Las nubes de tormenta ya cubrían casi todo el cielo. Desde su oscuro corazón pulsaban vientos salvajes, vientos que parecían querer expulsar al sol y a su moribunda luz. El astro, acobardado, se agazapaba tras su velo de vapor, allá en Poniente. No permanecería mucho más sobre el horizonte: tras el ocaso el Mar de Ashrae quedaría sumido en una oscuridad sólo desgarrada por los relámpagos.
La embestida de la tempestad, con sus vientos de Naciente cada vez más intensos, se hacía notar en la mar: la superficie del mar, plácida al inicio de la tarde, ahora se erizaba de olas altas como colinas, pequeñas montañas coronadas por gallardetes de espuma. Ese mismo viento de popa hinchaba nuestras velas, ayudando a la Orgullo a escalar por las faldas de las olas. La nave cabeceaba con seguridad en medio de ese mar embravecido, demostrando su buena factura: ascendíamos con suavidad y descendíamos con preocupación. El momento delicado llegaba al rebasar los valles entra ola y ola: entonces, al enfrentar la nueva pendiente, el botalón se sumergía en las aguas instantes antes de la roda hendiera la superficie. Como en todo barco que surque el Mar de Ashrae, su casco está tratado de manera especial para soportar el beso abrasivo del agua. Partes como el botalón, que se enfrentan de manera especial al elemento, tienen además un revestimiento que dificulta el deslizamiento de chorros de agua sobre él, hacia el bauprés y la proa. Aun así algunos regueros se aventuraban hacia la cubierta. Una pieza reforzada de la borda, situada justo sobre la raíz del bauprés, frustraba esos intentos y acababa de desviar el líquido casco abajo. Con el velamen desplegado casi por completo cada ataque a una ola se asemejaba al de un ariete contra el portón de una fortificación. Todos a bordo sentíamos vibrar la Orgullo cuando el botalón, y luego la quilla, chocaban contra el agua. El conjunto parecía un enorme corazón, con un golpe seco y breve seguido de otro más intenso y prolongado. Bendito corazón que mientras percutiera sin pausa nos aseguraba la permanencia sobre las olas. Desde mi sitio en la proa podía sentir la fiereza de dichos embates: el filo de la roda partía la superficie apartando las aguas como si se tratasen de páginas de un libro. La red de chinchorro se extendía apenas unos codos sobre ésta, los suficientes para quedar a salvo de las salpicaduras. Sólo unas pocas lograban acariciar la malla, y ninguna alcanzaba la borda para tranquilidad de la tripulación: la elevada obra muerta, rasgo de construcción de naves de enorme importancia en el Mar, se encargaba de evitarlo.
Por el momento ninguna ola había logrado rebasar las bordas, y dado que estábamos soltando cargamento no se esperaba que esto sucediera. No hay mayor horror en este mar de aguas causticas que descubrir que un temporal puede crear olas semejantes que puedan barrer la cubierta. Pero siempre existe la posibilidad de una ola huérfana, una que almacene más energía que las demás, e intente subir allí donde sus hermanas no se atrevan. Todo marinero es consciente de tal peligro y contempla con calculado respeto las olas que golpean los costados del barco. Pero pese a la fiereza del temporal éste nos ayudaba: los torreones de agua nos embestían desde popa, impulsando a la nave.
La Orgullo proseguía su huida enfilando hacia Poniente. Al otro lado del horizonte esperaban la costa de Ashrae, y con ella el cobijo. Hasta el momento de avistar tierra debíamos hacer todo lo posible por no caer en manos de los piratas, por lo que seguíamos arrojando carga, fardos y más fardos calafateados en negro. Pese a ser casi invisibles en la superficie encrespada del mar el cazador continuaba rescatándolos. Los hilos de tejido blanco, resplandecientes en la oscuridad de la tormenta, se perlongaban como una especie de rayos sólidos. Capturaban todos y cada uno de los fardos, habiendo alarde de una precisión matemática escalofriante.
Al fin el sol se hundió por completo bajo el horizonte, despidiéndose hasta el día siguiente con el habitual destello verdoso. El aguacero arreciaba disminuyendo la visibilidad, que sólo regresaba gracias a los cada vez más frecuentes relámpagos. En otras circunstancias hubiéramos bendecido estos elementos: bajo su abrigo se podría haber intentado alguna maniobra para dar esquinazo al cazador. De hecho mientras la tarde avanzaba estoy seguro de que todos albergábamos esa esperanza. Pero con la desaparición del sol esa ilusión también se esfumó. Pese al empuje del viento y las olas la separación entre nuestra nave y la de los piratas se seguía reduciendo. El desenlace de la persecución parecía cercano, y ni de lejos a favor nuestro. Para aumentar nuestra desazón la noche reveló algo que la luz del día había enmascarado: el cazador estaba envuelto en una luminiscencia rojiza, un aura que pulsaba con suavidad casi orgánica, como si un corazón furtivo la animara. Las murmuraciones se intensificaron a bordo, y a estas alturas ya ni el temple ni la presencia del capitán o del nostramo parecían acallarlas.
Algo en el resplandor se me hacía familiar. Estudié el buque de proa a popa, desde la misma línea de flotación hasta lo más alto de sus mástiles, tratando de encontrar una explicación a esa súbita sensación que me carcomía por dentro. De improviso lo descubrí: la figura del cazador parecía carecer de volumen, asemejándose en cierta manera a un dibujo realizado sobre una tela rugosa y granulada. Prestando mayor atención pude cerciorarme de que en efecto contemplaba una especie de urdimbre. El cazador, visto a través de esa aura, parecía una imagen tejida sobre un tapiz deshilachado. Sobre ese imposible lienzo pude apreciar zonas más densas, como anudadas o enredadas, y otras a punto de desgajarse. De los bordes del barco surgían hilos sueltos que ondeaban al viento. Casi se podría decir que contemplaba un barco de juguete, desastrado y a punto de desmembrarse debido al paso del tiempo y las inclemencias. Todo ello encajaba con lo expuesto en cierto legajo que una vez descubriera en la biblioteca del Templo el Mar, allá en Larsoña. En él se describía algo similar a la que ahora contemplaba: unos campesinos habían divisado una extraña carroza avanzaba sin animal alguno que la arrastrara. La carroza estaba envuelta en un aura sangrienta y parecía algo irreal, un dibujo que hubiera tomado vida. En el legajo se trataba de explicar dicha visión aduciendo que estaba originada por una Catarsis, un infrecuente fenómeno recurrente que sucede cuando la tensión entre Los Poderes llega a extremos de ruptura. En esos momentos Los Poderes desatan sobre la tierra sus pesadillas, lo que les permite relajarse y regresar a su continua pugna. Si el cazador tenía un origen similar nos enfrentábamos a un producto de Catarsis, y por lo tanto a la acción de poderes descomunales, de la Voluntad en su esencia más básica y salvaje. Marco había sugerido que el cazador provenía de Efímera. Ahora yo, contemplando aquellos rojizos hilvanes, lo dudaba: no creía capaces a los vol–señores de Efímera, aun con todo su aterrador manejo de la Voluntad, de obrar semejante proeza.
¿De qué Poder había surgido el cazador? ¿Y por qué había reparado en la Orgullo? ¿Qué transportábamos como para semejante despliegue de Voluntad?
Mis compañeros de a bordo, aun sin poder adivinar la naturaleza exacta de nuestro perseguidor, intuían que nos enfrentábamos a algo que no podíamos manejar. Los conocía lo suficiente como para estar seguro de que todos ellos tenían grabada a fuego en su mente la imagen de los tiempos de los brujos–corsarios. Durante generaciones habían protagonizado historias de terror, cuentos murmurados para asustar a niños, pero también –o sobre todo– a mayores: su crueldad y sadismo, espoleada por las mentes enfermas de los gobernantes de Efímera, había trascendido las costas del Mar de Ashrae en el que actuaban propagándose mucho más allá, tierra adentro. Pero ni siquiera en esas historias se describía algo como el barco que nos perseguía. ¿Significaba este barco que nuevas y temibles presencias se habían apoderado del Mar de Ashrae? ¿Cruzar sus aguas volvería a suponer arriesgar no sólo la vida, sino también el alma?
De nuevo tuve que quedarme sin respuesta. Ante mí sólo tenía una certeza: el buque pirata, o lo que de verdad fuera, cada vez estaba más cerca.
Contemplé con nuevos ojos, brillantes por el temor, aquella nave.
Empecé a apreciar una tímida actividad sobre el rojizo lienzo desastrado del cazador. En efecto, algo se movía en él. En él o sobre él. Hasta entonces la tripulación del cazador se había mostrado en extremo esquiva. Sin embargo ahora, cuando nada ocultaba su extraña naturaleza, parecía que habían optado por dar muestras de presencia: pequeñas motas anónimas, grumos de tono burdeos que contrastaban sobre el resplandor bermellón de la nave, se desplazaban por la cubierta y la arboladura. Lo hacían de una manera extraña, con movimientos dotados de una fluidez que me recordó a los de las arañas patrullando por su tela. O a gorgojos vampirizando una planta enferma.
–Parecen deslizarse de puntada en puntada –murmuré.
–¿Q–é dis–es, shi–co?
La voz me sorprendió, no sabría decir si porque no la esperaba o por la sonoridad chirriante que poseía, apenas modulada. Me giré descubrí dos pares de ojos clavados en mí con idéntica intensidad: los de Marco, enmarcados en arrugas, y las pequeñas chispas de su mascota, la rata. El animal se sentaba en su hombro izquierdo y en la oscuridad parecía un apéndice malsano. El viejo marino pestañeó exigiendo una respuesta.
–Nada, Marco, nada. Tonterías.
El marinero no quiso insistir, lo cual agradecí, y su atención regresó al buque pirata. Sin embargo la rata me mantuvo la mirada, sus pequeños ojos resplandeciendo al ritmo de los relámpagos. La mandíbula del animal oscilaba como si rumiara algo. Me percaté de que la camisola del enorme marinero parecía desgarrada por encima del hombro. Quizá el roedor, de tan unido como estaba a su amo, había llegado al punto de alimentarse no sólo con él, sino de él. O al menos de sus ropas. Contemplé el desgarrón en la prenda y los hilos apenas visibles. Un látigo de chispas fustigó mi columna. La rata quizá se alimentara de los hilos de su ropa: ¿ocurriría eso mismo con los hilos del cazador y su tripulación?
El viento había rolado unos grados pasando de empujarnos justo desde popa a hacerlo con un ligero ángulo de babor. La tormenta, sin quererlo, nos ayudaba: los piratas ahora deberían luchar contra un viento desviando su proa. Un murmullo de contenida alegría se propagó por la Orgullo: si el viento mantenía la dirección quizá pudiéramos tener una oportunidad de escapar al abordaje.
–Arríen la mística –el capitán respondía con presteza al cambio en la dirección del viento. Mis hombres y yo corrimos a obedecer. La operación estuvo concluida en un suspiro y el grueso de la tripulación pudo volver a centrarse en el cazador. Los chapoteos de la carga al ser arrojada a las aguas se sucedían con la regularidad de un cronómetro. El barco pirata, sin cambiar de curso, continuaba recogiendo cada bulto. Pero esa ávida obsesión jugaba a nuestro favor: mientras él subía a bordo la carga ganaba peso en la misma cantidad que nosotros lo perdíamos. Nos volvíamos más livianos mientras él debía arrastrar más carga. En esas circunstancias por lógica deberíamos empezar a ampliar la distancia. Pero su vaporosa silueta rojiza no dejaba de ganar terreno. Aun con el viento golpeando su proa no se apreciaba que sus velas perdieran nada de volumen. Al contrario, para asombro de todos nosotros las gavias y los paños de sus cuatro mástiles seguían tan hinchadas como desde un primer momento, recibiendo un fantasmal pero evidente impulso desde su popa.
Regresó a mi mente aquel legajo que viera en Larsoña, el del carruaje fantasmal. Un carruaje autopropulsado. Ninguna bestia lo arrastraba o empujaba. Y sin embargo el texto decía que podía correr más rápido que un caballo. ¿Este buque escondería una magia similar y no necesitaría viento para avanzar? Tenía velas, sí, pero ¿qué vientos capturaban?
Ya nadie lo negaba: el cazador estaba recortando distancias.
Al estar más cerca los pequeños cuajarones que recorrían el cazador iban tomando formas reconocibles: la tripulación la formaban individuos bajos, gruesos y achaparrados. Apenas podíamos apreciar detalles, pero parecían moverse desnudos por la cubierta y la arboladura, ajenos al mal tiempo. Y lo hacían sin la ayuda de ningún farol. De hecho toda la nave estaba sumida en la más intensa oscuridad: parecía que el resplandor fantasma que la envolvía le bastara a la tripulación para maniobrar. Nosotros teníamos como excusa para trabajar sin los faroles el intentar no dar pistas de nuestra posición, hacer todo lo posible por perderlos de vista. Pero ellos ¿qué ganaban al no prender farol alguno, ni siquiera la menor candela? Ese resplandor rojizo enfermizo parecía bastarles. No había nada ni lógico ni natural en aquel buque: navegaba a todo trapo contra el viento pero con las velas hinchadas, y estaba comandado por una tripulación que prefería trabajar envuelta en una luz demencial.
Una tripulación tan extraña como eficaz. La orden de tirar a las aguas el cargamento seguía cumpliéndose a rajatabla, algo a lo que desde el cazador contestaban con semejante puntualidad: decenas de maromas blancas hendían la oscuridad buscando y alcanzando sus presas. Se me hacía incomprensible cómo los dragoneros del cazador podían distinguir en plena noche de tormenta, sin linterna direccional alguna, dónde estaban los fardos. Pero de una manera u otra los hilos daban en su objetivo y los remolcaban hacia el casco. Nosotros, impresionados por este espectáculo, nos limitábamos a seguir lanzando carga. Supuse que el viejo tenía la esperanza de que el cazador en algún momento dado, antes de vaciar nuestras bodegas, se diera por satisfecho y cejara en la persecución. Mientras tanto arrojábamos uno a uno las cajas, en tal número que nadie los podía contar. Nuestra nave, cada vez más libre de ese peso, iba ganando velocidad. Pero el cazador ni cambió de derrota, ni bajó su velocidad ni perdió terreno. Más aún, sus velas parecieron ganar más volumen, como si estuvieran capturando un viento que les impulsara justo desde su popa. Sin embargo el viento de la tormenta no había rolado: seguía golpeándonos en la zona de babor de nuestra popa. Parecía que los piratas jugaban con cartas marcadas. Al ver hincharse más y más sus gavias comprendía que no nos quedaba la menor oportunidad: el cazador poseía una mano victoriosa, y no la desaprovecharía.
Seríamos suyos antes de que despuntara el día.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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