Una buena proporción de la tripulación que había permanecido bajo cubierta asomó tanto del castillo de proa como del alcázar. Los más desafortunados, aquellos que realizaban tareas que no les permitían moverse del sitio, estiraban el cuello o cuchicheaban tratando de enterarse de la naturaleza de nuestra compañía. Pero todos sabíamos que no debíamos encontrarnos con ningún tráfico, ni civil ni militar: el rumbo de regreso que seguíamos, escogido por el mismísimo Almirantazgo, seguía uno de los cursos más rápidos posibles de regreso a Ashrae. La ruta en tiempos pasados había estado muy frecuentada por todo tipo de bajeles que buscaban mercadear en la capital del imperio. Pero por eso mismo, cuando el viejo imperio se apagó y su armada se debilitó, la ruta había decaído presa de la piratería. En la actualidad apenas la frecuentaban un puñado de locos arriesgados y de traficantes. Y, por supuesto, la seguían utilizando diversas naves piratas. Se trataba, me habían contado al día siguiente de zarpar, que los navíos piratas que la frecuentaban eran buques de relativa debilidad en comparación con los que aterrorizaban otras zonas del mar. Esos barcos no podían permitirse competir con sus poderosos colegas de zonas más frecuentadas, pero no por ello resultaban menos temibles.
En resumidas cuentas, divisar una vela en estas aguas equivalía a afrontar un muy posible peligro.
No entra dentro de los estándares de la Marina de Ashrae que la tripulación conozca la ruta escogida por el mando. Se suelen acatar las órdenes y la tripulación a lo sumo llega a intuir el rumbo de derrota una vez ya se está inmerso mar adentro. Pero si de algo puede vanagloriar la tripulación de esta nave es de contar con un magnífico capitán, el señor Lupus Larsenban. Consciente de las suspicacias que se propagarían a bordo al descubrir el rumbo, había optado por informarnos de todo. Así, tras su regreso del edificio del Almirantazgo había tomado una decisión no por inusual menos oportuna: mientras se realizaban las labores de estiba (algo que atañe al contramaestre y a un muy reducido número de miembros de la tripulación) nos reunió al resto en una de las bodegas de babor dedicada a almacenar el agua. Allí, entre barriles de altura no mayor que la cintura de un hombre, separó uno de ellos y usándolo a modo de mesa se dirigió a todos nosotros:
–Señores, las órdenes del Almirantazgo implican seguir esta ruta –dijo desplegando una carta sobre el barril. Yo me había quedado un poco retirado, lo que me impedía ver el mapa; pero algunos de los marineros más curtidos, lobos de mar que a base de experiencia, rango y codos se habían colocado en primera fila, chasquearon la lengua al ver la ruta. El viejo ni se inmutó: sin lugar a dudas se esperaba una reacción similar. Sin prestar atención a esos comentarios prosiguió–. Ya les digo que se tratan de órdenes del alto mando –recalcó aquellas palabras elevando el tono un ápice, lo justo para que quedara claro que no partía de él esa decisión. De seguido su voz se suavizó mostrando cierta complicidad–. He mostrado mi reticencia a ellas, llegando a sugerir otro posible rumbo, pero mis palabras han caído en saco roto. Señores, esto es lo que hay.
La ruta suponía adentrarse en una zona de fuertes corrientes. Éstas, bien aprovechadas, nos permitirían reducir en un par de jornadas la travesía. Pero esa ruta también estaba asociada a toda una retahíla de noticias de abordajes y hundimientos. En otras palabras: piratería.
El capitán bien podría haberse limitado a decirnos eso y dar por zanjado el tema; pero dando muestras de una enorme sabiduría en lo referente al manejo de tripulaciones nos informó, de manera excepcional, de las razones para esas prisas y para esa ruta: transportaríamos un cargamento de productos en extremo delicados y perecederos. Parece que tenían algo que ver con posibles plantaciones futuras que de resultar exitosas supondrían una gran beneficio para nuestro país, si bien el viejo ya no entró en más detalles.
–Seguro que llevaremos flores de narjal–se escuchó rumiar a alguno como respuesta a las palabras del viejo. Pero el comentario quedó soterrado con rapidez por el resto de la tripulación: nos considerábamos buenos profesionales, y como tales debíamos acatar las órdenes. El capitán hizo como que no hubiera escuchado la salida de tono.
–Sólo podemos hacer una cosa, señores: intentar que la travesía dure lo menos posible. Eso supondrá tanto mayores beneficios para nosotros como una mayor seguridad para nuestros gaznates. Cuento con su profesionalidad y buen hacer para estar en el periodo más breve posible amarrando en Ashrae.
Y así el viejo dio por concluida la reunión informativa. El contramaestre relevó al capitán y empezó a recordarnos las tareas pendientes. Como reza el dicho, donde hay patrón no manda marinero. Nadie dijo nada, limitándonos a acatar las órdenes del nostramo y volver con un humor agrio.
Sumando lo que nos había dicho el capitán a la vela que el vigía había descubierto todo apuntaba a que teníamos por delante un posible regreso emocionante. Por no decir peligroso.
Juan F. Valdivia
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