Sep 052014
 
 5 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

Mi grito llegó tarde, lo sé. El daño ya estaba hecho: con mi inconsciencia le había mostrado a la bestia el camino directo para llegar al mascarón maestro. O a mí. Temí que el engendro empezara a rodar pasarela adelante, hacia proa. Pero no. Una vez afianzado sobre la tabla se detuvo y… y aquello sucedió.

Se había callado. La cosa no cantaba, ni ululaba, ni gemía. Se había sumido en un mutismo quizá más aterrador que su canto chocante y dulce. Tras trepar a la pasarela recogió dentro de su cuerpo todas sus patas, tentáculos y pinzas. Como si de una imposible flor se tratara, el núcleo resplandeciente de la criatura se mantenía erguido sobre un único pedúnculo, grueso como una columna. La tripulación al completo contemplaba estupefacta aquella flor que había brotado en nuestra borda. Su corazón, ahora desnudo, nos mostraba su burbujeante superficie surcada por corrientes y torbellinos. De improviso emergió un bufido agudo desde las profundidades de la esfera. El aullido resonó por toda la Orgullo, poniéndonos los pelos de punta. El ulular ascendió de tono, volviéndose más y más agudo. Sobre mi cabeza percibí una vibración, un leve crujido: los cristales del farol de zafarrancho del palo mayor reverberaban. Con un súbito chasquido uno de ellos se quebró. El aullido siguió elevando la nota. Empezaba a resultar doloroso. Más de uno y más de dos hombres se llevaron las manos a los oídos. Incluso el grupo de Abdarmar se detuvo con las teas todavía en ristre.
Relatos de Fantasía - Hombre ardiendo
Nadie sabía qué pasaba. Pero la bestia aclaró las dudas de inmediato. Desde la parte superior del centro de la bestia brotó un nuevo tentáculo, grueso como el brazo de un hombre. ¿La abominación volvía a generar sus patas y armas, dispuesta a recibir al contramaestre y sus hombres? Abdarmar notó el cambio en la criatura y azuzó sus hombres. Debían aprovechar la oportunidad: tenían ante ellos el núcleo desnudo. Podían atravesarlo con sus teas. Quemar, abrasar, calcinar ese engendro.

–¡Vamos! –gritó el nostramo, y corrió hacia el engendro, que le esperaba a apenas tres brazas de su posición. Tras él sus hombres no tardaron ni un latido en responder y seguirle los pasos.

Estaban ya casi sobre la criatura cuando ese nuevo tentáculo, grueso y romo, entró en acción. Sin que nadie lo pudiera predecir en su extremo se abrió una especie de boca, un orificio a través del cual se vislumbró un tenue brillo rojizo. El suave resplandor ganó intensidad… y saltó fuera de la boca en forma de chorro de un líquido rojo intenso. La criatura estaba escupiendo a los hombres. Acertó en uno, dos, tres. Cinco hombres.

El primer objetivo de los proyectiles de líquido sanguinolento fue el propio Abdarmar. El nostramo y sus hombres ya estaban casi encima de la criatura cuando recibieron la lluvia de esputos casi a quemarropa. El primer salivazo acertó al contramaestre en plena cara. El desgraciado ni siquiera llegó a gritar, su cabeza de repente sumergida en una enorme burbuja de líquido rojizo, más denso que la sangre. Al contacto con el líquido la carne empezó a humear emitiendo un vapor de un tono rojizo apagado. Un sonido crepitante fue lo único que surgió de la masa efervescente donde instantes antes estaba la cabeza del contramaestre. El marino, arrastrado por su propio impulso, cayó de bruces justo ante los escalones de la pasarela. Había arrojado la tea y se retorcía con manos sobre la cara. No había acabado de caer sobre las tablas de cubierta cuando su cabeza y sus manos se habían disuelto, quedando de ellas simples muñones humeantes.

El resto del grupo, al igual que el nostramo, se había lanzado a pecho descubierto. Determinación y antorchas contra lo desconocido. Y lo desconocido no les dio la menor opción. La lluvia de ácido les cayó a bocajarro. El par de marineros que cubrían las espaldas del contramaestre tuvieron un destino similar al de éste, fulminante e inmediato. Los que ocupaban filas posteriores no tuvieron tanta suerte: la lluvia les empapó de forma más dispersa. Humeaban y se derretían ya brazos y cara como torso o incluso piernas. Los desventurados contemplaron cómo, entre vaharadas de vapores rojizos, las partes de su cuerpo empapadas se deshacían ante sus propios ojos. El dolor poseía tal intensidad que algunos de ellos ni siquiera tuvieron fuerzas para gritar.

La boca cambió de objetivos, buscando ahora el muro de escudos. Los hombres alzaron ruados sus protecciones, pero no pudieron evitar que al portaantorcha recibiera un certero salivazo en la mano que sostenía la tea. En su alarido se mezcló el dolor con el horror inarticulado. Pálido y desencajado contempló el burbujeante muñón en el que se había convertido su mano. Luego cayó desmayado sobre las maderas. El resto de hombres, escudados tras las tapas de los toneles, pudieron esquivar el grueso del ataque. Una nube de humo acre y punzante empezó a surgir de las tapas. El líquido abrasaba los ya endebles escudos. Poco quedaba para que perdieran toda utilidad, reducidos a astillas humeantes. Alguna salpicadura de escupitajo llegó a acertar alguna mano o pierna, arrancando a su dueño alaridos.

De repente la bestia, quizá estimulada por el coro de gemidos que flotaba sobre cubierta o satisfecha por el resultado de su treta, volvió a ulular. Elevó su voz dulce y encantadora, anormal. Tentadora. Su tono subía y bajaba acompañando a los alaridos de sus víctimas, como tratando de conjuntar los gritos con su melodía. Se podría decir que intentaba componer una especie de sinfonía de dolor. De dolor y victoria. Su victoria.

Sobre la cubierta yacía una cosecha de los cuerpos, más de una docena de hombres. Los supervivientes se retorcían como serpientes descabezadas, intentado quitarse el líquido rojo de brazos piernas o pecho con sus ropas; éstas se derretían al contacto con la sustancia, con lo que sólo lograban esparcirla más aún. El resto, los cadáveres, se disolvían con lentitud, masas de carne blanda que poco a poco iban perdiendo toda forma humana. El líquido rojizo sobrante se derramaba sobre el suelo de madera: al contrario que la carne de los marineros, los listones no parecían sufrir los efectos del ácido. Supuse que eso se debía al baño en óleos sagrados que recibían en el astillero.

El espacio libre alrededor de la criatura se había ampliado casi al máximo posible. El  endeble muro de escudos no podía retroceder más por los remos, y los restos del grupo de Abdarmar se habían retirado hasta la borda de babor. En su huída habían dejado las antorchas desperdigadas sobre la cubierta.

La criatura cantaba con renovadas fuerzas, consciente de la cercanía de su triunfo. Habíamos perdido la que bien podrían haber sido nuestra última oportunidad. Y con ella había caído una importante porción de tripulación.

¿Se podía hacer algo contra esa criatura salida de la peor pesadilla?

–¡No!

–¡N-oh!

Las exclamaciones surgieron de popa, junto al castillo. Hubiera jurado que procedían de dos voces distintas. Lancé al títere hacia donde habían surgido, pero allí sólo estaba Marco. Bueno, Marco y Jinx, su inseparable rata mascota. Pero yo había escuchado dos voces. Una sin la menor duda pertenecía a Marco, aunque sonaba deformada por la furia. Sin embargo la otra, cascada y chirriante… pondría la mano en el fuego porque la había escuchado antes. Incluso apenas unas pocas horas atrás. Pero no recordaba dónde ni cuándo. Daba igual: el enorme anciano estaba solo, lo que indicaba que la segunda voz había sido fruto de mi imaginación.

Todos parecíamos habernos olvidado de Marco. Él se había mantenido firme en su esquina en la popa, peleando con la pértiga y esquivando las escasas patas que el engendro le dedicaba. ¿Qué buscaba con ese continuo acoso al corazón de la bestia, cuando ya había quedado claro que ninguna arma convencional la afectaba? El anciano no había cedido en su empeño. Sólo la carrera de la criatura hacia la pasarela, alejándose de la popa, le había dejado abandonado. Por fortuna, o por considerarlo insignificante, la bestia no le había dedicado ningún esputo. Pero contemplar el destino de sus compañeros, muchos de ellos amigos (o incluso más), parecía haberle hecho perder la razón. En su rostro, en su mirada, resplandecía una fuerza que rebasaba la cordura, incluso rozaba lo inhumano. Marco clavaba sus ojos desorbitados en la bestia.

–¡No!

Gritó. Y de seguido sonó otra voz:

–¡N-oh!

El segundo ‘no’ Marco lo había pronunciado con la boca cerrada, sólo enseñando los dientes apretados en un rictus demente. Aquello no tenía el menor sentido.

A partir de ese momento dejé de comprender mucho de lo que veía.

Amarradas a la borda de estribor, junto al alcázar, había un par de teas de aceleración, olvidadas dada su evidente inutilidad. El anciano las agarró, una en cada mano, y las susurró algo. Él no era un dragonero, de su pecho no colgaba el medallón que permitía activar la diminuta voluntad que habita las antorchas. Y aun así logró que las dos teas se despertaran y salieran disparadas hacia las alturas.

–Marco, ¿se puede saber qué demonios haces?

La pregunta que todos nos hacíamos surgía de labios del capitán Larsenbar. Pero el anciano marinero no respondió, limitándose a abrir los brazos en cruz e hinchar el pecho. La rata trepó sobre sus cabellos y se encaramó a lo más alto de su cabeza. Con un gesto desencajado, irreconocible, el viejo marino cerró los ojos y recibió su sombrero viviente.

En el cielo las antorchas trazaron un arco cerrado y regresaron, descendiendo en picado contra la Orgullo. Con la precisión que las hizo famosas por todo el mar de Ashrae una de las flechas estalló en el pecho de Marco, la otra sobre Jinx. Un instante después estaban envueltos en llamas. Durante unos latidos Marco se mantuvo allí, parado ante la escalera de la toldilla, ardiendo como un sol humano. De una manera del todo inesperada se había ganado la atención de toda la tripulación. Incluso el engendro parecía dudar ante lo que pasaba, su canción ululando llena de altibajos y tartamudeos.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué sentido tenía aquella autoinmolación de Marco?

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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