Dos hombres surgían en ese momento de la bodega. En sus manos no esgrimían arma alguna, sólo teas encendidas. Se quedaron al borde de la escalera, contemplando horrorizados el panorama: LoMing apenas se movía ya, sus pálidas manos aferradas al cuello en un vano intento de taponar la hemorragia. Una pinza del engendro había hecho presa en su pie derecho y empezaba a tirar del hombre hacia el ávido núcleo. Un grueso y romo apéndice ya se adelantaba hacia el hombre dispuesto a drenarle. Otras patas hacían lo mismo con el resto de caídos. La criatura pretendía alimentarse de ellos, reponiendo lo perdido en el combate.
Pero parecía que no se conformaba con los cuerpos sino que buscaba algo más: una serie de delgados y ágiles tentáculos emergieron y raudos empezaron a recoger las armas desparramadas por el puente. Hachas, cuchillos e incluso sables acababan sumergidos en la masa semilíquida del cuerpo del engendro. De seguido emergió del corazón líquido de la criatura una nueva tanda de patas: las nuevas extremidades estaban rematadas por las armas robadas. De alguna manera la bestia las había asimilado imbricándolas en su propia carne. El engendro nos combatía aprovechando nuestro propio arsenal. Y mientras tanto nuestro arsenal empezaba a escasear: el armero de un buque de cargo tiene sus limitaciones. Ante la falta de armas se acentuó el uso de lo que se disponía, como las antorchas que esgrimían los dos recién llegados.
Los dos hombres miraron los dos grupos que seguían oponiéndose a la criatura. El numeroso pero más hostigado del difunto LoMing cerca de la raíz de mesana por un lado; el puñado de dragoneros junto al alcázar de popa por el otro. Durante un instante se quedaron parados, expectantes. O quizá incapaces de saber qué hacer. Un silencio de caos había cubierto la nave. Ahora, tras la debacle de LoMing y sus hombres, incluso Larsenbar callaba.
Justo a los pies del viejo se mantenía un combate en menor escala, menos cruento pero igual de constante. Los escasos dragoneros que quedaban, apoyados por un puñado de marinos, seguían hostigando a la bestia por su retaguardia. Por desgracia sus golpes de sable parecían no afectar a la criatura. Entre ellos estaba el incansable Marco. Armado con su pértiga el cuerpo continuaba entorpeciendo a los miembros de la criatura. De vez en cuando, cuando lograba encontrar un hueco, hundía el garfio del extremo de su vara en el cuerpo central del engendro. Ante esos ataques la criatura parecía saltar algo molesta, respondiendo con varias patas tanto para alejar de su cuerpo la pértiga como para tratar de llegar al incómodo hombre que le esgrimía. En todas esas ocasiones Marco lograba saltar hacia atrás o a un lado, haciendo que el apéndice fallara y quedara expuesto. Los dragoneros aprovechaban entonces y lo golpeaban con sus sables. A veces incluso lograban cortarlo. Pero siempre aparecía otro. Y otro. Y Marco volvía a intentarlo. Apretando los dientes pugnaba por hundir la verga en el núcleo de la bestia. Se diría que trataba de arrancar algo de ese imposible corazón líquido, que buscara algo en su seno. La rata correteaba de un hombro a otro del anciano gigante lanzando dentelladas al aire y siseando.
–¡Corran, pazguatos! Refuercen el muro de defensa del mascarón. ¡Ya!
Larsenbar regresaba con ese estilo tajante y brusco que había mostrado desde el inicio de la amenaza. Los hombres respondieron al bramido corriendo hacia el muro. Se les vía inseguros: sus simples teas poco podrían hacer allí donde hachas y sables habían fallado. Como mucho podrían servir de distracción para ganar tiempo. La lucha se estaba inclinando hacia el lado del engendro, pero cuanto más durase ésta más tiempo tenían mis chicos de ganar distancia. La nave pirata estaba quedando atrás, su figura cada vez más pequeña incapaz de igualar la velocidad que mis chicos habían añadido a nuestra nave. Casi se diría que su presencia estaba dejando de suponer un problema: ahora el enemigo lo teníamos sobre cubierta, matando y destruyendo.
El monstruo pareció notar la debilidad y la indecisión en el grupo que defendía el mascarón. Ya había logrado atraer el cuerpo de LoMing y los de otros dos caídos bajo su corazón palpitante. Un grueso pedúnculo se había adherido al torso del carpintero, que iba perdiendo color y materia a ojos vista. Sin dejar su horrible almuerzo la criatura empezó a avanzar de nuevo hacia el muro de hachas. Lo hizo desencadenando una nueva tormenta de golpes. Los hombres se aferraron a los escudos. No estaba en su lugar pero seguro que mientras resistían el chaparrón rezaban porque las maderas resistieran la acometida. Agachados, agazapados formado un pared de madera, los hombres mantenían los escudos pegados unos contra otros formado una pared. Y lo hacían sin pronunciar ni juramentos, ni maldiciones ni rezo alguno, sino en completo silencio. Sólo se escuchaban los estampidos de las mazas córneas de la criatura machacando la madera. Entre golpe y golpe se oía algún crujido. La madera, aun siendo muy resistente, tenía sus limitaciones. Los toneles estaban elaborados a partir de las mejores maderas, como tenía por tradición la Marina de Ashrae. Además habían recibido una leve capa de óleo sagrado: se tomaba desde tiempos inmemoriales esa medida para que, en caso de que el barril cayera al mar, pudiera soportar el contacto abrasivo las aguas por un tiempo. Por todo ello los barriles que navegan por el mar de Ashrae tienen fama de resistirlo todo. Pero los embates de este engendro se alejaban de aquello para lo que estaban preparados. Las patas de la criatura arrancaban gemidos a la madera, chasquidos que anunciaban que más pronto que tarde cederían, se quebrarían y dejarían desnudos a nuestros hombres.
Pero en un momento dado la marejada de garfios y dagas córneas acabó por apaciguarse. El muro, maltrecho y aterrado, había resistido. Los hombres, sin atreverse a romper la formación, miraban a la criatura a través de las rendijas que se abrían entre las tapas: los tentáculos y patas oscilaban de un lado a otro, mientras el corazón líquido y brillante palpitaba como presa del agotamiento. La canción, sin detenerse, había cedido un poco bajando de tono. Casi se diría que una nube cubría su melodía. Hasta ese momento había sonado alegre pero ahora teñida de cierta inseguridad. Al menos me dio esa impresión.
–Ahora, ¡ahora! ¡Atacadla!
Sé que yo no era el más idóneo para arengar a esos hombres que se estaban jugando la vida ante ese engendro, pero algo dentro de mí me decía que debían aprovechar ese momento.
–Señor Gustaff, ¡no voy a tolerar ni una sola injerencia!
La voz surgió como un látigo desde lo alto de la toldilla. El restallido de Lanserbar me golpeó con más fuerza que una maza de la bestia. Sí, lo sabía: mi sitio estaba controlando el barco y los mascarones; la organización de la defensa le correspondía a él y al contramaestre.
Pero ya era tarde: una figura maciza, todo músculo, tomó mis palabras como una orden e inició la réplica. Se trataba de un marino enorme, de hombros anchos como la percha del palo mayor y músculos capaces ellos solos de poder girar un cabestrante. En su cabeza el farol de mesana arrancaba engañosos destellos rojizos a una cabellera larga y rubia, apelmazada por el sudor: Pet, que había dejado el cuchillo y el trinchado para esgrimir una de las hachas de abordaje, saltaba hacia el engendro. Haciendo girar el hacha sobre su cabeza al estilo de su tierra se lanzó contra las patas. Descargó un salvaje hachazo que partió en dos una de las extremidades de más gruesas, desencadenando una nueva lluvia de esquirlas blanquecinas y sangre lechosa. Animados por la reacción de Pet otros seis hombres le imitaron iniciando un intento de recuperar terreno.
En un parpadeo se habían adelantado al muro y propinaban a diestro y siniestro tajazos. La criatura no retrocedió su núcleo, pero sí que se apreció cómo sus patas parecían evitar la lucha directa, o al menos el contragolpe. Las pinzas y armas asimiladas que culminaban sus extremidades bloqueaban y desviaban los golpes, pero no respondían. El grupo ganó una preciosa yarda. Habiendo presenciado el final de LoMing, tanto Pet como los que le siguieron avanzaron parapetados por tapas de tonel, en vez de a pecho descubierto. Tras ellos los miembros del muro se adelantaron un paso. Con Pet al frente el comando tenía casi al alcance de sus filos la masa líquida el corazón de la bestia. ¿Sería esta la oportunidad definitiva? Deseaba que así fuera pero me intrigaba y preocupaba que el cuerpo de la criatura no retrocedía ni un palmo.
De improviso sucedió. No lo llamaría sorpresa porque, mirándolo después, resultaba del todo predecible: la criatura se limitaba a replicar su táctica. Con Pet ya casi encima de su corazón lechoso el engendro generó una segunda explosión de picas. Pese a sus protecciones, pese a que se movían siempre con la mano izquierda dispuesta para elevar su escudo, lo súbito de la explosión no les dio la menor oportunidad. Sólo los dos hombres que estaban más retrasados tuvieron tiempo de alzar sus rodelas, pero éstas se revelaron inútiles: el nuevo estallido de púas las quebró e incluso descompuso, desvelando el terrible estado en el que las había dejado el último asalto de la bestia. Pet y los otros seis hombres quedaron ensartados en las nuevas lanzas, recibiendo el mismo fin que LoMing.
El terror se apoderó del grueso de la defensa del mascarón. El final de Pet y los suyos, junto a descubrir el estado de los escudos, se cobraba un alto precio. Los hombres se miraban unos a otros con ojos brillantes y desorbitados. Sabían que habían resistido con éxito esa última envestida pero que no podrían soportar, y menos aún repeler, una nueva.
Desde mi puesto podía notar cómo un aura de la fatalidad y desazón nos envolvía. Las armas se habían revelado poco eficaces ante la criatura, y los intentos por hacerla retroceder habían acabado en masacres. Sólo nos quedaba resistir, prolongar una lucha fútil que acabaría con todos agotados. Agotados y luego muertos.
Una sensación de impotencia y de terrible culpabilidad me anegó. Sentí cómo mi títere fluctuaba debilitado ante esta nueva oleada de dolor. Ya no sólo debía soportar el sufrimiento físico que destrozaba mi puño mientras mi segundo corazón y la runa de vida luchaba por mantener activos a los mascarones. Ahora los cuerpos de varios hombres valientes yacían sobre las tablas por seguir mis palabras. Mis atolondradas palabras.
Pero podía vengarles. Alcé la mirada hacia el horizonte más allá de la borda de estribor. Estábamos ganándole mucho terreno al cazador. Si activara el mascarón escolta de popa, si le relevara de su tarea de boga… Por un latido me vi en el lugar de los legendarios tutores del viejo imperio, controlando pelotones de mascarones de combate. Me volví hacia mi chico. Bogaba sin pausa, manipulando los colosales remos con una facilidad engañosa. Si sus músculos podían maniobrar ese peso con esa soltura, ¿qué no podrían hacer contra el engendro? Empecé a retorcer la mano izquierda dando comienzo a una rutina de activación nueva.
–¡Gustaff! ¡No se lo volveré a repetir! ¡Sáquenos de aquí y deje la defensa en mis manos!
Las palabras de Larsenbar llegaron acompañadas de un ligero pero inconfundible latigazo en mi espalda. El capitán había usado un viejo truco de los maestros en el templo, una especie de fusta: había aplicado Animación a la materia de mi propia columna vertebral generando así un súbito el espasmo. El viejo capitán me recordaba con claridad absoluta que él estaba al mando: a cientos de millas del templo, de cualquier puerto, yo debía seguir asumiendo el rol de alumno y él el de maestro.
En mis ojos notaba las lágrimas. Pet. Muerto por mi culpa. Pet y más compañeros, sus cuerpos desgarrados por mi atolondramiento.
En lo lejos, aunque cada vez más borrosa, seguía presente la mancha rojiza del cazador. El simpático y bonachón Pet había muerto por su culpa. O por la mía.
Alcé la vista hacia el cielo. Ojalá lloviera con más fuerza, ojalá la tormenta me llevara lejos de aquí, viajando sobre las aguas con sus rayos y sus vientos. Me llevara a mí y a la Orgullo, y a toda su tripulación también. Lejos de aquí, lejos del cazador. Lejos del engendro que estaba sembrando muerte en la cubierta.
Por más que lo deseara la realidad era otra.
La noche estaba ya muy avanzada. El cielo seguía encapotado pero lo peor de la tormenta parecía haber pasado. La mar se iba calmando con lentitud y la lluvia, aunque sin remitir, perdía fuerza. El viento volvía a soplar de popa con lo que no debíamos temer una escora. La suma de las condiciones resultaban las idóneas para que mis chicos sacaran el máximo rendimiento a los remos. La mancha rojiza del cazador iba quedando cada vez más lejos, pero el horror que nos había dejado sobre cubierta seguía causando estragos. ¿Serviría de algo el trabajo de mis chicos y todo el dolor que estaba soportando? ¿Las muertes de Pet y los demás tendrían sentido? Si al final no podíamos lanzar por la borda ni destruir al engendro éste se haría con la nave. Y puede que con nuestras almas.
No nos quedaba más salida que seguir luchando; hasta la última gota de sangre si hacía falta. No había lugar al que huir. Tampoco podíamos permitir que la Orgullo, nuestra madre (ese hogar que siempre nos acogía cariñoso), cayera en las garras de ese engendro.
Mi forma de pensar no debía serle ajena al capitán dado que sus gritos y órdenes volvían a hendir la atmósfera con fuerzas renovadas. El capitán se mantenía firme ante el pasamano de la toldilla y nos lanzaba ánimos. Desde su posición, espectador de las dos masacres, consciente de los esfuerzos así como el temor en los hombres, nos instó a no ceder ante la aberración. Debíamos seguir bogando, ganar la costa de Ashrae, regresar a nuestro hogar. En definitiva, seguir luchando contra el monstruo y acabar lanzándolo por la borda.
–Todos vosotros, hayáis nacido donde hayáis nacido –gritaba Larsenbar–, en el fondo sois hombres de la Nación de Ashrae, gloria de los mares. Honrad el nombre de esta nave y demostrad lo que eso supone. ¡Acabemos con esa criatura! ¡Señor Gustaff, bogue! ¡Bogue!
Tras él, a apenas un paso, el nostramo vibraba de rabia. Acabada la arenga ambos, capitán y contramaestre, juntaron cabezas y conferenciaron, sin duda tratando de encontrar una salida a esta situación. A sus pies los hombres seguían luchando, haciendo todo lo que podían por cercenar los miembros de la criatura, impedir o retrasar su avance. Luchando y cayendo. Heridos o muertos.
Las palabras del capitán tuvieron su efecto positivo entre los hombres. El miedo todavía demacraba sus rostros, pero bajo esa luz oscura empezaba a resplandecer el orgullo. Y junto a éste el abrasador brillo de la venganza.
Sin previo aviso el muro de escudos se rompió. Dos hombres, los que acababan de llegar armados sólo con sus teas, rompieron las filas y se lanzaron contra la bestia. Adelantando sus antorchas a modo de picas se zambulleron hacia la jungla de patas. Parecían buscar el núcleo de la criatura, esa madre de horrores de la que manaban sin aparente fin las pinzas y garras. La criatura trató de detener su avance lanzado sobre ellos buena parte de sus apéndices. Perdidos entre la jungla de patas y pseudópodos los hombres se revolvían con fiera desesperación. Las teas golpearon a diestro y siniestro, pero siempre tratando de encontrar el corazón de la criatura. Los garfios y las hojas del animal abrían heridas, cortaban carne y vertían sangre, pero los hombres, cegados por el odio, seguían adentrándose en la jungla. El primero de los dos marineros de repente detuvo su avance, ensartado como un insecto por un pata acabada en un sable. Rápido, otras garras y garfios le apresaron de pies y manos. El desgraciado acabó por soltar la tea, que rodó sobre cubierta. Una vez desarmado la criatura pareció divertirse con él, jugando a descoyuntar sus extremidades hasta llegar a desmembrarle.
Pero mientras hacía esto su compañero aprovechaba para adentrase en el hueco que las patas habían creado y acercarse más al núcleo. Su esfuerzo y el sacrificio de su camarada se vieron recompensados cuando por un brevísimo instante las lenguas de fuego arrancaron destellos rojizos en el coágulo central. Los hombres contemplaron aquel ávido horror sin forma. Ligeras ondulaciones recorrían su superficie, de la que surgían de vez en cuando burbujas e hilos, fenómenos efímeros que desaparecían al latido siguiente. Al acercar más las llamas al núcleo esa actividad cesó. Incluso parecía que el líquido retrocediera. La canción de la bestia, que había vuelto a sonar tras la última carnicería –ganando en riqueza de tonos, retorciendo las notas y entonando melodías imposibles–, de repente calló. Una bandada de patas se abalanzó sobre el puño que sostenía la tea. Un sable rebanó la mano a la altura del antebrazo mientras un grupo de pinzas agarraban con temor la tea y la apartaban del núcleo. Varios garfios saltaron hacia el marinero. Uno se hundió en su brazo izquierdo, tirando de éste con una fuerza desproporcionada que hizo girar como una peonza al marinero. No llegó a caer al suelo porque más sables, garfios y pinzas se apoderaron de su cuerpo. Sin embargo el hombre, aun ensartado por piernas, brazos, abdomen y pecho, pudo gritar:
–El fuego –farfulló, sus palabras borboteando entre sangre y saliva–. ¡Huye… del fuego! La bestia huye…
No pudo decir más: con un movimiento de látigo una de las hojas de la criatura le seccionó el cuello. La cabeza se dobló hacia atrás de una manera imposible, sólo aferrada por un hilo de piel. Los miembros del muro de escudos se encontraron sosteniendo con el difunto una mirada ciega, una mirada que sin embargo les animaba a seguir luchando. Un torrente de sangre estalló desde el tocón del cuello, bañando tanto las patas de la criatura como las ropas del marino y el rostro de la cabeza seccionada. El hombre, en sus estertores finales, acabó arrojando la tea hacia delante, hacia el núcleo de la bestia. Todos pudimos ver cómo la criatura retrocedía ante la llama.
–Antorchas, capitán –gritó uno de los hombres del muro–. ¡Necesitamos fuego! El demonio que habita en el centro de la criatura teme el fuego.
Larsenbar le repitió la orden al nostramo, que descendió corriendo de la toldilla hacia la bodega. Con él arrastró a los pocos hombres que seguían apiñados en la borda de babor. Todos parecían conscientes de nos encontrábamos quizá ante la última oportunidad de salvar tanto la nave como nuestras vidas.
Parecía increíble algo tan sencillo y tan humano como el fuego de una tea, resina y madera en humilde combustión, lograra aquello que las armas más elaboradas no podían. Ni siquiera el complejo siemprearde: algo debía haber en su composición que lo volvía inútil. Quizá en la sencillez, en lo básico de la llama de una antorcha, estuviera la clave.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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