El sol caía a plomo sobre sus cabezas, un calor seco que penetraba en sus ajados pulmones. Respirar era una lucha contra un aire que parecía fuego. Las arenas emitían un bochorno inaguantable que hacía ondear el horizonte. Basazis alzó la vista, ni una nube, ni una sombra que le permitiera huir del sofocante desierto. Ante él, las montañas de El Desfiladero se erguían hasta el cielo, como agujas de roja caliza. Roja como la sangre, la sangre de su raza. Se sentía empequeñecido con su metro veinte de altura ante aquel portento de tierra y piedra. Imaginó que era un águila, que podía sobrevolar el cielo azul tan lejano. Bajó la vista, los hirientes rayos del sol le obligaron, y vio los grilletes. La realidad le golpeó con fuerza. Miró a sus compañeros, todos congéneres, todos sarkan.
Era un esclavo en las Minas de Kerassar, que se extendían a lo largo de la vertiente oeste de El Desfiladero. Un esclavo de esos sucios guldaharís, que les hacían extraer minerales preciosos y azufre para luego comerciar con reinos lejanos de los que solo había oído hablar: Haegir, Shinto e incluso mucho más al sur, pasado Bosqueazul, con los que llamaban los hombres dragón. También fletaban enormes barcos que viajaban hacia el oeste, adentrándose en aguas tan infinitas como azules, hacia continentes misteriosos que sus ojos jamás verían. A veces, se preguntaba si en aquellos lugares lejanos también habrían sarkan, si serían esclavos, si vivirían bajo las cadenas y el yugo.
Sus ojos, no por casualidad, se posaron en Nisa. Le costaba creer que ambos fueran de la misma raza. Las orejas de la joven sarkan eran puntiagudas, muy parecidas a las de una elfa: largas y esbeltas. En cambio las suyas eran anchas y membranosas, como las de un horripilante murciélago gigante. El cuerpo de Nisa era menudo y fino, grácil como el de una ninfa. El suyo era basto, de miembros largos y fibrosos, desproporcionado; y sus manos callosas, destrozadas por el arduo trabajo. Nisa era una cascada de finas trenzas azabache y una piel del color de la turmalina verde. Basazis era calvo como un huevo y de un oscuro verde enfermizo. Ella tenía un rostro afable, de suaves curvas y pómulos altos, de finos labios y nariz chata. Él era una boca grande llena de dientes afilados y nariz ganchuda, era unos ojillos brillantes que destilaban rencor bajo un ceño prominente.
Era increíble que pese a tanta penuria y odio, nada había cambiado a la joven sarkan. Seguía igual, seguía siendo bella pese a los harapos de paño con los que la obligaban a cubrirse. Cuando quiso darse cuenta, Nisa le devolvía la mirada, incluso le dedicó una sonrisa, algo forzada, pero aun así… Y de súbito, se desmoronó. Al verla caer de rodillas, Basazis abrió los ojos como platos. Giró la vista en todas direcciones, como si esperara que fueran a ayudarla. Si los capataces guldaharís la vieron desplomarse por la sed, la ignoraron. ¿Por qué iban a preocuparse? Para ellos no eran mejor que la suciedad en sus botas. A su lado Kipniz, su compañero, picaba entre la piedra en busca de una veta de plata. Nadie movió un dedo. Desesperado, soltó el pico y corrió hacia la cuba, sumergió sus manos en el agua y sacó un cazo a rebosar, pero su mano lo dejó caer. El agua se derramó y las ardientes arenas succionaron el líquido elemento en un abrir y cerrar de ojos. El dolor llegó inmediatamente después, en forma de dedos rotos.
—Sucia rata —masculló el guldaharí con la porra de madera en alto, listo para descargar otro golpe—. Vuelve a tu puesto o te juro por los dioses sin nombre que el siguiente porrazo te abrirá el cráneo como un huevo.
Era un hombre de tez olivácea y largos bigotes lacios, negros como el carbón. Los otros guldaharís lo llamaban Harad el Quebrantahuesos. Estaba claro el porqué. Basazis se arrastró atemorizado, alejándose del esclavista.
—¿Estás bien? —Kipniz le ayudó a levantarse—. ¿Por qué te la juegas todos los días? Sabes que la suerte no dura eternamente, ¿verdad?
—¿Suerte? —bufó Basazis—. ¿A esto llamas suerte? Solo somos animales de carga que nadie echará de menos.
Kipniz se encogió de hombros y le miró como si no supiera a qué se refería, como si no entendiera sus palabras, como si fuera un loco por el que se debía sentir compasión. Basazis apretó los puños, quería odiarle, despreciar a su compañero, pero ¿de qué hubiera servido? Kipniz no tenía la culpa, pobre estúpido e ignorante. Esclavos, siempre habían sido eso, no conocían otra cosa, pero él sí. Rememoró aquel recuerdo. Por un breve espacio de tiempo supo qué era la libertad, no rendir cuentas a nadie salvo a sí mismo. Bajó la vista y vio los grilletes, sus grilletes. La imagen se evaporó de inmediato, aplastada por el peso del hierro.
Cuando el sol poniente comenzaba a desaparecer tras las arenas, los capataces les hicieron formar en filas. Por delante había una larga caminata hasta el campamento, una empalizada junto al único oasis en kilómetros a la redonda. No llegarían hasta bien entrada la noche. Los sarkan deambulaban como no muertos, con la vista fija en el horizonte, sin ningún sueño en sus mentes hastiadas. Basazis en cambio observaba el anaranjado cielo, en busca del águila que viera horas antes.
—Gracias —dijo Nisa con voz débil tras de él, en la fila—. Sé que intentabas ayudarme.
—Pero no pude. —Basazis maldijo su impotencia, su debilidad.
—¿Por qué lo hiciste, por qué te arriesgaste por mí? —Su fracaso no pareció importarle a la joven sarkan—. Podían haberte matado.
—Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿qué nos queda? —Basazis tragó saliva, quizá debería decirle lo que sentía. Tras unos segundo buscando el aplomo necesario, habló—. Además, yo…
Harad restalló el látigo, el cuero curtido arrancó una tira de piel y dibujó una línea perfecta en la espalda del sarkan.
—¡Silencio! El próximo que hable acabará con la lengua cortada y metida en el culo.
Nadie dijo nada durante el resto del camino.
A la mañana siguiente los trabajos continuaron, sin descanso. Todos los días eran iguales: del campamento a la mina, de la mina al campamento, repiqueteo de picos y arrastrar de cadenas. Los guldaharís les vigilaban, con látigos y cimitarras en mano. Vestían largas túnicas con faldones de malla y babuchas de cuero remachadas con hierro. Basazis picaba con su mano buena, la otra se le había hinchado y apenas podía cerrarla. Prestó atención a la conversación de los esclavistas, ya que no les consideraban personas no se molestaban en discutir sus planes en privado. Uno de ellos era el Quebrantahuesos.
—Hoy saldremos a mediodía, así que procura que tus hombres coman rápido.
—¿A qué tanta prisa? —preguntó Harad de mala gana.
—¿Eres sordo o solo estúpido? Te he dicho que la tormenta de arena se echará sobre nosotros al atardecer. No voy a arriesgarme a perder a mis esclavos entre el caos porque tus hombres no puedan vigilarlos ni a un palmo de sus narices, o porque seas tan imbécil de quedarte aquí. —El hombre parecía furioso—. Haz lo que te he dicho, o haré que el Yaguarandi* Ras´tesan te cuelgue de las orejas.
Se trataba de un tipo orondo que vestía con finas sedas escarlata cubiertas por innumerables bordados de hilo de oro, un mercader mirzense. Basazis no sabía por qué el Quebrantahuesos dejaba que le hablará de esa manera tan irrespetuosa, así que supuso que se trataba de Abnassar, el jefe de las minas, su dueño.
Una tormenta de arena era la oportunidad perfecta para escapar y dejar atrás tanta miseria. Se llevaría a Nisa consigo, no dejaría que muriera. Era peligroso y muy fácil perderse bajo la densa capa de polvo y arena, pero era mejor que esto. Las minas eran una sentencia de muerte. Necesitaba agua y víveres, de lo contrario sería imposible cruzar el desierto; y un arma, por si los descubrían o si decidían seguirlos. Sabía donde guardaban las reservas de agua y la comida, conseguiría lo que necesitaba, aunque antes debía deshacerse de las cadenas.
Pero por mucho que se afanaba en buscar, allí no había nada que pudiera usar. O quizá sí. El pico de hierro estaba sujeto al astil de madera por un alambre oxidado que pasaba por unos agujeros y daba varias vueltas formando un nudo rudimentario. Si se hacía con él, podría forzar el cerrojo de sus ataduras. Con disimulo fue desenrollándolo, poco a poco. Por temor a ser descubierto picaba una y otra vez y cuando pensaba que nadie lo observaba, iba deshaciendo el nudo. El alambre se le clavaba en las yemas de los dedos, provocando cortes y magulladuras.
Aquella dolorosa maniobra le llevó más de media mañana, hasta que el trozo de hierro quedó sujeto por una única lazada. Usó el pico con cuidado de no desarmarlo para que los guldaharís no descubrieran sus intenciones. Los soldados hacían turnos para comer, tal y como Abnassar dispuso, y pronto llegó la hora de evacuar las minas. Cuando les guiaron para guardar picos y palas, Basazis se apoderó del alambre y lo escondió entre sus ropajes.
Una hora después emprendían el camino de vuelta al campamento. A lo lejos, muy al norte, la gran tormenta de arena avanzaba como un titán que ocultaba el cielo con su colosal sombra. Los más de trescientos sarkan arrastraban los pies, con pasos pesados.
—¡Harad, aumenta el ritmo! Quiero estar al atardecer en el campamento. Por la mañana marcharemos al Bastión Dunaluna, hasta que pasen las tormentas. —anunció Abnassar.
La respuesta no se hizo esperar, los látigos chasquearon sobre las espaldas verdes de los sarkan. Maldición, si quería huir debería hacerlo pronto, en cuanto entraran en Dunaluna sería imposible escapar de aquella fortaleza de altos muros.
Al tiempo que la comitiva cruzaba la empalizada que rodeaba el campamento, los primeros vórtices de arena ya les golpeaban. Minutos después la tormenta les engulló como un leviatán rojizo que se tragaba todo a su paso, haciendo aún más oscura la noche. El viento aullaba entre los barracones de madera y la arena martilleaba con insidia tiendas y paredes. Esa misma noche, Basazis pondría en marcha su plan, cuando todos durmieran se desharía de sus grilletes y liberaría a Nisa, entonces escaparían juntos. Odiaba tener que dejar a Kipniz y a los demás atrás, pero cuantos más fueran menos posibilidades tendrían y no iba a arriesgarse. Su única preocupación era deshacerse del guardia que custodiaba la puerta del barracón. Y mientras elucubraba su plan e imaginaba su tan esperada libertad, Abnassar y el Quebrantahuesos entraron en la gran habitación junto a un hombre de rostro anguloso enmarcado por una perilla bien arreglada de color azabache y vestido con una cota de malla de reluciente plata.
—¿Creéis que esto es necesario? —preguntó el desconocido.
—Vedlo como una inversión, Yaguarandi Ras´tesan.
El tal Ras´tesan no parecía convencido con la propuesta del mercader mirzense. Basazis no supo a qué se referían, hasta ese momento.
—¿Alguna vez os habéis follado a una sarkan? —inquirió Abnassar.
Por cómo formuló la pregunta, Ras´tesan supo que no era la primera vez que hacía aquello, ni sería la última. El orondo mercader le produjo un rechazo indescriptible.
—¿Habéis perdido el juicio? Antes violaría a una cabra que yacer en el mismo lecho con una de esas bestias —escupió el yaguarandi.
Abnassar estalló en carcajadas.
—Vos mismo, pero el burdel más cercano está en Kal´lar, a más de cien kilómetros. Y por aquí tampoco hay cabras. —Más risas—. De todas formas, con esta tormenta no llegaríais muy lejos. Además, los hombres empiezan a estar demasiado cachondos para obedecer las órdenes sin rechistar.
Ras´tesan meditó durante unos instantes, se pasó la mano por el mentón, calibrando las consecuencias de impedir que sus hombres se desahogaran.
—Está bien, haced lo que consideréis oportuno.
—Excelente, mi señor yaguarandi. Coger a esas tres, son las que parecen más humanas —dijo señalando a varias sarkan, entre ellas Nisa—. Puede que tengamos que satisfacer necesidades, pero aún tenemos cierto gusto.
—¡No! —Basazis se debatió con todas sus fuerzas, pero estaba bien amarrado a la pared.
—¡Silencio, rata! —Harad le propinó un fuerte puñetazo que le partió el labio.
—Y a ese darle cincuenta latigazos —añadió Abnassar—, a ver si así aprende de una vez por todas cuál es su lugar.
—Os recomiendo que lo matéis, de lo contrario os traerá problemas en el futuro. —El Quebrantahuesos se mostró contrario a su decisión.
—Cuando quiera tus consejos, te los pediré. Guarda silencio y haz lo que te ordeno. Ah, y si grita en uno solo de los latigazos, cortadle la lengua.
No gritó. Después de aquella noche, Nisa nunca volvió, y Basazis solo pensaba en una cosa: venganza. Los mataría, a todos. Los mataría y se regodearía en sus muertes. Si tuviera la fuerza necesaria, si tuviera una oportunidad… Pero no era nadie, no tenía nada. Solo cadenas, y su miserable vida. Durante días olvidó sus planes de fuga, su odio e incluso el roñoso trozo de alambre que guardaba con tanto celo. Solo podía pensar en Nisa, en el recuerdo de su sonrisa. Hasta que una noche la furia helada volvió a apoderarse de su corazón, y el odio afloró de nuevo con más fuerza. Ya no le importaba ser libre, ya no pensaba en volar lejos de allí como un águila. Era la hora de rendir cuentas y aunque le costara la vida, pagarían por ello: Abnassar, Harad el Quebrantahuesos y el Yaguarandi Ras´tesan.
Pasaron cuatro días envueltos por la terrible tormenta, pero en cuanto cesó se pusieron de nuevo en marcha, camino del Bastión Dunaluna. Una semana después estaban frente a las macizas puertas de madera, que se abrieron con un retumbar. Cientos de sarkan penetraron cabizbajos al ritmo del restallar del látigo. Basazis tenía puestos sus ojos sobre Abnassar, estaba cerca, muy cerca. Tan solo le separaba de él, Harad, que le sacaba varias cabezas. Para el sarkan era como una torre de piedra maciza. Y aun así no iba a rendirse.
Abandonó la fila y, pese al cansancio, de un empellón sentó de culo al Quebrantahuesos. Aun trabado por las cadenas se lanzó con un rápido movimiento sobre Abnassar y de un mordisco le arrancó la oreja, el mercader mirzense comenzó a chillar y sangrar como un cerdo. Basazís rodeo el grueso cuello con sus dedos como zarpas y los cerró con firmeza. Las toses de Abnassar cesaron de inmediato ante la estrangulación, y de súbito todo terminó. Harad le propinó un golpe con la porra en plena cara que le volvió a partir el labio. Acto seguido le puso la babucha de hierro sobre el pecho y apretó con fuerza.
—Os lo advertí, os dije que este engendro era peligroso.
—Destroza a ese malnacido —farfulló Abnassar, todavía sin respiración.
—¡Alto! Entre estos muros yo soy la autoridad. —Todos guardaron silencio cuando el Yaguarandi Ras´tesan habló desde lo alto de su caballo—. Tengo pensado algo mejor. Mañana al amanecer lo ejecutaremos frente a sus congéneres, servirá de ejemplo a todos aquellos que osen rebelarse. Y créeme, bestia inmunda, cuando acabe contigo suplicarás por una muerte rápida. ¡Sacadlo de aquí!
Cuando abrió los ojos, vio un techo de piedra alto y oscuro. Lo último que recordaba era como le arrastraban y golpeaban hasta que perdió el conocimiento. Se incorporó con dificultad. Estaba en una celda, pero eso no iba a detenerle. Rebuscó entre sus ropas raídas y sacó el trozo de alambre. Hurgó durante largos minutos en los grilletes de sus tobillos hasta que logró abrirlos. Estuvo apunto de llorar tras verse libre de las cadenas, después de tantos años, pero era solo el primer paso. Las ataduras de sus muñecas estaban soldadas y no podía deshacerse de ellas. Se acercó a la puerta de madera y cuando introdujo el alambre en la cerradura esta se abrió con un gemido quejumbroso.<<Se la han dejado abierta.>> Basazis no salía de su asombro. Abandonó su celda con cautela, ascendió un tramo de escaleras que le pareció eterno y su sorpresa aún fue mayor cuando ni un solo guardia se cruzo en su camino.
Una vez en el exterior vio que se encontraba en lo alto de la muralla, ya era más de medianoche. Transitó por el adarve hasta que se topó con un grupo de guldaharís. No se lo podía creer, entre ellos estaban Abnassar, con un vendaje en la oreja; Harad el Quebrantahuesos y el Yaguarandi Ras´tesan. Entraron en una de las torres, todos aquellos de los que quería vengarse reunidos en un mismo sitio, parecía que el destino se había puesto de su lado. Dos soldados armados con cimitarras montaron guardia en el puerta.
Sin pensarlo se acercó en silencio y golpeó por sorpresa con ambos puños a uno de ellos en la entrepierna. El intenso dolor le hizo soltar el arma y caer de rodillas, sin aliento. Se abalanzó sobre el otro y con una fuerza de la que no era consciente que tenía lo derribó, se puso a horcajadas sobre él, le agarró la cabeza y la estrelló con saña contra el suelo, una y otra vez, hasta que el empedrado quedó teñido de rojo y la sangre se filtraba entre las rendijas de la piedra. Para entonces, el primer guldaharí ya se recuperaba del ataque sorpresa. Rápido como el viento, Basazis saltó sobre él y pasó las cadenas entorno a su cuello. El soldado pataleó e intentó zafarse de la presa, al ver que era inútil comenzó a golpear los costados del sarkan, pero este aguantó el castigo; demasiado acostumbrado, ya no notaba el dolor. Le faltó el aire y emitió un gañido sordo. Basazis apretó, apretó tanto que pensaba iba a dislocarse las muñecas engrilletadas, hasta que de un estertor el guldaharí murió con el rostro amoratado.
Se levantó, jadeante, y se hizo con la daga curva de una de sus víctimas. El camino se abría ante él, libre. Recorrió los escasos metros del adarve que le separaban de la sala donde entraron sus objetivos. Estaba tan cerca. El corazón le palpitaba, desbocado.
—Sabía que no me equivocaba al darte una oportunidad —resonó una voz en la oscuridad. Basazis miró en todas direcciones, pero la noche era demasiado cerrada para distinguir nada. La voz emitió una risita, casi como el siseo de una serpiente—. Aquí arriba.
Alzó la vista y sobre un travesaño de madera que salía de la torre pudo ver una sombra agazapada, como una gárgola que acechaba desde las alturas. Parecía vestir un manto tan negro como el vacío. ¿Qué quiso decir con una oportunidad, acaso era él quién había abierto la puerta de su celda?
—¿Quién eres?
—Mi nombre no importa, al menos no por el momento —dijo en tono enigmático—. Estoy más interesado en ti, en el fuego que refleja tu mirada. —Basazis entrecerró los ojos, nunca se había fiado de nadie, y esta no sería una excepción—. Ves, ahí está otra vez. Tienes los ojos, la férrea determinación.
—No entiendo qué quieres decir. ¿Los ojos? ¿De qué hablas?
—Los ojos del asesino, el brillo de la Muerte. Lo conozco bien. Te he observado, sarkan, y me ha gustado lo que he visto. —No podía verle el rostro, pero por alguna razón supo que esbozaba una sonrisa de satisfacción—. Hace tiempo que me embarqué en una búsqueda, y creo que hoy ha tocado a su fin. He encontrado lo que necesitaba.
<<Me busca a mí, ¿por qué? ¿Qué es lo que pretende?>>Basazis estaba cada vez más confundido.
—¿De dónde has salido?
La sombra se puso en píe, todavía en la viga. Era alto, y tenía forma humana. Sus vestimentas ondearon en la noche.
—He viajado mucho y recorrido infinidad de lugares. Soy de ningún sitio y de todas partes, pero lo verdaderamente importante es que represento a un grupo interesado en gente como tú.
—Quiero recuperar mi libertad —mintió.
—Y la tendrás, si aceptas venir conmigo. Pero no es ese tu único deseo. Lo huelo, huelo tu odio, tu afán de venganza, de hacer pagar a todos aquellos que te han causado dolor. Eso es lo que me ha traído hasta ti.
—¿Cómo lo sabes…? —preguntó el sarkan con recelo. Aquel hombre oscuro leía sus pensamientos, debía ser un brujo. Los guldaharís hablaban de ellos en susurros. Seres siempre en las sombras de la realidad, observando a los mortales, urdiendo planes.
El desconocido emitió una risa queda.
—Ya te lo he dicho, me dedico a esto.
—¿Me ayudarás a matarlos?
—No.
—Entonces, tú y yo no tenemos nada que decirnos. —Basazis estiró la mano dispuesto a penetrar en la habitación.
—Sí, podrías entrar, quizá mates a alguno de ellos… ¿Y luego qué? Morirás —dijo la sombra, sin darle tiempo a responder.
Llevaba razón, pero a decir verdad su vida no le importaba lo más mínimo, tenía un objetivo y lo cumpliría aunque le costara la vida.
—En cambio —prosiguió el desconocido—, yo puedo enseñarte las habilidades necesarias para que puedas hacerlo tú, para que sea tu mano la que clame justa venganza. No será hoy, no será mañana, pero lo harás. Al fin y al cabo la venganza es un plato que se sirve frio.
<<La venganza en un plato que se sirve frio.>> El hombre de las sombras le prometía muchas cosas, era demasiado bueno para ser cierto. ¿Y si era una trampa de esos pérfidos guldaharís, un montaje para romper más sus pobres esperanzas?
—La decisión es tuya, sarkan.
Demasiadas dudas. Basazis aún se aferraba al pomo de la puerta, sentía que si se marchaba ahora perdería su oportunidad por siempre, que defraudaría a Nisa. <<La venganza se sirve fría.>> El recuerdo de la joven sarkan le atormentó, debía hacerlo o nunca volvería a dormir tranquilo, pero ¿y si fallaba? Se saldrían con la suya, quedarían impunes. Decídete. <<Fría.>> Soltó el pomo.
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¡Me encantan los relatos de venganza! Y éste es un buen ejemplo.
Se nota el especial cuidado en las descripciones. Me ha gustado en concreto la frase «hacían ondear el horizonte». Magnífica. Esa imagen sugiere por sí sola y de una forma poderosa el calor sofocante.
Gracias por tu comentario y tus palabras, kainum!