Avazael Luín cogió su arco y su talega y se internó solo en la espesura. No sabía dónde estaba la torre. Sin embargo, algo en su interior le decía que la encontraría, no sabía por qué. Así que se dejó llevar, corriendo sin saber muy bien hacia dónde se dirigía, escuchando los susurros de los árboles. La luna blanca derramaba su luz sobre el bosque, rompiendo a jirones la densa oscuridad al colarse entre el ramaje. Veía lo suficiente para correr sin partirse un tobillo y, además, él estaba acostumbrado a correr por el bosque de noche. Tanto era así que ni siquiera se enganchaba la capa en los arbustos. Miró su sombra y sonrió. Cualquiera que la mirara con la suficiente atención se daría cuenta de que no era negra del todo, sino que estaba impregnada de un azul muy oscuro, prácticamente negro. No, todavía no era negra del todo.
Antes había sido mucho más azul. Recordaba que, cuando era niño, refulgía en las noches de luna llena con un vivo azul encendido. Era como si con el paso de los años estuviera perdiendo su tinte especial y cada vez fuera más parecida a la de todo el mundo. Y eso le entristecía y le cabreaba al mismo tiempo.
Su madre le contó que la noche en que rompió aguas había luna llena, redonda como un queso de cabra. No había ni una nube que empañara el brillo de las estrellas. Sólo otra cosa les quitaba el
protagonismo esa noche, otro astro que cruzaba la cúpula del mundo: una estrella fugaz que desprendía una luz azul brillante. Nunca habían visto una estrella así y seguramente jamás volverían a verla. Dijeron que era un presagio de los dioses. Y justo en el momento en que su madre le daba a luz y él veía por primera vez el mundo, la estrella azul pasó por delante del centro de la luna. Decían en su pueblo que el recién nacido le había robado la luz a la estrella, y que a eso se debía que su sombra no fuera normal y que sus ojos fulguraran con un extraño azul cuando la luna se paseaba por el cielo. Por eso su madre lo llamó Avazael Luín, cuyo significado era, literalmente, Sombra Azul. Decían también que aquella estrella había marcado el sino del bebé como una sonrisa marca la cara de un enamorado cuando recibe un flechazo de amor, y que por eso el corazón del niño era risueño e inquieto, travieso y salvaje, nada parecido a cómo suele ser el corazón de los hijos del bosque, más sosegado y prudente.
Avazael no entendía por qué su sombra estaba perdiendo el azul conforme se hacía mayor. Se había ido oscureciendo hasta adquirir un color completamente normal. Sospechaba que era porque los adultos estaban aplacando poco a poco su corazón salvaje, cincelando en él las normas de conducta de cualquier hijo del bosque que se precie. Sólo cuando la luna surcaba el cielo de las noches de verano y las luciérnagas revoloteaban sobre la laguna, como ahora, su sombra se teñía otra vez de azul y sus ojos refulgían de misterio con una luz estrellada. A ese paso, su sombra sería perfectamente normal antes de hacerse adulto. No, todavía no era negra del todo, y si de él dependía jamás lo sería.
Las piernas le ardían. Se detuvo un momento a recuperar el aliento apoyado en el tronco de un abedul y se sintió reconfortado por el fresco olor de una planta de hierbabuena que debía haber no muy lejos de allí. Él solía salir al bosque por la noche, pero no acostumbraba a correr así. No obstante, debía continuar si quería llegar a la torre antes que los cazadores, así que siguió corriendo sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada vez que su intuición le decía que debía hacerlo.
Hacía unos días supo que algo no iba bien, en el mismo instante en que escuchó la inquietud en el corazón de su madre y los vecinos. Nadie quería decirle qué ocurría porque era demasiado joven, un niño como decían ellos, pero él se escabulló entre las sombras cuando los mayores se reunieron y se enteró de que una criatura oscura y sedienta de sangre se había instalado en algún lugar del paraíso que eran aquellas tierras. Entonces tomó una precipitada decisión, empujado por las últimas gotas de ímpetu que aún quedaban de su corazón salvaje, y se marchó en busca de la bestia asesina armado con su arco. Si la vencía sería un héroe, y aquella idea le enardeció.
Cuando ya pensaba que las piernas iban a dejar de sostenerle, vio la silueta recortada contra la luna. Un hormigueo le recorrió la espalda. Era la torre que estaba buscando, de la que hablaron los mayores en la asamblea. Allí estaba la bestia, en alguna parte. Entonces observó que una de las altas ventanas estaba iluminada. Ése debía ser el lugar.
La torre era gigantesca. Calculó que a lo mejor se necesitarían cien hombres cogidos de la mano para rodearla. Jamás había visto una construcción semejante. La puerta también era enorme, alta como un árbol. A pesar de su tamaño, le sorprendió poder abrirla casi sin dificultad. Ni siquiera crujió. Sintió una picazón en los brazos al hacerlo y se percató de que algo no cuadraba. Se quedó inmóvil, pensando en qué podía ser. Sólo le llevó unos instantes darse cuenta de que era el silencio. Había una intensa quietud alrededor. No se oían grillos ni lechuzas, ni tampoco búhos; ninguno de los ruidos que colmaban el bosque de noche. Aquello no era buena señal.
Avazael miró su sombra y sonrió. Se deshizo de la sensación de alarma que le atenazaba el pecho y entró. No había llegado hasta ahí para detenerse ahora porque el bosque estuviera en silencio. Dentro de la torre no se veía nada; no había ventanas por las que pudiera colarse la luz de la luna. Cogió su talega y sacó un pequeño candil de madera. No tenía mecha ni llama, sino tres pequeñas lucecitas verdes que revoloteaban en círculos: luciérnagas que había cazado en la laguna antes de salir. La tenue luz verde daba al lugar un aspecto fantasmagórico. El ambiente era opresivo. El aire no se movía ni un ápice y una capa de grueso polvo lo cubría todo. Salvo por una impresionante escalera que ascendía hacia arriba, no había nada en la sala. Resultaba obvio que el lugar estaba abandonado desde hacía años; nada había pasado por allí. Sin embargo desde fuera había visto una ventana iluminada. Alguien tenía que haber encendido la luz. ¿Cómo era posible? Aquella parecía la única manera de entrar en la torre y no había ninguna huella que indicara el paso de nadie. Además, dudaba que una bestia encendiera una lámpara para ver en la oscuridad.
Desechando las preguntas que caracoleaban en su mente como la tortuosa escalera que tenía delante, cogió el arco, colocó una flecha en él y se dispuso a subir. Los pisos se sucedieron ante sus ojos sin nada distinguible entre uno y otro. Todos le parecían iguales, vacíos y cubiertos de polvo. Tras un rato, mientras subía otro tramo de escalera, atisbó la luz. Al fin había llegado. El resplandor procedía del extremo de un pasillo, girando un recodo. Guardó el candil con cuidado y observó con atención. Le costó relajar su respiración lo suficiente como para que no se escuchara en aquel tenso silencio. Estaba muy nervioso. No veía a nadie, pero se sentía como una ardilla acechada por un halcón.
Cuando se sintió preparado, avanzó por el pasillo. Lo hizo tan sigilosamente que no se escuchaba ni el leve frufrú de su ropa. Sabía que le iba la vida en ello y, aunque era mortíferamente certero disparando con el arco, la sorpresa era la única baza que tenía.
Llegó a la esquina y sacó de su bolsa un extravagante artilugio: un espejito redondo atado a un palo que hacía las veces de mango. Asomó el espejo más allá de la pared y miró a través de él para ver lo que acechaba tras la esquina. Ahí estaba la habitación de la que procedía la luz, cuyo único mobiliario consistía en una cama cubierta por un delicado dosel blanco y una mesita sobre la que brillaba la luz de una vela.
Guardó el espejo y, mientras tensaba la flecha en el arco, giró la esquina. En el mismo instante en que lo hacía supo que algo no iba bien. La sensación de peligro más intensa que había tenido en la vida trepó como una araña por su espinazo hasta posársele en la nuca. Pero ya era tarde para echarse atrás, y al posar el pie al otro lado de la pared se encontró frente a frente con una mujer que estaba en medio de la entrada de la habitación como si vivir en una torre abandonada en medio del bosque fuera la cosa más natural del mundo. No era el monstruo con garras y colmillos afilados que Avazael había esperado, sino la dama más bella y radiante que nunca hubiera visto. Tanto era así que sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón. Percibió cómo éste abandonaba su pecho en dirección a la dama y le abandonaba para siempre. Inspiró una última bocanada de aire y, sin darse cuenta, dejó de respirar.
Le pareció que ese instante se alargaba hasta el infinito, por lo que tuvo tiempo de sobra para admirar el blanco satén que era la piel de la dama y para desear febrilmente aquellos labios rojos. Tuvo tiempo de apreciar las exuberantes formas de mujer que insinuaba su vaporoso vestido, el cual flotaba alrededor como si una brisa inexistente lo elevara. Y sus ojos eran… eran dos perlas de pura noche concentrada en los que uno quería perderse irremisiblemente.
La torre se desvaneció junto con todo lo demás. Sólo quedó un negro vacío en el que los ojos de la dama eran dos hipnóticas estrellas que le llamaban desde la lejanía, envolviéndole. Sólo se oía un rítmico y lejano palpitar que invitaba a relajarse.
Sin mover los labios, la dama de blanco le acarició con deliciosas palabras que derritieron su voluntad. Avazael supo que era de una raza tan antigua como el mismo mundo. Se sentía sola. Llevaba sola tanto tiempo que no recordaba ni lo que era el calor de otra piel. Anhelaba ser suya, quedarse a su lado para siempre. Sólo quería que la abrazara, que la consolara, que le diera un poco de calor. Sólo eso. La dama de blanco abrió los brazos, suplicante. Le prometió entregarse sin reservas si él le entregaba su corazón. Serían uno, en un solo latido.
Avazael habría llorado, conmovido, habría suspirado, muerto de amor, de haber podido hacerlo, pero estaba suspendido en ese interminable instante que no quería que acabase.
Cuando estaba a punto de entregarle su corazón para siempre, una luminosa línea blanca apareció tras la dama y rasgó el vacío. Era un atisbo de la luna, que asomaba por la ventana de la habitación de la torre. Las pupilas de Avazael absorbieron la luz y refulgieron. Su sombra se tiñó de azul oscuro, deshaciendo la oscuridad que le rodeaba como niebla que se disipa bajo el sol. Exhaló el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.
Sí, era la mujer más extraordinaria que Avazael había contemplado, y la más peligrosa. Desprendía tal peligro que lo hubiera podido esculpir con un cuchillo. Avazael, no obstante, nunca se había dejado amedrentar por el peligro y no pensaba empezar ahora, por lo que decidió no dejarse vencer por aquel hechizo y, con un ágil movimiento de los pies, avanzó girando por el pasillo. Cada movimiento que hacía se le antojó largo como una noche entera. La distancia que le separaba de la mujer, a pesar de ser tan corta, era inabarcable. Vio cómo su capa ondeaba en el aire, tratando de seguirle. A medio camino de la dama, recuperó al vuelo el latido de su corazón a la par que dejaba caer el arco. Antes de que éste llegara al suelo, había llegado hasta la mujer. Olía a rosas negras, lo supo aunque no había olido ninguna. Avazael la cogió y, dándole la vuelta, la besó. El arco cayó al suelo con un ruido sordo, levantando en el aire una nube de polvo cuyas motas relucieron con la luz de la luna.
La dama de blanco no se movió, hipnotizada por los ojos del muchacho. Aunque habría podido matarle al instante, tampoco le atacó, porque estaba sorprendida por la rapidez con que aquel incauto le había robado un beso que, atónita, descubrió placentero. No se movió porque la audacia de aquel extraño había traspasado sus muros con la sencillez con que un pájaro atraviesa la muralla de un castillo.
Aquel besó sólo duró un suspiro, pero en cuanto sus labios se tocaron Avazael sintió que le aspiraban todo el aire que tenía en el pecho y, con él, una parte de sí mismo que jamás recuperaría. Abrió desmesuradamente los ojos cuando la sangre se le aceleró hasta arderle en las venas. El beso duró un suspiro, pero liberó de nuevo su corazón salvaje y su sombra recuperó el azul magnético que había perdido con los años. Aquel beso sólo duró un suspiro porque, mientras se producía, la flecha de un cazador que había llegado a la cima de la escalera surcaba el aire, aleteando silenciosa y mortífera como los labios de aquella mujer.
Ella normalmente habría podido apartar esa flecha como se aparta una hoja del cabello, pero estaba inmersa en ese extraño beso y, cuando percibió la flecha, ya era tarde. Sólo tuvo tiempo de apartar al joven hijo del bosque el espacio suficiente para que la flecha, al partir su negro corazón, no le atravesara a él también cuando le salió del otro lado del pecho.
Avazael se apresuró a tomarla entre los brazos. No apartó la mirada de sus ojos mientras moría. La mujer se convirtió en marchitos pétalos de rosa sobre la sombra del muchacho, deshaciéndose entre sus dedos como un sueño que pasa de largo. Sólo quedó en su mano una gema con forma de lágrima, de un color sanguinolento.
Avazael se notaba distinto, más intrépido, mucho menos sensato. Él le había robado un beso, ella al parecer le había robado prácticamente todo su sentido común. Él le entregó su primer beso, ella le salvó la vida, y, según le pareció a él, fue un trato bastante justo.
Avazael miró su sombra, teñida de un azul resplandeciente, y sonrió.
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«Sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón», y con ésta y otras frases únicas y especiales consigues que aplauda tu trabajo. Muy grande, perfecto.
Muchas gracias Sonia, tus palabras me animan a continuar 🙂
Buenos días Raul, me ha encantado tu relato, me ha transportado a la época en la que jugaba a rol y vivía aventuras junto a mi ballesta ;-). Gracias y Felicitaciones.
Buenas noches Susana, gracias y celebro que te haya transportado a ese otro mundo en el que las ballestas son más importantes que el dinero 😉