María Martínez Ovejero

Nació en 1987 en Talavera de la Reina. Cursó estudios de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad amplía su formación con estudios en Criminología en la UDIMA. En enero de 2014 publicó Recuérdame, su primera novela. Tierras de luz, Tierras de sombra supone su incursión en el mundo de la fantasía, sin abandonar la literatura de corte juvenil.

Jul 172015
 
 17 julio, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , ,  4 comentarios »

Se incorporó en la cama con el pulso martilleándola las sienes. ¡Otra vez ese maldito sueño! A decir verdad, no era un sueño al uso, ni siquiera estaba completamente dormida. Llegaba cuando se hacía patente esa sensación de abandono y lejanía, cuando estás a punto de dejarte llevar, pero aún eres plenamente consciente de todo, de tu cuerpo, tu respiración, lo que te rodea, incluso la sábana que tus manos rozan. Había ocurrido mientras demoraba el instante de levantarse, pero no tenía por qué ser así, las “visiones” podían asaltarle en cualquier momento: sentada en el sofá mirando la tele o esperando que llegara el metro en el andén.

Lo que realmente le inquietaba es que hacía más de dos años que no ocurría. Lo tenía controlado, o eso creía hasta hacía unos días…

Desde niña había aprendido a vivir con ellas porque su abuela tenía el “don” y se encargó muy mucho de explicarle, desde antes de que pudiera comprender, y no es que fuera alguien torpe ni mucho menos, pero primero de hablar ya tenía claro que había cosas que no podía hacer. Después, cuando fue creciendo las “visiones” eran el menor de los problemas, había otras variedades del “don” que podían resultar mucho más peligrosas. De manera, que condenada a la soledad y a no relacionarse con otros de su edad, había crecido confinada en una vieja casa perdida en el monte, alejada de sus padres y hermanos, y bajo la tutela de su abuela.

Doria era una mujer recia y estricta, incluso distante, pero a ella eso no le importaba, hacía tiempo que había comprendido que lo mejor que podía hacer era mantenerse lejos de los afectos humanos, porque la cercanía derivaba en una serie de imágenes que se sucedían reiteradamente en su mente, y unos impulsos…¡más que impulsos, aquello eran órdenes de su mente, de su cuerpo… de toda ella! Hasta que aquel terrible momento había pasado y ella podía de nuevo escabullirse de sus múltiples escondites y continuar con su marcada doctrina de adiestramiento.

Alguna vez, trató de explicar que no eran exactamente como lo que su abuela experimentaba y pretendía hacerla entender, pero ante las respuestas obstinadas de esta, terminó por convencerse de que era mejor así: aprender sola a controlarlo.

Edificio en llamas - Relatos de Fantasía

La anciana falleció cuando ella contaba dieciséis años y hubo de regresar al hogar paterno, junto con dos hermanos que no conocía. ¡Oh dios! Aquello si fue realmente difícil. Controlar todo lo que sentía… Una explosión de secuencias futuras que se sucedían a cualquier hora y en cualquier lugar y que tenían como protagonista a alguien que la rodease y en ese momento constituyera una molestia para sus intereses. Aprender a dominar aquello, “no intervenir” como decía su abuela, había sido lo más difícil a lo que se había enfrentado. Pero consiguió hacerlo y con dieciocho años tomó la decisión de integrarse en la sociedad. Ya no podían retenerla y la herencia que su abuela le había dejado se hacía efectiva.

Madrid y la Universidad suponían un nuevo reto, pero se sentía segura de sí misma y sabía que manteniendo la distancia suficiente con quienes pululaban en torno a ella, todo iría bien. Y así había sido, hasta hacía poco más de seis meses.

Volvía de la compra y al pulsar el botón del ascensor una de las bolsas se había rajado, exponiendo por el suelo toda clase de productos. Maldijo una y otra vez su suerte cuando escuchó abrirse tras ella la puerta del portal y unos pasos que se aproximaban.

– Deja que te ayude – ella negó con la cabeza y se apresuró a meter todo lo que podía en la otra bolsa, pero el chico, porque la voz era de un chico, se había agachado junto a ella y le tendía un paquete de pan de molde. Por un momento alzó la vista y sus ojos se encontraron, tenía una mirada oscura, casi negra y un brillo divertido en las pupilas, sonreía. Se bloqueó, solo fueron unos segundos pero cuando sus manos se rozaron, se bloqueó. Ya no recordaba la última vez que había mantenido contacto físico con otro ser humano. Se retiró con brusquedad, entró en el ascensor dejando que la puerta cayera con un golpe estridente y pulsó con frenético apremio el botón del quinto piso.

Cuando se dejó caer en el sofá aún sentía la electricidad del otro en la punta de los dedos. Estaba confundida y asustada y para colmo las luces se encendían y apagaban como las de una discoteca. Respiró profundamente e intentó calmarse, volver a tener el control, como siempre. Lo estaba logrando cuando el timbre aceleró las pulsaciones en su pecho y la bombilla estalló en la lámpara sobre su cabeza.

Se resistía a abrir, pero por otra parte… ansiaba de nuevo sentir esa descarga, más fuerte que ninguna otra que la hubiera recorrido antes. Se paró delante del pomo y lo asió con fuerza, hasta que los nudillos palidecieron, inspiró hondo y lo hizo girar.

Allí, de pie frente a ella estaba el muchacho moreno sosteniendo delante de sus ojos el paquete de pan de molde.

-Te lo has dejado…- ella volvió a contemplarlo y decidió que no podía ser tan horrible si había conseguido “tenerlo oculto y en silencio” durante tanto tiempo. Sonrió y entornó su mirada felina. Él le devolvió la sonrisa y desde ese instante no habían dejado de verse ni un solo día.

¡Ella! La rara, la que siempre estaba sola, la que todos deseaban pero a la que ninguno osaba acercarse, se había enamorado y por primera vez en su vida, creía ser feliz y lo estaba haciendo bien, sin miedos, sin presiones… Hasta… Hasta hacía una semana. Gabriel le había presentado a una compañera de clase y al darle dos besos todo su cuerpo se tensó, como una advertencia de lo que vendría. Y así había sido, desde ese instante las malditas visiones se repetían una y otra vez, acechando en cualquier parte. Sin permitirle hacer nada con normalidad. No dormía, no comía, no salía… todo su ser se concentraba en “no intervenir”. Pero había llegado a su límite, no lo soportaba más. No podía vivir así y menos aún, podía perder lo que había conseguido con tanto esfuerzo, lo que ya tanto quería.

Se levantó de la cama resuelta, se duchó, se vistió y salió de casa. Anduvo un buen rato por las calles ya poco transitadas por la hora. Los comercios comenzaban a cerrar, pero su paso era firme, seguro, sabía justo donde tenía que dirigirse. En su cabeza sonaba una y otra vez el Adagio de Albinoni, su pieza preferida y que siempre conseguía calmarla.

Se detuvo frente a una zapatería con el cierre ya bajado y escuchó. Su fino oído le descubrió el ajetreo de una empleada que se afanaba en recoger con prisa para marcharse cuanto antes, aunque lo cierto es que no necesitaba imaginar nada, sabía perfectamente lo que ocurría dentro, lo había visto cientos de veces en la última semana.

Colocó con suavidad la mano sobre la pared junto al cierre y en su mente se dibujó a la perfección el cableado de todo el edificio. No tuvo que esforzarse demasiado para enviar una corriente desde sus dedos hasta una bombilla que se balanceaba con parsimoniosa indolencia sobre la joven, que en ese instante hacía malabarismos sobre una pequeña escalera e intentaba colocar en orden unas cajas, sin demasiado éxito. La explosión la sobresaltó e hizo que cayera hacia atrás golpeándose la cabeza con una de las baldas de hierro de las estanterías, perdiendo el conocimiento. A continuación unas muy intencionadas chispas cayeron sobre un montón de cartones que prendieron sin dificultad.

Fuera de la tienda solo ella se había “percatado” de lo ocurrido. No pudo evitar sonreír cuando el Adagio llegaba a su momento álgido y recordó las palabras de su abuela: “En otro tiempo nos hubieran quemado, por brujas”. Dejó que una leve carcajada escapara grácilmente de su boca mientras encendía un cigarrillo: “No era ella la que ardía ahora, sino la amiga de Gabriel”. Dio una profunda calada y dejó que el humo huyera de sus labios rojos y ascendiera, mientras ella se alejaba, uniéndose en una macabra danza con las incipientes bocanadas negras que se escapaban por debajo de la persiana de metal, fundiéndose a la altura de las azoteas, como dos amantes.

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Mar 132015
 

Sintió la mirada azul y gélida de Aricia puesta en ella.

Sabías que este momento llegaría. Lo sabemos desde que abrimos los ojos a este mundo. Por eso es que los nuestros jamás se mezclan con humanos. -Acompañaba su ir y venir en torno a ella con pequeñas pausas que aprovechaba para taladrarla con furibunda insistencia-. Realmente eres estúpida si creías que esa criatura rompería la regla.

-Solo era una cría cuando la encontré… -Intentó justificarse, pero no pudo sostener por mucho tiempo la intensidad de los ojos llameantes de su interlocutora.

-¡Precisamente por eso la encontraste! Ninguno de esos seres hubiera hallado este lugar de no ser atraído por ellos y sabes muy bien lo que significa eso: que había sido cuidadosamente elegida.

-Era inocente…

-¡Todos lo son! Pero es un equilibrio que no debe romperse. Ellos eligen sus ofrendas y las traen hasta aquí. Te has pasado doce años protegiéndola de las Sombras, pensando que cuando ella renunciara a su inocencia no olvidaría lo que hiciste, pero ya has visto que no es así y el tiempo ha expirado. Es el final… y ya conoces lo que te corresponde a continuación. -Dio por zanjada la conversación, agitó las alas que brillaron levemente con la luz mortecina procedente del exterior y dejó que el silencio la envolviera.

El peso de la oscuridad y la opresión del recinto cerrado cayeron sobre su pecho como una pesada losa que amenazaba con asfixiarla. Con pasos cortos y lentos se encaminó hacia la salida, aún desbordada por un sinfín de sensaciones que desconocía hasta entonces.
Relatos de Fantasía - Hadas
La suave brisa le acaració el rostro, tomó impulso y dejó que una corriente la arrastrase casi sin esfuerzo. Detuvo el vuelo cuando distinguió la silueta, recortada por la luz del incipiente atardecer, de su refugio. Las ramas del sauce acariciaban con languidez el agua cristalina y chispeante del arroyo que bañaba su centenario tronco. Cuando percibió la madera antigua bajo sus pies una falsa y efímera sensación de seguridad calentó su alma y su cuerpo. Solo había vuelto para despedirse. Contempló el reflejo distorsionado que le devolvía el espejo acuoso y sorprendida alzó una mano hasta la mejilla donde se encontró con la cálida humedad de una lágrima. Aturdida se llevó ante los ojos la gotita vibrante que sostenía entre los dedos y la admiró, casi con devoción.

-Las hadas no lloran. -¿Por qué habrían de hacerlo? Eran libres, vivían plenamente en consonancia con la naturaleza, en paz…

El torrente salado, que ya se habían liberado en un alarde de sentimientos y angustias largamente encadenadas, empapaba su cuello y se precipitaba desde su pecho hasta fundirse con el caudal que discurría a sus pies, sirvió de puente en su memoria y recordó con nitidez el día en que Dana se cruzó en su pacífica y monótonamente grata existencia.

La claridad plateada de la luna llena engalanaba el bosque con joyas de plata y diamantes y ella se regocijaba dejando que el viento marcase su ruta de vuelo. Aspiraba los aromas y se deleitaba con la melodía nocturna de vida sosegada y de calma aparente, cuando un crujido y un grito estruendoso y agudo quebraron la mágica quietud. Un llanto angustioso llegó con nitidez hasta ella y no pudo evitar seguir el rastro de los sonidos, hasta hallar entre las ramas de un arbusto un bulto pálido que se afanaba en frotarse la contusión que debía haber provocado el tropiezo con el matorral.

Contempló con asombro, oculta por la bruma, a la frágil y temblorosa criatura que tenía ante ella. Nunca había contemplado una tan de cerca. El color de la piel, el cabello dorado que destellaba a la luz de la luna, los rasgos tan familiares y parecidos, aunque tan distintos… No podía ser de otra manera, se trataba de una cría de humano. Pequeña y asustada.

Aprendió desde siempre que no debía acercarse y menos interaccionar con ellos, pero era mayor la curiosidad que parecía empujarla a aproximarse y rozar esa piel suave… De pronto, todo sonido a su alrededor cesó, nubes que no habían anunciado su llegada ocultaron la luna y la oscuridad más profunda e insondable de la que jamás fuera testigo, la rodeó.

La criatura comenzó a gritar agónicamente y ella, paralizada, contempló cómo lo que antes solo eran sombras proyectadas por las ramas de los árboles se habían tornado en criaturas angulosas y deformes provistas de garras amenazantes que se deslizaban por la alfombra de hierba que tapizaba el lugar. Comprendió en seguida de qué se trataba: las “ Sombras”, los espíritus oscuros se estaban cobrando un sacrificio. Ya en su más tierna y remota juventud había sido instruida en la necesidad de un equilibrio de fuerzas, una situación de compensación entre todos lo que conforman el universo y que bajo ningún concepto podía romperse sin pagar un alto precio. Había sido testigo de primera de la crueldad de la naturaleza y su sentido del deber la imperaba a mantenerse al margen, por desagradable que fuera aquello. Sin embargo, la mirada castaña y suplicante de la indefensa criatura se había fijado en ella y extendía su pequeña extremidad en un gesto de ruego. ¿Cómo era que podía verla? Por primera vez algo que no supo interpretar atenazó su ser desde dentro y cuando las mezquinas criaturas iban a apoderarse de la pequeña, sin ser prácticamente consciente de ello, su cuerpo irradió una potente luminosidad dorada que las obligó a retroceder hacia el velo bruno, donde la casi inexistente claridad no alcanzaba, e internarse en sus abismos de nuevo.

Se aproximó y abrazó a esa cría débil y frágil que en el mismo instante en que sintió el contacto con el cuerpo ajeno, se aferró a ella con desesperación. Era consciente de que había cometido un error, el de mayor gravedad en que los suyos podían incurrir: darse a conocer a las criaturas más traicioneras que existían, los humanos.

Doce años habían transcurrido e invariablemente continuó protegiendo a aquella niña de los que, luna llena tras luna llena, trataban de cobrarse su presa fallida. Pero Dana había ido creciendo y su inocencia perdiéndose. Cada vez se negaba a sí misma con más fuerza que un ser de luz, que protegía su sueño en la noche, pudiera existir y a ella le resultaba más y más complicado introducirse en su realidad onírica para guardarla.

Albergaba con celo la esperanza de que un día comprendiera, se rindiera a la evidencia de su existencia y dejara de luchar por olvidarla, por negar su verdad. Y entonces, toda su capacidad y su poder mágicos volverían y podrían mantener esa curiosa y extraña relación que se limitaba a unos encuentros que las dos ansiaban y buscaban mientras la niña dormía.

Cuando Dana cruzaba la puerta de los sueños, ella la esperaba en la entrada de un mundo lleno de luz, de color, de una afectuosidad brillante y protectora que ambas disfrutaban con la ingenuidad y la inocencia que solo puede atesorar alguien que no ha conocido el dolor ni el mal. Sin embargo, esa misma mañana comprendió que aquello ya no sucedería cuando contempló la traslucidez de sus manos. Estaba disolviéndose. Había revelado su existencia y al ser negada, estaba muriendo.

Tomando de nuevo conciencia de su situación contempló con tristeza los últimos rayos de sol que pugnaban por no desaparecer tras el horizonte y supo con certeza que serían los últimos que sus ojos verían. Se rodeó con los brazos y se encogió sostenida a unos centímetros del suelo con las ultimas fuerzas de su ser, mientras la noche se cernía sobre el bosque y sus últimos vestigios de vida se extinguían.

*****

Dana se despidió de su madre con un beso en la mejilla y se retiró a descansar. Había sido un día agotador y se sentía realmente cansada, a pesar de ello y sin saber muy bien por qué, había retrasado el momento de acostarse tanto como le había sido posible, pero el cansancio de la mujer era tan evidente que la culpabilidad la obligó a dejarla marchar a descansar. Cuando cerró la puerta de su cuarto contempló con desagrado que la escasa luz procedente de la mesita junto a la cama, apenas iluminaba una habitación que se le antojaba desconocida y demasiado amplia. Aún tiritando, después de desnudarse se arrebujó entre las sábanas heladas y sin atreverse a dejar que la oscuridad se adueñara por completo de su espacio, cerró los ojos y supo que esa noche y ninguna más de las que vinieran, volvería a sentirse segura al rendirse al sueño.

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