Se incorporó en la cama con el pulso martilleándola las sienes. ¡Otra vez ese maldito sueño! A decir verdad, no era un sueño al uso, ni siquiera estaba completamente dormida. Llegaba cuando se hacía patente esa sensación de abandono y lejanía, cuando estás a punto de dejarte llevar, pero aún eres plenamente consciente de todo, de tu cuerpo, tu respiración, lo que te rodea, incluso la sábana que tus manos rozan. Había ocurrido mientras demoraba el instante de levantarse, pero no tenía por qué ser así, las “visiones” podían asaltarle en cualquier momento: sentada en el sofá mirando la tele o esperando que llegara el metro en el andén.
Lo que realmente le inquietaba es que hacía más de dos años que no ocurría. Lo tenía controlado, o eso creía hasta hacía unos días…
Desde niña había aprendido a vivir con ellas porque su abuela tenía el “don” y se encargó muy mucho de explicarle, desde antes de que pudiera comprender, y no es que fuera alguien torpe ni mucho menos, pero primero de hablar ya tenía claro que había cosas que no podía hacer. Después, cuando fue creciendo las “visiones” eran el menor de los problemas, había otras variedades del “don” que podían resultar mucho más peligrosas. De manera, que condenada a la soledad y a no relacionarse con otros de su edad, había crecido confinada en una vieja casa perdida en el monte, alejada de sus padres y hermanos, y bajo la tutela de su abuela.
Doria era una mujer recia y estricta, incluso distante, pero a ella eso no le importaba, hacía tiempo que había comprendido que lo mejor que podía hacer era mantenerse lejos de los afectos humanos, porque la cercanía derivaba en una serie de imágenes que se sucedían reiteradamente en su mente, y unos impulsos…¡más que impulsos, aquello eran órdenes de su mente, de su cuerpo… de toda ella! Hasta que aquel terrible momento había pasado y ella podía de nuevo escabullirse de sus múltiples escondites y continuar con su marcada doctrina de adiestramiento.
Alguna vez, trató de explicar que no eran exactamente como lo que su abuela experimentaba y pretendía hacerla entender, pero ante las respuestas obstinadas de esta, terminó por convencerse de que era mejor así: aprender sola a controlarlo.
La anciana falleció cuando ella contaba dieciséis años y hubo de regresar al hogar paterno, junto con dos hermanos que no conocía. ¡Oh dios! Aquello si fue realmente difícil. Controlar todo lo que sentía… Una explosión de secuencias futuras que se sucedían a cualquier hora y en cualquier lugar y que tenían como protagonista a alguien que la rodease y en ese momento constituyera una molestia para sus intereses. Aprender a dominar aquello, “no intervenir” como decía su abuela, había sido lo más difícil a lo que se había enfrentado. Pero consiguió hacerlo y con dieciocho años tomó la decisión de integrarse en la sociedad. Ya no podían retenerla y la herencia que su abuela le había dejado se hacía efectiva.
Madrid y la Universidad suponían un nuevo reto, pero se sentía segura de sí misma y sabía que manteniendo la distancia suficiente con quienes pululaban en torno a ella, todo iría bien. Y así había sido, hasta hacía poco más de seis meses.
Volvía de la compra y al pulsar el botón del ascensor una de las bolsas se había rajado, exponiendo por el suelo toda clase de productos. Maldijo una y otra vez su suerte cuando escuchó abrirse tras ella la puerta del portal y unos pasos que se aproximaban.
– Deja que te ayude – ella negó con la cabeza y se apresuró a meter todo lo que podía en la otra bolsa, pero el chico, porque la voz era de un chico, se había agachado junto a ella y le tendía un paquete de pan de molde. Por un momento alzó la vista y sus ojos se encontraron, tenía una mirada oscura, casi negra y un brillo divertido en las pupilas, sonreía. Se bloqueó, solo fueron unos segundos pero cuando sus manos se rozaron, se bloqueó. Ya no recordaba la última vez que había mantenido contacto físico con otro ser humano. Se retiró con brusquedad, entró en el ascensor dejando que la puerta cayera con un golpe estridente y pulsó con frenético apremio el botón del quinto piso.
Cuando se dejó caer en el sofá aún sentía la electricidad del otro en la punta de los dedos. Estaba confundida y asustada y para colmo las luces se encendían y apagaban como las de una discoteca. Respiró profundamente e intentó calmarse, volver a tener el control, como siempre. Lo estaba logrando cuando el timbre aceleró las pulsaciones en su pecho y la bombilla estalló en la lámpara sobre su cabeza.
Se resistía a abrir, pero por otra parte… ansiaba de nuevo sentir esa descarga, más fuerte que ninguna otra que la hubiera recorrido antes. Se paró delante del pomo y lo asió con fuerza, hasta que los nudillos palidecieron, inspiró hondo y lo hizo girar.
Allí, de pie frente a ella estaba el muchacho moreno sosteniendo delante de sus ojos el paquete de pan de molde.
-Te lo has dejado…- ella volvió a contemplarlo y decidió que no podía ser tan horrible si había conseguido “tenerlo oculto y en silencio” durante tanto tiempo. Sonrió y entornó su mirada felina. Él le devolvió la sonrisa y desde ese instante no habían dejado de verse ni un solo día.
¡Ella! La rara, la que siempre estaba sola, la que todos deseaban pero a la que ninguno osaba acercarse, se había enamorado y por primera vez en su vida, creía ser feliz y lo estaba haciendo bien, sin miedos, sin presiones… Hasta… Hasta hacía una semana. Gabriel le había presentado a una compañera de clase y al darle dos besos todo su cuerpo se tensó, como una advertencia de lo que vendría. Y así había sido, desde ese instante las malditas visiones se repetían una y otra vez, acechando en cualquier parte. Sin permitirle hacer nada con normalidad. No dormía, no comía, no salía… todo su ser se concentraba en “no intervenir”. Pero había llegado a su límite, no lo soportaba más. No podía vivir así y menos aún, podía perder lo que había conseguido con tanto esfuerzo, lo que ya tanto quería.
Se levantó de la cama resuelta, se duchó, se vistió y salió de casa. Anduvo un buen rato por las calles ya poco transitadas por la hora. Los comercios comenzaban a cerrar, pero su paso era firme, seguro, sabía justo donde tenía que dirigirse. En su cabeza sonaba una y otra vez el Adagio de Albinoni, su pieza preferida y que siempre conseguía calmarla.
Se detuvo frente a una zapatería con el cierre ya bajado y escuchó. Su fino oído le descubrió el ajetreo de una empleada que se afanaba en recoger con prisa para marcharse cuanto antes, aunque lo cierto es que no necesitaba imaginar nada, sabía perfectamente lo que ocurría dentro, lo había visto cientos de veces en la última semana.
Colocó con suavidad la mano sobre la pared junto al cierre y en su mente se dibujó a la perfección el cableado de todo el edificio. No tuvo que esforzarse demasiado para enviar una corriente desde sus dedos hasta una bombilla que se balanceaba con parsimoniosa indolencia sobre la joven, que en ese instante hacía malabarismos sobre una pequeña escalera e intentaba colocar en orden unas cajas, sin demasiado éxito. La explosión la sobresaltó e hizo que cayera hacia atrás golpeándose la cabeza con una de las baldas de hierro de las estanterías, perdiendo el conocimiento. A continuación unas muy intencionadas chispas cayeron sobre un montón de cartones que prendieron sin dificultad.
Fuera de la tienda solo ella se había “percatado” de lo ocurrido. No pudo evitar sonreír cuando el Adagio llegaba a su momento álgido y recordó las palabras de su abuela: “En otro tiempo nos hubieran quemado, por brujas”. Dejó que una leve carcajada escapara grácilmente de su boca mientras encendía un cigarrillo: “No era ella la que ardía ahora, sino la amiga de Gabriel”. Dio una profunda calada y dejó que el humo huyera de sus labios rojos y ascendiera, mientras ella se alejaba, uniéndose en una macabra danza con las incipientes bocanadas negras que se escapaban por debajo de la persiana de metal, fundiéndose a la altura de las azoteas, como dos amantes.
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