Sep 122014
 
 12 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

De improviso Marco se abalanzó contra la criatura. Parecía imposible que alguien como él, que nos superaba a todos tanto en edad como en peso, pudiera moverse con esa agilidad. Su carrera, explosiva y súbita, cruzó las brazas de cubierta que le separaban del engendro en apenas una exhalación. Cuando no le quedaban apenas unos codos para llegar a la pasarela Marco se elevó. No saltó: se elevó. Parecía flotar, volar, tal era el impulso que poseía. Parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre. Marco placó a la criatura con la fuerza de un ariete. El engendro lo recibió con una jungla de garras, zarpas y garfios recién emergida de su núcleo. Pero aún con todo aquel despliegue de armas no pudo evitar el impacto brutal. La maza ardiente de Marco golpeó el corazón del engendro, derribándolo y arrastrándolo casi una braza pasarela adentro. Sin quererlo estaban a punto de rebasar los remos del mascarón de popa.

–No. ¡No! ¡No!

Mis gritos no sirvieron de nada. Veía como los nuevos contendientes se adentraban en la tabla en dirección a proa pero ¿qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer nadie?

Marco pugnaba contra la bestia. Cuando podía llegar, sus puños en llamas machaban y revolvían la esencia del núcleo líquido de la bestia. Otras veces se veía obligado a forcejear con las diversas patas que salían a su paso. Las atenazaba con sus manos de fuego, retorciéndolas y quebrándolas como si se tratase de barras de queso. Los chasquidos resonaban por toda la cubierta. El coloso de fuego estaba derrotando a la aberración. El contacto de su cuerpo envuelto en llamas hacía que la criatura retrocediera apartándose de las llamas. Ante Marco sus golpes se volvían débiles, tímidos. Parecía que se negara a acercarse a su masa incandescente, menos aun a tocarla. Del núcleo surgía un aullido agudo y aterrador en el que se notaba algo hasta ahora nuevo: temor, impotencia.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Barco
El viejo titán de fuego estaba logrando lo que nadie hasta el momento había conseguido: combatir de tú a tú contra el engendro, hacerlo retroceder. Pero no sólo Marco luchaba contra la bestia. Saltando de un lado a otro, de una pata a otra, entre los tentáculos y las zarpas, lanzándose contra el núcleo e incluso zambulléndose en él, correteaba una pequeña bola de fuego: Jinx. La rata, aprovechando tanto su reducido tamaño como su agilidad de roedor, esquivaba con gran eficacia las defensas de la criatura. En su imparable danza no dejaba de lanzar dentelladas y zarpazos, desgarrando allí donde podía. Y por allí por donde pasaba dejaba un rastro de huellas de fuego. Con los puños de Marco sucedía algo similar: las llamas empezaban a repartirse por todo el engendro, debilitándolo.

El engendro retrocedía. Abrumada por el ataque del hombre y la rata se adentraba en la pasarela, trastabillando cuando no rodando, pero siempre hacia la proa. Hacia mí.

Marco desencadenaba una tormenta de puños de fuego sobre el núcleo líquido del monstruo, del que empezó a brotar un vaho blanquecino. La criatura ululaba sin parar, su voz entrecortada e incluso ahogada. Entre sus aullidos, casi sumergidos en ellos, se seguían escuchando los mimos continuos noes.

–¡No! ¡N-oh!

Sonaban sin cesar, repitiendo la palabra como si de un conjuro se tratara.

Marco siguió quebrando patas en su pugna por hundir sus puños en el corazón líquido de la bestia. Esta se defendía conjurando más extremidades, pero aun así se veía incapaz de detener al tornado de fuego. También Jinx continuaba atacando al engendro, su pequeña forma llegando allí donde Marco no podía acceder. El anciano seguía empujando a la masa de la criatura pasarela adentro. Ahora que ya carecía del impulso de su carrera se apoyaba en sus piernas y en sus manos para obligar al animal a retroceder. Así, girando unos sobre otros, retorciéndose en un baile de fuego rojo y resplandores blanquecinos, bestia, hombre y rata se adentraron hacia proa trazando sobre la madera un ligero zigzag. Cuando parecía que iban a caer sobre cubierta Marco siempre encontraba la manera de aferrarse a una jarcia, a un obenque o a la misma batayola y evitarlo. Cuando, por el contrario, se acercaban demasiado a la borda el anciano hincaba en ésta un pie o una mano deteniendo el avance. A su paso dejaban salpicaduras resplandecientes, mezcla del líquido del núcleo junto con ropa e incluso carne incandescente de Marco y Jinx. Hombre y rata herían a la bestia desgarrando su centro, pero ellos no salían indemnes.

Todos permanecimos paralizados contemplando esa inesperada lucha. La bestia, al fin consciente de que ni sus garras ni sus dagas parecían detener a Marco y a Jinx, volvió a convocar a su boca de ácido. Desde menos de un codo de distancia lanzó un escupitajo contra el pecho de marcos, pero éste, su cuerpo convertido en una pira viviente, no pareció ni siquiera acusarlo. Pero sí respondió al ataque: el tentáculo ya inflaba de nuevo sus carrillos, dispuesto a volver a escupir, cuando una mano de Marco lo estranguló como de una tenaza se tratara. Jinx no perdió la oportunidad y, usando el brazo de Marco como puente, saltó sobre el tentáculo. Sin perder un solo latido la rata empezó a roerlo por la parte posterior de la boca escupidora. El aullido de la criatura aumentó en intensidad mientras los incisivos del roedor destrozaban el tentáculo. Cuando logró perforar su piel del todo la rata se hizo a un lado. Marco mantuvo su presa, impidiendo moverse al apéndice. Un chorro rojizo y denso se derramó, recorriendo toda la longitud de la especie de manguera para acabar vertiéndose sobre el núcleo del engendro. Una erupción de vapores lechosos surgió de allí donde el líquido sanguinolento y ácido entraba en contacto con el blancuzco de la criatura. El engendro se revolvía sobre sí mismo, ahora sus propias patas intentando liberarse del contacto del ácido rojizo.

Ese instante de debilidad de la bestia Marco lo aprovechó para seguir arrastrándola hacia proa, esa vez con más rapidez. Ya estaban rebasando la altura del mascarón maestro. Se encontraban a tan escasa distancia que no necesitaba al títere. Lo vi todo con mis propios ojos. La jungla de patas, el tentáculo preso bajo la férrea presa de un puño de fuego. Y el rostro. La cara de Marco parecía una máscara descompuesta y desencajada, una masa negruzca oculta bajo la resplandeciente capa de llamas que la envolvían. Sus labios abrasados se habían retraído dibujando una mueca fija, toda ella dientes atenazados. Pese a todos los estragos que el fuego había causado en su piel, e incluso más allá del velo de llamas, pude adivinar sus ojos. Se me asemejaron a brasas ciegas encendidas, pero dotadas de un indescriptible resplandor interno. Fiereza y salvajismo en estado puro. En efecto, toda una fuerza de la naturaleza. O una muestra de apabullante Voluntad. Esa misma energía se adivinaba en la rata, Jinx. El animal, una vez desgarrado el tentáculo y vertido su contenido, había vuelto a correr por todo el cuerpo de la criatura, un borrón de lenguas de fuego. Saltaba de un lado a otro del engendro mientras varias patas intentaban atraparlo. Saltaba y atacaba para al instante siguiente volver a saltar, un torbellino de garras y dientes. Pequeño, incansable y furtivo, estaba plantando tanta guerra como su amo. Si Marco golpeaba con sus puños como mazas y quebraba las patas, Jinx desgarraba con sus zarpas la burbujeante superficie del núcleo. Y todo ello siempre con el objetivo de arrastrar al engendro hacia proa.

La bestia, incapaz de defenderse, siguió cediendo terreno. Su canto bajaba poco a poco de intensidad, apagándose y tiñéndose de notas tristes. Ahora se podía oír con más facilidad las voces, que no dejaban de repetir una y otra vez la misma palabra:

–N–oh. N–oh ­–murmuraban.

–No, no, no –rugían.

Ya no les quedaba más que unos pocos codos para llegar al final de la pasarela. Habían rebasado los remos del mascarón escolta de proa y todos creíamos que iban a seguir recorriendo ahora la cubierta hacia el trinquete, cuando Marco cambió de táctica: ancló con firmeza sus dos pies en la borda que sobresalía y haciendo palanca propinó un último empujón a la bestia. Un empujó no hacia proa, sino para alejarse de la borda, hacia el interior de la nave, hacia babor. La masa de patas, arrastrada por el anciano, cayó fuera de la pasarela y rodó sobre la cubierta. Vi cómo el conjunto se acercaba a mi posición. Horrorizado retrocedí más allá del palo mayor.

Una forma gritaba histérica a mi espalda: el marinero encargado del brasero estaba sufriendo un ataque de histeria. No le presté atención mientras trastabillaba y salía huyendo en dirección al bauprés. Ya se repondría. O quizá no. Poco importaba: el destino de la Orgullo, de todos nosotros, rodaba por cubierta adentro.

La confusión de hombre, animal y bestia se retorció unas pocas brazas, en un zigzag errático. La bestia luchaba tratando de volver a dominar la situación. Pero Marco se imponía a golpe de puntapié y empellón. De esa manera guió al conjunto hacia el eje imaginario de la nave… hasta acabar por precipitarse en el nicho ardiente del brasero de estribor.

Ni hombre ni rata hicieron el menor intento de escapar al contacto de los rescoldos. Más aún, parecían buscar las brasas, como si desde un primer momento desearan revolcarse entre los carbones al rojo blanco. Y arrastrar con ellos al engendro. Profiriendo un aullido como hasta ese momento no había lanzado, la bestia acabó sumergida en la pequeña piscina de fuego sólido.

Entonces lo comprendí. O creí comprenderlo. El anciano gigante había aprovechado el momento en el que la criatura subía a la pasarela. La había arrastrado, obligándola a rodar hacia la proa. Todo para lograr algo que pocos a bordo podrían lograr: enfrentar al engendro a aquello que lo podría destruir, una enorme masa de fuego sencillo y puro, una lo bastante grande como para acoger a toda la criatura.

El grupo se revolcaba en los carbones ardientes. Éstas se adhirieron a la carne, a los tentáculos, a las patas, al propio corazón derretido de la criatura. Los rescoldos se engarzaban en sus cuerpos como si de gemas preciosas se trataran. En pocos latidos el resplandor ígneo del carbón cubría por completo a hombre, rata y engendro formando una masa indistinguible. Su rojo centelleante se confundía con el de las llamas de Marco y Jinx, y se diluía en el lechoso resplandor de la criatura. En ese juego de luces y brillos costaba ver el anciano. Pero si uno se esforzaba lograba distinguir cómo con una mano se aferraba a las patas de la bestia mientras con la otra tomaba puñados de carbón y se los clavaba por todo el cuerpo. La bestia se defendía con torpeza, lanzando golpes, ciegos al igual que débiles, en todas direcciones. Algunos llegaban a Marco. El viejo titán los encajaba en silencio. Otros golpes, la mayoría, sólo lograban revolver el nicho de carbón, haciendo que el trío se hundiera más y más en el brasero.

En medio de esa locura de fuego y dolor la rata seguía corriendo alocada, tan indiferente al fuego como su amo. Revolviéndose entre las brasas hundía sus dientes en el corazón de la bestia, agarrando con sus patas piedras al rojo vivo para luego introducirlas en los huecos recién abiertos.

La lucha siguió. Marco y la criatura se habían fundido, resultando imposible distinguir dónde acababa uno y empezaba la otra. Del pequeño Jinx no quedaba la menor huella, sin lugar a dudas absorbido por las moles de los otros dos.

Embate tras embate, revolcón tras revolcón, el combate continuaba.

La masa mitad humana y mitad… otra cosa, la masa –digo– se revolcaba entre los carbones ardientes con cada vez menor vitalidad. A veces, fruto de esos movimientos, algunos rescoldos saltaban con mayor o menor fuerza fuera del brasero. Casi se diría que huían.

El siseo de la bestia no había dejado de subir de tono, más y más agudo. Casi se diría que poseía cierta nota de histeria. Pero aun con todo iba perdiendo intensidad. Por fin parecía que el engendro empezaba a perder fuerzas. Algo similar sucedía con el anciano, cuyos movimientos se volvían más cadenciosos. Pero, pese a las muestras de cansancio, seguía pronunciando aquella misma palabra. Me costaba adivinar cómo inmerso en ese lago de fuego sólido lograba inhalar el aire para repetir sin pausa:

–No, no, no, no.

–N–oh.

La réplica, ese ‘no’ solitario, procedía de un punto muy cercano a mí, pero no del interior del brasero. La voz poseía una cualidad chirriante, apenas modulada. Sí, ya la había oído antes. Y no pertenecía a Marco. Nunca le había pertenecido.

–N–oh. N–oh d’behn vholv­–her.

A mi derecha, agazapada sobre la cabeza del mascarón maestro, descubrí la figura todavía humeante de Jinx. La enorme rata observaba el drama que se seguía representando en el brasero con una mirada intensa e inteligente. El pelaje había desaparecido en casi todo su cuerpo, revelando una carne chamuscada y cauterizada. Unos delgados hilos de sangre, densa y oscura, chorreaban por las pocas heridas que permanecían abiertas.

–Jinx. Hablas.

La rata me clavó unos ojos de una intensidad anormal. Me enseño los dientes. No supe si aquel gesto significaba sonrisa o amenaza. Con lentitud el animal devolvió su atención al brasero.

Animal. ¿De verdad podía considerarlo un animal? ¿Podría calificar a Marco como un simple marinero? El anciano había manipulado las teas de aceleración con un poder inaudito, algo que no se aprende en ningún lado. Con Voluntad. Y le acompañaba una especie de espíritu familiar, un demonio disfrazado de diminuto animal. El engañoso ser había acompañado a su amo más allá de donde cualquier animal irracional hubiera llegado. ¿Cuánto de normal y cuánto de fachada había en Marco y en Jinx?

Incapaz de responder a esas interrogantes imité a la presunta rata y observé el brasero. El combate se había convertido en una penosa pugna de moribundos. Las lenguas de fuego envolvían a los dos luchadores, que parecían haber perdido tamaño e incluso sustancia. El fuego les había consumido, con lentitud pero sin pausa. La criatura ya no intentaba matar a Marco, sino que volcaba sus escasos esfuerzos en huir de las brasas. Las energías que le quedaban al marinero las dedicaba a abrazarla, a obligarla a regresar a los carbones. Ignoro cuánto tiempo duró aquello: me limitaba a contemplarlo hechizado. Sabía que estaba presenciando la base de una leyenda, algo que se contaría por años, si no por siglos.

Los golpes y empujones se volvieron cada vez más dispersos y desganados. Cuando uno creía que todo había acabado de repente una pinza se arrastraba fuera de las brasas; tras ella emergía, acompañada de un ‘no’ apenas musitado, algo que sólo en otro tiempo podría llamarse mano. La garra, reducida a una deforme masa de carne chamuscada y hueso desnudo, apresaba a la huidiza extremidad y la volvía a sumergir en el fuego.

El tiempo pasó y en Levante acabó por aparecer una tímida franja de luz. La claridad regresaba al mar de Ashrae, un amanecer despejado y tranquilo. Tan tranquilo como los restos que yacían en el interior del brasero. A la luz del sol naciente apenas se podía distinguir a la criatura y a Marco de los rescoldos de carbón. Todo resplandecía de igual manera. La cubierta, de popa a proa, se había contagiado de una manta quietud. El hedor de la carne carbonizada ascendía por la arboladura como si se tratara de una pestilente niebla de ofuscación. Los ojos de los presentes permanecían clavados en la masa incandescente. Un grumo informe en el centro, algo más oscuro, evidenciaba la presencia de algo distinto al carbón. Imposible diferenciar lo humano de inhumano.

Sobre mi cabeza sonó una especie de latigazo. El chasquido me arrancó del hechizo. Vi los rostros de mis compañeros, la tripulación de la Orgullo: decenas de ojos hipnotizados, mirando abstraídos lo que ocupaba el brasero. Paseé la mirada por cubierta y reparé en una ausencia: Jinx había desaparecido. Debía haberse retirado al interior de la nave, quien sabe si para lamerse las heridas o para abrazar al Olvido. Su amo, aquel con el que compartía todo, había muerto. La idea me golpeó como una maza: ya no volvería a hablar con Marco, nunca más tendría la oportunidad de fantasear con sus historias de los tiempos del viejo imperio. Todo eso había terminado.

Un nuevo latigazo resonó desde la arboladura. Desperté del todo.

La Orgullo navegaba por aguas en calma. Los pendones que remataban los palos ondeaban con cansina languidez de un lado a otro evidenciando que apenas quedaban restos de viento, y este nos llegaba en ráfagas. Las gavias y el resto del paño seguían desplegadas al máximo para recibir un viento que había decaído tiempo atrás. Ahora pendían con peligrosa flacidez. En el trapo los empellones traicioneros del viento racheado formaban grandes ondulaciones que recorrían el tejido con falsa calma. Sólo demostraban su furia cuando, al llegar a los puños, hacían restallar las jarcias con súbitos latigazos. Pero nadie parecía escuchar aquellas explosiones: la tripulación al completo permanecía hechizada por lo sucedido.

Miré hacia estribor. Del cazador no quedaba rastro alguno. Sobre el horizonte no se divisaba vela alguna. Le habíamos dejado atrás.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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