas como la que tantas vidas habías segado entre nuestra tripulación. Dioses.
Entonces identifiqué la voz. Esos susurros confidentes y tendenciosos pertenecían Lork.
Pero mi mugriento ayudante de bauprés no estaba por ningún lado. De hecho, ¿dónde se había escondido? ¿Y cómo hacía para hablarme desde su escondite? ¿Le envolvía otro secreto, al igual que parecía ocurrir con Marco y Jinx?
Desde que el engendro había hecho acto de presencia no había vuelo a ver a Lork.
Los mascarones avanzaban con dolorosa lentitud. Estaban a punto de rebasar el trinquete y adentrarse en el castillo de proa. Sus movimientos tan lentos me permitían dedicar un instante a hacer memoria, a intentar dar una explicación a esa voz fantasma.
Con la conmoción del abordaje la atención de toda la tripulación se había centrado en esa forma blanca en la borda de popa. Pero cuando Larsenbar empezó a organizar la defensa esa distracción desapareció. Ya mismo había repasado a los miembros de los grupos. Y ahora me percataba de que Lork no formaba parte de ninguno de ellos. No estaba entre los marineros de reserva, ni los de proa ni los de popa. Tampoco había participado en la defensa, ni en el muro de escudos ni en la retaguardia de lanceros, y mucho menos en la posterior piña de antorchas.
En un zafarrancho como el que el viejo había decretado no se permitía a nadie estar ilocalizable, menos aun bajo cubierta.
Pero Lork había desaparecido.
Sí, dada su apariencia desgarbada y torpe jamás me le imaginado luchando. A los sumo se dedicaría a lanzar estocadas traicioneras desde alguna esquina oscura. Pero no todos a bordo poseíamos un perfil de combate, y sin embargo no nos escondimos.
¿Dónde se había metido?
Recordé sus extrañas palabras, casi admirando a la nave pirata. Al ver el horror que nos había abordado ¿se habría avergonzado y había huido?
Lork siempre había demostrado poseer una habilidad increíble: podía desaparecer en un entorno cerrado y reducido como la Orgullo casi sin que nadie le viera. Más de una vez, cuando algún marino irritado por sus habladurías deseaba ajustar cuentas con él, se había desvanecido sin dejar rastro alguno poco menos que ante nuestros ojos. Las zonas de sombra, la sentina y los espacios entre los mamparos de lastre constituían su reino.
La voz no regresaba. Parecía haber dicho ya lo que tenía que decir. Lork, si de versad, de alguna manera, era él el que me había susurrado, había regresado a sus oscuridades. Mejor olvidarle. Eso y dejarle rumiado su pesar en la sentina. Puede que incluso tuviera la compañía de Jinx.
Lo de verdad importante estaba sobre cubierta.
El viejo había optado por volver a mi lado. No debía haberle gustado algo. O quizá sólo quería supervisar en persona el regreso de los mascarones a sus nichos. Aunque su atención parecía más centrada en mí que en las estatuas. Noté que miraba de hito en hito mi puño. Yo no necesitaba bajar la vista para saber que la esfera de fuego se iba desinflando poco a poco. Pese a ello la runa de vida y el segundo corazón seguían latiendo.
No va a pasar nada, viejo. No va a pasar nada. Hubiera querido decirle eso en voz alta al capitán, ya que consideraba innecesaria su presencia. Incluso diría que me estaba haciendo un feo, demostrándome falta de confianza.
Mi cuerpo había recibido tal cantidad de energía de Animación que, incluso una vez roto el vínculo con los poderes, todavía seguía notando cómo esta bullía en mi mano, en mi interior. Incluso la piel de mi brazo y mi antebrazo seguían retorciéndose bajo los remanentes de ese rio caótico. La piel, maleable y superficial, había cedido con rapidez al impulso modificador. Otro tema bien distinto eran los músculos: en ellos mi propia Canción personal rememoraba su trabajo, oponiéndose al caos, luchando porque no desfigurara la carne habituada a una muy concreta manera de trabajar. El combate entre caos y mi carne generaba un hormigueo especial, mezcla de dolor y emoción, admiración ante la novedad que ese impulso aleatorio pudiera crear.
Nada que no pudiera soportar y controlar. No iba a pasar nada.
Aun así el capitán no se apartaba de mí. Juntos contemplamos cómo los tres colosos acababan por incorporarse. Pese a su mal estado me sentía tan orgulloso de ellos, de su trabajo. La luz del amanecer me permitió estudiar sus figuras. Los ropajes, más salitre que oro y pintura, tenían un aspecto peor que nunca. Quedaba claro que la tensión y sufrimiento que yo había soportado (y todavía padecía) les había pasado factura. Pero incluso en esas circunstancias tan contrarias habían demostrado una gran valía y resistencia. No me habían fallado. Sin lugar a dudas se merecerían una vez llegados a puerto la más delicada de las reparaciones.
Los mascarones habían rebasado el trinquete. Pese a sus movimientos torpes apenas nadie les prestaba atención: el ajetreo en la cubierta no daba respiro a la marinería. Se debía replegar trapo y volver a poner en marcha el barco de una manera acorde a la brisa reinante. Nadie tenía ojos para ese desfile de retirada. Sólo el capitán y yo (o como mucho el contramaestre) les mirábamos.
Me percaté de que ya habían apagado los dos braseros. Un equipo de marineros preparaba una enorme caja. Parecía confeccionada con dura madera de narcadero negro, tratada al fuego y ungida. Ignoraba que lleváramos a bordo semejante madera. Sus listones tenían fama de inquebrantables e impermeables. Nada la podría entrar ni escapar de una caja de narcadero negro: el ataúd perfecto para los restos de Marco y de la cosa. Los llevaríamos a la capital donde sin duda constituirán todo un objeto de estudio. ¿Qué sacarían en claro de ellos los sabios? Debería enterarme. Marco suponía para mí un misterio mayor que la propia criatura. A menos que Larsenbar me aclarara todas esas dudas con la prometida reuniera en el alcázar.
Noté un temblor en mi mano derecha. Bajé la vista. La esfera se había encogido hasta apenas cubrir mi mano. No me lo podía creer: estaba decreciendo a una velocidad demasiado rápida, sobre todo teniendo en cuenta la enorme cantidad de energía residual que albergaba cuando el capitán dio la orden de relevar a los mascarones. ¿Dónde había ido esa energía? La respuesta la tenía ante mis ojos en forma de enorme mancha de piel grisácea. A través de la deshecha camisola descubrí que el impulso modificador no se había ceñido a las partes del brazo que en algún momento cubriera la esfera. En vez de eso se había propagado por mi costado, por mi torso. Descendía hacia el vientre, avanzaba al otro costado… Me quedé quieto y aparté el velo de anestesia que había tejido sobre mí con plegarias. De esa manera pude percibir con todo detalle la manera en la que el dolor se había propagado. Ya no se centraba sólo en la mano o en el brazo: la piel recorrida por un hormigueo sordo, y bajo ella cuchilladas sutiles pero continuas.
El suplicio al que me habían sometido el corazón de la mano y la runa de vida me habían obligado a tejer una capa aislante y protectora; ahora esa capa me traicionaba enmascarando el avance del caos. Éste se estaba apoderando de mí, desperdiciando la valiosa energía de Animación en moldear y deformar no sólo mi brazo derecho, sino todo mi cuerpo.
Debía concentrarme. Mi misión no había acabado. Los mascarones seguían caminando hacia el bauprés. Parte de la energía remanente se seguía bombeando el segundo corazón y la runa de vida hacia ellos. Debía bastar para que llegaran a los nichos.
Caminé tras los tres colosos tratando de reducir la separación entre ellos y yo. Sé que no supondría diferencia alguna, pero me sentía más tranquilo si reducía al mínimo el espacio que la energía debía salvar. A mi espalda, sin perder ojo a la operación, el capitán.
Estaban a medio camino entre el trinquete y la proa cuando lo inesperado, lo inconcebible, ocurrió: el mascarón principal se detuvo, paralizado en pleno movimiento. Los escoltas, carentes del impulso de su líder, le imitaron.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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