Mi grito sólo estaba vocalizando lo obvio. O quizá imploraba porque el pasmo y el temor desaparecieran de mis compañeros. Dependía de ellos. En otras circunstancias hubiera relevado de su trabajo de remero al mascarón atacado, lanzándole contra el engendro. Pero no podíamos permitirnos perder un tercio de impulso. Estábamos ganando distancia con respecto a la nave pirata y no debíamos dejar escapar la que quizá fuera nuestra única oportunidad. Además tampoco tenía la seguridad de que la estatua, en su estado actual, pudiera enfrenarse a esa abominación con posibilidades de ganar. O siquiera de sobrevivir.
Pero no estaba sólo en la tarea de hacer responder a la tripulación:
–Señor LoMing, que sus hombres formen una pared de hachas entre la bestia y los mascarones –espoleado por mi llamamiento el capitán trataba de organizar una defensa–. Señor, Sortanno, que sus dragoneros se dispongan a entrar en combate. Inmediatamente. El fuego de los dragones no ha servido; a ver si ocurre lo mismo con el acero de sus sables.
»Señor Abdarmar, reclute un grupo de entre los más recios de la marinería para que apoyen al grupo de LoMing. Luego organice al personal de proa para entrar en liza a mi señal.
»El resto, ustedes los de popa, estén preparados para responder a la agresión en cuanto se lo ordene. Caballeros, ese monstruo no debe pasar. No debe acercarse a los mascarones.
» Señor Gustaff, mantenga el ritmo. Por todo lo sagrado: ¡no detenga a los mascarones! ¡Que sigan bogando!
LoMing y sus hombres corrieron para plantarse ante la bestia. Aun con el miedo en sus rostros balancearon las hachas ante ella. La criatura, con el paso cortado, se detuvo. Una de las patas del engendro se adelantó con lentitud hacia los hombres. Tanteaba el aire dubitativa, como si tratara de asegurarse de la presencia de los marineros. LoMing no mostró igual reparo y descargó su hoja con fuerza. El filo del hacha se hundió en la pata con facilidad, llegando casi a cercenarla. Desde mi sitio escuché el curioso sonido que el golpe produjo: apagado y blando, más parecido a un chapoteo que a un tajo de metal contra carne y hueso. Por un instante me dio la impresión de que la hoja había golpeado una masa de mermelada. LoMing extrajo el hacha de la pata. Goteaba un líquido lechoso y luminiscente que salpicó la cubierta. Libre del metal la pata acabó de partirse, desgajándose en numerosas esquirlas resplandecientes. Las lascas saltaron por los aires lanzando destellos similares a cristales rotos, uniéndose a las gotas de sangre blancuzca. Del muñón brotaba un denso chorro de algo similar a leche. Durante un par de latidos la bestia sostuvo en el aire su miembro cercenado. Daba la impresión de estar sorprendida o desconcertada, como si no supiera reaccionar. Al fin optó por retirar el muñón, del que aún manaba sangre blanca, y retroceder hacia la borda. Resultaba imposible leer impresión o sentimiento alguno en esa masa de patas sin rostro, pero esperábamos que se diera cuenta que íbamos a defendernos, a causarle daño. Que íbamos a plantar cara, a luchar por nuestras vidas.
El animal volvió a colocarse junto a la borda. ¿Ya estaba? ¿Habíamos ganado? por supuesto, nadie pensaba eso. Pero había quedado muy claro que las hojas le afectaban, e incluso que huía de ellas. Un grito satisfacción surgió de las gargantas de los hombres. Al menos existía una oportunidad de enfrentarse y vencer a esa monstruosidad. La criatura se agazapó contra la borda, una compacta mole de extremidades plegadas y retraídas. Casi se diría que parecía acongojada. El cerco sobre ella se cerró, con LoMing y sus hombres ganando terreno y cerrando filas.
–¡Refuercen la retaguardia de LoMing! ¡Quiero una nueva fila entre LoMing y el mascarón! –En la voz de Larsenbar se notaba de nuevo la energía y la seguridad previa a la llegada del cazador.
Un grupo, constituido por los marineros más fuertes y dirigido por el contramaestre, se unió al de LoMing formando una barrera entre el remero y la criatura. Estos nuevos hombres esgrimían lo que habían podido agarrar de manera improvisada, desde fregonas a cabillas, pasando por unos pocos cuchillos de faena. El nostramo, junto al carpintero jefe, organizó a los hombres de tal manera que optimizaran los espacios no dejando hueco posible. Cuando acabó su tarea regresó al centro de la cubierta para perderse en la trampilla que descendía a la segunda cubierta. Tras el muro reforzado, ahora por en torno a una veintena de marineros, se colocaron otros cinco hombres con gavillas y algún garfio de estiba.
Mientras tanto no llegaba a la decena el número de hombres, escogidos entre los más delgados y ágiles, que corrieron a ganarle la retaguardia a la criatura. Esgrimían pértigas de estiba, largas varas acabadas en pequeños ganchos. No causarían daño a ese animal pero bastarían para incordiarlo y acosarlo, molestando sus maniobras.
Al mismo tiempo los dragoneros descendían por la escalera de la toldilla con los sables en ristre. Instantes después se colocaban entre ambos grupos. De esa forma la bestia se hallaba acorralada, con hombres armados rodeándola por todos sus flancos. Sólo le quedaba despejado aquel por el que había llegado: las aguas corrosivas del mar.
–Acósenla e impídanla adentrarse en cubierta –gritó el viejo–. ¡Lancémosla por donde ha venido! ¡Al agua!
Los marineros corearon las últimas palabras del capitán y se lanzaron al ataque. Los dragoneros, como si constituyeran un sólo hombre, se lanzaron sobre ella sable en mano. Los primeros mandobles se enfrentaron a las patas y lograron un efecto similar al de LoMing: varias de las extremidades estallaron en mil pedazos.
Pero la criatura parecía que no se iba a dejar amedrentar: aun agazapada contra la borda retorcía otras patas haciendo que sus garfios y ganchos, sus pinzas y dagas, bailaran ante los marineros esquivando las acometidas. Los miembros surgían de su cuerpo esférico, hendían el aire con ademán amenazador para al instante siguiente volver a perderse entre la jungla de patas, e incluso sumergirse de regreso en el núcleo líquido.
No sólo se defendía: se estaba exhibiendo. Demostraba el incomprensible poder de su esencia maleable. El suelo que pisaba estaba casi anegado de líquido lechoso, salpicado de incontables pedazos de materia de la criatura, pero ello no parecía haberle afectado. De vez en cuando uno de los tubos romos y gruesos surgía del núcleo y rebuscaba en el charco. Se comportaba como el hocico ansioso de un cachorro, husmeando y de vez en cuando absorbiendo líquido o esquirlas. No estoy seguro de que nadie se fijara en eso, como tampoco creo que nadie se diera cuenta de otro detalle: quizá me ayudó mi posición alejada, pero creí notar que la criatura perdía tamaño. Tomé como punto de referencia la altura de la borda y me fijé en el diámetro del núcleo. Unos latidos después no me quedó la menor duda: se estaba escogiendo.
Mientras reducía su tamaño continuaba esquivando los ataques. Más aún, incluso se permitía empezar a hacer fintas, a jugar con sus movimientos. Generaba nuevos miembros de esa nada fluida que era su centro. Daba la impresión de que nunca se cansaba, soportando todo el castigo que la infringieran y siempre generando nuevas armas. En efecto, estaba exhibiendo su poder ante la tripulación, consciente de que su mejor arma muy bien podría ser el terror que generaba.
Me pesa admitirlo, pero su estrategia parecía surtir efecto: los hombres espaciaron sus golpes, volviéndose éstos más inseguros y aplicados desde más distancia. La euforia inicial se estaba esfumando.
La criatura empezó por bufar. Recordaba a una bestia acorralada, avisando a sus atacantes de que estaba a punto de saltar. La bestia se encogió contra la borda. Vi cómo su núcleo seguía perdiendo volumen. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde iba a parar toda esa masa?
Los dragoneros, quizás creyendo que el sonido denotaba debilidad, respondieron al bufido con una nueva acometida. Sin embargo el nuevo asalto no logró el mismo efecto destructivo que los anteriores. Ahora las patas y los garfios, así como las extremidades mismas, resistían los tajazos. Los hombres se quedaron desconcertados, paralizados por la sorpresa con los brazos extendidos y las armas aún sobre la bestia. Parecían haber pensado que todo resultaría como en los primeros embates. La criatura no desaprovechó la oportunidad y respondió buscando carne. Ese primer contragolpe sólo la fortuna impidió que no acabara en una matanza. Los grafios y las dagas de cristal hendieron el espacio que separaba a la criatura de los dragoneros casi como si un resorte los hubiera disparado. Con un sonido extraño, ni metálico ni blando, chocaron con los sables que los soldados alzaron con apresurada torpeza. La fila de dragoneros retrocedió, al igual que el muro de LoMing.
El combate se igualaba.
De alguna manera el engendro se había adaptado a sus atacantes haciendo más resistentes sus extremidades. No sólo eso cambió en ella: el bufido amenazador dio paso a un escalofriante cántico. Su voz, un ulular dulce y tentador, subía y bajaba siguiendo una melodía que quizá por lo hermosa se nos hizo más aterradora aún.
Mientras la bestia cantaba no dejaba de lanzar zarpazos en todas direcciones, tanto a los dragoneros como al grupo de LoMing. Por alguna razón no parecía molesta por el otro puñado de hombres que con sus pértigas trataba de desviar sus patas. A esos apenas les dedicaba la atención de unas pocas patas con las que contrarrestar las pértigas.
El aspecto mismo de la bestia había cambiado. El núcleo seguía resplandeciendo líquido y maleable, pero las patas y sus extremos armados parecían estar recubiertos de una coraza. Hasta ahora habían tenido un aspecto blando, como de melaza blanquecina, emitiendo de cierto brillo; eso había cambiado para adquirir un tono mate similar al del hueso descarnado. Pero al contrario que el hueso de nuestros cuerpos, frágil y quebradizo, éste no cedía ante los golpes de las hachas o los sables.
Los hombres, conscientes del cambio en las reglas del juego, ya no lanzaban golpes de manera fortuita. Ahora los hombres buscaban las articulaciones de las patas, únicos puntos donde la coraza ósea podía ceder.
La pelea estaba igualada, ambos bandos dando y recibiendo. Los lances se sucedieron: la bestia resistía los golpes, apenas perdiendo un par de extremidades. En esas ocasiones las patas regresaban con presteza al núcleo, en cuya esencia líquida desaparecían. Por su parte los hombres esquivaban y placaban los golpes de la criatura. Las hachas paraban los garfios y las pinzas con relativa facilidad, mientras que las varas y gavillas desviaban las dagas impidiendo que acertaran en sus objetivos. Y mientras todo esto sucedía el engendro cantaba, silbando llena de lo que parecía demente alegría. Qué diferente esa actitud de la de los hombres, que murmuraban y bufaban por el esfuerzo mientras mascullaban maldiciones e improperios.
El suelo de la cubierta en torno a la criatura resplandecía con los miembros cercenados y la sangre de la bestia. Ninguna gota roja teñía el blanco. Durante mucho tiempo, muchos embates, la situación se mantuvo así. Hasta que un grito inarticulado surgió del grupo de LoMing: un garfio de hueso había acertado en la pierna de un marinero de su grupo, hendiendo la tela del pantalón, desgarrando la carne. La sangre salpicó la cubierta de la Orgullo, mezclándose con los lechosos restos de la criatura. Ahora sí estábamos igualados. El auténtico duelo de poder empezaba.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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