Oí el sordo restallido de las ballestas. Los dados de siemprearde, invisibles en la oscuridad, surcaron el aire hacia el cazador. Pocos instantes después dos súbitas y pequeñas explosiones iluminaron el barco pirata. El arte del Hombre parecía superar a la magia y la Voluntad que envolvían al cazador. Uno de los dados acertó de lleno en la gavia mayor del trinquete, que floreció en la noche con un resplandor delicioso. El otro se desparramó por cubierta creando un estrecho y alargado charco de fuego. Los grumos bermellones de los tripulantes del cazador parecieron temblar desconcertados, aunque nadie sabría decir si por los súbitos incendios en su nave o por el alarido de júbilo que resonó desde la Orgullo, y que sin duda debieron oír. Los hombres vitoreaban, saltaban o se abrazaban, felicitando tanto a Sortanno y a sus hombres como al capitán.
–No cesen de lanzar dados. Sortanno: quiero otras dos ballestas listas en un abrir y cerrar de ojos apoyando a éstas. Sigan lanzando andanadas. Repartan los objetivos a lo largo de todo el buque: deles trabajo, señor Sortanno. Ahora sí: deles trabajo.
El maestro de armas repitió las órdenes y cuatro de sus hombres descendieron hacia el armero. En su camino recibían cariñosas palmadas en las espaldas. El viejo volvió a estudiar los progresos del cazador.
–¡Bogad! ¡Bogad!
Tristeza o alegría, esperanza o temor, mi atención debía estar con mis chicos. No debía verme afectado por lo que sucediera más allá de los tres tronos y sus ocupantes. El corazón de mi puño seguía pulsando, pero de un tiempo a acá había empezado a notar cómo con cada latido la carne parecía abrírseme. Sentía algo similar a agujas incandescentes clavándoseme en los dedos, ascendiendo hacia la muñeca y más arriba. Murmuré una rápida plegaria de sintonía, que pareció surtir efecto: las punzadas desaparecieron.
–¡Fuego!
La voz de Sortanno, menos poderosa que la del capitán Larsenbar, ordenó una nueva andanada en cuanto las ballestas estuvieron dispuestas. Cuatro dados de siemprearde surcaron al unísono el vacío hasta el cazador. Uno de ellos pareció errar, pero los otros tres impactaron en las velas del buque pirata prendiéndolas. Sin embargo los gritos de alegría se callaron con rapidez.
Algo pasaba.
De repente oí un gritó a mi espalda. No reconocí la voz, pero no pertenecía ni al capitán ni al Sortanno; ni siquiera al nostramo. A esa voz le siguió otra, y luego otra. Exclamaciones de contrariedad, de queja. Incluso de súplica. Lancé una mirada furtiva sobre mi hombro para tratar de descubrir qué sucedía pero no poder distinguir nada concreto, sólo la oscuridad de la noche. O quizá eso: demasiada oscuridad.
Noté cómo por un instante se me iba la vista. Asumí que se trataba del vínculo con los mascarones, que empezaba a afectarme. Tras el entumecimiento inicial habían reaccionado bien, bogando con fuerza. Sin embargo a medida se prolongaba su trabajo se fueron volviendo algo remisos, como si les costara seguir. Supuse que la edad y el maltrato de la intemperie les habían afectado más de lo que creía, haciendo que sus subalmas exigieran un descanso, resistiéndose al esfuerzo que ahora se les exigía. Por una razón u otra me vi obligado a aplicar con el segundo corazón un ápice más de la energía necesaria. Y mi cuerpo parecía resentirse.
–Ya tendréis vuestras vacaciones –les dije en voz baja–. Y se os reparará, chicos. Pero ahora debemos salir todos de esta. Dejamos atrás a ese cazador, llegamos a puerto y ya allí me encargo en persona de que el mejor maestro de mascarones os repare.
»Antes tenemos que salir de ésta.
Entoné un cántico para reforzar mi vínculo con ellos. Como respuesta a la melodía mi segundo corazón pulsó fuerza más pura, más esencial. La nueva energía fluyó de mi mano a los mascarones, que la aceptaron satisfechos.
Pero notaba cómo el sudor empezaba a chorrear por mi espalda. Pese a ello debía seguir animándolos: las vidas de todos dependían ahora de los esfuerzos de esos músculos de madera mística.
–Malditos bastardos hijos de mil madres–ahora no tenía la menor duda de que era Marco quien hablaba. Sus palabras me llegaban desde la espalda. No me giré para no desatender a mis chicos, pero me imaginé al enorme anciano desafiando al nostramo y acercándose lo máximo posible hacia mi puesto junto a los mascarones–. Tienes suerte de no ver lo que pasa, Gus, porque si lo vieras te darían ganas saltar por la borda. Los dardos de siemprearde no prenden en esa condenada nave. Tal y como escuchas: de alguna manera esos desgraciados consiguen apagar las llamas. Nunca antes he escuchado algo similar. Pero lo hacen. Es como si…
–Vos–tros noh sha–ber, ‘gnor–ntes.
De nuevo aquella voz chirriante y ahogada. Antes había creído que era Marco, pero ahora comprendía que esa idea carecía del menor sentido. No lo pude evitar y me giré buscando su origen. No vi a nadie conocido con quien encajara semejante voz, sólo a Marco, que retrocedía reintegrándose con el grupo de popa. La enorme rata me miraba desafiante desde su hombro.
Un gañido resonó en cubierta, esta vez seguido de un coro de imprecaciones y juramentos. No lo podía soportar más. Dejé por un momento que la inercia del ejercicio gobernara a los mascarones y traté de seguir las miradas. Toda la tripulación parecía contemplar con desesperada aprensión algo en la dirección del cazador. Siguiendo la dirección que apuntaban varias manos no tuve el menor problema en distinguirlo. Ni siquiera mi mirada empañada por el cansancio los podía ocultar: seis hilos, resplandecientes y blancos, partían del cazador hacia nosotros. Sobrevolaban las olas, indiferentes a la lluvia y al viento, rectos como lanzas. Parecían idénticos a los que habían usado para recoger los fardos del cargo, pero mucho más gruesos. Tras ellos, oculta en parte por nuestra propia niebla de ofuscación, se adivinaba la figura oscura del buque pirata. En ella no había el menor rastro del fuego. Por el contrario sí que creí adivinar que su aura rojiza refulgía con mayor intensada y fiereza, como si nos desafiara. Los piratas habían reaccionado a nuestro fuego y al uso de los mascarones lanzándonos una nueva andanada de sus redes de tela de araña. ¿Pretendían atraparnos con sus extraños garfios de abordaje y así dar por concluida la persecución?
No necesité recibir orden alguna del capitán para redoblar el ritmo de boga. La runa de vida gimió dentro del corazón de mi mano. Forzada como nunca antes, emitió nuevos relámpagos azulados. Las chispas surgían dotadas de tal fuerza que atravesaron la esfera de fuego que las confinaba: me quemaron el brazo e incluso golpearon la cubierta, dejando en ella marcas chamuscadas. Una sensación extraña recorría mi cuerpo. Todos los pelos de mi cuerpo se erizaron. La energía en mi mano pulsaba por mis venas a borbotones y la runa se clavaba en mi carne, abrasando tanto hueso como músculo. Mi mano parecía lava pura, con la sangre fluyendo como fuego líquido. La carne sólo resistía esa inaudita oleada de calor gracias al bautismo que había recibido en la ceremonia de graduación. El aceite con el que me habían ungido ahora me salvaba.
Sabía que aquello no tenía nada de normal. Nunca me dijeron que el activar mascarones debía suponer esas sensaciones, ese dolor. Mis chicos estaban peor de lo que creía. El esfuerzo de bogar llevaba a su madera mal conservada a un estado de tensión para el no estaban preparados.
–¿Señor Gustaff?
La voz del viejo parecía llegar desde muy lejos. Giré la cabeza y allí estaba, apoyado en el pasamano de la toldilla que presidía la cubierta.
–Señor Gustaff, ¿todo bien?
–Sí señor. He aumentado el ritmo de boga. Todo responde bien, mascarones, casco y nave en general.
–Bien, Gustaff, bien –pero en su tono no me costó distinguir que notaba que las cosas no acababan de ir como debían. Sin embargo no dijo más y regresó a sus deberes defensivos en la toldilla. Me estaba dando un voto de confianza. No debía defraudarle. Mi responsabilidad consistía en hacernos ganar velocidad, en librar distanciarnos del cazador. Nuestra salvación dependía de ello.
El cazador parecía resistirse a los efectos de las antorchas y los dardos de siemprearde, pero no a mis chicos: íbamos ganando distancia. El viento mágico que hinchaba sus velas parecía no poder competir con los seis enormes remos de nuestra Orgullo. Quizá, en un acto desesperado, había desplegado ese truco increíble y efectivo de sus ganchos de abordaje. Si estos hacían presa en nosotros ¿tendrían la fuerza suficiente para frenarnos? ¿Conseguiría con ello el cazador lo que a golpe de vela no había podido lograr? Para un enfrentamiento a media distancia contábamos con los dragones, aunque no contaba con que resultaran eficaces, visto lo visto. ¿Tendrían alguna utilidad cuando allí donde las otras armas habían fallado? Prefería no saberlo y seguir bogando. Que nos salváramos a golpe de remo. Con el impulso de esos seis brazos descomunales.
Recordé los castigos y el adiestramiento sufrido en el templo, la manera como interiorizaba el dolor en aquella época. El fruto de todo ese sufrimiento se ponía ahora a prueba. No debía fallar, no en mi primera misión.
Seguí insuflando vida a los mascarones:
–¡Bogad, chicos! ¡Bogad y demostrad a esos malditos piratas el valor de los mascarones de la Armada de Ashrae!
Mientras les animaba seguía oyendo lo que pasaba en cubierta. Las maldiciones se sucedían, con el capitán repartiendo nuevas órdenes:
– Señor Sortanno, quiero seis antorchas contra esas condenadas telarañas. Préndalas fuego antes de que lleguen a nosotros. Señor Abdarmar, por si acaso disponga una cuadrilla armada con hachas de abordaje: si una sola de esas telarañas se adhiere a algo, córtenla. Aunque para ello haga falta desmantelar la mismísima borda o el casco.
Indiferentes al nerviosismo que generaban, los delgados dedos del cazador se extendían más y más sobre las olas, hacia nosotros. En pocos latidos aquella garra imposible se cerniría sobre la Orgullo.
Se dispusieron de nuevo sobre la borda de estribor las antorchas de aceleración, se musitaron las instrucciones y se salmodiaron los versos. Las delgadas lanzas partieron surcando la tormenta hacia las seis saetas de luz blanca… sólo para que estas las devoraran sin la menor dificultad.
Debíamos huir, ganar distancia, escapar de ese maldito buque. Forcé un poco más el compás de remada, pese a la muda queja de los mascarones y la quemazón en mi mano. Me dolía. Mucho. Pero no podía hacer otra cosa.
–¡Bogad! –grité, y un latigazo partió desde el corazón mi mano directo al de mi pecho. Reprimí como pude el temblor y seguí marcando el ritmo–. ¡Bogad!
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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