En el tranquilo pueblo de Hordy’d se podía respirar tranquilidad, no como en las ciudades vecinas pasadas las colosales montañas del sur, cuyos habitantes malvivían bajo el yugo opresor de los altísimos impuestos y las leyes sumamente abusivas formuladas por sus ambiciosos gobernantes. No, Hordy’d era un buen lugar en el que vivir, siempre y cuando uno fuera leal al trabajo. Era ésta una de las razones por la que tanto estaba creciendo, de modo que algunos nuevos comerciantes se instalaron en la ciudad. Entre ellos, taberneros. A la única que había en el pueblo, suficiente para satisfacer las necesidades de poco más de ciento cincuenta habitantes, retoño arriba, anciano abajo, se unieron hasta cinco más, oportunidades de negocio que reflejaban al término del día que la inversión había merecido, y mucho, la pena. Y es que, según los últimos datos demográficos, se había cuadriplicado la cantidad de personas en el pueblo, y la mayoría serían habituales feligreses para dichos locales.
Quizá fuera por las noticias transmitidas por los viajeros que hacían parada en esta villa mientras atravesaban la provincia, reflejando en sus palabras lo próspera que se había vuelto, que llegó a la misma una imprevista compañía de artistas que desfiló por cada una de las calles de Hordy’d entre bailes y cantos, anunciando una serie de fabulosos espectáculos para deleite de los habitantes del pueblo. Los que acudieran a la cita se encontrarían con una entrada inicial libre, debiendo aportar una pequeña cantidad de monedas de cobre únicamente en el caso de que quedaran encantados con dichas actuaciones, sin obligación real de dejarles nada. Bajo estas condiciones, nadie quiso perdérselo, y comenzaron entonces a surgir rumores de toda clase acerca del lugar donde iba a celebrarse tan bien publicitado espectáculo: La taberna de Ludgran. El motivo de esas habladurías tenían su razón de ser en el completo desconocimiento de los lugareños acerca de este nuevo local, que nadie recordaba haber visto en su deambular frente al mismo por la más ancha y concurrida calle del pueblo.
Ya llegada la noche, los mismos dueños de las florecientes tabernas de Hordy’d se acercaron a la que albergaría las actuaciones de la compañía, pues desde las puertas de sus propios negocios veían cómo nadie les dedicaba siquiera un simple vistazo, animados ante la perspectiva de una original y divertida velada en la taberna de Ludgran.
Tal y como se había anunciado, nadie les cobró entrada alguna, pasando tras la puerta a un amplísimo local perfectamente iluminado por enormes candelabros cada pocos pasos junto a las paredes, así como cuatro lámparas circulares en el alto techo del segundo piso terminaban de dar un toque mágico por las danzantes llamas de las velas, evitando que quedara una sola esquina en completa penumbra. Quizá midiese lo mismo tanto al frente como hacia los lados, un cuadrado que en las alturas prescindía de ninguna otra planta, lo que daba una mayor impresión de grandiosidad. Al fondo, se elevaba un simple pero largo escenario hacia el cual se encontraban dispuestas decenas de sillas que enseguida fueron ocupadas por las primeras de las personas en entrar. Éstas serían atendidas por varios camareros, hombres y mujeres de muy buena planta que se llevaron más de un pícaro vistazo de parte de cada uno de los clientes. Tampoco ellos parecían querer cobrar por las generosas jarras de cerveza, el delicioso vino servido o las sabrosas tostadas con dulce miel y cremoso queso blanco por encima. Para completar la decoración de la taberna, una corta, aunque funcional, barra de pulida madera de nogal se encontraba aislada en el rincón derecho, según se entraba por la puerta. Tras ella, pasando a un completo segundo plano, podía verse al que debía ser el dueño del negocio, un hombre delgado bajo la ceñida tela de su túnica marrón oscuro, con capucha echada hacia atrás para dejar a la vista un rostro maduro, con marcadas ojeras y abultadas arrugas en la frente, sin pelo alguno en la cabeza. Tenía los brazos cruzados frente al pecho, el lado izquierdo de los labios arqueados hacia arriba en una disimulada y perenne sonrisa y la mirada fija durante pocos segundos en cada uno de los asistentes a su taberna. Nadie se dirigió a él, pues ya se encargaban sus camareros de la clientela, pero tampoco pareció que se moviera del sitio ni que cambiara de posición para aquellos que, de reojo y recelosos, le dedicaban algún vistazo.
Pronto dio comienzo el espectáculo, con bastante gente aún fuera haciendo cola para entrar mientras los de dentro buscaban sitio cerca de las paredes, de pie éstos. Entonces, del escenario surgieron gruesas volutas de humo que se unieron entre distintos haces de luz de diferentes colores para dar forma a las personas que durante el día anunciaran el evento por las calles, materializándose al poco su cuerpo sólido tras una sorpresiva explosión por delante de la primera fila. A continuación, varios malabaristas dieron muestra de sus habilidades con palos, pelotas y alucinantes acrobacias, seguidos por ilusionistas que maravillaron al público con su espectáculo de luces, la levitación de algún objeto, o incluso voluntario de los que estaban sentados en las primeras sillas, y la recreación de extraños y muy realistas monstruos de leyenda con el uso del humo con el que iniciaran la sesión.
Podría ser que no durara más de una hora, pero fue suficiente para que todos los asistentes quedaran embelesados, marchándose a sus casas con ganas de más. Tanto así que al día siguiente, bajo la promesa de los artistas de que les ofrecerían una buena cantidad de nuevos trucos aún más espectaculares, el pueblo entero repitió la experiencia, creciendo el número del público al haber llegado las increíbles descripciones de los alucinados espectadores a los habitantes de aldeas y pueblos cercanos.
Nuevamente, los artistas no decepcionaron, pidiendo al término del espectáculo que, por favor, invitaran a cuantos conocidos tuvieran en los alrededores. De este modo, en la tercera y consecutiva noche, la taberna de Ludgran acogió a tantas personas como habitantes habían censados en hasta siete poblaciones a varios kilómetros a la redonda. Sin embargo, los que acudieron desde la primera actuación creyeron advertir cierto cambio en el local. Quizá hubiese el mismo número de candelabros, puede que las sillas fueran las de cada noche y que los metros entre las distintas paredes fueran idénticos a los ya vistos anteriormente, pero la sensación de que el lugar era mucho mayor no iba a quitásela nadie. Aún así, dichos pensamientos desaparecieron al instante una vez que el humo que anunciara el comienzo de la actuación inundó el escenario.
Pero, en realidad, sí hubo algunos cambios. La puerta, por vez primera, se cerró, aunque nadie estuvo atento a este detalle. Además, el tabernero de detrás de la barra no se encontraba en esta ocasión tras ella, sino a un lado del escenario, del cual surgía humo, como otras veces ocurriera. No obstante, éste no se evaporó una vez que los artistas tomaron forma. En su lugar, comenzó a expandirse tras las primeras filas hasta ocupar todo el recinto, lo suficientemente poco denso para que nadie se perdiera el espectáculo. Los camareros siguieron andando entre el público con sus bandejas llenas, dando de comer y beber a las personas junto a las que pasaban. Ninguna de éstas les dejaba continuar sin arrebatarles algo de lo que portaban; eso sí, no apartaron ni una vez sus ojos de los del escenario.
En esa tercera noche, las actuaciones se alargaron en el tiempo, llegando hasta la madrugada. La fascinación despertada en los espectadores les mantenía embobados, incluso pasaría desapercibida la falta de concentración de uno de los camareros, que dejó a la vista, literalmente, una alargada mano esquelética bajo la bandeja. Poco importó a esas alturas, aunque el tabernero llamaría más tarde la atención al despistado; no les permitiría errores de ningún tipo.
Poco a poco, el humo se fue haciendo más denso y las personas que acudieron a la taberna dejaron de ver absolutamente nada al frente, aunque en sus mentes los magos continuaban haciendo volar conejos que canturreaban y bailaban al son de la melodiosa voz de una linda jovenzuela, y los malabaristas llegaban a saltar tanto por encima de otros compañeros en imposibles acrobacias que podrían rozar con sus dedos las lámparas del altísimo techo. Ellos «lo veían», pero nadie actuaba ya en el escenario, nadie se esforzaba en mantener su atención ni en sorprenderles con trucos que jamás imaginaron ver en su vida. Por contra, las ropas de los que formaban la compañía, así como las de los camareros, cayeron al suelo, desnudos los fantasmagóricos huesos semitranslúcidos de los que devoraban sus cuerpos y almas mientras creían seguir gozando del espectáculo. Ni siquiera sintieron dolor, ni se percataron de los dientes y lenguas que se tragaban cada trozo de su ser, muertos sin que tuvieran la oportunidad de conocer lo que estaba ocurriendo.
El anciano apuró la jarra de cerveza con dificultad, tembloroso el brazo que la levantaba, soltándola pesarosamente en la mesa bajo la atenta mirada del resto de los presentes en la vieja y ridículamente pequeña taberna de Bíartel, pueblo de mala fama por contar con demasiados ladrones y estafadores entre sus habitantes. Entonces, al ver que el viejo de harapientos y oscuros camisa y pantalones tardaba tanto en continuar su relato, el que se encontraba más cerca de él carraspeó, logrando su objetivo; el hombre echó a un lado el canoso y enmarañado pelo hasta los hombros, perdida la vista en algún punto de la mesa, y decidió volver a abrir la boca.
—Quizá fuera lo único bueno de vivir en la calle —dijo con su ronca y muy castigada voz, sin ánimo alguno en sus palabras—, mendigando un chusco de pan que buenamente podía llevarme a la boca cada pocos días. Ya había oído la historia del grupo de soldados que, engañados por una supuesta compañía de artistas, fueron envenenados con la bebida y comida que les ofrecieron durante el espectáculo. Dichos soldados, tan grande fue el rencor por la farsa urgida por sus propios enemigos, volvieron del más allá, de alguna forma que aún nadie ha sabido desentrañar, y se dedicaron a usar el mismo truco con el que los mataron para alimentarse de las personas vivas que fueran encontrando en cada nuevo pueblo que vieran a su paso. De esta forma, cada varios años, recuperarían parte de la vitalidad necesaria para continuar en este mundo.
—Pero, si los mataron a todos, ¿quién pudo haberte contado la historia de Hordy’d?
El anciano miró de reojo al joven, que debía pertenecer a una buena familia por sus ropas, y devolvió la vista a la jarra ya vacía, a la escasa espuma resbalando hasta la base de la misma.
—Conocía la leyenda de los soldados, de ahí que ninguna de esas tres noches entré en la taberna de Ludgran. Además, ése mismo era el nombre del oficial que les dirigía.
»Fui capaz de ver lo que sucedía en el interior desde el ancho ventanal y helado me quedé cuando el supuesto tabernero se acercó a cerrar la puerta; sus oscuros y fríos ojos se clavaron en los míos y pude sentir la maldad que rezumaban. Así mismo, sus manos, sujetas al pomo interno de la puerta, desprendían cierta tenue luminosidad azul que dejó paso a su verdadera forma justo antes de desaparecer al cerrarla. Vi atemorizado cómo los devoraban y huí de allí tan rápido como me permitieron mis piernas. Creedme cuando os digo que esa escena no está hecha para un crío de únicamente once años.
»Desde entonces, he viajado durante toda mi vida visitando nuevas regiones, intentando escapar de mis pesadillas. Sin embargo, cuando tan poco me queda ya, he llegado a entender que nunca podré escapar de ellos.
—¿Nunca? —insistió el mismo chico—. Los devoraron a todos salvo a ti. ¡Tú sí escapaste!
—¿De veras? —El anciano sonrió, aunque enseguida dejó escapar sonoras y nerviosas risotadas, tan pronto como comenzó a oír tras la puerta que daba a la calle lo que parecían cantos e instrumentos al mismo ritmo, quizá flautas, tambores y violines. Los demás le imitaron y echaron un vistazo a la puerta, como si no estuviera allí realmente, sorprendidos por la ronca voz del viejo cuando continuó hablando—. Viajo lejos de Hordy’d, siempre alejándome de ella, pero parece que aquel día en el que el tabernero miró hacia mí, me eligió como su guía, yendo allá a donde esté. Y por mucho que he contado este mismo relato por un nuevo trago, nadie de los que me escuchó pudo escapar de la atracción por su espectáculo. —El anciano se levantó con mucha más dificultad de la que hubiese imaginado, podría ser que ahora necesitase una menor cantidad de alcohol para ver mermar sus sentidos, y se dirigió hacia la puerta de salida mientras todos le observaban. Allí se detuvo un momento, oyendo tras de sí la compañía de la que siempre pretendió huir—. ¿Será que desde aquel día sea yo el que maldiga una tierra u otra? —Rio brevemente—. Pensé que podría ayudarme de las tabernas para avisar a las gentes de cada pueblo sobre el terrible peligro que les aguardaría. Es ahí donde se concentran tantos hombres y mujeres ávidos de nuevas historias; donde se celebran reuniones que, en ocasiones, determinan el rumbo del mundo; donde creí que mi pasado podría servir para acabar con esta sinrazón. No creo que me equivocara en el lugar, sólo en mis posibilidades reales de éxito.
»Marcho a Treng’ha. Quizá allá, en alguna otra de sus concurridas tabernas, tenga más suerte.
El anciano abrió la puerta y cruzó el marco, momento en el que quedó a la vista de algunos de los clientes del local la figura de un malabarista vestido con coloridas ropas. La música penetró por sus oídos en sus mentes y las palabras del anciano fueron sustituidas al instante por unas irrefrenables ganas de asistir al espectáculo que anunciaban.
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