Me llevé la mano a la camisa y extraje el colgante que ocultaba bajo ella. Desde el momento de mi ordenación no me había separado de él: mi medallón de Thxotugá, Señor del Movimiento. Se trataba de un disco de aleación de platino de apenas dos pulgadas de diámetro. En el anverso del medallón se podía ver una representación del dios: siguiendo la tradición, la figura estaba trazada con líneas huidizas, apenas esbozadas, dando la impresión de que se retorcía en actitud danzarina. Un triangulo equilátero, con lados elaborados a base de símbolos cuneiformes, encerraba la figura. La inscripción rezaba el Thxotglauralg, la principal oración a Thxotugá y que todo devoto siempre debía portar consigo. En el reverso, tres jeroglíficos: uno de ellos identificaba mi orden, otro mi escalafón dentro de ella y el tercero mi nombre. Lograr el colgante y que grabaran en él esos símbolos suponía años de estudios, sacrificios y sufrimiento.
Empecé a declamar el Thxotglauralg: la oración debe preceder a todo ejercicio de Animación ya que sirve para sintonizar con la Voluntad del dios. Pronunciando las palabras sagradas alcé la mano izquierda hacia el cielo en gesto súplica. Mientras tanto tendía la derecha, con el medallón en ella, hacia el capitán. Para entonces Larsenbar ya había descubierto su propio colgante, que al igual que yo sostenía con la diestra. Si mi medallón era circular el suyo correspondía a un triángulo. Éste tenía unas dimensiones tales que encajaba con el dibujado en mi colgante. El colgante era más ancho que el mío, lo suficiente como para que en su canto aparecieran unas intrincadas runas: las formas se enlazaban unas con otras de tal forma que daba la impresión de que fluían. En la cara podía verse una representación del guardián del océano, Zuhlhu, un rollizo tritón coronado de algas; en la cruz, muy similar a la mía, había otros tres símbolos.
Mi diestra se acercó a la suya hasta que los dos medallones se tocaron cara contra cara, dios enfrentado a dios, rezo comulgando con rezo. En ese preciso momento, como respuesta al contacto de los colgantes, se produjo una pequeña detonación sorda a la que siguió una tímida pulsación, como si hubiera nacido un corazón. El latido volvió a sonar, ahora con más fuerza. Acompañando a la vibración noté cómo fluía desde los medallones una vaharada de poder.
Si yo alzaba hacia el cielo mi mano izquierda, Larsenbar mantenía la suya en dirección a las olas, luciendo su anillo de oro. En el anillo destacaba una pequeña gema de un color blanco sucio: su esfera de Voluntad. El diminuto orbe sólo de diferenciaba de los que guardara en la cámara de derrota (y que ahora estaban claveteadas a los mástiles) en su tamaño y en que, mientras aquellas estaban muy debilitadas por el uso, la suya aún poseía su energía casi íntegra. El anillo de Voluntad era uno de los tres atributos de todo capitán de la Armada de Ashrae portaba (el colgante de Zuhlhu y la daga ornamental que pendía de su fajín completaban el trío), los cuales le identificaban como tal.
Como respuesta al latido del corazón recién nacido, la canica empezaba a producir un ligero destello carmesí.
Tras el obligado Thxotglauralg yo había empezado a repetir el rezo de activación. A su vez el capitán salmodiaba la plegaria a Zuhlhu, grabada en su colgante. Ambos rezos invocaban los poderes del señor del movimiento y el del guardián del mar. Ambos, juntos y potenciados por la energía latente de la esfera de Voluntad, debían propiciar el milagro.
El corazón invisible redoblaba su latido, pulsando con fuerza creciente.
En un momento dado los medallones parecieron fluctuar y fundirse el uno con el otro. Un débil y cálido resplandor sonrosado brotaba de ellos envolviendo nuestras manos. El latido se hizo más evidente. En ese momento yo ya no tenía consciencia del resto de la tripulación, pero no tenía la menor duda de que estaban contemplando el fenómeno con admiración y temor. Nadie, ni nosotros ni ellos, podía negar que esas energías estaban creando algo nuevo, algo que antes no estaba allí. El resplandor ganó intensidad, creciendo para adquirir la forma de una esfera vaporosa de luz rojiza. La esfera parecía cruzada por finas venas que engordaban y adelgazaban al ritmo de ese corazón invisible. Con cada pulsación el diámetro de la bola se iba hinchando.
El capitán y yo seguíamos rezando, concentrados al máximo en atar esos poderes, sintonizar con las dos voluntades sin que nos arrastraran. Él y yo conocíamos a la perfección el rito, tanto en sus ventajas como en sus peligros. Al fin y al cabo sólo éramos dos Hombres jugando con energías capaces de deformar y manipular la realidad, fuerzas que sólo los vol–señores podían manipular con relativa seguridad. Si nos desviábamos lo más mínimo del camino podíamos acabar devorados por aquello a lo que pedíamos ayuda.
Cuando el globo casi tenía el radio de mi antebrazo la esquirla de Voluntad invocada en el proceso se dio por saciada, provocando un estampido que separó con suma brusquedad los medallones. El viejo quedó sentado en el suelo, su colgante todavía la mano. Sus ojos brillaban mientras me contemplaba: mi colgante, ya inútil, pendía libre de la cadena de mi cuello. Pero la esfera de luz seguía anclada a mi mano derecha: dentro de ella se habían enraizado las energías, fuerzas que ahora seguían la dinámica propia de una Voluntad, libre e independiente. Consciente de su particular estado de Yo, la esfera estalló envolviendo mi puño en un fuego, denso y líquido, que subió por mi antebrazo. Las llamas no quemaban pero irradiaban su luz, sangrienta y danzante, eclipsaba el brumoso resplandor de los braseros. Inmerso en ese fulgor, ocupando el centro de mi mano, podía verse un tatuaje en forma de corazón. La superficie del singular músculo estaba recorrida por una runa trazada en un llamativo tono azul: la runa de vida. Ese corazón–tatuaje latía sobre mi piel y dentro de mi mano, anclado en mis huesos y entretejido con mis músculos. Se hinchaba y desinflaba como poseedor de vida propia, un segundo corazón que despertaba de un largo letargo que empezó el día de mi consagración. Ahora regresaba pletórico, henchido de puro poder. Exigía ser usado: trabajar, actuar. Insuflar vida. Por primera vez desde que dejara el templo me convertía en tutor activo: por mis venas circulaba la fuerza de los mascarones.
Con la runa de vida activa ya no se necesitaba la presencia del capitán: su función de catalizador había concluido, poseyendo yo ahora todo el poder sobre los mascarones.
Salté sobre la borda del bauprés para tumbarme en la red del chinchorro. Mi mano incandescente iluminaba el rostro de las estatuas. Apoyé la palma en el pecho del mascaron maestro. Las llamas lamieron la madera con avidez y noté cómo parte de la energía fluyó hacia ella. Repetí la operación en los otros dos mascarones, que absorbieron el resplandor como si se tratase de esponjas. Las tres estatuas emitieron por un instante una leve luminiscencia. Pero el fenómeno desapareció con rapidez, regresando las efigies a su oscura condición previa. Pero yo sabía que dentro de ellos se estaba obrando el milagro de la Animación.
No podía quedarme quieto mirando. Me incorporé sobre la red y me dispuse a volver a cubierta. Estaba agarrando la borda de proa cuando creía notar cierta atenuación en el brillo de mi puño, como si las llamas fluctuaran. Pero al instante recobraron su fuerza inicial. ¿Acaso me lo había imaginado? ¿O se trataba de un simple efecto visual causado por el contraste de los relámpagos que restallaban en el cielo tormentoso? No le di importancia.
Al poner de nuevo los pies sobre el maderamen me encontré con el capitán observándome en silencio; tras él estaba toda la tripulación. El resplandor de mi puño derecho iluminó con tonos sangrientos sus rostros. El orgullo refulgía en aquellos ojos: el poder que ahora esgrimía representaba esperanza, la suya y la de todos los que estábamos a bordo de la Orgullo de Ashrae. Sabían que nuestro destino se hallaba en gran medida en mis manos. Les sonreí, y me devolvieron el gesto, si bien con cierta ansiedad: no esperaban de mí sonrisas sino algo muy diferente.
Lo hice.
Ante mí tenía unos hilos que hasta entonces habían permanecido ocultos, invisibles a todo observador. Los filamentos parecían surgir de los nichos de los mascarones y se alejaban de la Orgullo: unos se elevaban buscando las alturas del cielo, más allá del campo de nubes y rayos; otros se sumergían bajo la superficie de las olas. Esos hilos servían de enlace con los poderes invocados, y sólo los iniciados y consagrados en el arte de la Animación los podíamos observar: el capitán, el nostramo y yo.
Toqué, rocé y retorcí algunos tal y como había aprendido en mi adiestramiento. La respuesta llegó desde debajo del bauprés, un crujido de madera contra madera. A ese primer gemido le sucedieron otros, una caótica sinfonía de chasquidos y mugidos. Cuando la primera mano enorme se apoyó en la barandilla de la borda los crujidos se habían convertido en susurros lubricados. A esa mano le siguió otra, tras la que emergió un rostro feroz que conocía muy bien. La enorme mole del mascarón maestro se elevó sobre la borda, junto a la raíz del bauprés. Tras ella sus dos escoltas. Las tres estatuas rebasaron el pasamano de la proa y se plantaron ante nosotros en toda su enormidad. Por primera vez contemplaba la parte inferior de las estatuas, que hasta entonces había permanecido oculta en su nicho: sus torsos enormes, más anchos que barriles, se sostenían sobre unas piernas gruesas como columnas y con más articulaciones de lo esperado.
Un coro de murmullos en el que se mezclaba la admiración con el respeto, incluso con el miedo, surgió a mis espaldas.
Los colosos permanecieron quietos aguardando órdenes. Mis órdenes.
–A los remos –dije. Los mascarones se dirigieron hacia los tres sitiales que les aguardaban en el centro del buque. Nadie se atrevió a cruzarse en su camino. Siguiendo un protocolo cuyos orígenes se remontaban el viejo imperio la tripulación corrió a colocarse formando dos grupos, uno a proa y otro a popa: se trataba de permitir el correcto movimiento de los seis enormes remos. Dos pasártelas elevadas, colocada cada una sobre los remos y muy cerca de las bordas (una a babor y otra a estribor), permitían el trasiego de hombres entre ambos lados de la cubierta. Pero ningún capitán le gustaba usarlas dado el peligro que entrañaban de que un hombre que las usara cayera al agua, aun con las batayolas alzadas.
Los hombres contemplaban llenos de admiración el avance de los mascarones; no todos los días se veía a esos legendarios colosos en acción. La madera de la cubierta gemía bajo su peso. Yo les seguía a un par de pasos de distancia. Mi puño brillaba envuelto en una bola de fuego carmesí, dentro de la cual contrastaba el pulsante resplandor azulado del corazón y la runa. Éstos palpitaban bombeando la energía de Animación que daba vida a los mascarones. Notaba cierta tensión en ese segundo corazón, cuyo origen atribuí a la emoción.
–Colocaos en vuestros respectivos sitios –dije.
Las tres moles obedecieron con lentitud, introduciendo sus masivos cuerpos en los tronos. Los grandes huecos parecieran pequeños una vez rellenos con sus cuerpos. Tras sentarse los mascarones se quedaron parados, los brazos colgando a los lados, los puños laxos sobre la cubierta.
–Empuñad los remos.
Las estatuas tomaron los remos, dos cada uno. Los brazos superiores de cada mascarón manejaban el remo de babor, los brazos inferiores el de estribor.
–¡Bogad! ¡Bogad!
El silencio que se había adueñado de la Orgullo de Ashrae durante la invocación; ahora nuevos gritos recorrían la cubierta, pero esta vez no surgían de la garganta de Larsenbar sino de la mía. Nunca antes me había sentido tan saturado de poder. La runa en mi mano, sin duda excitada por la actividad de los mascarones, emitía chispazos azulados tan intensos que parecían rayos en miniatura. Golpeaban con furia la esfera de fuego carmesí que los contenía, tanto que ésta respondió creciendo de diámetro hasta casi llegarme al hombro. Notaba en mi pecho, ahora envuelto en parte por la esfera, el crepitar de la energía. Mi corazón de carne empezó a latir acompasado con el de mi puño, creando una resonancia que me sacudía de pies a cabeza. Increíble, maravilloso. No cabía de mi gozo ante este poder. Lo había soñado desde pequeño, desde que padre me hablara de los mascarones aquel lejano día. Y ahora lo estaba viviendo.
Me obligué a centrarme en mi deber: sacar la Orgullo de aquella situación. Los mascarones, imbuidos de la fuerza mística que sólo yo gobernaba, impulsaban la nave. Las enormes palas, más grandes que un hombre, se hundían en la superficie del mar desplazando el agua, generando su propio oleaje. Envueltos en la niebla de ofuscación, cuyo denso abrazo de hiedra negra ya envolvía a toda la nave, saltamos hacia adelante impulsados a golpe de remo alejándonos del cazador.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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