Carlos Villa

Carlos quedó prendado de la fantasía en su niñez al adentrarse de lleno en los fascinantes terrenos de los cómics, la literatura y los juegos de rol. Desde entonces ha recorrido una ruta interminable de creación y asimilación, donde Lagash, la tierra que nació de sus sueños y su imaginación pasó veinte años creciendo y solidificándose hasta que finalmente pudo liberarse y salir al mundo.

Nov 132015
 
 13 noviembre, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Sin comentarios »

3547, Año del Kervus, segundo mes del invierno
Catacumbas de la Fortaleza Orfak

Dolor. Miedo. Odio. Dolor. Impotencia. Ira. Desesperación. Dolor.
Dolor. Miedo. Odio. Dolor. Impotencia. Ira. Desesperación. Dolor.
El mantra se repetía en su cabeza de forma involuntaria y hasta casi natural; la siniestra voz sellaba cada palabra en su memoria y también en su piel al acompañarlas con el ardor del látigo. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado allí, sumergido en las tinieblas de la máscara de hierro que aprisionaba su rostro, colgando de sus adoloridos brazos, apenas alcanzando el suelo con las puntas de sus descalzos pies. Con su vista sellada y su cuerpo atormentado, el tiempo perdía todo su significado. Una constante agonía atenazaba sus hombros, los grilletes le habían rasgado la piel de las muñecas e incluso la de los tobillos, e incontables calambres atacaban repentinamente sus brazos y piernas, sumándose a su calvario.

Relatos de Fantasía - Calabozos

Tardó unos instantes en darse cuenta de que el tormento se había detenido. El mantra seguía resonando en su cabeza, pero la voz se había callado y el látigo había dejado de morder su carne. Era en esos preciosos instantes donde el chico se esforzaba por luchar y sostenerse, aferrándose a su identidad como si fuese un madero en medio del mar.

–Soy el príncipe Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra –se decía a sí mismo en sus pensamientos–. Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros.
Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra, Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros.

Aquel era su propio mantra, una letanía que repetía una y otra vez cada vez que el horrendo hombre visitaba su celda. El hombre de la mirada oscura, las venas negras y el hedor a incienso y putrefacción. Mors Torem; el único hombre que le inspiraba más terror que su amo, Hanzir. Desde la primera vez que le vio, le llenó de un profundo e instintivo miedo. Su figura delgada y estirada a niveles casi inhumanos, las negras venas que resaltaban sobre su blanquecina piel, y la enmarañada cabellera que caía sobre blancas pupilas, le daban un aspecto que tenía muy poco de humano. Parecía más un engendro abortado desde algún rincón de los avernos que un hombre.

–No, no lo eres –su siniestra voz arrancó un involuntario espasmo al chico–.No eres nadie. No eres nada –aquellas palabras revelaron un nuevo horror al príncipe ¿acaso había sido capaz de leer su mente? ¿Ni siquiera allí podía escapar de él?–. Eres negrura, esperando ser forjada. Negrura esperando salir para esparcirse por el mundo.

Iohan sintió como Torem tomó su cabeza envuelta en hierro y la forzó hacia atrás, acomodando algo en la pieza metálica que le obligaba a mantener abierta la boca. Al instante comenzó a temblar y a tratar de liberarse. Aun cuando sabía lo que venía, no podía evitar que el miedo y la ansiedad se apoderasen de él, avivando sus esfuerzos por seguir resistiendo. Pero, como siempre ocurría, todo fue inútil. Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, empezó a sentir como un ardiente líquido saturaba su boca y empezaba a bajar por su garganta, llenándole con una nueva agonía. Era como si cientos de agujas bajasen por su pecho y se esparcieran lentamente por todo su cuerpo. Pero aquello era solo el principio. Poco a poco, mientras la pócima hacía su efecto, sus sentidos empezaron a agudizarse. Lo primero que captó fue su propio corazón, latiendo con un ritmo fuerte y acelerado. Unos instantes después pudo escuchar con completa claridad los pasos de Torem, el extraño e intermitente sonido de su respiración e incluso el tronar de sus huesos mientras se movía. Sintió como las cálidas gotas de su sangre bajaban por su piel y captó con mayor claridad el lento e incesante goteo que producían al caer en el enorme cuenco que su verdugo siempre colocaba bajo sus pies. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué estaba recolectando su sangre? Iohan había escuchado docenas de historias sobre los vampiros y la forma en cómo habían hecho la guerra contra su pueblo desde hacía siglos. ¿Torem era uno de ellos? ¿Le hacía todo esto cómo una especie de enfermiza venganza contra Mysra?

Pronto las preguntas empezaron a quedar en segundo plano mientras un nuevo tormento empezaba a atrapar el centro de su atención. El chico se esforzaba por enfocarse en los sonidos a su alrededor, en el fuerte sabor metálico en su boca, en las casi imperceptibles líneas de luz que ahora podía captar aún desde el interior de su máscara. Pero era inútil; poco a poco la agonía de su carne sobrepasó todo lo demás. El escozor en sus muñecas y tobillos se había convertido en un ardor insoportable, la agonía en sus cansados músculos se había multiplicado y las rajadas producidas por el látigo le hacían sentir como si su piel estuviese envuelta en llamas. Aquella horrible pócima afilaba sus sentidos a grados que iban más allá de lo humano, y en consecuencia todas sus sensaciones se volvían mucho más intensas y abrumadoras.

El chico apretó su mordaza con los dientes e hizo acopio de todas sus fuerzas para evitar gritar. No importaba cuantos gritos le hubiesen arrancado antes, no dejaría escapar ni uno más. Él era Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra, Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros. Los Reshney eran fuertes; los Reshney eran fieros. No se dejaría vencer por el dolor, no le arrancarían un grito más, no…
–Dolor –volvió a iniciar Torem, acompañando la palabra con un veloz golpe del látigo–. Miedo. Odio. Dolor…
La razón del muchacho se nubló y sus gritos volvieron a llenar toda la cámara.

* * * * *

Las habitaciones que le proporcionaron eran muy amplias y ostentosas; equipadas con una enorme cama, muebles de caoba tallada, una pequeña biblioteca e incluso una pileta. Para Torem todo aquello no eran más que lujos sin sentido de gente ciega y débil. Ilusiones banales que sólo servían para sumir a los débiles en el autoengaño. Una verdadera vergüenza para hombres que decían ser seguidores de la muerte.

–¿Y bien? –preguntó Hanzir desde una silla junto a la chimenea. De cabellera relativamente larga, barba gruesa y ojos de una profunda tonalidad negra, el delgado necromante lucía un aspecto a un mismo tiempo tranquilo y fiero; autoritario y enigmático. El único sacerdote en toda la fortaleza que mostraba verdaderas cualidades–. ¿Crees poder terminar esto antes de que pierda su razón? Lo quiero dócil y obediente. Loco y quebrantado no me sirve.

–El chico es fuerte –Torem vació la sangre que había recolectado en un recipiente más pequeño; una vasija forjada en acero y obsidiana sobre la que lucían extrañas inscripciones–. Mucho más de lo que imaginas. Mucho más de lo que yo mismo imaginaba. Su dolor, su ira… cuando se manifiesten… quizás serán más de lo que puedas manejar.
–Dijiste que podrías hacerlo indefenso ante mí –Hanzir lucía impaciente–. Que seguiría sirviéndome y que nadie podría arrebatármelo.
–Y así será –Torem dejó escapar una siniestra sonrisa–. Siempre y cuando tú también tengas la fuerza necesaria.
–Eso no suena como algo seguro –el tono de Hanzir llevaba detrás de sí una sutil hostilidad–. Necesito certeza, brujo. No me gusta dejar nada al azar.
–¿Certeza? –Torem dejó escapar una seca risotada–. Lo que tú llamas certeza no es más que una ilusión. Una mentira que se dicen unos a otros para tratar de lidiar con las incertidumbres de la vida. No existen las certezas. Este mundo es caos, y entre más trates de controlarlo, más rápido te tragará.
–No te traje para comparar filosofías –el necromante no parecía dispuesto a entrar en discusiones con Torem–. Tienes un trabajo y espero lo cumplas.
–Tendrás lo que te ofrecí. Nada más, ni nada menos.
¿Qué harás con su sangre? –inquirió el Necromante con la vista fija en el recipiente que el brujo llevaba en las manos.
–No sólo es su sangre. Aquí está también su sudor, la saliva que se acumula en su mordaza y las lágrimas que ennegrecen sus ojos. Todas tomadas cuando estaba sumido en una agonía tan completa que no deja espacio para nada más. Su ira, su odio, su desesperación y en especial todo su dolor están contenidos aquí. Concentrándose y aumentando cada vez que vacío el cuenco.
–¿Que estás diciendo? ¿Puedes capturar su dolor en una vasija? ¿Eso de que sirve?
–Es la esencia –el enigmático brujo clavó su mirada en Hanzir mientras posaba el extraño recipiente frente a él–. Cuando estén juntas todas las piezas esto es lo que le ayudará a romper su crisálida y explotar todo su potencial.
–Suenas como un demente –Hanzir no se molestó en ocultar su desprecio mientras se ponía en pie para abandonar la habitación–. Ese chico es muy importante, brujo…
–Vaya que lo es –interrumpió Torem–. Tiene una conexión muy fuerte con las almas de los muertos y un potencial arcano como nunca había visto. Supongo que… tienes pensada una forma de explotar sus naturales talentos.
–Lo que yo haga con él no es de tu incumbencia. Sólo cumple con tu parte del trato. Y más te valdría no olvidar que es mi propiedad con lo que estás jugando. Si lo arruinas, descubrirás que ni toda tu locura ni tus trucos podrán salvarte de mí.

* * * * *

Cuando abrió los ojos sintió un profundo alivio al ver el oscilante brillo de las velas sobre las paredes. Era la primera vez en días que despertaba sin la máscara aprisionando su rostro. Su quijada se sentía entumida y adolorida, pero al menos ya no tenía la maldita mordaza encajada entre los dientes. Mientras se disipaban las brumas de la inconsciencia comenzó a captar con mayor claridad sus alrededores y en especial aquello que le había despertado. Una cálida y suave sensación en su espalda; una sensación que adormecía su dolor y sus sentidos por igual. Había allí alguien junto a él, masajeando su espalda, llenándola con alguna especie de aceite o ungüento que parecía apaciguar el ardor de sus heridas. Su vista volvió a nublarse mientras aquella acogedora calidez se lo llevaba de nuevo a perderse en la negrura.
Pero no podía dejarse ir. No podía volver a caer en la inconsciencia, o quizás la próxima vez despertaría de nuevo con la máscara sobre su rostro. Haciendo uso de toda su voluntad, el muchacho se forzó a abrir los ojos y se volvió para fijarlos en la persona que estaba junto a él.
Se trataba de una mujer; una mujer joven, probablemente no mayor de los veinticuatro o veinticinco inviernos. Sus ropas y su aspecto eran relativamente comunes pero su nariz ligeramente achatada y sus afilados rasgos le resultaron extrañamente familiares. Su oscura cabellera apenas cubría sus orejas y sus grandes ojos del tono de las aceitunas mostraban clara sorpresa. Probablemente no esperaba que el muchacho reaccionara de esa forma.

–¿Qu… qui… quién eres? –formar aquellas simples palabras le tomaron mayor esfuerzo del que pensaba.
–Tranquilo milord –dijo la mujer, despertando al instante la sorpresa en el muchacho. Le había llamado milord. Le habían enviado antes esclavos para alimentarlo y curar sus heridas, pero ninguno le había llamado milord–. Me llamo Lilan, sirvo al señor Alrek Reshney, lord de la provincia de Nemereth en Mysra. Tu hermano.
Una misaresa. Por eso sus rasgos lucían familiares. Porque provenía de su tierra, de Mysra.
–He estado sobre tu rastro por dos meses –prosiguió la mujer bajando la voz–. Tu hermano me envió para llevarte de vuelta a tu hogar. No ha sido nada fácil encontrarte. Pero teníamos pistas sólidas que me trajeron hasta aquí. Cuando te vi junto a Hanzir tuve mis sospechas y ahora que te tengo frente a frente lo confirmo. El cabello castaño, los ojos verdes, el claro tono de tu piel. Son los mismos rasgos y el mismo rostro que vi en los retratos.

Iohan ni siquiera sintió el momento en que las lágrimas se formaron y se derramaron por su rostro. Desde la primera vez que le encerraron estaba seguro que alguien vendría por él; que su padre, sus consejeros o sus hermanos acudirían al frente de grandes armadas para sacarlo de allí. Mientras los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, esa esperanza se fue muriendo poco a poco, pero nunca se fue del todo. En el fondo, muy dentro de su ser, una pequeña chispa se negó a extinguirse y ahora empezaba nuevamente a arder.
Incapaz de controlarse Iohan bajó la mirada y sólo se quedó allí, dejando salir todo su dolor, toda su pena, toda su desesperación. Su llanto fue tranquilo y silente; sólo unos cuantos sollozos escaparon de sus labios mientras se permitía por un momento ser sólo un chico.

–No hay mucho tiempo, milord.
–¿Qué día es hoy? –el muchacho se limpió las lágrimas mientras recobraba la compostura.
–Es el trece del octavo mes. Estamos a una semana de que Anthaious cubra los cielos.
El octavo mes. Invierno. Apenas su treceavo invierno. Habían pasado sólo tres meses desde que Hanzir lo secuestró y lo encerró en aquellos calabozos. Iohan podía jurar que había estado allí varios años. Algunas veces incluso le parecía que había estado allí toda su vida; que todo lo que recordaba sobre Mysra, sobre su familia y sobre sí mismo no eran más que los sueños delirantes de un esclavo atormentado. Pero la presencia de la mujer reafirmaba que todo aquello era real.
–¿Cuál es el plan? –el chico sintió que su voz retomaba un poco de su antigua firmeza–. ¿Vienes con más hombres? ¿Podemos irnos ya?
–Debes ser fuerte, milord –la mirada de Lilan lucía compasiva–. Sólo hay un hombre más conmigo, así que tendremos que ser muy cautelosos. Hanzir piensa que soy una más de sus sirvientes y por fin me mandó aquí para atender tus heridas. Probablemente podré bajar otras dos o tres veces antes de que envíe a alguien más. Te sacaremos en alguna de esas ocasiones.
–¿No…? ¿No podemos irnos ahora? –en el fondo Iohan sabía que tenían que moverse con mucha inteligencia para que un plan de escape funcionara, pero sus ansias por largarse de aquel agujero sobrepasaban su juicio.
–Si lo intentamos ahora ninguno de nosotros saldrá de aquí –la voz de Lilan tomó mayor firmeza–. Tenemos que esperar a que Anthaious esté en el cielo. El hombre que me acompaña conoce las artes arcanas, y sus hechicerías funcionan mejor durante la Vaeris Nath. Una semana más y su poder estará al máximo. Lo necesitaremos para escapar.
Iohan bajó la mirada y apretó los puños. Una semana. Todas las fibras de su ser querían salir de allí en ese mismo instante y el hecho de no poder hacerlo provocó que las lágrimas volvieran a asomarse en las orillas de sus ojos. Una semana. Había estado en poder de Hanzir por tres meses sin verdaderas esperanzas de escapar. Casi se había resignado a seguir siendo su esclavo de por vida. No debería tener problemas para soportar una semana más. Pero en ese momento una semana le parecía una eternidad.
–Entiendo… –dijo sin levantar la mirada.
–Sé fuerte –Lilan se levantó del camastro y se encaminó hacia la puerta del calabozo–. Volveré en cuanto pueda. Deberás estar listo.
La mujer abandonó el lugar cerrando los cerrojos desde fuera. Iohan espero a que el sonido de sus pasos se perdiera para dejar escapar con mayor libertad sus lágrimas. Sus emociones estaban entremezcladas en un incomprensible caos que le sacudía hasta el fondo de su ser. Por primera vez desde que Hanzir lo secuestró volvía a tener esperanza. Esperanza de escapar de allí y volver a su hogar. Pero esa esperanza chocaba con el miedo de que les descubrieran. ¿Qué haría Hanzir si los atrapaban? ¿A qué clase de tormento le sometería esta vez? Hanzir, el mil veces maldito Hanzir. La esperanza, el miedo, el gozo, la ira, y el odio oscilaban sin control en su cabeza impidiéndole pensar con claridad. Recostándose de nuevo en el camastro se dejó llevar. Dejó que sus pensamientos corrieran libres y sin freno, alterando su ánimo fuera de todo control. Era mejor que ocurriera allí, mientras estaba recostado con la mirada perdida en la nada y no cuando pusiera su vida en juego al intentar escapar.

* * * * *

Torem se había vuelto aun mismo tiempo más sutil y más cruel. Las últimas sesiones habían sido mucho más intensas y habían dejado huellas más profundas en su interior. Pero Iohan estaba decidido a resistir. Aunque el tormento se volviese insoportable, aunque el dolor quebrase su voluntad, y le dejase cicatrices imborrables en el alma, tenía que resistir y recobrarse.
El esclavo que enviaron a curarle era un desconocido de mirada simple y apagada que hablaba en una lengua que el muchacho no comprendía. La primera vez que le vio sintió como si algo se rompiese dentro de él, pero aun así recordó las palabras de la mujer y se mantuvo fuerte. Lilan seguía allí afuera. Debía estarlo. Sabría si la hubiesen descubierto. Hanzir no dejaría pasar la oportunidad de atormentarlo si la hubiera descubierto. No dejaría de aferrarse a esa esperanza. El necromante siempre cambiaba los esclavos que le enviaba. Lilan debía estar esperando la mejor oportunidad para hacer su movida. Pero el tiempo seguía pasando, Torem parecía estar encaminándose hacia una especie de mórbido clímax y la mujer seguía ausente. Iohan sólo podía esperar que pusieran su plan en marcha mientras aún quedase algo de él por rescatar.

Aquellos pensamientos deambulaban por su cabeza mientras ascendía por la escalera, guiado por el esclavo de ojos apagados. El chico no entendió las pocas palabras que escupió cuando fue a sacarlo de su celda, pero en el momento en que cerró los grilletes sobre sus muñecas y le empujó hacia la salida supo que lo llevarían ante su señor. Aquello era inusual. Aunque alguna vez había enviado esclavos por él, generalmente Hanzir era el único que lo sacaba del calabozo. El necromante debía estar enfrascado en algo… o quizás preparando algo.
Cuando alcanzaron la cima de la escalera el esclavo sacó una llave y abrió los cerrojos de la gruesa puerta de hierro que dividía las catacumbas de la superficie. Las dos figuras emergieron a un costado de la torre del homenaje, el edificio central de la fortaleza. A su lado, a unas cuantas varas de distancia, se alzaban las enormes murallas y las torres que conformaban la principal línea de defensa. Iohan se alejó unos pasos de la torre del homenaje y alzó la mirada para escudriñar el firmamento. Aunque el cielo estaba lleno de oscuras nubes, detrás de ellas podía verse con claridad la negra orbe y el blanco halo de Anthaious, el sol negro. Era como lo había pensado; la Vaeris Nath tenía varios días de haber iniciado. Lilan dijo que escaparían ocultos bajo las sombras de Anthaious. Algo estaba mal.

Pero un brusco tirón de sus cadenas le obligó a volver a la realidad. El esclavo aceleró el paso, obligándole a moverse con mayor rapidez. Iohan trataba de seguirle el ritmo al mismo tiempo que miraba al cielo. El sol negro lanzaba su sombra desde el centro del firmamento, lo cual significaba que la noche auténtica había estado cubriendo los cielos por al menos una semana. ¿Por qué Lilan no había ido por él? Las respuestas eran pocas y el chico no quería siquiera pensar en ellas. Relatos de Fantasía - Calabozos y Chica
Una ola de miedo, ira y desesperación hizo presa de él. No era justo. Lo único que quería era irse de ahí. Que lo dejaran en paz. ¿Por qué avernos tenían que atormentarlo? ¿Qué ganaban con eso? En aquel momento el odio saturó su razón. Odiaba los malditos grilletes que le aprisionaban; odiaba al imbécil que tiraba de su cadena; odiaba a Hanzir por haberle esclavizado; odiaba a Torem por todas las veces que le había atormentado y odiaba incluso a Lilan por haberle dado esperanzas para luego desaparecer.
Sin pensar en absoluto en las consecuencias Iohan se detuvo y dio un fuerte tirón a las cadenas, arrancándolas de las manos del esclavo. El hombre se volvió mostrando en su rostro una clara confusión que no tardó en convertirse en ira. Pero cuando se disponía a enfrentar al chico su frío y feroz semblante le detuvo. Iohan no hizo nada más que mirarlo; mirarlo con toda la ira, la frustración y el odio que se habían acumulado en su interior en los últimos meses. Una ira tan ardiente y pura que por un instante intimidó al hombre a pesar de le duplicaba el tamaño. Por largos momentos ninguno se movió. Ambas figuras permanecieron con las miradas fijas el uno en el otro, hasta que una sombra surgió a espaldas del esclavo y una hoja emergió de golpe a través de su garganta, salpicando de rojo el rostro del chico.
El hombre abrió los ojos como platos y se llevó las manos al cuello, desgarrándose los dedos contra la espada en un inútil intento por sacarla. Iohan miraba atónito los últimos estertores del esclavo, pero rápidamente posó sus ojos sobre la encapuchada figura a sus espaldas.

–Sirvió bien a su propósito –el tono de la mujer era apenas poco más que un susurro.
–¿Lilan? –Iohan lucía consternado. Estaba seguro que la mujer había escapado o que la habían capturado o algo peor. El muchacho apretó los dientes y tuvo que hacer un esfuerzo por contener las lágrimas mientras sus emociones se revolvían salvajemente en su interior.
–Pido disculpas por la tardanza, milord –Lilan se agachó para esculcar entre las ropas del cadáver–. Mi compañero quería que el sol negro estuviera en su cénit antes de actuar.
–¡Pensé que habías muerto! –Iohan se esforzó por moderar el tono de su voz.
–Se necesita más que un montón de fanáticos para acabar conmigo –la mujer se puso en pie luciendo entre sus dedos un juego de llaves. Acto seguido tomó los grilletes del muchacho y abrió los cerrojos, dejando caer las ataduras.
Iohan masajeó un poco sus muñecas, sin quitar los ojos de los grilletes que yacían en el piso. Las cadenas se habían convertido en parte cotidiana de su nueva vida, pero las odiaba con todo su ser. No tanto porque lo aprisionaran, sino por cómo le hacían sentir. Había empezado a acostumbrarse a ellas, incluso a sentir una extraña seguridad al llevarlas puestas. Y se despreciaba a sí mismo por ello. Aquello se sentía como algo bizarro y enfermizo, y se lo debía a Hanzir y a Torem. Los desgraciados lo habían atormentado hasta que algo se torció en su interior. Quería devolvérselos todo, devolverles todo el dolor y hacerles pagar por todo lo que le habían hecho.
Pero esos pensamientos se esfumaron cuando el brillo de una hoja refulgió frente a su rostro. Lilan había desenfundado una espada corta y presentaba el mango frente al muchacho.
–¿Sabes cómo usarla?
–Un poco… –recuerdos de sus torpes intentos por seguir las enseñanzas de su viejo maestro de armas inundaron repentinamente su cabeza. Aquello le parecía ahora tan lejano que era como si hubiese ocurrido en otra vida.
–Si todo sale bien no te hará falta. Ahora necesito que te quedes aquí y te escondas mientras voy a alistar los caballos.
–Hanzir me está esperando. Cuando vea que no llego vendrá a buscarme en persona.
–No, no es así. Fui yo la que mandé a ese esclavo a buscarte. Le dije que Hanzir lo había ordenado, y fue lo bastante idiota como para creerme.
–Entiendo…–Iohan miró el cadáver y no pudo evitar sentir algo de pena por el hombre. Había perdido su vida en medio de un asunto que nada tenía que ver con él ¿Cuántas vidas más costaría recobrar su libertad?
–No hagas ningún ruido –Lilan tenía la vista puesta en la enorme barbacana al otro extremo del patio; el único medio para entrar o salir de la fortaleza–. No tardaré mucho.
–Espera ¿Dónde está tu compañero?
–Está cerca. Aparecerá cuando nos haga falta.
Sin decir más la mujer se escabulló entre los edificios, perdiéndose rápidamente entre las múltiples sombras. La negrura de Anthaious y la escasa iluminación habían sumido en tinieblas toda la fortaleza. Había poca gente en las inmediaciones y sólo unas cuantas antorchas encendidas. Iohan alcanzó a vislumbrar las siluetas de un par de hombres en algunos de los edificios más lejanos y la figura de un solitario soldado rondando a lo lejos en la muralla. Debía haber al menos uno o dos hombres más en la barbacana y en los establos pero al parecer la mayoría dormían. Quizás el plan podría funcionar.

El chico recargó su espalda en la torre del homenaje, y dejó escapar una fuerte exhalación, descubriendo que estaba temblando. Tenía que calmarse. No podía permitirse el menor error, no en esos momentos. Retomando un poco el control sobre sí mismo aventuró unos pasos hacia la esquina del edificio, tratando de conseguir una visión más amplia sobre todo el patio. La torre del homenaje se ubicaba al fondo de la fortaleza y era la construcción más alejada de la salida. Entre ella y las rejas principales debía haber al menos doscientas varas de distancia. Un puñado de edificios más pequeños completaba el conjunto, formando un amplio pasaje que dirigía a la entrada de la torre central. Si podían recorrer ese camino a lomos de un caballo nadie podría detenerlos. Con creciente confianza se atrevió a dar unos cuantos pasos más, asomándose a la esquina de la torre, sólo para volver a pegarse contra la pared, lleno de un repentino y creciente temor. Al asomarse vislumbró a una silueta que caminaba en su dirección; un hombre alto que sostenía una antorcha en mano. Iohan retrocedió unos cuantos pasos más, aferrando su arma con todas sus fuerzas mientras trataba de calmar su respiración y controlar el estremecimiento que sacudía sus miembros. El chico trató de hacerse uno con las sombras que rodeaban el edificio, pero estaba seguro de que era un esfuerzo inútil. El tipo le había visto y ahora iba por él. Tendría que defenderse y acabarlo rápido y en silencio si es que el plan de Lilan iba a funcionar.
Los instantes parecieron estirarse más allá de todo lo soportable. Iohan respiraba agitadamente, listo a recibir al hombre con codo y medio de acero. Pero cuando la luz de la antorcha finalmente emergió de la esquina, ésta se encontraba a mucha distancia y alejándose. Iohan mantuvo sus ojos fijos en el tenue y distante brillo hasta que le vio perderse en uno de los más lejanos edificios.
Dejando escapar una profunda exhalación, el chico bajó su arma y recargó todo su peso contra la pared, tratando de relajarse y disipar un poco la tensión que atenazaba todo su cuerpo. Había corrido con suerte. No se movería más. No se arriesgaría más. Sólo esperaría a que Lilan apareciera sin hacer el menor ruido. Sólo debía esperar unos momentos más y…
Sus verdes ojos se abrieron al máximo cuando al volverse se encontró con una delgada silueta a pocos pasos de distancia. Se trataba de una jovencita, tal vez dos o tres años mayor que él. Una muchacha delgada y desgarbada que miraba con horror al esclavo muerto que yacía en un charco de su propia sangre. Por un instante ambas figuras quedaron paralizadas; uno con los ojos fijos en el rostro de la esclava y la otra mirando con evidente horror la espada que el chico sostenía. Pero el trance se quebrantó cuando la muchacha dejó escapar un agudo alarido y se volvió para correr en dirección contraria, aullando en una lengua que Iohan no podía comprender. Lleno de una creciente desesperación se lanzó contra ella, sintiendo un horrible vacío en el estómago cada vez que un grito escapaba de su garganta. La maldita arruinaría todo ¿Qué avernos hacía allí en medio de la noche? ¿Cómo llegó hasta ahí sin que le viera? Ahora no importaba. Tenía que detenerla. Tenía que hacer que dejara de gritar.

El mundo pareció convertirse en un rojo borrón que pasaba frenéticamente ante sus ojos. Tras varias zancadas finalmente alcanzó a la muchacha y ésta se volvió para tratar de defenderse. La espada refulgió con el brillo de una antorcha sólo para teñirse de rojo un instante después. Una y otra vez el arma se alzó y los alaridos se volvieron más agudos y desesperados hasta que, tras lo que pareció una eternidad, empezaron a convertirse en grotescos gorgoteos que finalmente se apagaron. El silencio volvió a reinar en el patio y poco a poco la razón retornó al príncipe.
–¡Dioses…! –Iohan estaba arrodillado sobre el destazado cuerpo de la chica, con las manos sosteniendo la ensangrentada espada y la mirada clavada en su aterrorizada expresión. La cálida sangre que empapaba sus manos y su rostro, el hedor de las entrañas expuestas y sobretodo, la forma en que los ojos del cadáver quedaron fijos en los suyos, le hicieron sentir náuseas.
Pero su trance se rompió cuando el sonido de otras voces quebrantó una vez más el silencio de la noche. Al volverse atisbó a lo lejos el brillo de antorchas y siluetas de hombres que empezaban a caminar en su dirección. Con el terror empezando a hacer presa de su ser, recogió el arma y corrió en dirección contraria, tratando de hacer el menor ruido posible mientras se ocultaba a espaldas de la torre del homenaje. El chico se esforzaba por recobrar el aliento cuando la crudeza de la realidad le golpeó con toda su fuerza. Todo se había arruinado. Los gritos de la esclava debían haber despertado a media fortaleza. Los guardias no tardarían en descubrir los cadáveres y después a él. Malditos sean los dioses, había estado tan cerca…
No. No se dejaría vencer; había llegado demasiado lejos para dejarse vencer. Iohan aferró con más fuerza su arma y poco a poco empezó a recobrar su calma y su resolución. Allí, envuelto bajo las sombras del pasillo que se formaba entre el edificio y las murallas, se sintió un poco más seguro. La oscuridad le protegería; la oscuridad era su aliada. Tras varios meses de habitar en las catacumbas bajo la fortaleza y de encontrarse constantemente cegado por la horrible máscara de hierro, había aprendido a hallar cierto confort y fuerza en medio de las tinieblas. Las sombras eran muy densas en aquel estrecho corredor pero el chico aún podía distinguir con cierta claridad su entorno. Sin detenerse a pensarlo mucho dirigió sus pasos hacia el extremo opuesto de la torre. Quizás podría perderse entre los edificios de aquel costado y acercarse a las rejas.

Al llegar a la esquina aventuró una mirada, descubriendo un pozo rodeado por un par de edificios que parecían albergar varias habitaciones. Por su aspecto parecían ser las barracas de los esclavos. Su resolución se tambaleó al escuchar voces al interior de los edificios y descubrir luces en sus ventanas. Pero aún no había nadie afuera. Aún tenía una oportunidad. Con todos sus sentidos alerta el muchacho emergió de su escondite y se encaminó hacia el frente de la torre del homenaje. La enorme edificación debía medir al menos cien varas de extremo a extremo. Un trayecto que en aquellos momentos parecía una eternidad. A medio camino el príncipe desvió sus pasos y se introdujo en los pasillos de las barracas. Debía mantenerse entre los rincones y las sombras; no podía tomar la ruta central hacia las rejas. Mientras avanzaba las voces aumentaron de tono, los ruidos parecieron tomar más fuerza y su frágil calma se resquebrajó cuando de improviso una puerta se abrió justo a su lado, revelando un corpulento esclavo con antorcha en mano.

El hombre gritó algo en su incomprensible lenguaje mientras Iohan volvía sobre sus pasos, desesperado por hallar una salida. Los gritos aumentaron de tono y más puertas se abrieron, cerrándole el paso. Su carrera le llevó de vuelta al pozo, donde le esperaban más hombres y mujeres con antorchas y palos en las manos, y evidente hostilidad en sus rostros. Los esclavos gritaban y le apuntaban con los dedos y de repente el chico se hizo más consciente de su aspecto. Estaba empapado en sangre y llevaba en sus manos una espada igualmente manchada. Si no hacía algo aquella turba terminaría por lincharlo. Gritos más lejanos y el ruido de metálicas pisadas captaron de inmediato su atención. Al parecer algunos de los soldados se encaminaban en esa dirección.
De repente todo le pareció una tontería. Sus ansias de escapar, sus estúpidos intentos por mantenerse oculto, el plan de Lilan… Nada de esto habría pasado si se hubiera resignado a su destino. Nada habría pasado si se hubiera rendido a la comodidad que había hallado entre las sombras y la seguridad de sus cadenas. Esos pensamientos lo llenaron de desprecio por sí mismo, pero su repentina ira le dio fuerzas para levantar su arma y lanzar una advertencia a los esclavos. No importaba que no entendieran sus palabras, su intención era bastante clara. El corpulento hombre escupió un par de gritos que a oídos de Iohan sonaron como insultos y se abalanzó contra él.

Un repentino y helado viento azotó con terrible fuerza, consumiendo el fuego de las antorchas y obligando a todos a cerrar los ojos. El vendaval era en extremo frío y estremecedor y parecía como si extrañas voces susurrasen desde su interior. Cuando su fuerza disminuyó no había una sola antorcha encendida en toda la fortaleza, dejando que la oscuridad reinase suprema en el lugar. Los hostiles gritos fueron reemplazados por patéticos quejidos y atemorizados semblantes. Acostumbrado a las sombras, Iohan podía verles, pero parecía que los esclavos estaban perdidos en medio de aquellas tinieblas. El chico miró a todos lados en busca de un agujero por el cual escabullirse cuando una silueta pareció emerger de las mismas sombras, lanzándose con espada en mano contra la indefensa turba. Los quejidos se convirtieron en alaridos de horror y en caos cuando los esclavos empezaron a correr en todas direcciones, desesperados por alejarse del monstruo que había caído sobre ellos. Iohan retrocedió unos pasos y le miró con mayor claridad. La capucha le hizo pensar en Lilan, pero esta figura era mucho más alta. Debía ser su compañero, el mago de sombras del que le había hablado.

Aprovechando la oportunidad, el chico retomó su carrera, moviéndose con cuidado entre la aterrada turba y tratando de volver a su camino. Pero los soldados que había escuchado momentos antes le salieron al paso. Los hombres no parecían distinguirle de entre los esclavos que corrían aterrorizados, pero la duda le asaltó por un instante. Eso fue todo lo que la encapuchada sombra necesitó. Antes de que Iohan empezara de nuevo a correr, la silueta cayó sobre los soldados, despachándolos con brutales golpes de su espada o invocando gruesos hilos de oscuridad que los envolvían y parecían tragárselos. Por un instante Iohan le miró con una mezcla de asombro y temor, apretando el mango de su arma y tratando de decidir si debía seguir su carrera o unirse al sombrío hechicero en la batalla. Pero un familiar aroma empezó a esparcirse en el ambiente; un hedor a incienso y a comida putrefacta que llenó de horror al chico. Torem estaba allí.
El príncipe puso todos sus sentidos alerta, mirando a todas partes en busca de su verdugo, cuando el estruendo de un galope reavivó sus esperanzas.
–¡Vamos! –gritó Lilan desde un enorme corcel, estirando su mano.

Olvidándose de cualquier pretensión de sigilo, el chico corrió hacia la montura, tomando la mano de la mujer para subir de un solo salto. Con un fuerte golpe de riendas el caballo reanudó su carrera mientras Iohan fijaba su mirada en la muralla y su enorme barbacana. Pronto todo quedó atrás; la aterrorizada turba; los aullidos de muerte de los soldados; el mórbido sonido de la espada cortando piel y huesos; el horrido hedor de Torem. Todo dejó de importar. Sólo había espacio para una cosa en su cabeza: Escapar.
Las rejas estaban abiertas; el camino estaba despejado; la libertad estaba a unos cuantos pasos. Pero antes alcanzar la barbacana el caballo se detuvo de improviso, alzándose bruscamente sobre sus cuartos traseros. Iohan se aferró con todas sus fuerzas al torso de Lilan, esforzándose por ver qué era lo que les había obligado a detenerse. Pero no había nada allí. El corcel recobró su paso, dio media vuelta y comenzó a galopar de vuelta al centro de la fortaleza.
–¡¿Qué haces?! ¡¿Por qué te detuviste?! –gritó el chico desesperado–. ¡Date vuelta! ¡Tenemos que volver!
Iohan miró hacia atrás, sintiendo como un estremecimiento le invadía con cada paso que se alejaban de las rejas. Casi sin pensarlo saltó de la montura, estrellándose pesadamente contra el suelo. Con el cuerpo marcado por golpes y cortadas y una mirada llena de desesperación, el chico se puso en pie y corrió hacia la salida, decidido a largarse de allí a como diera lugar.
El tiempo pareció correr más lento cuando escuchó un fuerte chasquido metálico proveniente de la barbacana y el rastrillo cayó bruscamente contra el suelo, sellando por completo el paso. Consumido por una creciente angustia el príncipe se arrojó contra los gruesos barrotes, agitándolos con las manos, buscando ansiosamente una forma de pasar entre sus estrechos espacios. Presa de la desesperación gritaba y golpeaba la inamovible reja, desgarrándose los nudillos contra el metal mientras las lágrimas corrían libremente por su rostro. Poco a poco, tras lo que se sintió como una eternidad, las fuerzas le fueron abandonando, sus gritos se fueron apagando y finalmente cayó de rodillas, con su llanto convertido en sutiles sollozos.
Allí, derribado y derrotado sintió vagamente el brillo y el calor de una antorcha que se aproximaba con lentos pasos. Al levantar la mirada se encontró con la enorme figura encapuchada; el compañero de Lilan. A parecer el hombre había sido lo suficientemente hábil como para escapar de Torem. Pero ya no importaba. Ya nada importaba.
–Se acabó –la voz de Iohan se había vuelto rasposa y apagada.
–No, Iohan –dijo la figura con una voz que sacudió todas las emociones en el interior del chico; una voz que despertaba sus más profundos miedos–. Esto es sólo el inicio –el hombre retiró su capucha revelando la enmarañada cabellera, los blanquecinos ojos y las negras venas de Mors Torem.
Iohan no pudo contener la ola de horror, ira, tristeza y desesperación que empezó a correr en su interior; una abrumadora marea de emociones que le sacudió con aún más fuerza cuando Lilan se paró a un lado de su verdugo, mirándole con una fría sonrisa.
–Lo hiciste bien, Lilan –reconoció el brujo sin apartar la mirada del muchacho–. Enviar a esa niña resultó aún mejor de lo que esperaba.
–Su voluntad, mis manos, mi señor –fue la respuesta de la mujer.
Iohan apenas podía creerlo. Sólo habían estado jugando con él. Desde el principio lo único que hicieron fue jugar con él. Le habían hecho creer que podría escapar; habían reavivado una esperanza que creía muerta sólo para despedazarla de nuevo; incluso lo habían empujado a manchar sus manos con la sangre de una niña y todo por un maldito y cruel juego. Torem aún sostenía su ensangrentada espada en la mano y tanto sus ropas como su rostro estaban manchados de rojo. No sólo lo había engañado a él; habían asesinado a esclavos y soldados que nada tenían que ver con todo esto ¿Y todo eso para qué? ¿Qué podía ganar de todo aquello?
–Vuelve a tu lugar –ordenó el brujo a la mujer–. Hanzir no tardará en aparecer.
Con pasos silentes Lilan se escabullo de nuevo entre las sombras, dejando solos al muchacho y su verdugo.
–¿Por qué? –preguntó Iohan en un tono apenas audible.
–¿Disculpa?
–¡¿Por qué?! –el chico alzó la mirada mientras bramaba contra el brujo. Una mirada llena de lágrimas y rencor; llena de todo el odio, el dolor y la angustia que se habían acumulado en su interior durante los últimos meses–. ¡¿Por qué me haces todo esto?! ¿Es una venganza? ¿Crees que yo o mi gente te debemos algo? ¿Es porque Hanzir te lo ordena? o… o… ¿Por qué lo haces? Por los avernos sólo quiero saber… ¿Por qué me atormentas?
El brujo se aseguró de entrelazar sus ojos con los del muchacho antes de contestar.
–Porque lo disfruto.

Aquella respuesta y en especial el tono tan relajado y casual de sus palabras sacudieron algo en el interior del chico.
–Tu dolor es delicioso –prosiguió el siniestro hombre–. Como nunca antes lo había encontrado. Por supuesto no es lo único. Tengo algunos tratos con tu amo, intercambio de favores, de algunos conocimientos arcanos y aunque sé que no lo entiendes, todo lo que ocurrió esta noche fue necesario para ayudarte a romper tu crisálida y liberar tu verdadero ser. Como te lo dije, eres negrura esperando ser forjada. Pero todo eso es secundario. Así que… ¿Por qué lo hago? ¿Por qué te torturo? Bueno la razón principal es esa. Me gusta demasiado tu dolor.
Un involuntario estremecimiento empezó a sacudir el cuerpo del muchacho. Aquello no debía sorprenderle. El tipo había demostrado ser un monstruo en incontables ocasiones; no solo era un maestro para la tortura, sino que era capaz de engañar, manipular y asesinar a sus mismos aliados sólo para seguir sus enfermizos juegos. Conocía de primera mano las atrocidades de las que era capaz, pero en ese momento, al escuchar esa respuesta, no pudo evitar estremecerse.
–Tu dolor es el más puro y exquisito que haya tenido la oportunidad de probar –Torem dejó caer la antorcha al piso y se agachó para tomar al muchacho por la barbilla y obligarle a mirarlo a los ojos. Bajo el apagado brillo de las llamas sus rasgos lucían aún más siniestros e inhumanos–. Siempre tratas de soportar y resistirte. Aunque en el fondo sabes que terminarás quebrándote, siempre te resistes. Pero aunque te quiebras siempre hallas la forma de rehacerte; siempre, de alguna manera, encuentras los medios para levantarte de nuevo… dejando así que pueda volver a quebrantarte. Es algo tan puro y hermoso que me cuesta resistirlo. Lo cierto es que… me estoy haciendo adicto a tu dolor.
Cada palabra era cierta. La pasión con la que hablaba de su sufrimiento, el gozo que obtenía de él, era real. Horriblemente real. Aquel hombre… si es que podía siquiera considerarlo un hombre, era mucho peor de lo que nunca antes había imaginado. Iohan no creía en la maldad. Cuando aún era un príncipe en Mysra había estudiado y conversado con diversos eruditos y había concluido que el bien y el mal eran sólo invenciones de los hombres que no existían en la naturaleza. Pero en ese momento, con los ojos fijos en aquellas blanquecinas pupilas, estuvo seguro de estar mirando a la maldad al rostro.

Este relato está relacionado con los eventos de la serie literaria Lagash, el Colmillo de la Oscuridad

Jul 032015
 

3557, Año Del Aurum Tenébres, segundo mes del verano

Aún en verano, la nieve no era rara en las heladas tierras de Ashar, en especial en las alturas donde se alzaba el castillo Czernegor. La enorme fortaleza había sido construida entre los despeñaderos que abundaban en la base del monte Dagaravko la cual, según contaban los eruditos y los exploradores, era la mayor cumbre en todo Ashar. Si bien las torres, muros y edificios que conformaban el castillo se erguían más alto que ninguna estructura que hubiese visto en su vida, Arjen concluyó que hacían muy poco para proteger a sus habitantes de las crueles heladas que bajaban desde la montaña.

–Supongo que a los vampiros no les da frío –pensaba el joven mientras posaba su mirada ámbar sobre las luces que se apreciaban colina abajo, apenas a poco más de una legua de distancia. Una repentina ráfaga sacudió su blanquecina cabellera, obligándole a entrecerrar un poco los ojos. Su mano izquierda repiqueteaba sobre el balcón, dejando escapar una metálica cacofonía, producto de la pieza de armadura que le cubría el brazo desde los dedos hasta el hombro. Aunque su tono era semejante al bronce, aquella coraza le ganó rápidamente el mote de Mano Roja entre los sharenos. Al parecer, vivir entre vampiros hacía que la gente asociara todo con el color rojo.
Desde que inició su viaje, Arjen escuchó que Ashar era una tierra gobernada por poderosas castas de vampiros; una nobleza antigua y orgullosa cuyos líderes podían mantenerse en el poder por varias centurias. El joven no podía sino preguntarse qué clase de gente soportaba un régimen donde sus gobernantes literalmente les bebían la sangre.
Pero ahora, de una forma u otra, gracias a las negociaciones de su señor, Arjen estaba también al servicio de aquella decadente nobleza. El joven se preguntaba qué planes tenían los sharenos para requerir un hombre como él. Hasta donde sabía, ésta era una de las pocas ocasiones en su historia en la que Ashar contaría con un alastor entre sus filas. Parecía ser que los rumores eran ciertos; la guerra estaba a la vuelta de la esquina.
El rechinido de la puerta sacó al joven de sus pensamientos y le hizo volver la mirada.

–Mi señor –dijo la voz del chico que ingresaba a la habitación–. Aquí traigo lo que me pidió.
Garret era uno de los sharenos le acompañó en el viaje desde que partieron de Brajatha. De figura delgada, cabello lacio y negro y grandes ojos verdes, el mozo daba la impresión haber visto apenas dieciséis, tal vez diecisiete inviernos, pero Arjen sabía que bien podía tener treinta, sesenta o hasta más de cien. De labios de su señor había escuchado que los nobles vampíricos eran capaces de pasar parte de su fuerza y su longevidad a sus más fieles súbditos al compartir con ellos su sangre. Sabía que algunos empleaban este método para mantener por décadas la belleza de alguna doncella, o como medio para garantizar la fidelidad de sus hombres de confianza. Aquel chico de figura delicada y facciones finas, fácilmente podía ser uno de esos “afortunados” que gozaban de una inmortalidad prestada.
Arjen se encaminó hacia la cama para echar una mirada a las prendas que Garret había conseguido. Aunque no eran tan ostentosas como los trajes que lucían los altos aristócratas, parecían de hechura fina y sobretodo, adecuadas para los fríos del norte.

–¿Esto es lo que usa la gente de estas tierras? –preguntó Arjen en un shareno fluido, con un acento neutro.
–Así es Sir –respondió el mozo–. Las ropas de cuero y pieles son lo mejor hay para mantenerse caliente. Aquí llegamos a ver nevadas aún en verano. Y el otoño ya no está lejos.
–Ya te he dicho que no me llames Sir–dijo Arjen sin retirar la vista de las ropas–. Sólo soy un soldado. No un caballero.
–Lo siento Si… señor –Garret bajó la mirada un momento pero tras un instante la devolvió al rostro del alastor–. Pero he escuchado a muchos hablar de usted. Todos en el castillo saben que no es un simple soldado. Dicen que el rey Jaegar lo armará como caballero en cualquier momento.
–Habladurías sin sentido –a Arjen no le agradaba estar en boca de nadie. Bastante tenía ya con estar con un ojo encima de él todo el tiempo.
“Un guerrero de su calibre debe tener un escudero digno” había dicho Arkell Ravarath, uno de los señores sharenos cuando puso a Garret a su servicio un par de días antes de arribar a tierra. Arjen sabía muy bien que era un intento apenas disfrazado para mantenerlo vigilado, pero de poco le valió su argumento de no ser un caballero. De cualquier forma no habría podido negarse. No si es que de verdad iba a obtener lo que quería de su alianza con los sharenos. Afortunadamente Garret hacía muy bien su trabajo. Había mantenido sus ropas limpias, su espada afilada e incluso le había ayudado a conocer los nombres de los señores que les acompañaron. El mozo era muy bueno con los títulos y los escudos de armas e incluso se había dado tiempo para enseñarle algunas de las costumbres de Ashar. Lord Arkell no había exagerado al llamarle “un escudero digno”.

–Parece que tiene suficiente espacio –Arjen examinaba la chaqueta que el mozo le había llevado. Estaba hecha de cuero negro y recubierta al interior por pieles de una tonalidad igual de oscura.
–Así es, Sir –el muchacho parecía orgulloso de haber hecho la elección adecuada–. Las mangas son algo anchas. Cubrirán su brazo con todo y esa pieza de armadura.
Aquello era muy útil. La ajustada coraza que estaba obligado a llevar en el brazo izquierdo era algo brillosa y su tonalidad bronceada destacaba mucho entre las oscuras prendas que vestían los sharenos. Si podía cubrirla por completo le sería más sencillo pasar desapercibido.
– Los vampiros parecen vestir más ligero –señaló el alastor al notar el grosor de las prendas.
–Saheles –corrigió el chico.
–¿Cómo?
–Aquí les llamamos saheles –Garret había tomado de nuevo ese tono extrañamente afable que surgía cuando trataba de enseñarle cosas–. La palabra “vampiro” no es bien recibida aquí Sir. Algunos señores se la llegan a tomar como un insulto.
–¿Un insulto eh? –bufó Arjen con un tono hosco–. Pues tendrán que aguantárselo. Dudo mucho que logre recordar cada palabra y cada regla de cortesía que tus señores necesitan para sentirse importantes.
La cortesía no es exclusiva de Ashar, Sir –aunque por lo general mostraba un comportamiento cordial, Garret empezaba a volverse atrevido, como si se sintiera cada vez en mayor confianza con el alastor.
–Harías bien en recordarlo tú mismo; con esta ya son dos veces que te ordeno que no me llames Sir –el tono de Arjen se hizo más frío y cortante. Sabía que Garret pretendía ayudarle y había algunas ventajas en tener un sirviente que atendiera tus necesidades, pero prefería mantener la distancia. Confiarse mucho del chico podía resultar peligroso… aunque por otro lado era un completo fastidio entrar a esos juegos de intrigas y secretos que tanto parecían disfrutar los altos señores de Ashar. En eso no eran muy diferentes de cualquier otro noble que hubiera conocido.
–Lo siento mucho… mi señor –el mozo bajó la mirada, luciendo algo apenado. Tal vez le llamaba Sir para sentir que servía a un auténtico caballero y no a un guerrero desconocido sin tierras ni gloria; o tal vez los rumores fueran ciertos y sabía de antemano que el rey Jaegar lo armaría como caballero. Pero sea como fuere, a Arjen no le gustaba ostentar títulos imaginarios ni pretender ser algo que no era.
–Tampoco soy un señor –añadió con un tono menos duro–. Ni siquiera tengo un nombre que me respalde. Mucho menos tierras. Si has de llamarme de una forma, Arjen será suficiente.
–No puedo faltarle al respeto de esa forma señor –el mozo podía ser a veces muy terco en sus modales y normas de etiqueta–. Es impropio de un escudero.
–Impropio… –Arjen se sacó la camisa para probarse la prenda de lana que el mozo le había llevado. Su torso era delgado y recio, con una musculatura firmemente marcada y algunas cicatrices que delataban viejas batallas–. Pareciera que no conoces a los caballeros tan bien como crees. La mayoría son mucho más que sólo impropios, y son pocos los que merecen tantas cortesías.
–Los conozco mejor de lo que cree, señor –Garret parecía intrigado por las cicatrices que marcaban la figura del hombre al que servía–. Ya he servido a otros caballeros. Créame cuando le digo que sé bien cuando alguien se merece mi respeto.
Arjen volvió su rostro hacia el muchacho al escuchar estas palabras. El chico tenía los ojos fijos en él, pero tras un instante desvió su mirada, aparentemente avergonzado.
–Necesitaré un corcel –ordenó Arjen mientras se probaba la negra camisa que el mozo le había llevado. Era cálida y un tanto ajustada. Al parecer el chico hizo los arreglos para que la manga izquierda fuera corta, y de esa forma evitar que le estorbara en la coraza de su brazo–. Busca algo simple. Con que resista las heladas y no se rompa una pata en los caminos me basta.
–Ni en los Imperios Gemelos ni en las tierras más allá de ellos hay corceles como los nuestros –declaró Garret con un cierto orgullo–. Le encontraré algo, señor.

* * * * *

Si bien no llegaba a abarcar ni siquiera un cuarto de la extensión de la gigantesca ciudad de Brajatha, la capital sharena de Drajakard le competía fuertemente en la majestuosidad de sus baluartes y la belleza de sus monumentos. La luz de cientos de antorchas sacudía las sombras de innumerables estatuas y gárgolas que adornaban los edificios, mientras que el fantasmal brillo de la luna hacía resplandecer los empedrados caminos de sus calles. Aunque el blanco astro se encontraba en su punto más alto, la ciudad estaba llena de vida. En todas partes donde hubiera una taberna se escuchaba el tumulto de tarros y algunos cánticos; los gritos de mercaderes de frutas, telas y vinos llenaban los callejones de la zona comercial; carruajes humildes y lujosos transitaban continuamente entre las calles, ya fuese transportando mercancías o personas. Al parecer los pobladores de la capital de Ashar estaban habituados a efectuar sus principales actividades durante la noche; probablemente para ajustarse a los horarios nocturnos de sus señores. Drajakard tenía un encanto único y había mucho en ella por descubrir, pero Arjen no tenía tiempo para eso. Había una sola persona que estaba interesado en encontrar.
Había escuchado a los sharenos hablar de ella desde la travesía en barco; Nilde, una auténtica oráculo de Zahal, uno de los tres dioses del destino a los que se les rendía culto en Ashar. Al parecer aquellos hombres no se decidían del todo sobre si la admiraban, o le temían, pero lo que era claro era que no dudaban de su poder. Algunos se mostraban abatidos por sus profecías, mientras que otros se veían muy envalentonados, decididos a encarar el destino con la confianza que les daba el conocerlo. Arjen no sabía si las supuestas visiones de aquella mujer eran reales o patrañas sin sentido, pero ciertamente las historias en torno a ella habían picado su interés.
Aunque prefería tratar sus asuntos en privado, el joven alastor se molestó poco por ocultarse. La ciudad era demasiado grande para explorarla por su cuenta así que tuvo que recurrir a Garret para que le indicara donde podía encontrar a la mujer. El muchacho parecía fiel y sincero, pero si estaba bajo órdenes de vigilarlo, bien podía indicar a la guardia del castillo donde encontrarle. No tenía caso tratar de perder a algún posible perseguidor si sabían de antemano su destino. Pero a pesar de todo, tras más de una hora de transitar por aquellas calles, parecía que nadie estaba tras su rastro. Al parecer el oscuro atuendo y su ordinaria apariencia le ayudaban. Su estatura promedio y complexión delgada eran relativamente comunes en estas tierras por lo cual se confundía fácilmente entre la población. La capucha cubría buena parte de su rostro y en especial su blanquecina cabellera, el rasgo que le podría delatar aún en una ciudad llena de pieles claras y cabelleras rubias.
Relatos de Fantasía - Santuario
El templo del destino se encontraba en las orillas de la ciudad, al otro lado del río Kajav. El sitio parecía muy antiguo y maltratado por el paso del tiempo. Las paredes lucían pinturas viejas y descoloridas, mancilladas por grandes grietas mientras que algunas esquinas habían sido invadidas por el moho y la maleza. A pesar de ello, el amplio número de velas que brillaban en el altar mayor indicaban que el culto aún tenía mucha fuerza en Drajakard. Arjen se detuvo un momento para mirar la enorme efigie. Las tres deidades del tiempo y el destino estaban representadas por tres encapuchados, carentes de rostro y envueltos en holgadas túnicas que cubrían todo su cuerpo. Ubicados espalda contra espalda, cada uno de ellos apuntaba al frente, señalando hacia tres grandes arcos en tres direcciones distintas. Las estatuas eran al menos dos veces más grandes que un hombre y parecían idénticas en todo sentido excepto por el material en el que habían sido talladas. Vezda el blanco, estaba hecho del más níveo mármol que Arjen hubiese visto; Argira el gris, parecía tallado en granito y Zahal el negro había sido esculpido en una brillante obsidiana, con finas motas blancas que le conferían una apariencia semejante al cielo nocturno. Ese último era el que de verdad importaba. Los soldados en el barco habían mencionado que el oráculo servía a ese dios, así que probablemente podría encontrarla si seguía por el portal que la estatua señalaba.

–Sólo seis–pensó el joven al ver el número de velas a los pies de Zahal. Los otros contaban con al menos veinte o treinta cada uno. Al parecer el dios negro del destino era temido aún en tierras donde los hombres pasaban la mayor parte de sus vidas en la oscuridad de la noche.
–Los dioses sean con usted, señor –dijo una voz a espaldas de Arjen.
El alastor se volvió para descubrir a un hombre de rostro arrugado y miembros nudosos. Se veía algo flacucho y correoso, con gruesas bolsas debajo de sus ojos. Aunque vestía sólo con una humilde toga, parecía pulcramente aseado y llevaba el cabello cortado casi al ras. Sus descalzos pies y ligero andar parecían ocultar el sonido de sus pasos.
–¿Sirves en este sitio? –inquirió Arjen mientras examinaba al viejo.
–Todos servimos de una forma u otra al destino –el acólito cerró los ojos y marcó con los dedos una extraña seña mientras decía estas palabras.
–Sí, definitivamente es uno de esos locos adoctrinados –pensó el alastor con desdén. Sin embargo era él quien había ido hasta allí, persiguiendo los rumores sobre las profecías de uno de esos a los que llamaba locos ¿Que decía eso de él?–. Escuché que hay una mujer aquí –prosiguió–. Una mujer que puede decirle a un hombre su destino.
–Está aquí para ver a Nilde –el acólito hablaba con un tono en extremo calmo, como si hubiese sabido todo el tiempo a lo que había venido–. Puede pasar, ella le espera. Pero los dioses exigirán un tributo por sus visiones.
–Toma –Arjen tomó un pequeño saco de entre las bolsas de su chaqueta y se lo arrojó casualmente al viejo–. Son cinco lunas de plata. Imagino que a tus dioses no les importará recibir su tributo en monedas.
–Adelante milord –el acólito hizo una leve reverencia con la cabeza.
Arjen siguió el camino señalado por la estatua del dios negro, avanzando por un amplio pasillo ornamentado con gruesas columnas y detallados relieves. Un aroma dulzón empezó a llenar el ambiente, mientras que el aire parecía hacerse ligeramente brumoso con cada paso que daba. La enorme sala dedicada a Zahal estaba cubierta casi por completo en tinieblas, con sólo una vela alumbrando desde la mano extendida de una segunda efigie del dios. Un par de incensarios ardían hacia ambos lados de la estatua, llenando la habitación con humo y una pesada fragancia a mirra. En el centro descansaba un altar lleno de relieves y ornamentos que, al igual que el mismo Zahal, había sido tallado en obsidiana. Los pasos de Arjen hicieron eco en la silente sala, deteniéndose sólo cuando descubrió a la jovencita que se encontraba arrodillada a los pies de la estatua.

–Parece que no soy el único que viene a buscar su destino –pensó Arjen mientras miraba a la chica. Parecía muy delgada y menuda y su castaña cabellera apenas alcanzaba a cubrirle las orejas. Sus descalzas plantas y la desgastada túnica que vestía delataban su humilde condición.

Lentos y pausados pasos, provenientes del pasillo por el que acababa de entrar, pusieron en alerta al joven alastor. Poco a poco, atravesando las penumbras y la delgada capa de humo que saturaba la habitación, una silueta fue emergiendo hacia la luz; una figura alargada y esbelta, aún más alta que Arjen y evidentemente de mayor edad. La mujer tenía un aspecto solemne y sobrio, mostrando las claras marcas del tiempo sobre su alargado rostro. Sus grandes ojos claros, nariz recta y los elevados pómulos le conferían una cierta belleza que más de cinco décadas no habían podido borrar. Su cabeza carecía por completo de cabello y sobre su frente lucía un pequeño óvalo negro, probablemente hecho también de obsidiana. Vestía con una sencilla toga de color negro, sandalias atadas hasta las rodillas, y llevaba al cuello un grueso collar en cuyo centro colgaba una esfera negra rodeada por diminutos rayos tallados en marfil; el sol negro, el símbolo de Zahal.

–Que los dioses sean contigo, viajero –aunque habló en un tono apacible, la gruesa voz de la mujer resonó en toda la cámara–. Soy Nilde, oráculo de Zahal ¿En qué puedo ayudarte?
–Uno de tus hombres dijo que me esperabas –Arjen la miraba con cierto escepticismo–. Pensaba que un oráculo sabría por qué vine.
–¿Y lo sabes tú? –la mujer se acercó al joven, dedicándole una enigmática mirada antes de seguir sus pasos hacia el altar.
–Dicen que puedes ver el futuro de los hombres –inquirió el alastor.
–La gente dice muchas cosas –respondió Nilde mientras le miraba desde el altar, con la gran estatua a sus espaldas. En medio de la oscuridad y el humo, parecía como si estuviese amparada y protegida por el mismo Zahal–. Son los dioses quienes nos muestran las verdades ocultas en las nieblas del tiempo. Yo sólo soy su emisario.
–¿Puedes también ver su pasado? –Arjen retiró su capucha y se acercó al altar, quedando frente a frente con el oráculo.
–Casi a diario vienen aquí hombres y mujeres esperando que adivine sus nombres, o los de sus padres, los de sus amantes, los de sus hijos –la mujer entrecerró sus grises ojos mientras sus labios formaban una suave sonrisa–; quieren que les diga su futuro, pero a la vez desconfían y tratan de ponerme a prueba, quieren que les diga cosas que sólo ellos podrían saber, y muchas veces resultan ser cosas que ni ellos mismos son capaces de recordar.

–A nadie le gusta ser estafado –la voz de Arjen era calma y firme.
–No, a nadie le gusta –acordó la mujer–. Pero las visiones que los dioses me otorgan no funcionan como la gente piensa. Puedo leer el destino que está escrito en tu sangre, ver destellos, algunas imágenes, algunos sonidos, tratar de interpretarlos, pero las visiones no dan nombres. No me revelarán la ubicación de reinos que jamás he visitado, ni me dejarán saber a qué gladiador hay que apostar. Pero puedo hacer lo que me pides – la expresión del oráculo cambió, volviéndose más sobria y determinada–. Si quieres una prueba, puedo leer en tu pasado y hablarte de él, pero deberás tener cuidado extraño. Aquellos que ponen a prueba a los dioses están jugando con el destino.
–No es una prueba –respondió–. Yo tengo mis razones. Si puedes hacerlo, hazlo. Es lo único por lo que estoy aquí.
–La mayoría de los que vienen a este templo tratan de discernir qué es lo que les depara el destino. Pero tú no eres como la mayoría de los hombres ¿no es así?
Arjen no dio respuesta alguna sólo se quedó allí, mirando a la mujer, preguntándose si no había perdido la razón al buscar respuestas en un sitio como ese.
–Muy bien –dijo el oráculo finalmente–. Si es lo que deseas, adelante. Pero te advierto, los dioses requerirán un tributo.
–Pensé que había pagado su tributo allá afuera –el alastor había visto antes la forma en cómo los hombres de fe perseguían el oro. En eso al parecer, todos los cultos eran iguales.
–Tu caridad será usada para atender las necesidades terrenales del templo –la mujer sacó una daga del interior de su túnica y la puso sobre el altar–. Pero el tributo a los dioses se paga en sangre.
–Una vez más la sangre –reflexionó el alastor. Parecía como si las castas de vampiros que gobernaban ese reino hubiesen heredado su obsesión con la sangre a todos los sharenos.
–Shiri –la voz de Nilde tomó un tono más autoritario. Al instante la jovencita que estaba arrodillada ante el altar se puso en pie y se encaminó hacia una de las paredes de la sala. Sus descalzas plantas resonaban al pisar las losas que cubrían el suelo. Parecía aún más joven de lo que Arjen había pensado. Probablemente ni siquiera había visto aún su treceavo invierno. Tras unos instantes volvió con la mujer, llevando consigo una botella y algunos utensilios. Cuando depositó un diminuto brasero sobre el altar, Arjen notó que llevaba las manos y las muñecas cubiertas con vendajes.
–Las verdades del pasado y el futuro de cada hombre están escritas en su sangre –la mujer destapó una botella de vino y se la llevó a la nariz para captar su aroma. Por su parte Shiri se encargaba de avivar los carbones que ardían en el brasero para calentar un ennegrecido cuenco metálico–. Si has de encontrar lo que buscas, tienes que entregar a los dioses algo a cambio–. Nilde se acercó al cuenco y vertió un poco del vino. Un instante después tomó uno de los brazos de la jovencita y con cuidado retiró los vendajes, dejando al descubierto una mano marcada con una miríada de costras y cicatrices. Sin que pudiera evitarlo, los labios de Arjen se torcieron en una expresión de desprecio cuando la mujer levantó la daga y cortó una de sus palmas, arrancando un ligero gemido a la jovencita. El oráculo apretó con fuerza la mano de su aprendiz para dejar caer tanta sangre como pudiera en el cuenco. Aunque su expresión parecía apagada y distante, el alastor pudo notar una velada agonía reflejada en el rostro de la chica, en especial cada vez que la mujer apretujaba la pequeña mano. No pudo evitar preguntarse cuántas personas habían acudido a ese sitio en busca de respuestas ¿Cuántas veces habían cortado las manos de la niña para pagar el tributo a los dioses?
Tras unos instantes Nilde soltó a su aprendiz y fijó de nuevo sus claros ojos sobre el alastor, extendiéndole la daga mientras la niña volvía a retirarse al fondo de la sala, envolviendo una vez más sus manos en las gastadas vendas.

–La sangre de los inocentes apacigua a los dioses –la voz de la mujer había tomado un tono hipnótico–. Pero has de derramar la tuya si es que quieres develar los misterios que ahí yacen.
Arjen posó sus ojos sobre el desgastado cuenco y la mezcla de sangre y vino que yacía en su interior. Las brasas ardían al rojo, provocando que el líquido empezara lentamente a hervir. Sin pensarlo más el joven tomó la daga con el metálico guantelete y posó su hoja sobre la palma descubierta, trazando un pequeño corte, apenas suficiente para derramar unas cuantas gotas que cayeron sobre el altar. Sin esperar a desperdiciar más, posó su mano sobre el cuenco y cerró el puño, dejando que la sangre fluyera más profusamente. Al instante la roja mezcla empezó a hervir con mucha mayor fuerza, siseando y sacudiéndose hasta que una larga llamarada estalló en su superficie.
–¡Por los tres dioses! –la mujer miró incrédula cuando el fuego rompió por un instante la oscuridad que predominaba en la sala. Las llamas se elevaron por algunos instantes para después reducirse tan rápidamente como surgieron, ardiendo ligeramente con un brillo azulado sobre la superficie de la mezcla. A través del fuego la mirada de Arjen lucía calmada y determinada, mientras que en los ojos de Nilde se veía sorpresa y desconcierto.

Tomó al oráculo unos instantes reponerse de su asombro y recobrar la compostura. La mujer mantuvo su atención fija en el alastor mientras éste remendaba su mano con un blanco pañuelo. La tela se tiñó rápidamente de rojo, pero finalmente dejó de gotear sobre el piso.
–Hay mucho poder en tu sangre, extraño –la pequeña llama finalmente se extinguió y la mujer aprovechó para tantear el metálico cuenco. Su mero roce quemaba la carne, impidiéndole tomarlo con libertad–. Será difícil leer a través del fuego que arde en su interior.
–Pagué su precio –replicó Arjen con seriedad–. No pienso irme sin respuestas.
–Y no lo harás, alastor – Fue el turno de Arjen para caer víctima del asombro. Casi nadie sabía quién era él ni que hacía sirviendo en Ashar, y sólo los hombres de mayor confianza del Rey Jaegar sabían que era un alastor. ¿Sería posible que aquella mujer en verdad fuese un emisario de los dioses?–. Zahal, déjame ser tu ojo una vez más –suplicó Nilde con voz gruesa mientras tanteaba con la punta de los dedos el rojo líquido que yacía en el interior del cuenco. Un instante después dejó escapar un aullido de dolor cuando sumergió ambas manos en la roja mezcla que yacía en el interior del cuenco. La mujer apretó los dientes y trató de controlarse en medio de su agonía, posando las manos sobre la fría roca del altar para trazar extrañas e incomprensibles figuras sobre la obsidiana. Trataba de reprimir su sufrimiento, pero cada vez que devolvía las manos al cuenco, un ardor indescriptible le quemaba la piel y amenazaba hacer lo mismo con su razón. A pesar de ello siguió adelante, cumpliendo con su sacra labor.

–¡Alto! –ordenó Arjen tomándole los brazos–. No seas idiota mujer, te estás lastimando so…
–¡NO! –gritó el oráculo con furia mientras se sacudía con una fuerza mucho mayor a la que correspondía a una mujer de su edad y complexión–. ¡La voluntad de los dioses no debe ser interrumpida!

Con una determinación imperturbable Nilde siguió trazando, moviendo las manos de forma frenética en unos instantes y con el cuidado de un pintor en otros. Parecía como si en verdad estuviese poseída por una fuerza ignota y desconocida que le manipulaba cual si fuese una marioneta. Finalmente, cuando el rojizo líquido empezó a derramarse por ambas orillas del altar, disminuyó su ritmo; sus movimientos se hicieron cada vez más lentos y pausados, deteniéndose sólo cuando el cuenco estuvo vacío. Una vez que el trance terminó Shiri acudió en su auxilio, ayudándole a vendar sus manos.
–Nunca había visto a nadie como tú –reconoció el oráculo mientras recobraba la compostura. Parecía como si tratase de ignorar las heridas que se había infligido a sí misma, pero con el menor movimiento, el dolor le hacía apretar los dientes–. Fue la voluntad de los dioses la que te trajo hasta nosotros.
–Fui yo el que decidió venir –declaró Arjen con enfado–. No tengo nada que ver con los designios de dioses que martirizan a sus seguidores.
–¿Y acaso los hombres son distintos? –preguntó la mujer–. Lo que llamas martirio no es más que un pequeño precio, necesario para romper las ilusiones y vislumbrar la verdad.
–¿Y qué verdad es esa?
–Las verdades sobre ti, alastor –dijo el oráculo mientras posaba las puntas de sus quemados dedos sobre la fría piedra del altar. Arjen no pudo evitar fruncir el ceño. Descubrió que no le agradaba que la mujer hubiese descubierto aquella parte de su persona. ¿Pero qué esperaba? Eso era precisamente para lo que había acudido a ese lugar–. Las verdades sobre tu pasado. ¿No es eso lo que te trajo hasta aquí?
–Te escucho entonces –el joven posó sus ojos sobre las extrañas e informes líneas que la sangre había dejado sobre la obsidiana del altar, preguntándose si en verdad estarían allí plasmadas las respuestas que buscaba.
–Naciste aquí, en Ashar, hace menos de veinte inviernos –comenzó el oráculo mientras fijaba sus ojos sobre los trazos. La llama de la enorme vela en la mano de Zahal les confería un extraño y oscilante brillo–. Pude vislumbrar destellos de una tierra nevada y grandes montañas. Tal vez Freija o Arashel. Tu acento es algo marcado, como el de los arashenos.
–Continúa –solicitó el alastor.
–Pero tuviste que irte lejos –prosiguió el oráculo mientras seguía con la mirada los intrincados trazos de la sangre–. Muy lejos. Abandonaste Ashar en tu niñez… pero no es claro porqué. ¿Huías? ¿Escapabas de algo o de alguien? –el joven mantuvo la mirada fija en la mujer, poniendo toda su atención a cada una de sus palabras–. Abandonaste tu hogar y vagaste en tierras lejanas. Visitaste Crattia y Mysra y en uno de ellos, en una ciudad de grandes edificios, fue que hallaste a tu maestro, un alastor que te enseño sus artes.
Nilde se tomó un momento para observar el rostro del joven, pero su seria y fría expresión no dejaba entrever nada.
–Pero aprender fue un camino arduo y doloroso que te dejó cicatrices –la mujer volvió su mirada a los trazos en el altar–. Las quemaduras en tu brazo izquierdo te forzaron a cubrirlo con esa coraza para hacerlo fuerte. No puedes mostrar ninguna debilidad ahora que finalmente te decidiste a volver –el oráculo se detuvo por algunos instantes, alternando su mirada entre dos secciones del altar, como si buscara un elemento en común–. Ya… ahora es más claro. Tu regreso a Ashar es reciente. Menos de una semana. Aún no visitas tu pueblo natal, ¿cierto? No estás seguro de si la fuerza que tanto sufriste por obtener será suficiente para enfrentar aquello que te orilló a irte. ¿Es eso un hombre o tal vez una meta que buscas alcanzar? No puedo verlo con claridad.
–No importa ya –dijo Arjen con tranquilidad mientras daba un paso atrás–. Agradezco que me hayas recibido.
–Espera –exclamó la mujer con premura–. Hay más. Aquí no sólo hay ecos de tu pasado sino también de tu futuro.
–No me interesa escucharlo.
–Por favor –imploró Nilde con una mirada intranquila–. Es necesario que me escuches. Tú… tu destino está atado al de Ashar.
–Debo irme.
–Serás un gran guerrero –dijo la mujer de todas formas, manteniendo la vista fija en el alastor–. Como ninguno que se haya visto antes en esta tierra, o en ninguna otra. El mismo rey Jaegar reconocerá tu fuerza y te dará un lugar privilegiado en su corte. Tendrás oro, tierras y todas las mujeres que un hombre pudiera desear… pero ojos para una sola. Una mujer que aún no conoces, pero que sacudirá tu vida como nadie ha hecho jamás. Es allí donde deberás decidir, puesto que tu destino no es claro. No puedes tener ambas cosas. El corazón matará tu fuerza y si eliges a esta mujer, tu camino como guerrero llegará a su fin. Si la haces a un lado, estarás por siempre solo, pero serás el más grande alastor que se haya visto en Ashar, Crattia o Mysra. Un guerrero que marcará el destino de este reino en la tormenta que se avecina.

Por un instante el joven y la mujer mantuvieron sus miradas fijas el uno en el otro. Nilde parecía mostrar un dejo de esperanza mientras que Arjen mantenía un semblante más serio y tranquilo.
–Es tiempo de que me vaya –con sonoros pasos el alastor se alejó del altar, dirigiéndose hacia el amplio pasillo que le llevaría de vuelta a la sala principal.
–Espera –dijo la voz de la mujer cuando el joven estaba en la salida de la habitación–. ¿Fueron acertadas mis visiones? ¿En verdad naciste en Ashar?
–No lo sé –respondió Arjen–. No sé de dónde vengo, ni quien era antes de ponerme esta pieza de armadura en el brazo. Por eso vine aquí. Para buscar respuestas. Pero parece ser que ni siquiera los dioses pueden dármelas.

Sin esperar un instante más el joven alastor dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia las afueras del templo. Estaba hastiado de la escasa luz de la sala, del dulzón hedor del incienso, de los caprichos de los dioses, de sus profecías, de su interminable sed de sangre, y en especial de sus seguidores. “La fe suele ser la muerte de la razón” le había escuchado decir a su señor alguna vez. Después de presenciar los actos del oráculo y lo que estuvo dispuesta a hacer para trazar su profecía, comprendía la verdad de aquellas palabras.
La primera inhalación del aire del bosque se sintió limpia y purificadora. Los árboles parecían darle la bienvenida, emitiendo un suave coro cada vez que el viento acariciaba sus hojas. La visión de su corcel y la promesa implícita de correr a sus espaldas, de cara al viento, terminaron por devolverle los ánimos. Garret no exageró. Los caballos de Ashar eran en verdad únicos. Nunca antes había tenido el privilegio de una montura tan fina y resistente.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al recordar al muchacho.

–Tal vez no está allí solo para vigilarme después de todo –pensó mientras posaba sus ojos sobre el camino. Aunque se consideraba como parte de Drajakard, lo cierto era que el templo estaba rodeado por bosques. Lo único que de verdad le unía a la ciudad era el antiguo puente que cruzaba el río Kajav y en aquel momento no había otro sonido más que el ruido de su cauce. No había nadie en los alrededores y sobre el lodoso camino no se veían más pisadas que las de su propio corcel. Nadie le había seguido. Nadie más que el chico sabía que estaba allí, y al parecer había guardado su secreto. “Un escudero digno” fueron las palabras que Lord Ravarath uso para describirlo cuando lo entregó a su servicio. No había exagerado. Gracias a él ahora tenía su libertad en sus manos. Aunque estaba allí por elección propia, servir en las fuerzas de Ashar no se sentía del todo bien. Pero ahora, sin nadie tras su rastro, era libre para irse. Si en verdad lo deseaba podía cabalgar por los caminos, dirigirse a un puerto y dejar Ashar para siempre.
–¿Tú que piensas? –preguntó al corcel mientras desataba las riendas. El animal le miró y sacudió su cabeza, emitiendo un sonoro relinchido–. Si, lo mismo pensé yo.
El joven alastor puso una bota en el estribo y con un salto subió a su montura, sacudiendo de inmediato las riendas para iniciar su camino de vuelta al castillo.

* * * * *

Cuando abrió la puerta Garret se encontraba allí, durmiendo entre cobijas de pieles, sobre el pequeño camastro ubicado en uno de los rincones de la habitación. El rechinido de las bisagras y las pisadas provocaron que el muchacho se sacudiera inquieto, pero fue el peso del alastor al sentarse sobre las sábanas lo que finalmente le sacó de las brumas del sueño.
–¿…Señor…? –preguntó el chico tras unos instantes. Arjen había posado la vela sobre una pequeña pila de libros que yacían en una mesita, a un lado del camastro. Su luz, aunque tenue, le obligó a entrecerrar los ojos.
–La vi –el alastor tenía la mirada clavada en el rostro del escudero, tratando de dilucidar si en verdad era tan joven como lucía. Si en verdad podía arriesgarse a confiar de lleno en él. Arjen no conocía su propia edad, pero el oráculo no fue la primera en decirle que no llegaba ni a los veinte inviernos. Su propia juventud no estaba en duda. ¿Pero que había de la de aquel muchacho?
–¿Qué le dijo Sir? –el escudero se frotó los ojos mientras se incorporaba para sentarse en el camastro. A pesar del frío que bajaba desde el monte, su delgado torso estaba descubierto–. ¿Consiguió las respuestas que buscaba?
–En cierta forma –Arjen dejó escapar una leve sonrisa, sin dejar de notar que Garret volvía a llamarle Sir–. Pero no con ella.
–No le entiendo –los verdes ojos del chico mostraban confusión–. ¿Qué fue lo que le dijo?
–Le pregunté sobre mi pasado –comenzó el alastor–. Me dijo que había nacido aquí en Ashar, que había viajado por el mundo y conocido a un gran maestro que me enseño sus artes. También me hablo sobre mi futuro. Me aseguró que llegaría a ser un gran guerrero…
–Yo sé que lo será –interrumpió el chico incapaz de contener su entusiasmo.
–…que el mismo rey Jaegar me haría miembro de su corte y que cambiaría para siempre el destino de Ashar.
–Podría ser cierto –insistió Garret–. Sólo los dioses saben que pasará en el futuro.
–También me dijo que conocería una mujer –el alastor dejó escapar una exclamación de burla–. Una mujer que “sacudiría mi vida como nadie” o algo así.
–Ohh… –el semblante del muchacho mostró un dejo de decepción, pero se obligó a sonreír–. Es natural. Un guerrero como usted merece la más fina de las doncellas.
–No –dijo Arjen volviendo su mirada al muchacho–. Todo eso no eran más que patrañas. Toda su palabrería sobre el destino, sobre ser un gran guerrero, sobre la doncella, solo eran los delirios sin sentido de una fanática. Esa mujer era una loca. Y yo debo haber estado igual de loco para cabalgar hasta allí a escuchar sus sandeces.
–Pero…no entiendo –inquirió el chico–. Dijo que había conseguido respuestas.
–Así fue –con un semblante serio Arjen se acercó y posó su mano izquierda sobre la mejilla del muchacho, entrelazando su mirada con la suya. Garret se sonrojó e instintivamente se llevó la mano al rostro posándola sobre la del alastor. El metal que la cubría no era frío, sino que tenía una suave calidez, cual si fuera su propia piel.

Por un instante ambas figuras permanecieron en silencio, con las miradas fijas uno sobre el otro. La luz de la vela se reflejaba sobre los grandes ojos esmeraldas del muchacho, otorgándoles un enigmático brillo. El semblante de Arjen parecía serio y determinado, pero mostraba también una calidez que Garret no había visto antes.
–Desde que estábamos en el barco he notado como me mirabas –dijo Arjen, rompiendo el silencio–. Al principio creí que tu lord te había asignado a mí para vigilarme, pero… ahora no lo sé. ¿Tú pediste esto?
–Sir…yo… –balbuceó el muchacho mientras la sangre se le subía al rostro, incapaz de retirar su mirada del alastor. Inconscientemente mordió su labio y su mano apretó con más fuerza, como si tratara de sentir más cercana la calidez que emanaba del metálico guantelete.
–Otra vez diciéndome Sir –Arjen esbozo una tenue sonrisa.
–Lo siento señor, yo… –se disculpó el muchacho, manteniendo sus ojos fijos en los de su señor. A pesar de sus palabras habría efusividad en su semblante y una sutil pero dulce sonrisa dibujada en sus delgados labios.
–Olvídalo –Arjen retiró su mano de la mejilla del joven y entrelazó sus dedos con los suyos–. Puedes llamarme como quieras.
Garret le miró con una expresión emotiva, apretando su mano en respuesta. Incapaz de contenerse más, cerró los ojos y se arrojó al frente, encontrando sus labios con los del hombre al que admiraba. Sus brazos le rodearon con una instintiva ansia, buscando el calor de su cuerpo. Atrás quedaron todas las dudas, todas las sospechas, los temores y las precauciones. Arjen se dejó llevar por el rojo delirio que el muchacho despertó en él, palpando la piel de su torso desnudo, respondiendo a su abrazo con una fuerza y un cariño nacidos de una necesidad que desconocía; una necesidad que hasta ahora había permanecido oculta, muy hondo en su interior.
Con cada instante que pasaba ambas figuras se entrelazaban y se estrechaban con más fuerza, besándose profundamente mientras sus manos acariciaban y se aferraban con una pasión que parecía inagotable. Los instintos de Garret le gritaban que se quedase allí, envuelto por siempre en el calor de esos brazos. Pero al mismo tiempo quería ver el rostro de aquel hombre, perderse en el ámbar de sus ojos y la natural fiereza de sus rasgos. Por un instante halló la fuerza necesaria para separarse y volver a cruzar sus miradas. La tierna sonrisa del chico y su devota mirada acentuaron su delicado semblante. Cuando habló, su voz despertó una calidez perdida y olvidada en el interior del alastor.
–Está bien… Arjen.

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