Por el rabillo del ojo aprecié nueva actividad sobre cubierta: el viejo salía de su caverna y empezaba a lanzar órdenes con ese tono imperativo que sólo se obtiene tras años de experiencia al mando de un navío. El continuo bramido del mar a mis pies no me permitió escuchar lo que gritaba pero por los gestos que hacía, indicando casi en todas direcciones, quedaba claro que el barco al fin entraba en un nuevo periodo de maniobras. Poco después el agudo silbido del contramaestre empezaba a repartir las comandas.
Mientras el silbato hendía el aire a mí me llegaba información de muy diferente naturaleza por otro canal. No se trataban de órdenes del viejo pero no por ello poseían menos importancia: mi compañero y amigo Lork se acercaba a la borda de proa con gesto contrariado. Lork formaba parte del puñado de marinos destinados a mi cargo, la cuadrilla de proa. Aunque en teoría él estaba a mi cargo en realidad casi se podía decir que me había convertido en algo parecido a su protegido. Por alguna razón se había encariñado conmigo desde el primer día que pisé la cubierta de la Orgullo, y de entonces en adelante me brindaba sus consejos y orientación. Aunque su edad no llegaba siquiera a duplicar la mía Lork ya podía decir con orgullo que era un marinero experto. Entre descanso y descanso, a veces disfrutando de una jarra de licor, otras compartiendo quejas, me había narrado sus viajes por los diversos mares y sus andanzas por demasiados puertos. Un maestro y un tutor. Un amigo y en cierta manera un padre.
Lork ganó la borda la raíz del bauprés. El viento, que ganaba intensidad por instantes debido a la cada vez más cercana tormenta, apenas podía mover el pelo rubio y lacio que de tan enmarañado y sudoroso que estaba casi parecía un casco. Vestía su habitual desastrada blusa blanca y sus pantalones bombachos marrones elaborados siguiendo el estilo de Mayazar, con los flecos deshilachados colgando de la parte inferior. En los extremos de algunos de los flecos todavía se mantenían atados los huesos que se supone protegían a quien lo vistiera. Entre el pantalón y la camisa esta vez no se había embutido la gruesa faja de seda. En su lugar, sustituyendo el casi transparente tejido, se había ajustado un grueso cinturón de cuero. Yo sabía que el cinto, en un tiempo pasado ya olvidado por todos menos por el propio Lork, había resplandecido en un negro intenso y aceitoso; sin embargo ahora mostraba un desgastado tono marrón, dado de sí e incluso ajado en los bordes. Sólo la hebilla que había comprado días atrás en Cargamarga, que emulaba la cabeza de un dragón furioso, tenía un aspecto no catastrófico. El cinturón ceñía su ropa en torno a una barriga quizá demasiado prominente en comparación con la delgadez de brazos y piernas. Siguiendo la costumbre entre los tripulantes de cubierta calzaba unas sencillas sandalias de suela de junto, cerradas y anudadas al tobillo. Como no podía ser de otra manera, éstas también tenían un aspecto terrible. Así se presentaba ante mí Lork, una especie de duende harapiento y fuera de lugar. Genio y figura…
Por fortuna para Lork a bordo de la Orgullo el aspecto de cada marinero carecía de importancia mientras realizara con eficacia las tareas que se le encomendaran. Se notaba que, aunque el buque pertenecía a la Armada de Ashrae, no seguía la estricta normativa de vestuario e higiene de ella. Sólo el capitán y el contramaestre se regían por esas normas, e incluso ellos de una forma poco menos que laxa.
–¿Qué? ¿Te diviertes ahí tumbado, novato?
Preguntaba por mí, pero en su mirada leía a la perfección que quería contar, largar lo que ocultaba. Yo no tenía ganas de jugar al tira y afloja que a Lork tanto le gustaba, por lo que le espeté:
–¿Qué sucede, Lork?
Se le notaba intranquilo, y en su caso el desasosiego siempre tiene un origen conocido: información. Lork pertenecía a ese extraño grupo de los llamados ‘males consentidos’, marineros que por una razón u otra (y en el caso de Lork no tenía la menor duda respecto al origen de ese sentimiento: el aire en torno a él lo anunciaba a brazas de distancia) no solían caer bien al resto de la tripulación pero a los que se les toleraba debido a que poseían habilidades únicas, dotes útiles para el resto. Esa condición de miembro especial le había librado de más de un chapuzón o incluso visitas a la quilla: ‘parece que se ha revolcado en lo más profundo de las aguas de sentina’, decían algunos de sus detractores. Pero aun así acudían a él: no había a bordo nadie más fiable que Lork a la hora de brindar chismes e información variada. Aun con todos sus defectos (que no eran pocos, y con los meses de convivencia ya había descubierto un buen puñado de ellos) encajaba a la perfección en el prototipo de marino chismoso y con mil orejas, una rata marina cotilla y metomentodo. Y debido a ello, o quizá por su culpa, el muy condenado poseía la bendita habilidad de enterarse de todo cuanto ocurría a bordo. Poco importaba que sucediera en la más profunda bodega o en el más alto de los mástiles. Llegaba a él en poco tiempo de una manera inaudita (‘un pajarito me lo ha contado’, solía decir con nada disimulada sorna cuando se le preguntaba por las fuentes que tenía), lo almacenaba bajo esa apestosa masa de pelo mugriento y cobraba por difundirlo. Jamás se equivocaba. Lork, el chivato. Lork, el que todo lo sabe. Lork, el oráculo.
–Esto no me gusta nada, Gus –dijo recostándose sobre la borda del bauprés y mirándome cara a cara. El viento de popa me trajo un intenso olor a sudor rancio, más poderoso que el habitual en él. Estaba nervioso, y esa excitación parecías volverle todavía más hediondo. Reprimí un mohín y seguí escuchando: lo que me dijera bien merecía soportar un rato su peste–. Esa vela no enarbola estandarte alguno… Su proa ha virado directa hacia nosotros y parece que ha aumentado la actividad en ella. Todo apunta a que nos han puesto en el punto de mira.
-Y no tiene ninguna bandera visible. Ninguna.
Tras pronunciar esa última palabra volvió su rostro hacia el horizonte. Parecía buscar el punto donde en un momento u otro debían despuntar los mástiles de la nave. El grave significado que sus palabras tenían me hicieron olvidar todo olor o malestar: lo que dejaban entrever suponía una amenaza mucho más peligrosa y tangible.
Una nave en esta zona y sin bandera a la vista.
En otra época el mar entero que ahora surcábamos pertenecía al Imperio Marino de Ashrae. Nuestro mar, el Mar de Ashrae. Por aquel entonces los leviatanes de la Armada Imperial surcaban las aguas, ufanos y confiados, insuperables máquinas de guerra capaces una sola de ellas de poner en jaque toda una rebelión regional. Aquellos monstruos de centenares de brazas de eslora patrullaban sin molestarse en lucir estandarte alguno: ningún navío podía compararse en tamaño, forma o poderío, de tal manera que recorrían sus dominios con aterradora placidez. Ante ellos todos los tráficos debían someterse o temer las consecuencias, que solían resumirse en abordaje, saqueo y aniquilación.
Pero las glorias del imperio antiguo se desvanecieron siglos atrás, con el Colapso. Ahora nadie se atrevía a navegar sin bandera. Tras el Colapso llegaron las guerras fratricidas y las secesiones, hasta el punto que nada más quedó el nombre del mar como huella de esa grandeza y poderío antiguos. Las costas del viejo imperio se habían resquebrajado en varias naciones, perros pendencieros entre sí aunque unidos frente a los restos del antiguo tirano. Cada una de ellas proclamaba orgullosa sus nimias hazañas, alzando bien visible su estandarte siempre guarnecido por dragones y saetas.
Así está ahora la situación, un mar común surcado por numerosas naves de tamaño ridículo ante los antiguos leviatanes: la mayor de ellas a duras penas supera la mitad de eslora y tiene muchísimo menos calado. Cachorros iracundos gruñendo ante le recuerdo de su padre. Pero todas ellas alzaban con orgullo su bandera, defendiéndola a cara de perro. Sólo quedaba un tipo de personas, desorganizadas y anárquicas, pendencieras y temibles, que se atrevían a surcar las aguas sin lucir distintivo de nación alguna: piratas.
Lork seguía mirando el horizonte cuando el capitán bajó de nuevo de la toldilla y recorrió la cubierta repartiendo más órdenes. El viejo se colocó junto al palo mayor y pronunció las palabras que todos llevábamos esperando tiempo:
–¡Larguen velas, caballeros! ¡Quiero ver esas gavias y velachos hincharse a la de ya! ¡También el foque, el petifoque y la sobremesana! ¡Venga! Y señor Gustaff, ¡no quiero ver cómo su sección queda rezagada otra vez!
La orden había llegado, y con mención directa a mi persona. El silbato del nostramo nos espoleó a todos. Arriba, en las vergas, decenas de manos hábiles procedieron a liberar el paño de sus ataduras. Se me había acabado el descanso. Me levanté casi de un salto de la red y corrí a la raíz del bauprés para empezar a desatar las jarcias una a una, de dentro a afuera. Mis dedos jugueteaban con las correas y hebillas con cada vez mayor ligereza: la práctica continuada me había llegado a permitir conocer cada cincha casi como si todas y cada una de ellas formaran parte de mí; sus rugosidades y durezas ya no me suponían la menor traba, acomodando los movimientos de tal manera que cedían con algo que quizá podría considerarse delicadeza.
Mientras liberaba el trapo de sus ataduras Lork el resto de marinos de proa corrían a desasegurar las drizas con las que debían alzarlo. Se distribuyeron en dos grupos, uno para el foque y otro para el petifoque. El paño de sobremesana debería esperar: no podíamos izar todos a la vez con tan poca gente. Lancé una rápida mirada a los rostros de mi gente: tal y como me imaginaba en ellos se apreciaba el mismo desconcierto. Sentimiento que sin la menor duda también se vería en mi propia cara: ninguno comprendíamos la orden. Con la tormenta casi encima de nosotros la maniobra normal consistiría en arriar todos los foques y dejar al viento, como mucho, el petifoque. Éste, junto a los sobrejuanetes en la cumbre de los otros masteleros, debería haber bastado. Pero no: el viejo quería ver casi todo el trapo desplegado. Confiábamos en la robustez de los mástiles. La recia madera del trinquete y del bauprés, los mástiles que en una medida u otra quedaban bajo mi cargo, había sobrevivido en la Orgullo más tiempo del que atrevía a imaginar. Confiaba en que esta vez se mantuvieran igual de firmes.
Pero aunque resistieran a un huracán la orden no dejaba de ser poco menos que demencial.
¿Qué obligaba al capitán a huir de semejante manera? La respuesta a esa pregunta se nos escapaba a todos. Quizá sólo la conociera el nostramo, pero sin lugar a dudas se la llevaría a la tumba. Nosotros sólo podíamos acatar. Acatar y rezar.
En toda la nave se realizaban trabajos semejantes a los que hacíamos en la proa. Los hombres encaramados a las vergas alisaban las gavias con urgencia, ayudando a que se desplegaran sin problemas. Recorrí el bauprés y el botalón venteando la tela allá donde solía apelotonarse. Tenía muy practicada esa tarea, tanto que –aunque la había realizado yo sólo, sin que nadie más me ayudara en toda la verga– mi señal indicando que se podía izar paño coincidió con otras similares en el resto de arboladuras. Con una simultaneidad casi ensayada el viento de popa hinchó todas las gavias, catapultando la nave hacia delante. El empujón, más fuerte de lo que me esperaba, me desestabilizó y perdí pie. Siempre me había parecido un exceso de prudencia el colocar la red de chichorro bajo el mástil, sobre todo cuando ya hay numerosos vientos y nervaduras a los que aferrarse. Pero en esa ocasión sólo me libró de un chapuzón su existencia. De un chapuzón y de una muerte casi segura ahora que el buque aceleraba. Rodé varios pies sobre la red mientras mis manos luchaban por aferrarse a la red. De repente veía demasiado cerca la superficie espumosa del agua, y la cuña de la roda hendiendo las aguas se me hizo más terrible que bella. Por un instante vislumbré una muerte en esas aguas cáusticas, mi cuerpo quemándose con lentitud mientras trataba en vano de mantener la cabeza a flote. Pero logré aferrarme y detener el giro cuando apenas quedaba nada de red. Resoplando aliviado me recosté boca arriba, contemplando cómo los lienzos de los foques se hinchaban más y más, tensando las amarras. Estas crujían con desesperación en su pugna por resistir la tensión. Incluso el pequeño petifoque se inflaba orgulloso sobre sus hermanos. Ajenos a mi situación el equipo de proa luchaba contra los cabos, apresurándose a afianzarlos con nudos más poderosos de lo habitual ante el previsible aumento de intensidad de los vientos.
–¡Gus! ¡Gus! –escuché gritar a Lork. Sólo él se había percatado de mi caída y, tras haber dejado la drizar del sobremesana a cargo del fornido Pet, se abalanzó hacia la borda.
-Maldita sea, chico. ¿No te he dicho mil veces que te mantengas siempre bien aferrado a la verga, aunque sea con un cabo rodeando la cintura? Quizá trabajes algo más lento así, pero siempre será mejor eso a que tengamos que arriar un bote o incluso replegar velas sólo para ir a recogerte. Si es que decidimos recogerte, mastuerzo.
Yo trataba de normalizar mi respiración. Sentía cómo mi corazón casi se me escapaba por la garganta pero ¡qué demonios! ¡había cumplido con las órdenes del capitán a la perfección! Le dediqué a Lork una sonrisa.
–Lo sé, lo sé. Deja de gruñir y ayuda a Pet, que desde aquí le veo forcejeando con la sobremesana. A ver si acaba él volando en vez del paño.
Lork, tras dirigirme una mirada airada y comprobar que estaba bien, se perdió refunfuñando en aquella dirección. Ahora, con los foques bien desplegados, mi trabajo inmediato había concluido. ¿Qué mejor momento para, después de semejante susto, tomarme unos instantes de relax? Mientras pudiera disfrutaría de una nueva ojeada a mis chicos. Me recosté boca abajo en la red y observé sus formas antiguas y decrépitas.
Mis mascarones.
Años deseando trabajar con ellos, dominarlos y cuidarlos. Desde hacía ya… tiempo, mucho tiempo.
Juan F. Valdivia
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