El camino pedregoso hacía tropezar a la columna de esclavos. Los carros rebotaban contra el firme, los caballos tiraban con dureza y se afanaban por arrastrar la pesada carga de hombres y mujeres apresados en los límites del imperio. Los desafortunados esclavos que no entraban en los carruajes, eran atados con largas cuerdas y arrastrados por la fuerza de la imparable columna. El chasquido de los látigos restallaba entre la enorme polvareda del camino y algunos prisioneros se derrumbaban exhaustos. El calor les había hecho llegar al límite y nada podía ya levantarlos, sus cuerpos se arrastraban sin que nada pudiera detener la comitiva.
Oigres estaba herido. Mientras combatía recibió un feo corte de más de un palmo. Se veía el interior desgarrado del músculo pectoral. La infección se había extendido, el polvo y la suciedad habían ayudado a que los vendajes no estuvieran limpios, y aunque poco les importaba a sus captores que siguiera con vida o no, su valentía y su destreza con la espada le habían salvado la vida, al menos de momento. Deliraba, un sudor frío recorría todo su cuerpo, y su visión iba y venía al son de su consciencia. Varios destellos iluminaban su mente cada vez que volvía del mundo de Morfeo, o cuando los desvaríos y las alucinaciones le permitían distinguir lo que pasaba a su alrededor.
El cielo azul con alguna nube dispersa. Mucho polvo y un tremendo ataque de tos. Un rostro que lo miraba y le hablaba, pero no oía sus palabras. De nuevo el cielo y un fuerte traqueteo que le hacía retorcerse de dolor. El ardor de la herida. El mismo rostro, el bello rostro de una mujer de hermosos ojos claros.
— No te muevas —Las palabras le llegaron nítidas—. ¡Yo cuidaré de ti!
Recogió de su boca una especie de pasta que estaba masticando, la aplastó con los dedos y la introdujo en la abertura de la herida. No le habían dejado coser el corte, tenían mucha prisa por proseguir la marcha hacia su siguiente destino. Aquella mezcla rellenaba el hueco dejado por el filo de la espada y evitaba que la infección fuera a peor y la herida se ensuciara más de lo debido, aunque el vendaje seguía siendo el mismo. Oigres giró la cabeza y antes de desvanecerse le pareció ver una figura arácnida corretear cerca de su herida.
Se despertó sobresaltado, era de noche y parecía que habían acampado. Ya no sudaba, pero el dolor no remitía. Algo correteó cerca de su ombligo y se disipó bajo las sombras que reflejaban las hogueras del campamento. Ella apareció de nuevo, su tez ya no parecía tan pálida en la oscuridad, en cambio, sus ojos brillaban con la misma intensidad, con una claridad pasmosa. Le recostó con cuidado y le examinó la venda. Los fluidos que supuraban de la herida se habían secado en parte y la tela del apósito se había pegado a su cuerpo. Oigres echó un vistazo y lo que vio no le pareció nada alentador, la herida tenía muy mala pinta.
— No te preocupes —le dijo ella en un tono conciliador, la mujer sabía lo que hacía—, está mejor de lo que tú te crees.
La figura arácnida tomó forma con una aterradora cola bajo un gran aguijón plegado. La criatura se le acercó observándole con los dos enormes ojos. Con un rápido movimiento el aguijón se incrustó en el mentón, fruto del latigazo, Oigres notó cómo se le paralizaba parte de la cara y, poco a poco, esa sensación le bajó hacia el torso, hasta la herida. La mujer se quitó un collar que anillaba varios aguijones de escorpión de diferentes formas y tamaños. Eligió uno de los más grandes para poder juntar la herida por los extremos. Cuando fijo la carne con el aguijón, buscó uno mucho más fino dentro de su collar, casi tanto como una aguja. Con la punta empujó hasta traspasar el corte y con la mano tiró fuerte del hilo hasta darle una buena puntada que remató con otra, para que los puntos fueran mucho más fuertes. En poco tiempo, pudo coser la herida y ponerle una cataplasma con una solución a base de una sustancia viscosa, excretada por varios escorpiones que correteaban a su alrededor. Oigres sentía cierto alivio al ver que había terminado. Aunque no le había dolido, se le revolvían las tripas sólo de ver a la mujer ahondar dentro de su herida.
— ¿Estás mejor? —se interesó. Oigres asintió—. La infección se ha extendido y la fiebre es alta.
— ¿Quién eres? —balbuceó.
— Me llamo Mel. Me capturaron igual que a ti.
— ¿Dónde estamos? —Oigres estaba desorientado, notaba cómo volvía poco a poco al mundo de los sueños.
— Eso da lo mismo. Allí donde vamos sólo nos espera dolor y tristeza. —Mel le vio cerrar los ojos—. Descansa, te harán falta todas tus fuerza.
Llegaron a una vieja fortificación enclaustrada en la roca. Un enorme corredor horadado por el antiguo cauce de un río llevaba hasta lo alto de un enorme puente de varios arcos que se internaba en el inmenso torreón. La explanada del puente se abría ante un portón de hierro, guardado por dos fastuosas estatuas que daban paso al recinto amurallado. Toda la construcción aprovechaba a la perfección la forma de la piedra, una montaña de roca viva. El convoy se detuvo y los hombres comenzaron a repartir a los prisioneros. Los cuerpos inertes eran arrojados a un foso central, situado en el patio, donde dos enormes bestias esperaban impacientes los despojos de los cautivos arrojados desde el patio. A los prisioneros que aún podían caminar, los llevaron a través de unas escaleras laterales hasta unas mazmorras que asomaban a la derecha, justo por debajo del puente.
— ¡Llevad a éste ante el Rey Dios!
Mel miraba al oficial con desaprobación. Oigres se encontraba profundamente enfermo, la infección se había extendido por todo su cuerpo y la fiebre le había llevado al límite de sus fuerzas, aún así se resistía a cruzar al más allá. Los esfuerzos de su improvisada enfermera no habían conseguido dar los frutos deseados, tan sólo paliar los intensos dolores que sufría. Mel se interpuso entre los soldados y el cautivo.
— ¿Pero es que no veis cómo está? ¡No puede moverse!
— Si no puede andar. ¡Al foso! —el oficial fue tajante.
— ¡Dejadme al menos que le acompañe!, si le quiere ver el Rey Dios no creo que sea muy recomendable que le arrojéis a las fauces de esas bestias ¿no creéis?
— ¡Está bien!, pero haz que se levante cuando esté delante de nuestro señor o los dos acabaréis como cena de los Fehus. — dijo señalando a las enormes bestias que se estaban dando un banquete a costa de los cuerpos de los prisioneros.
Mel se acercó a Oigres, quien se encontraba muy debilitado. Lo incorporó y le hizo ingerir un espeso brebaje. El elixir surtió un efecto instantáneo, al menos para recuperar la conciencia. El cuerpo en cambio se convulsionaba por la intensidad de la pócima ingerida, era como si un potente veneno recorriera su cuerpo y ejerciera su trabajo a destajo. Pasaron unos minutos de sufrimiento hasta que los temblores cesaron y el hombre cayera desplomado, entre sudores fríos, bajo los brazos de la mujer. Mel le secó el sudor y avisó a uno de los soldados. Ambos se pusieron en camino escoltados por los mismos guardias que los habían llevado hasta allí.
Ascendieron por el torreón, la construcción principal que se elevaba decenas de pies sobre aquella colina de piedra situada al comienzo una enorme cordillera. Las escaleras se enroscaban a las paredes exteriores. La torre era hueca en su interior y dividida en dos niveles. Llegaron al último de ellos, el tejado del torreón. Una escolta les dejó pasar después de bajar unos peldaños. La plaza circular estaba rodeada por varias gradas y un trono central, sobre el que se sentaba la figura acorazada del dueño de aquellas tierras, el Rey Dios.
Nadie le había visto nunca. Su aspecto era una incógnita, pero la leyenda hablaba de un brujo, del espíritu de un brujo atrapado en el cuerpo de un gigante envuelto en una armadura mágica, que absorbía la fuerza vital de los prisioneros que llegaban hasta la fortaleza, permitiéndole vivir eternamente.
— Éste es el hombre que con tanta fuerza se defendió cuando le capturamos, mi señor. —Oigres no parecía gran cosa en ese estado—. No sé ni cómo ha sobrevivido al viaje.
— ¡Buen trabajo comandante! —tronó la voz desde detrás del casco—. Será un excelente aperitivo. ¿Quién es la mujer?
— La encontramos en Lutan, fue la única superviviente —El Rey Dios le miró extrañado—. Se resistieron demasiado y sus órdenes eran claras. Si no se pueden hacer prisioneros, sin prisioneros.
— ¿Y?
— Lo arrasamos todo. Ella lo ha mantenido con vida.
El Rey Dios se acercó hasta Oigres, pero antes de que pudiera hacer nada desfalleció y se desplomó quedando tendido en el suelo. Mel no se movió ni un ápice, su rostro había cambiado. Había rabia en él. Odio. No le quitaba la vista de encima.
— ¡Tú fuiste el que exterminó a mi pueblo! —dijo enfurecida—. Te conozco. Conozco tu reputación, pero jamás pensé que te atrevieras a ir tan lejos sólo por tu codicia. La inmortalidad. Tu deseo de vivir para siempre te ha llevado demasiado lejos, y yo he sido una estúpida al pensar que jamás nos llegaría tu voracidad.
— Es una pena que el pueblo de los escorpiones se haya extinguido, siempre han tenido fama de tener un espíritu fuerte, sus cuerpos me habrían hecho vivir muchos años —se burló—. Me tendré que conformar contigo.
El Rey Dios alzó el frágil cuerpo de la mujer y un haz de energía comenzó a fluir a lo largo de su cuerpo hacía la armadura, era como si su vida se estuviera disipando y sus fuerzas fueran absorbidas por aquel ser del averno.
Entre convulsiones, Oigres se levantó. Ya no parecía el mismo, sus ojos se habían enrojecido y su piel palidecía en tonos grisáceos. Jadeaba. Su cuerpo se había transformado para siempre y ya no dominaba su mente. Una enorme cola de alacrán le surgió de la espalda y para cuando el Rey Dios quiso reaccionar, el aguijón le había atravesado el peto de la armadura y el veneno circulaba por todo su cuerpo. El cuerpo y la armadura se desplomaron soltando a la mujer.
— Soy la reina de los escorpiones —le susurró acercándose a su oído—. Tú destruiste mi pueblo, destruiste una raza, y yo he creado una nueva para ti —fueron las últimas palabras de venganza que oyó antes de morir.
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