—Sabía que te encontraría aquí, Breis —dijo una voz masculina a su espalda.
—Lo dices como si encontrarme fuese algo de lo que sentirte orgulloso, Keidra —respondió sin apartar la mirada de la espada desnuda que descansaba sobre el pequeño altar de piedra.
Llevaba horas allí sentada en la posición de meditación, hacía tiempo que ya no sentía las piernas, pero sus ojos grises parecían incapaces de separarse de aquella hoja del color de la sangre; las llamas de los cuatro pebeteros que iluminaban la estancia apenas arrancaban algún brillo al metal carmesí, como si este en vez de reflectar la luz la devorara.
—¿Qué haces aquí? —inquirió el hombre ignorando su comentario. Breis estaba segura de que si se volvía a mirarlo, encontraría una expresión preocupada en el rostro del estoico guerrero del yermo.
—La espada me llama. Siempre lo ha hecho —contestó sin apartar la mirada de la hoja recta y perfecta. Tan perfecta y sin mácula que parecía imposible.
—Es solo una espada, Breis.
Breis dejó escapar una amarga carcajada.
«¿Solo una espada? No, mi viejo amigo, la Devoradora no es solo una espada», pensó, pero no dijo nada en voz alta, sino que siguió contemplando aquel arma con el que había soñado desde que tenía uso de razón. De una forma o de otra, esa espada había estado siempre presente en su mente y en su vida. Todo lo que había aprendido del arte de la esgrima, el combate y la guerra, todo lo que los sacerdotes le habían enseñado de los Dioses y los espíritus, todo ello había sido para el día en que por fin empuñara la Devoradora. El mismo día en el que ella se convertiría en la Devorada.
—¿Te he contado alguna vez la historia sobre esta espada, Keidra?
—Cientos de veces… —Suspiró el hombretón.
—Y sigues sin creerme, por lo que veo. —Sacudió la cabeza.
—Es solo una espada —insistió el guerrero—, forjada de un metal extraño, y con valor sentimental y ceremonial para tu pueblo, pero una espada. Nada más, nada menos.
—Para ser un hombre del Yermo de Brejen eres bastante pragmático. Creía que tu gente no se diferenciaba mucho de la mía en cuanto a creencias y supersticiones.
—He vivido algunos años al sur de las montañas, supongo que eso me ha hecho más sabio.
—Ya. —Ahora rió con un poco más de humor—. Pero esta superstición puedes creerla. El día en que empuñe esta espada será el principio del fin para mí. Me convertiré en el Avatar de la Guerra de mi pueblo y la maldición me alcanzará, como alcanzó a todos los Avatares que fueron antes que yo. Es mi destino. Y no hay nada que pueda hacerse. La muerte es lo que me aguarda al final de esta guerra…
—Como a muchos otros guerreros. En eso no tiene nada que ver el que empuñes o no esa espada. ¿Qué diría Yuun si te oyese hablar así?
—Me daría la razón. Ella… —Maldita sea, por qué tenía que quebrársele la voz delante de la Devoradora. «Valor, Breis. Valor», se dijo y prosiguió—. Ella también conoce las historias. Mejor que muchos, ya que es hija de un sacerdote.
—¿Por eso todavía no has ido a casa? ¿Por qué tienes miedo de decirle que te han nombrado Avatar de la Guerra?
—Supongo que sí. Aunque es probable que ya se haya enterado. Este tipo de noticias vuelan.
—¿Y tienes planeado pasarte aquí el resto del día y la noche?
—Puede. Tengo que pensar en muchas cosas y prepararme mentalmente para la ceremonia de nombramiento y grabado.
Breis no pudo evitar estremecerse al pensar en lo que ocurriría durante dicha ceremonia. El nombramiento era una formalidad, pero el grabado… Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en las horas de dolor que le esperaban hasta que el arcano sagrado que tatuarían en su espalda y brazos quedase completo. Si Keidra fue consciente de su aprehensión, decidió no decir nada al respecto.
—Faltan dos días para ello. Estoy seguro de que Yuun preferiría verte antes, porque en cuanto la ceremonia termine…
—Lo sé. Partiremos hacia el frente.
«Y probablemente nunca más volveré a verla…», pensó y por unos segundos dejó que las lágrimas ardieran en el borde de sus ojos, mas no las derramó. Iba a convertirse en el Avatar de la Guerra, ese tipo de «debilidades» debía quedar atrás. La muerte sería su único cometido, la victoria su meta, todo por lo que lucharía hasta su último aliento. Ese era su destino. Ser Devorada por la Devoradora. Era el precio a pagar por la ayuda de los dioses.
—Deberías volver a casa —repitió Keidra y le sintió avanzar unos pasos hasta quedar a unos centímetros de su espalda. Una mano enorme y encallecida se posó en su hombro y lo estrechó amistosamente—. Aquí no hay nada que puedas hacer. Piense lo que piense yo sobre vuestras historias, sí tú crees en ellas, entonces deberías aprovechar cada momento que te quede antes de partir para pasarlo con Yuun, si no lo haces, más tarde te arrepentirás.
Breis suspiró y sacudió la cabeza, haciendo bailar sus numerosas trenzas rubias.
—Odio cuando tienes razón —dijo inclinando la cabeza hacia atrás y mirando por primera vez desde que había llegado el rostro barbudo de Keidra. El hombretón le dedicó una sonrisa, que se reflejó en sus amables ojos azules. Como ella, llevaba el cabello rubio oscuro recogido en varias trenzas que se perdían por su espalda.
—¿Vamos? —inquirió Keidra.
—Vamos. —Se levantó entre gruñidos al sentir la circulación volver a sus piernas.
Dirigió una última mirada a la Devoradora, y junto al guerrero abandonó el pequeño templo, que volvería visitar dentro de dos días para la ceremonia que marcaría para siempre el resto de su vida, por corta que fuera a ser esta.
. — . — . — .
—Los Dioses decidieron. Los Dioses hablaron. Los Dioses bendijeron. Adelante, Breiseldra, Avatar de la Guerra, guía a nuestros guerreros y llévalos a la victoria. Empuña la Devoradora y haz caer la ira de los Dioses sobre nuestros enemigos.
Breis salió del templo vestida para la batalla; defensas de cuero y metal cubrían su cuerpo para protegerlo de los aceros enemigos, las mejores pieles como capa y sobrevesta para ahuyentar el frío de las Tierras Altas del Norte, y en su mano derecha la Devoradora. El metal carmesí no brillaba bajo los rayos del sol y el arcano sagrado de la empuñadora quedaba oculto bajo su mano.
Los guerreros y la gente del pueblo allí reunidos vitorearon su nombre y elevaron alabanzas a los Dioses. Breis alzó la Devoradora por encima de su cabeza y lanzó al viento el más fiero de los gritos de guerra. Sintió arder la sangre en sus venas y la espada pulsar con cada latido de su corazón. La Devoradora y ella eran una, el arcano sagrado de la empuñadura y el que recorría sus brazos de mano a mano cruzando su espalda las unían en una sola entidad.
Era el decimoquinto Avatar de la Guerra al que los Dioses concedían su don y su favor, algo que solo ocurría en las ocasiones de mayor necesidad para su pueblo. Tres estaciones atrás, los hombres de los Páramos Blancos habían decidido bajar hacia el sur e invadir las tierras de Dabrod, el extenso territorio que el pueblo de Breis había habitado desde tiempos inmemoriales. Aquellas eran sus tierras y no estaban dispuestos a cederlas a los salvajes hombres de los hielos del norte. Así que las diferentes bandas de guerreros de Dabrod se habían unido para luchar contra el enemigo común. Al principio les habían hecho retroceder, pero ahora llevaban varias lunas sin lograr nuevas victorias y los hombres de los páramos se hacían fuertes y resistían sus ataques. Por eso se había decidido pedir el favor de los Dioses y llamar a un Avatar de la Guerra. Breis era la última esperanza de su pueblo.
Breis recorrió con la mirada una última vez a la multitud reunida ante el templo; en sus ojos brillaba aquella esperanza que ella representaba. Mucha gente inclinó la cabeza cuando sus miradas conectaban en señal de respeto; Breis había dejado de ser una simple mortal, un guerrero más del clan, ahora era una elegida de los Dioses, portaba su favor y sus bendiciones, su nombre se contaría entre el de los grandes héroes de su pueblo y sus gestas se recordarían y cantarían entre las generaciones por venir. Finalmente su mirada se detuvo en Yuun; envuelta en una capa de piel de lobo blanco, el cabello rubio casi blanco recogido en una sola trenza y sus ojos verdes que no parpadearon ni un momento. Yuun inclinó la cabeza pero la volvió a alzar enseguida, dejando que sus ojos se dijeran por última vez las palabras de amor y despedida que habían sido intercambiadas durante los días anteriores. Breis asintió imperceptiblemente y dejó que una pequeña y triste sonrisa adornara sus labios unos segundos. Después se volvió hacia los guerreros que esperaban su orden para ponerse en marcha; Keidra aguardaba con ellos en primera línea. Era el momento.
Alzó nuevamente la Devoradora y con ella señaló hacia delante, hacia la batalla, la sangre y el dolor, hacia la victoria. Hacia la muerte.
. — . — . — .
Breis sintió el agotamiento alcanzar hasta el último rincón de su cuerpo, cuando se dejó caer sobre sus mantas aquella noche tras un largo día de marcha y escaramuzas esporádicas. El fuego de campamento ardía con fuerza ahuyentado el frío de los primeros días de otoño y Keidra asaba sobre él varios pedazos de la carne de los conejos que algunos de los hombres habían logrado cobrarse durante el día. Al fuego del Avatar de la Guerra eran bienvenidos todos aquellos que quisieran compartir con ella la carne, el pan y el hidromiel, pero lo cierto era que el respeto que sentían por lo que Breis representaba solía mantener alejados al resto de guerreros. Solo Keidra, su viejo amigo, que la conocía desde hacía varios años, compartía el tiempo de descanso con ella
Breis dejó la Devoradora en el suelo junto a ella. Pero por mucho que se alejara de la hoja, ahora que ambas estaban vinculadas siempre podía sentirla. Sentir cómo se llevaba gota a gota su esencia vital, su fuerza y su aliento. Cada combate y batalla era un paso más cerca de su final, pero también era un paso más cerca de la victoria de su pueblo sobre los hombres de los páramos. Desde que la Devoradora recorría el campo de batalla, las victorias sobre sus enemigos se habían sucedido una tras otra. Tal era el poder de aquella espada; la magia palpitaba en su interior y a través de Breis era liberada en la batalla, desatando la ira de los cielos y la tierra, acabando con grupos enteros de hombres en apenas un parpadeo. Los hombres de los páramos habían aprendido a temer a la Devoradora y en cuanto veían su rojo acero salían huyendo temerosos de aquel poder.
Pero todo aquello se estaba cobrando su precio en Breis. Cada día que pasaba sentía que su vida se acortaba un poco más. Sabía y comprendía que su sacrificio, que su muerte eran un pequeño precio a pagar por la supervivencia de su pueblo. Su victoria lograría que al menos durante dos o tres generaciones, los hombres de los páramos se lo pensasen dos veces antes de volver a incursionar en sus tierras. Sabía también que su muerte y su nombre serían recordados para siempre, que dar su vida por su pueblo era el mayor de los honores para cualquier guerrero. Los Dioses la habían elegido. La Devoradora la había reclamado desde que era una niña, desde que por primera vez soñó con su hoja carmesí. Desde entonces había sabido que llegaría el día en que su vida sería tomada por la espada a cambio de las victorias que juntas conseguirían.
Pero saber todo eso, ser consciente de ello no quería decir que lo aceptase sin ningún remordimiento; atrás dejaría gente a la que quería y que la quería, gente como Yuun y Keidra, que pese a aceptar como ella aquel inevitable destino, sentirían su marcha en lo más profundo de sus seres. Breis sabía que dejaría un vacío en sus vidas, pero no había nada que pudiese hacer ya para evitarlo. Huir no era una opción, nunca lo había sido. Tampoco temía a la muerte, en irse de esa manera, con los más altos honores, sabiendo que se habría ganado un sitio entre los grandes héroes y los Dioses en la otra vida. No, lo que encogía su corazón era el hecho de todas las promesas que ya no podría cumplir con la gente importante que dejaba atrás.
Moriría con todos los honores, la mejor y más digna de las muertes para un guerrero de las tierras de Dabrod, pero lo cierto era que cuanto más cerca estaba de su último aliento, más lamentaba el hecho de no poder morir vieja y marchita en su cama dentro de muchos, muchos años vividos con las personas que amaba.
—Para estar en lado vencedor de las últimas batallas, pareces demasiado deprimida —comentó Keidra tendiéndole un pedazo de carne asada—. ¿A qué viene esa expresión tan taciturna?
—Solo cansancio —contestó. Era a medias verdad, a medias mentira, pero de nada serviría compartir con su amigo aquellos pensamientos; él seguía sin creer en la maldición de la Devoradora, pese a estar siendo testigo de cómo después de cada batalla, Breis parecía más cansada, más débil y tardaba un poco más en recuperar sus fuerzas.
—Pronto esta guerra llegará a su fin —dijo Keidra en lo que debía ser un intento por animarla—. Antes de la siguiente luna azul estaremos de vuelta a casa. El último reducto de hombres de los páramos se encuentra en las Lágrimas. Seguramente, la última batalla será a orillas de los lagos helados.
Breis asintió, pero no añadió nada. La última batalla sería su final también, si es que este no llegaba antes. Sacudió la cabeza desechando aquella idea. Todos los Avatares de la Guerra antes que ella habían sobrevivido hasta acabar con la amenaza que se cerniera sobre su pueblo. Quizás la Devoradora sabía hasta cuándo tendría que aguantar su portador. O quizás los Dioses lo hacían posible. En cualquier caso, Breis estaba segura de que no moriría hasta que los hombres de páramos ya no supusieran un peligro para sus tierras. Y como Keidra había dicho, eso ya no tardaría en ocurrir.
—Keidra… —llamó dejando a un lado su cena; tampoco es que tuviera mucho apetito últimamente.
El hombretón se volvió a mirarla, su expresión oscureciéndose al ver la seriedad de su gesto y escuchar el tono con el que había pronunciado su nombre.
—¿Qué?
—Quiero que me prometas algo. Y, por favor, no digas nada, no me contradigas. No en esto. Pienses lo que pienses, necesito que hagas esta promesa por mí, ¿de acuerdo? —Le miró a los ojos con una intensidad que muy pocas veces empleaba fuera del combate. Keidra asintió—. Quiero que me prometas que cuidarás de Yuun, que te mantendrás a su lado siempre, incluso cuando encuentre a otra persona con la que compartir su vida y ser feliz. Que harás cuanto esté en tu mano para asegurarte de que sigue adelante cuando yo ya no esté. Prométemelo. Júralo por los Dioses.
Los ojos azules de Keidra se oscurecieron y por un momento parecía que iba a protestar, pero finalmente asintió y apoyó su mano derecha sobre su corazón.
—Lo juro por los Dioses. Cuidaré de ella siempre, Breis, tienes mi palabra.
—Gracias, viejo amigo. —Breis sonrió, una de las pocas sonrisas genuinas que le quedaban ya. Sabía que Keidra cumpliría su palabra y que esa promesa de alguna manera evitaría que sacrificase su vida tontamente en las batallas que estaban por venir. Su destino estaba sellado, pero no así el de Keidra y Yuun y eso era todo cuanto importaba.
. — . — . — .
Tal y como Keidra había predicho, antes de que las lunas roja y verde se ocultaran y saliera la siguiente luna azul, las bandas guerreras de Dabrod se encontraron frente a las últimas fuerzas de los hombres de los páramos. Las Lágrimas serían su último campo de batalla, el lugar donde aquella guerra tendría su final, pues después solo quedaría perseguir y hostigar a los supervivientes hasta un poco más allá de las fronteras naturales entre ambas tierras.
La batalla había comenzado al amanecer de un gris y frío día de otoño y Breis había sabido nada más desenvainar la Devoradora que aquel sería su último amanecer. Lo podía sentir en el arcano sagrado ardiendo en su piel cada vez que usaba la espada y desataba su poder, fundiendo el hielo de los lagos con sus llamas carmesíes, abrasando o ahogando a sus enemigos. Cada lance, cada golpe mágico liberado desgarraba un poco más su cuerpo, rompiéndolo, devorando su esencia vital. Su espalda y brazos eran como una llamarada interminable y el dolor era cien veces peor de lo que había sentido hasta entonces, solo la fuerza de voluntad y la adrenalina la mantenían en movimiento, luchando y liderando a sus guerreros hacia la victoria. Ya ni siquiera sentía satisfacción al ver el terror en los ojos de los hombres de los páramos. Se moría y lo sabía. Se moría y paradójicamente no sería el arma de un enemigo la que se llevaría su vida, sino su propia espada, consumiendo su fuerza hasta el final, cobrándose el alto precio de la ayuda de los Dioses.
Breis había perdido la noción del paso del tiempo sin sol por el que guiarse. Se encontraba en lo más reñido del campo de batalla, la temprana nieve otoñal bajos sus botas teñida de sangre, roja como roja era la hoja de la Devoradora, sedienta de la sangre de sus enemigos y de la su portador. Una fina llovizna había comenzado a caer en algún momento del día, dando paso poco después a una lluvia fría y constante, que se mezclaba con la nieve y la sangre, con la vida y la muerte que tomaba lugar en aquel campo de batalla. Breis luchaba con el poder de su esgrima y el poder de la magia. Ella sola contra un mar de enemigos, porque para sus aliados sería arriesgado estar cerca cuando desataba la magia de la espada. Y aunque los hombres de los páramos temían aquella espada y la temían a ella, un considerable número de ellos le estaban haciendo frente en aquel lugar; quizás su último intento desesperado por dar la vuelta al resultado final de aquella contienda que sabían casi perdida. Pero como Breis y sus guerreros, ellos también eran hombres de honor, hombres que pese al miedo no iban a huir y que preferirían caer luchando que dando la espalda a sus enemigos como cobardes. Breis los admiró por ello y sintió respeto por aquellos guerreros, por la forma en la que habían elegido morir. Una muerte tan digna y honorable como la suya, incluso en la derrota.
Breis giró lentamente sobre sí misma, defendiéndose de las acometidas de sus enemigos más cercanos, observando que entorno a ella no había ninguno de sus hombres cerca, solo hombres de los páramos hasta donde alcanzaba la vista.
«Bien. El plan ha funcionado», pensó recordando la estrategia que ella y sus lugartenientes habían planeado el día anterior. Mientras ella se dirigía al corazón de las fuerzas enemigas, sus guerreros los irían rodeando, conduciéndolos hacia el interior de las Lágrimas, hacia una trampa de hielo y agua de la que no podrían escapar. Breis tampoco, pero eso no importaba, porque aquella sería su última batalla, así se lo había hecho saber a sus lugartenientes y a Keidra, que pese a protestar más tarde el plan escogido, nada pudo hacer para que cambiase de opinión. Antes de partir hacia los lagos, le había recordado al hombretón su promesa, asegurándose de que no haría ninguna tontería como intentar seguirla en la batalla.
Afortunadamente y, estaba segura, a regañadientes Keidra se había mantenido en su posición junto con el resto de sus guerreros, conduciendo al enemigo hacia la trampa en la que ya se encontraban.
Era el momento. Breis elevó una última plegaría a sus Dioses, no por ella, sino por quienes dejaba atrás, por su pueblo y por las almas de aquellos que se llevaría con ella a la otra vida.
Sintiendo el fuego abrasador de su espalda arder con una fuerza capaz de dejarla sin sentido en cualquier momento. Sintiendo cómo cada rincón de su cuerpo se desgarraba, incluida su alma. Sintiendo cómo las últimas gotas de su esencia vital eran devoradas por la espada. Sintiendo cómo el aire de sus pulmones se vaciaba por completo y su corazón estallaba en su pecho, clavó la Devoradora en la nieve y el hielo bajo sus pies dejando escapar un alarido salvaje de dolor que se elevó sobre el campo de batalla y la lluvia.
La Devoradora se encendió en una llamarada rojo sangre, envolviendo sus manos y brazos, pero Breis ya estaba más allá del dolor, sus ojos girses se habían velado en blanco y por cada poro de su piel manaba la sangre. El hielo que cubría el lago se quebró como cristal, estallando en varios puntos, empalando a algunos hombres, otros cayeron a las frías aguas, lastrados al fondo por el peso de sus armas, sus botas y sus armaduras de piel empapadas, y otros fueron devorados por las llamas innaturales de la Devoradora.
Los guerreros de Dabrod observaron la dantesca escena desde el límite del campo de batalla. Se estremecieron al oír el grito final de su Avatar de la Guerra arrastrado por el viento. Y por un momento todos guardaron silencio, solo roto por el ruido del hielo al romperse y los gritos de los hombres que morían allí. Hasta que finalmente, varios guerreros prorrumpieron en vítores y alabanzas a los Dioses y a su elegida. Y pronto todos los hombres celebraban la victoria que su Avatar de la Guerra les había dado sacrificando su vida a cambio. Solo había un hombre entre ellos que permaneció en silencio, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada y las lágrimas ardiendo en sus ojos.
Keidra, que no había querido creer en las supersticiones de Breis y su pueblo, no podía negar ahora que su amiga había estado en lo cierto todo el tiempo; aquella había sido su última batalla, aquella guerra había sido su final. Ya fuera por la maldición de la espada o por haber elegido morir de aquella manera para acabar con el mayor número de enemigos posible, eso ya no importaba, Breis había hecho aquello por lo que los Dioses la habían elegido: había traído la victoria al pueblo de Dabrod. Y en aquella acción había encontrado la muerte, una muerte que sería recordada durante largos años, de eso Keidra estaba seguro.
Ninguno de los guerreros allí presentes podría olvidarlo jamás. Keidra tampoco, como tampoco olvidaría el juramento que le había hecho a Breis. Pero por el momento debían asegurarse de matar o echar a los pocos supervivientes enemigos que quedaban. Breis les había dado la victoria, mas aún no habían terminado la batalla.
. — . — . — .
Dos días fueron suficientes para terminar de echar a los hombres de los páramos de sus tierras y de vuelta a los Páramos Blancos allá al norte del norte. Solo entonces, cuando finalmente los guerreros de Dabrod empezaban el camino de vuelta a sus hogares, Keidra y varios lugartenientes volvieron a las Lágrimas. Una reciente nevada la noche anterior había cubierto con un sudario blanco los cadáveres congelados que todavía se esparcían entre los lagos. El lugar en el que Breis había desatado su golpe final seguía milagrosamente a flote, aunque llegar hasta él supuso todo un trabajo delicado y el uso de cuerdas atadas a las cinturas por si el hielo se quebraba bajo ellos.
Keidra fue el primero en alcanzar el lugar. Esperaba encontrar el cuerpo consumido por las llamas de su amiga, pero allí no había nada, salvo la hoja roja, a la que ni siquiera la nieve parecía poder cubrir. La Devoradora descansaba desnuda clavada en el mismo punto en el que Breis la había hecho caer, pero de su portadora no quedaba ni el más leve rastro.
—Que los Dioses la tengan en su gloria. —Oyó Keidra decir a uno de los hombres que lo acompañaban.
Keidra había visto muchas cosas en su vida, pero que un cuerpo desapareciera así… Era imposible. Sin embargo… Quizás las leyendas eran ciertas y la Devoradora había devorado a Breis por completo… Quizás su alma reposaba ahora dentro de aquella hoja carmesí que no reflectaba la luz del sol, su fuerza y su espíritu añadido a la fuerza y el poder de la espada.
Keidra cerró su mano entorno la empuñadura y en silencio elevó una plegaria a los Dioses de Breis y los suyos propios. Y en voz alta dijo:
—Has cumplido con creces el designio de los Dioses, Breiseldra. Descansa ahora en paz, pues tu muerte ha traído la paz a tu pueblo. —Sacó la Devoradora del hielo, asombrándose de la facilidad con que lo hizo, y clavó su propia espada en su lugar; en el plano de la hoja había grabado el nombre de su amiga y un pequeño epitafio que repitió desde su corazón—. Tu pueblo y tus seres queridos no olvidarán jamás tu sacrificio. Tu nombre se recordará por siempre. Descansa y espéranos mientras bebes el hidromiel junto a los héroes y los Dioses.
»Y yo cumpliré mi promesa.
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Bufff, ¡para no estar inspirada te ha salido un relato que transmite energía!.
» … sus ojos grises…, …las llamas de los cuatro pebeteros…, …hoja del color de la sangre…, …al metal carmesí… »
Este párrafo consigue que veamos una sala inundada de fuego y de sangre, amenazante, nos indica el camino que tomará la narración. En un principio me pareció excesiva la descripción, pero entiendo que es una forma de dar vida en la imaginación del lector a ese espacio.
Los nombres de los personajes me inducen a confusión en cuanto al sexo que tienen. ¿Lo haces adrede?
Si no hubiese conocido la obligación del desenlace, por la manera de contarlo no quería creer que Breis fuera a morir. ¡¡No podía morir!! Pero tenía que morir. 🙁 Un relato que va ganando en intensidad a medida que avanzan las escenas. Y, sin duda, ¡¡con un final de lo más épico!!
Felicidades Helena.
Gracias ^^.
Sí, lo de los nombres es a propósito. Desde hace un tiempo vengo haciéndolo así; me gusta usar nombres que tengan algo que llame la atención y esa es una forma de lograrlo, no lo hago con todos los personajes, pero sí con algunos. También tiendo a usar nombres que sean neutros. Otra «manía» es usar nombres que se puedan acortar, como en el caso de Breis, que es Breiseldra.