Mar 282014
 
 28 marzo, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 9, Fuerza de mascarón:Recuerdos de tiempos olvidados

Aquel día casi no comí: la excitación me cerraba el estómago. Creo recordar que madre cocinó la habitual caldereta de pescado, un plato que desde pequeño me había encantado. Apenas le hice caso. En mi interior bullía un vacío que no se podía saciar con simples alimentos: sólo me podía satisfacer escuchando historias que hablaran de esas estatuas.

Mi cuenco de madera quedó olvidado sobre la mesa mientras padre no paraba de hablar comentando la salida de esa mañana. Parecía tan encantado como yo de poder hablar de barcos, aparejos y toda una variedad de términos marítimos. En su manera de describir la vida del mar creí entrever un sentimiento reprimido: en casa, madre se negaba a saber del trabajo de padre en la mar, y mucho menos que contara las penurias que padecía para traer el jornal; ella sólo deseaba tenerle a su lado, sentir su cálido cuerpo, su aliento. Por otro lado mis dos hermanos jamás habían demostrado el menor interés por el mar y todo lo que le rodea:

–Si el hombre estuviera destinado a vivir del mar tendría branquias y no le quemaría el agua –decían satisfechos.

En sus escasos días de descanso padre se dedicaba a estar con nosotros. Escuchaba a madre, ayudándola en la casa y compartiendo con ella en la manera que podía (torpe pero bienintencionada) sus deberes. Siempre estaba dispuesto a pronunciar una palabra de elogio hacia sus tareas o, si por alguna razón debía salir de casa, siempre procuraba regresar con un presente, aunque se tratara nada más que de unas flores silvestres. También nos dedicaba a mis hermanos y a mí parte de su tiempo. Jasper e Ingbar, mis hermanos mayores, se mostraban indolentes y en cierta medida reacios a ‘tener encima al viejo’ aunque en el fondo les gustaba sentirse centro de su atención. Yo, por el contrario, disfrutaba con cada sonrisa que chispeaba en su rostro, intentando acompañarle allá donde iba.

Cada uno, a nuestra manera, disfrutábamos de padre en esos días.

Pero para fastidio de los gemelos, y creo que también de madre, tras regresar de ver la carabela monopolicé a padre. En ese momento, todavía un crío, no pude siquiera intuir el dolor que su actitud suponía a mi madre, los celos que despertaba en mis hermanos. Así, seguí acribillándole con incontables preguntas. Mi curiosidad no parecía tener fondo. Le pedía que me hablara del mar, del viejo imperio, de los barcos y, sobre todo, de los mascarones.

Ahora, con el paso de los años, veo con claridad que aquel día se abrió la grieta que me acabaría por separar de mis hermanos.

El hecho de que mis padres me hubieran escogido para una vida de estudios jamás molestó a Jasper ni a Ingbar: ellos mismos detestaban con altanería toda labor que se alejara de lo manual y del resultado directo. Los años habían moldeado sus cuerpos convirtiéndoles en auténticas bestias de carga, forzudos que se enorgullecían de su poder; alardeaban de ello a la primera ocasión que se les presentara. No les suponía rival un niño como yo, que aun sin considerarme de cuerpo débil tenía una complexión que distaba mucho de la suya.

–Has salido a madre –decían ufanos incluso en su presencia, incapaces de comprender que con esos comentarios la atacaban más a ella que a mí. Me contemplaban como un chiquillo melindroso, una mascota incapaz de competir con ellos en su posición de reyes de la casa. Por esa razón lo que sucedió aquella mañana, y sobre todo por la tarde, les dolió más que nada que hubieran afrontado antes: sin previo aviso padre se había volcado sobre mí, apartándolos mientras compartía conmigo confidencias y risas de una manera nunca antes vista. A los ojos de mis hermanos me convertí en el preferido de padre.

A partir de ese día los gemelos empezaron a contemplarme con un velo de celos enturbiando su mirada. Para su horror padre me buscaba a mí (y sólo a mí, aunque en la habitación estuvieran también madre y mis hermanos), deseando contarme historias de mares remotos. Poca importaba el que ni ella ni mis hermanos jamás hubieran demostrado el menor interés por el mar. Habían perdido la gracia. Madre creía que padre le dedicaba menos atenciones: los presentes sencillos se iban espaciando, y ya no la ayudaba en la casa; todo porque estaba conmigo. Los gemelos lo llevaron peor. Estaban acostumbrados al reconocimiento y al cariño sin que por su parte hicieran el menor esfuerzo. Siempre habían estado dotados de una capacidad innata para el triunfo en todo tipo de retos físicos, y padre y madre les premiaban llenos de orgullo. Con el tiempo los gemelos habían llegado a considerar obligada esa especie de devoción, hasta el punto de sumirse en la complacencia. Obtenían premios y cariño especial realizando algo que pata ellos no suponía esfuerzo. Ahora no comprendían lo que sucedía, pero sí que los estaban derrotando. El pequeñajo de la familia había logrado captar por completo la atención de padre, obligándoles a revolcarse, olvidados, en esa apatía.

Yo conectaba con padre de una manera que ni ellos ni madre podían igualar. El mar tendía entre nosotros unos lazos más fuertes que los de la propia sangre.

Padre me conocía y sabía de mi pasión por el mar y sus gentes. Habiendo decidido que yo cursaría estudios, desde los cinco años me obligaban a acudir cinco días por semana al templo. Cinco días a la semana contemplando cada mañana, desde la ventana de la cocina, el atraque de los botes y los barcos, viendo cómo se celebraban los diversos rituales que adornaban la recogida de la pesca. Incontables amaneceres viendo esos rostros de marinos agotados pero que, aun con su cansancio, volverían a zarpar. Padre sin duda debió notar algo en mi manera de mirarle, sobre todo a raíz de que enrolara en el pesquero. Las mañanas que no tenía que ir al templo acudía a esperarle al puerto. Sentado en un noray paseaba la mirada contemplando la llegada de los botes y los barcos, estudiando los rostros agotados de los hombres y los de sus mujeres, aliviadas al descubrir que su amado regresaba sano y salvo.

Todo ello floreció gracias a la visita a la carabela. Padre había hecho las veces de catalizador, de desencadenante de algo que se ocultaba en lo más profundo de mi alma.

Tras la comida padre me invitó a dar un paseo.

–La brisa marina anima el alma, despeja la mente. Y a mí me incita a hablar. Vamos al muelle. De camino te contaré un viejo cuento.

Descendíamos por la cuesta que llevaba de nuestra casa al puerto cuando empezó a hablar.

–Yo debía de tener como mucho un año más que tú la primera vez que mi abuelo me contó esta historia. Que sepas que, con pocas variaciones, esa misma historia se la contó a él su abuelo. Saltando entre abuelos y nietos se podía retroceder hacia atrás en el tiempo hasta una época que ya tiene más de leyenda que realidad.

»Todo empezó en una época anterior a la fundación de lo que ahora conocemos como Ashrae –me dijo padre justo cuando la cuesta terminaba.

En la explanada que rodeaba los muelles apenas había una decena de pilas de cajas de madera vacías, esqueléticas columnas que esperaban la llegada los pescadores para que las llenaran. La muy ligera brisa apenas arrastraba el olor al jabón afrutado con el que se habían fregado todas las superficies del muelle y su zona de descarga: esto se hacía para evitar la acción corrosiva del agua. Bajo ese aroma, tenue pero todavía apreciable, se arrastraba el hedor del pescado.

Un par de carros abandonados languidecían junto a la ruinosa aduana. Los carromatos, desvencijados y con partes casi disueltas, esperaban que alguien se los apropiara y se molestara en repararlos. Envuelta en las sombras que crecían bajo los ejes de uno de ellos una gata observaba los progresos de su camada. Los gatitos jugaban con raspas de pescado, ajenos a todo lo demás.

Como cada mañana se había despejado una amplia zona de descarga, aquella situada justo entre los tres muelles y la lonja. El resto de la explanada parecía cubierta de una singular alfombra vegetal: decenas de nasas y redes se repartían por toda la plaza, a veces extendidas, otras formando pequeñas colinas ocres o grisáceas. El paisaje estaba habitado por un puñado de mujeres que, sentadas sobre taburetes y dispersas por aquí y por allá. En sus regazos había más redes. Sus manos callosas volaban comprobando el estado de las artes. Cuando veían algo que necesitaba reparación echaban mano de la aguja y la cuerda, reparando los rotos con una rapidez y destreza fruto de años de práctica. Al lado de cada mujer se iba formando un montón de redes reparadas. Junto a un barracón abandonado, en un lateral del muelle, había varias montañas de apagado color grisáceo: se trataba de las redes que no se habían usado la jornada anterior y que, ya reparadas, aguardan al siguiente turno.

El chillido de los incansables zarcajos arrancaba ecos en los edificios que rodeaban el muelle. Desesperaban hambrientos, nerviosos ante la llegada de la flota: preferían alimentarse de la manera fácil, robando alguna pieza de pescado en las numerosas cajas, antes que molestarse en salir a la mar y pescar por su cuenta.

Mientras la aves gañían padre, con paso muy tranquilo (como deseando saborear el momento), se dirigió a la raíz del espigón. A medida que nos alejábamos de la zona de descarga y nos acercábamos a las rompientes, a la zona de mayor calado, el olor del puerto ganaba nuevos matices: el crudo de las redes oreadas al sol dio paso al intenso de fondo removido y algas pudriéndose, de mar abierta y salitre reseco.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Fuerza de mascarón: Recuerdos de tiempos olvidados (I)
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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

  Un comentario en “Fuerza de mascarón: Recuerdos de tiempos olvidados (I)”

  1. Hola.

    Soy Juan F. Valdivia, autor de lo que acabas de leer. Desde aquí te invito a comentar lo que te ha parecido el capítulo. De igual manera te puedes pasar por mi web y leer más textos míos en http://juanfvaldivia.wordpress.com/textos-publicados/ Todos los comentarios serán bien recibidos.

    Un saludo,

    Juan.

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