Sergi García López

Aficionado a la fantasía épica y a la historia, tanto en cine como en novela, ha crecido leyendo a Tolkien y Massimo Manfredi entre otros. Su formación técnica en informática no le ha impedido dejar volar su imaginación y lanzarle a plasmar sobre el papel la magia de sus propios mundos, guiado por la creatividad y las ganas de compartir nuevas historias.

Oct 232015
 
 23 octubre, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Sin comentarios »

La habían encontrado a la orilla del camino, tiritando y con un aspecto andrajoso, mientras traían el rebaño al redil y se preparaban para pasar el invierno. Los primeros copos de la estación comenzaban a cubrir con un fino manto blanco los campos de mieses y aquella extraña se encontraba tendida sobre una ligera capa de nieve. Cuando Festan se acercó a ella vio la fragilidad de su cuerpo y se preguntó de dónde vendría, cuál sería su historia para acabar allí, tan lejos del bullicio de la gran villa.

Festan la recogió cuidadosamente con la ayuda de su hijo Umarai. Juntos habían salido con las reses a pastar en los últimos días del otoño y el primogénito le ayudó aquella vez en las labores de pastoreo. Normalmente Umarai trabajaba en la villa como aprendiz de un viejo carpintero, un oficio que le permitiría alejarse de las duras tareas del campo. A su padre le había costado varios favores hacer que le admitieran dentro del gremio, pero se sentía orgulloso de las habilidades de su hijo con la madera. Por eso se esforzaba en darle una buena educación.
La extraña no había abierto la boca, ni se había quejado ni asustado con la presencia de los dos hombres. Festan se acercó al carro y la depositó suavemente en su interior. Umarai no pudo evitar mirarla, para los ojos de un hombre que acababa de salir de la adolescencia el cuerpo y el rostro de una mujer hermosa no pasaban desapercibidos. El joven captó una fugaz ojeada, algo casi imperceptible que sólo se producía cuando dos almas se atraían. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Umarai, por un momento se quedó petrificado hasta que su padre le sacó de su ensimismamiento.

Carro - Relatos de Fantasía

— ¡Umarai, no tenemos todo el día!
El joven reaccionó instintivamente y ambos se pusieron en marcha hacia la granja en la que vivían. Cuando llegaron, Varussa, su mujer, salió a recibirles sensiblemente inquieta. Festan ordenó a su hijo que se ocupara del rebaño y azuzó al caballo que tiraba del carromato; no se había dado cuenta, pero la extraña se había sentado detrás de él con las piernas cruzadas y sonriendo sensualmente, muy alejada del aspecto lamentable que tenía en el momento de encontrarla.
— ¡Varussa!
A la mujer le pasaron miles de pensamientos por su cabeza en aquel momento y, principalmente, una buena explicación por parte de su marido.
— ¡Varussa! —insistió Festan—. ¿Qué es lo que ocurre?
Su mujer no le quitaba el ojo de encima a aquella extraña. Festan se dio cuenta de que algo pasaba y se giró para comprobar qué era lo que le llamaba tanto la atención a su mujer. Se topó con la figura de la muchacha, casi podía sentir su aliento, oler su cuerpo. Un irrefrenable sentimiento de deseo nació en su interior, mientras ella lo observaba tan profundamente que le costó salir de su ensimismamiento.
— ¡Tu hija! —le contestó fríamente al ver su actitud— volvía de la villa y dice que un hombre la asaltó y la forzó.
— ¿Cómo? —preguntó saliendo de su ensimismamiento.
— ¡Está dentro!, no quiere hablar con nadie.
— Pero, ¿cómo ha ocurrido?
— No lo sé, no ha querido dar detalles —se limitó a decir—, estaba esperando a que regresaras para que hablaras con ella, aunque veo que estabas bastante entretenido y preocupado con otros asuntos —Festan la fulminó con la mirada.
— Tardamos porque Umarai oyó unos gritos y nos encontramos a la muchacha.
— ¡Por lo menos esta vez no ha sido por el juego!
— ¡Cuida de ella!, voy a ver si Lisi me cuenta algo de lo que ha ocurrido y quiere hablar conmigo. —Mientras se alejaba, Varussa ayudó a bajar del carro a la extraña joven.
— No era mi intención causarte problemas —su dulce voz la calmó y la hizo avergonzarse por su conducta.
— ¿Te encuentras bien? —dijo interesándose por ella. La extraña asintió—. Pasa, dentro estarás más cómoda.

En la casa había un amplio salón que conectaba con una cocina baja y una amplia chimenea, justo delante de unos bancos de madera forrados por grandes cojines rellenos de lana. La extraña se sentó en una butaca de roble situada entre la cocina y el fogón. Sin darle tiempo a Varussa a atender a su invitada, se produjo un alboroto fuera, en el redil. Umarai había reunido el rebaño, y cuando estaba a punto de cerrar el cercado, una de las reses se había espantado y había intentado saltar la valla de madera. Al intentar atravesarla, las patas delanteras habían tropezado con la parte alta de la cerca y el animal había caído de cabeza contra el firme, desnucándose.

— ¿Qué a ocurrido? —le preguntó Festan a su hijo desde la habitación de Lisi.
— No lo sé, se ha asustado —le respondió una voz en la oscuridad.

Lisi salió para ver lo que ocurría. Temblaba mucho más que antes. Su padre la observaba y presentía que su hija pequeña, de apenas ocho primaveras, era capaz de intuir algo que a los adultos se les escapaba. Volvieron dentro y dejaron que su hermano mayor se ocupara de la res muerta. Festan se puso de cuclillas delante de su hija y la agarró de los hombros, intentando sacarle del trance. La niña miraba por la ventana y temblaba presa del pánico.

— ¿Qué está ocurriendo Lisi? —la niña era incapaz de articular palabra.

Festan lo intentó varias veces, pero la cría no respondía. La cogió entre sus brazos y la acostó en la cama. La arropó entre las mantas y cuando comprobó que estaba más tranquila y calmada, salió de la habitación sin hacer ruido. Bajó las escaleras y vio a su mujer llorando con un cubilete y unos dados en la mano.

— ¡Me dijiste que lo habías dejado! —Festan no entendía nada, ni mucho menos de dónde habían salido aquellos dados— Por tu culpa casi nos arruinamos, vinieron de la villa a por nuestra hija como pago, y tuvimos que empeñarnos aún más para que no se la llevaran. ¡Nos costó años recuperarnos! —estaba confuso— ¿y ahora vuelves a jugar?— Varussa lo acusaba y no sabía por qué.

— ¿Dónde está la extraña? —preguntó mirando a su alrededor.
— ¡Y a quién le importa! ¿Es que no escuchas lo que te estoy diciendo?

Festan corrió fuera en busca de su hijo. Fue al cercado y todo estaba en silencio. Rodeó el redil para buscarlo y sólo encontró a la res muerta y con el cuello partido. El resto del rebaño se agrupaba en lugar apartado, alejado del granero. Festan recogió una bielda sin perder de vista la entrada del enorme edificio donde guardaban el grano y se acercó cautelosamente. Abrió la puerta, todo estaba oscuro y en silencio. Encendió una antorcha y exploró el interior del granero. En una zona apartada, encima de un montón de paja, encontró el cuerpo sin vida de Umarai. Se encontraba con los pantalones bajados y la cara desencajada. Al granjero le dio un vuelco al corazón al ver el cuerpo de su hijo allí tendido.

Se oyó un grito fuera, un grito muy agudo. «Lisi», pensó. Automáticamente salió corriendo en dirección a la casa por miedo a que le sucediera algo malo a su pequeña. Cuando entró, encontró a Varussa colgada de una de las vigas que soportaban el peso del piso superior, se había ahorcado. Parecía que no había soportado volver a pasar por el calvario que casi les lleva a la ruina, la adicción que tenía su marido al juego. Creía que no había vuelto a apostar, y así era, pero a Festan no le había dado tiempo a explicarse.
La extraña estaba sentada en la butaca, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Lisi se encontraba en mitad de las escaleras y la señalaba con sus pequeños dedos. Volvía a tener la mirada de terror en los ojos.

— ¡Ella lo hizo!, disfrazada de hombre —Ahora lo entendía todo.

Festan se abalanzó sobre la extraña y la ensartó con las afiladas puntas de la horca. Un grito de ultratumba resonó en la habitación. Lisi se agazapó y se tapó con fuerza los oídos debido al estridente chillido. La extraña agarró el mango del apero de labranza y sacó poco a poco las puntas que le atravesaban el pecho, bajo la atónita mirada de Festan. La extraña tiró al suelo la bielda y se acercó hasta su agresor con una sonrisa en la boca. El fuego de la antorcha se interpuso entre ellos. La mujer retrocedió, no le gustaba el fuego y eso no se le había escapado al granjero. La acorraló justo delante de la chimenea y de improviso le dio un fuerte puntapié que la desequilibro y la lanzó al interior, a la lumbre. Una gran llamarada de color verde emergió y todo comenzó a arder.

Festan buscó a su hija entre el denso humo. Pasaron unos minutos hasta que el mismo se recuperó de la explosión y encontró a la niña. Salieron de la casa y se arrastraron como pudieron hasta que la estructura se desmoronó hasta los cimientos. Se oyó una gran carcajada en el cielo y cuando levantaron la mirada para ver de dónde procedía, un aura de color verdoso ascendió por encima de las llamas y se alejó.

Calena, la bruja, había vuelto a hacer de las suyas y eso le encantaba. Festan conocía bien a aquella bruja que atemorizaba a los habitantes de la villa, y se culpaba por no haberse dado cuenta de quién era la extraña que había encontrado tendida sobre la nieve. Se tumbó a los pies de los humeantes restos de su casa mientras veía alejarse a Calena. Lo había perdido todo.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Jun 102015
 
 10 junio, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , ,  2 comentarios »

La espesura de la selva apenas nos dejaba ver el camino. Seguíamos el rastro de una antigua leyenda hasta el templo perdido de Protelos, dios de la guerra. Mi montura, un grifo de las cumbres nevadas del Nak-Kharus, no estaba preparada para recorrer grandes distancias a pie, pero tenía miedo de lo que nos podríamos haber encontrado de haber intentado esa travesía por el aire. Le había puesto dos bolas de acero en las garras de las patas delanteras, para que al menos le amortiguara al caminar. Lifrlof, mantenía las garras cerradas, aferrando fuertemente las dos esferas de metal, e intentando no rozar sus fuertes alas contra las plantas que estrechaban el camino. La cola se agitaba bajo el incesante movimiento de los insectos propios de la jungla. Se encontraba nervioso.
Descendimos levemente hacia un valle y una formación rocosa nos dio la bienvenida. Lifrlof, me acarició el hombro con el pico. Yo aún no lo distinguía, pero la aguda vista de mi compañero lo había captado en el mismo instante en que la vegetación de la selva nos dejó ver más allá de un palmo de terreno. Le acaricié el robusto pico y me acerqué hasta el saliente más próximo. Saqué el viejo manuscrito de mi bolsillo y lo desenrollé. Después de tantos días de camino la ruta era exacta; allí estaba aquella majestuosa construcción, escondida por la frondosidad de la jungla y la nubosidad valle.Relatos de Fantasía - Profecías
—    ¡Aquí está!, tal y como lo describía el manuscrito. —Lifrlof respondió agitando la cabeza hacia los lados y bufando levemente.
Examiné el templo desde las alturas, pero no conseguí distinguir nada desde aquella distancia. Llamé al grifo. Lifrlof estaba hurgándose con el pico debajo del ala derecha, que tenía levantada, haciendo caso omiso a lo que ocurría. Allí estábamos tranquilos, de lo contrario ya lo hubiese presentido. Silbé y se acercó levemente y en silencio.
—    Comprueba a ver qué ves, viejo amigo —le dije, mientras le quitaba las dos bolas de acero de sus garras.
Lifrlof se asomó al saliente, agarrándose con firmeza a la roca. Le conocía bien, no había nada que le llamara la atención.
—    Creo que es el momento de que volvamos a tu elemento. —De un salto me subí a su grupa, lo que para el grifo era una orden no hablada.
Desplegó las alas e hizo un picado, soltándose de la piedra. La primera impresión fue de vacío, una sensación de estar en caída libre, pero sólo en el instante en el que nos soltamos. Después miré hacia atrás y vi cómo nos alejábamos rápidamente de aquella diminuta cordillera pétrea. Mi corazón se calmó mientras mi cuerpo se acostumbraba al viaje y se tranquilizaba. No era la primera vez que mi montura realizaba esa maniobra, pero nunca había conseguido acostumbrarme.
Nos arrimamos a la copa de los árboles y abriendo sus alas en toda su envergadura, planeamos suavemente hasta uno de los laterales del templo. Las garras se incrustaron en una de las paredes laterales, cerca de un ventanal. Me agarré con fuerza a Lifrlof, ya que nos habíamos quedado adheridos verticalmente al muro y esa posición podía hacerme perder el equilibro. Alcancé la abertura y entré en el templo. Desenvainé mi espada, una falcata de hoja ancha, y esperé unos segundos para ver u oír lo que había en el interior del santuario.
Había entrado en la zona donde los monjes realizaban las ofrendas, estaba inundada por innumerables cirios y velas que aromatizaban y cargaban el ambiente. Un altar mostraba la figura tallada del dios Protelos, sentado sobre un trono. Su escudo descansaba a sus pies, junto a las almas de los muertos en guerras pasadas, que según se decía, aquel broquel absorbía. Todo estaba en calma, pero no me fiaba; la mitología de mi pueblo narraba extrañas historias sobre lo que ocurría en ese lugar. Silbé dos veces. Lifrlof entró. Si las cosas se complicaban, el grifo sería un gran aliado.
Los monjes habían abandonado la estancia después de la oración y ese era el momento propicio para cumplir la misión que me había sido encomendada. Me acerqué a Lifrlof y de una de sus alforjas extraje un objeto envuelto en un paño. Mientras el grifo se mantenía en guardia, lo desenrollé. La gema era opaca, en cambio, un corazón de brillo rojizo latía fuertemente en su interior.
Al fondo, un pequeño tabernáculo albergaba otras cuatro piedras de idéntica talla y calidad a la que sujetaban mis manos. Todas blancas, totalmente mates, pero palpitando a ritmos diferentes, componiendo una melodía de luces que hicieron estremecerse la figura del dios de la guerra. Lifrlof se inquietó. Me acerqué hasta el retablo donde descansaban las cuatro piedras y, cuidadosamente, deposité en su interior la roca que había traído a través de la selva. Doblé el paño y me lo guardé. Parecía que todo había salido según lo planeado.
Cuando me di la vuelta, dispuesto a marcharme del templo, el grifo dio un paso atrás. El conjunto de las cinco piedras blancas comenzó a irradiar una tenue luz que aumentaba en intensidad cada vez más. La estatua de Protelos quedó iluminada con la luz proyectada desde el altar. Un aura resplandeció alrededor de la figura del dios de la guerra. Yo mismo tuve que dar un paso atrás al igual que Lifrlof. En ese momento, aquella efigie que representaba la deidad, cobró vida. Sus ojos se movieron y una voz de ultratumba retumbó en el templo.
—    Después de mucho tiempo las piedras vuelven a estar juntas —se oyó—. ¿Por qué la has devuelto extranjero?, nada vas a ganar con ello, salvo quizás calmar mi ira…
No supe qué contestar, notaba una intensa sensación de pánico. Lifrlof se escondía detrás de mí, pese a que su envergadura era mucho mayor. Varios monjes habían entrado en el santuario y al ver cómo el dios al que adoraban a diario emanaba vida, automáticamente se arrodillaron y postraron sus rostros contra el suelo como un signo de veneración.
—    … Pero de eso no tienes ninguna culpa. —sentenció—. Dime, guerrero. ¿Qué te ha impulsado a venir a este recóndito lugar para entregarme la piedra?
—    Los más sabios de mi pueblo me encomendaron la labor de venir hasta aquí y devolver lo que una vez fue robado. —le respondí balbuceante, presa aún del miedo—. Los jefes de mi tribu están desesperados, los sacerdotes se encomiendan a los dioses e incluso las familias realizan sacrificios con ofrendas de toda clase esperando una respuesta…
—    ¿Una respuesta?
—    A una vieja profecía —Esa vez reuní cierto valor, me adelanté y me postré delante de la figura del dios de la guerra—. Lamento mucho el desaire causado por mi pueblo y tengo la esperanza de que con este gesto se pueda calmar tu ira y el maleficio sea apaciguado.
—    ¿Cómo te llamas guerrero? —preguntó.
—    Sunnos, me… me llamo… Sunnos.
—    Hace falta mucho valor para adentrarse en este lugar santo, a escondidas como un vulgar ladrón, y esperar que no haya pasado  nada.
—    ¡No tenía intención de irme!
—    Guerrero, no me mientas —el tono mostraba cierto enfado—. Puedo leer en el corazón de los hombres y saber si realmente me mienten.
—    Quizás hubiese sido más honorable por tu parte haberle entregado la piedra a uno de los monjes.
—    ¡No sabía lo que nos podíamos encontrar…! —dije señalando al grifo.
Las luces dejaron de alumbrar y las piedras de latir. Se produjo un silencio, como si aquella conversación no hubiese ocurrido jamás y hubiese sido fruto de mi imaginación. Me encontraba confuso, sin saber qué era lo que había pasado. Los monjes aún continuaban con sus rezos, lo que indicaba que todavía no había terminado todo. Una imagen fantasmagórica emergió en el centro de la sala, una imagen etérea que podía ver pero no tocar, una imagen que se difuminaba como una nube de humo si intentaba agarrarla. La observé mejor después de la sorpresa inicial. Narraba la historia de un hombre, un ladrón que se adentraba de noche en el mismo templo en el que me encontraba y robaba una de las cinco piedras depositadas sobre el altar del santuario. Se veía como huía a través de la densa selva y llegaba hasta el mismo lugar donde había nacido Sunnos: Gallarea. En seguida comprendí el propósito de aquella estampa.
—    ¡Lamento ver esto!, y me avergüenzo —dije mientras apartaba la vista—. Cuando él llegó y nos mostró la piedra, lo celebramos como un augurio de buena suerte. Deseábamos tener esta reliquia. —Mi voz retumbaba en la estancia. Parecía que nadie escuchaba—. No hicimos caso de la profecía y pagamos un precio por ello —mi corazón se mostraba sombrío, entristecido.
Recordé cómo al poco tiempo nuestras cosechas se volvieron mustias, el grano no servía para nada y todo lo que obteníamos del campo no lo querían ni los animales, quienes terminaron muriendo poco a poco de inanición o enfermedad. Hambruna y muerte, eso es lo que nos trajo aquella piedra. Al principio, recorríamos grandes distancias para traer agua y al final, muchos terminaron abandonando aquella tierra baldía. No hicimos caso de las advertencias de la profecía:

«Protelos otorga prosperidad a través de sus piedras.
Larga vida con cada uno de sus latidos.
Y maldición para quien las separe y extinga su luz»

Una nueva escena apareció delante. La misma persona que había robado la piedra, se encontraba vertiendo el contenido de un ánfora sobre el río que abastecía Gallarea y sus campos, sin tan siquiera saber qué era lo que le había impulsado a hacer algo tan mezquino.
—    Nadie ha castigado a tu pueblo, pero aun así agradezco que hayas devuelto la piedra al lugar al que pertenece —la voz surgió de nuevo—. Las profecías son avisos o premoniciones, y como todo, hay que saber interpretarlas…

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Mar 022015
 
 2 marzo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , , , ,  3 comentarios »

La batalla estaba en su apogeo. Los dos contendientes se batían sin ningún orden ni control, recrudeciendo la lucha. La montura bufaba nerviosa, Pasdria luchaba valientemente. El propio rey tenía que pelear junto a sus hombres. El olor a sangre reseca inundaba su sentido del olfato. La corona de laurel se encontraba impregnada con sangre de los hombres muertos. El caballo de Pasdria, el caballo real, sudaba por el calor de las miles de almas allí reunidas y aquel olor característico le hacía ponerse aun más tenso.

El rey luchaba para defender las fronteras de su reino. Un sin sentido para muchos, demasiadas vidas sesgadas por un trozo de tierra. Incluso Pasdria había tenido que intervenir en la contienda para poder dar ejemplo a sus hombres. Golpeaba una y otra vez desde su montura, se quitaba de encima a sus enemigos, mientras su guardia personal trataba de mantenerle con vida aunque, poco a poco, uno a uno, los soldados iban cayendo bajo el filo de las armas de sus enemigos.
Relatos de Fantasía - Batallas y Traiciones
Una pica lejana le atravesó la pechera, la parte delantera de la montura, y le hizo caer al suelo de rodillas. El caballo se desplomó hacia un lado, arrastrando a Pasdria con él. El corcel bufó una vez y se quedó inmóvil, aprisionando al rey contra el suelo. Los soldados trataron de levantar el cuerpo sin vida del animal, sin conseguirlo. Se encontraban en mitad de la lucha y tenían suficiente con preocuparse por ellos mismos.

Pronto, la noticia de la caída del rey se propagó entre amigos y enemigos, avivando la sed de sangre de unos y otros. Un nutrido grupo de guerreros se abalanzó sobre la figura de Pasdria, quien intentaba desesperadamente cortar las cintas que le aprisionaban a su montura, con la punta de una daga. Un comandante ambicioso y ávido por ganarse una reputación, se dirigía, junto con sus hombres, a terminar con la vida del rey enemigo y poner fin de una vez por todas con aquella contienda. No les costó mucho plantarse delante de la guardia personal de Pasdria y, en un duro enfrentamiento, ir acabando con la vida de aquellos defensores, que dudaban en dar su vida por la de su rey.

La cincha cedió en el último momento y Pasdria pudo zafarse e impedir in extemis, que la hoja de una espada terminara con su vida. Se giró desde el suelo, viendo llegar de nuevo el filo de la muerte. Buscó a su alrededor y no le resultó difícil encontrar algo con lo que defenderse. Por todos lados había armas dispersas en el campo de batalla, de los cuerpos que yacían muertos en torno a él. Aferró uno de aquellos aceros y detuvo el golpe en el último momento. Aún tenía en la otra mano la daga que lo había liberado y, mientras saltaban pequeñas chispas producidas por el roce de los dos metales, hundió en la boca del estómago de su enemigo, el largo de la daga. La resistencia de las dos espadas fue cediendo y Pasdria acompañó la caída del cuerpo de su enemigo hasta que tocó el suelo, pero sin soltar ninguna de las dos armas.

Se levantó y vio cómo el último miembro de su guardia personal perecía bajo la espada del comandante enemigo, quien buscaba con la mirada la figura del joven rey. Pasdria sintió cómo la muerte le acechaba por momentos, una punzada se hundía en su corazón sin que pudiera hacer nada por quitársela de encima. Sentía miedo. Se encontraba en la más absoluta soledad, era como si los miles de guerreros que luchaban junto a él se hubieran esfumado en un segundo, de golpe.

Un último acto de valentía hizo que el rey se lanzara insensatamente contra aquel comandante que buscaba su propia gloria, sorprendiéndole. Un tajo cercenó el miembro de uno de aquellos soldados y la daga mordió el cuello de otro. Pero eran demasiados para el rey, un fuerte empujón lo derribó y por un instante Pasdria perdió el conocimiento, estaba aturdido. Vio la cara del hombre que estaba dispuesto a terminar con su vida, estaba disfrutando el momento. «Maldito bastardo» pensó el rey.

Unos cascos sonaron a su izquierda y una larga lanza atravesó el pecho de aquel ambicioso comandante. Pasdria observó el estandarte de los Vacceos, de su pueblo, mientras una voz familiar le dijo:

— ¡Vamos! ¡Sube! —Argos le tendía la mano.

II

— ¡Podrías haber muerto! —le dijo Gabrielle preocupada.

— Me debo a mi rey, no puedo dejarlo morir.

— ¿Y yo qué? —contestó con lágrimas en los ojos.

Argos la abrazó con fuerza, mientras ella le limpiaba la sangre reseca que se adhería a su piel. El paño húmedo le hacía temblar cada vez que ella le frotaba la piel por encima de las manchas rojas que recorrían su cuerpo, fruto del fragor de la batalla. Gabrielle le inspeccionaba cada palmo de su cuerpo, en busca de pequeñas heridas que pudieran pasar inadvertidas, para después infectarse. El caballero la miraba como a una diosa, sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero aún así no podía dejar de sucumbir a sus encantos.

Su heroísmo le había llevado a granjearse la gratitud de Pasdria, la gratitud de un rey. Ese mismo día sería nombrado valido real y eso le otorgaba el derecho de entrar en el círculo más cercano al rey, traduciéndose en unos privilegios a los que muy pocos podían optar. Argos era un caballero, uno de los hombres en los que más confiaba Pasdria y uno de sus generales más leales. Cuando recogió a su rey de las frías campas de Cauca, la batalla se estaba decantando hacia el bando amigo y, aunque la victoria estaba comenzando a fraguarse, la pérdida del rey habría podido desembocar en una guerra que tal vez hubiese perdido.

La ceremonia de investidura se celebraría pronto y Gabrielle se afanaba por dejar al caballero lo más impoluto posible, sin ningún rastro de la lucha del día anterior. Llevaban tiempo viéndose a escondidas e intentaban no acercarse mucho el uno al otro, pero cuando lo hacían se desataba una pasión contenida entre ambos.

Gabrielle le hizo introducirse en una pequeña bañera de cerámica, para terminar de acicalarle y después perfumarle. Tenía que estar perfecto para el gran rey de los Vacceos, quien le concedería un puesto en la corte, impensable para alguien que no formaba parte de la nobleza.

Argos se vistió con el uniforme de gala, se ajustó el cinturón y se dispuso a despedirse de su amada: Gabrielle. La aferró con sus fuertes brazos y la besó apasionadamente, no sabía cuándo volvería a estar cerca de ella, y menos cuando pasara a formar parte del séquito real. En ese momento la puerta se abrió y Pasdria entró en la habitación. Por un momento el rey no asimiló lo que vieron sus ojos. Los dos amantes lo miraron con sus rostros muy cerca el uno del otro, y vieron cómo defraudaban al rey por el que todos profesaban una gran devoción.

Pasdria bajó la mirada desconcertado. Estaba decepcionado. Dio un paso atrás, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí. Hubiera preferido morir en las campas de Cauca, a ver a la reina en manos de otro hombre, en manos del caballero que le había salvado la vida hacía apenas un día.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Sep 242014
 
 24 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

El camino pedregoso hacía tropezar a la columna de esclavos. Los carros rebotaban contra el firme, los caballos tiraban con dureza y se afanaban por arrastrar la pesada carga de hombres y mujeres apresados en los límites del imperio. Los desafortunados esclavos que no entraban en los carruajes, eran atados con largas cuerdas y arrastrados por la fuerza de la imparable columna. El chasquido de los látigos restallaba entre la enorme polvareda del camino y algunos prisioneros se derrumbaban exhaustos. El calor les había hecho llegar al límite y nada podía ya levantarlos, sus cuerpos se arrastraban sin que nada pudiera detener la comitiva.

Oigres estaba herido. Mientras combatía recibió un feo corte de más de un palmo. Se veía el interior desgarrado del músculo pectoral. La infección se había extendido, el polvo y la suciedad habían ayudado a que los vendajes no estuvieran limpios, y aunque poco les importaba a sus captores que siguiera con vida o no, su valentía y su destreza con la espada le habían salvado la vida, al menos de momento. Deliraba, un sudor frío recorría todo su cuerpo, y su visión iba y venía al son de su consciencia. Varios destellos iluminaban su mente cada vez que volvía del mundo de Morfeo, o cuando los desvaríos y las alucinaciones le permitían distinguir lo que pasaba a su alrededor.

El cielo azul con alguna nube dispersa. Mucho polvo y un tremendo ataque de tos. Un rostro que lo miraba y le hablaba, pero no oía sus palabras. De nuevo el cielo y un fuerte traqueteo que le hacía retorcerse de dolor. El ardor de la herida. El mismo rostro, el bello rostro de una mujer de hermosos ojos claros.
Relatos de Fantasía - Escorpión
—    No te muevas —Las palabras le llegaron nítidas—. ¡Yo cuidaré de ti!

Recogió de su boca una especie de pasta que estaba masticando, la aplastó con los dedos y la introdujo en la abertura de la herida. No le habían dejado coser el corte, tenían mucha prisa por proseguir la marcha hacia su siguiente destino. Aquella mezcla rellenaba el hueco dejado por el filo de la espada y evitaba que la infección fuera a peor y la herida se ensuciara más de lo debido, aunque el vendaje seguía siendo el mismo. Oigres giró la cabeza y antes de desvanecerse le pareció ver una figura arácnida corretear cerca de su herida.

Se despertó sobresaltado, era de noche y parecía que habían acampado. Ya no sudaba, pero el dolor no remitía. Algo correteó cerca de su ombligo y se disipó bajo las sombras que reflejaban las hogueras del campamento. Ella apareció de nuevo, su tez ya no parecía tan pálida en la oscuridad, en cambio, sus ojos brillaban con la misma intensidad, con una claridad pasmosa. Le recostó con cuidado y le examinó la venda. Los fluidos que supuraban de la herida se habían secado en parte y la tela del apósito se había pegado a su cuerpo. Oigres echó un vistazo y lo que vio no le pareció nada alentador, la herida tenía muy mala pinta.

—    No te preocupes —le dijo ella en un tono conciliador, la mujer sabía lo que hacía—, está mejor de lo que tú te crees.

La figura arácnida tomó forma con una aterradora cola bajo un gran aguijón plegado. La criatura se le acercó observándole con los dos enormes ojos. Con un rápido movimiento el aguijón se incrustó en el mentón, fruto del latigazo, Oigres notó cómo se le paralizaba parte de la cara y, poco a poco, esa sensación le bajó hacia el torso, hasta la herida. La mujer se quitó un collar que anillaba varios aguijones de escorpión de diferentes formas y tamaños. Eligió uno de los más grandes para poder juntar la herida por los extremos. Cuando fijo la carne con el aguijón, buscó uno mucho más fino dentro de su collar, casi tanto como una aguja. Con la punta empujó hasta traspasar el corte y con la mano tiró fuerte del hilo hasta darle una buena puntada que remató con otra, para que los puntos fueran mucho más fuertes. En poco tiempo, pudo coser la herida y ponerle una cataplasma con una solución a base de una sustancia viscosa, excretada por varios escorpiones que correteaban a su alrededor. Oigres sentía cierto alivio al ver que había terminado. Aunque no le había dolido, se le revolvían las tripas sólo de ver a la mujer ahondar dentro de su herida.

—    ¿Estás mejor? —se interesó. Oigres asintió—. La infección se ha extendido y la fiebre es alta.
—    ¿Quién eres? —balbuceó.
—    Me llamo Mel. Me capturaron igual que a ti.
—    ¿Dónde estamos? —Oigres estaba desorientado, notaba cómo volvía poco a poco al mundo de los sueños.
—    Eso da lo mismo. Allí donde vamos sólo nos espera dolor y tristeza. —Mel le vio cerrar los ojos—. Descansa, te harán falta todas tus fuerza.

Llegaron a una vieja fortificación enclaustrada en la roca. Un enorme corredor horadado por el antiguo cauce de un río llevaba hasta lo alto de un enorme puente de varios arcos que se internaba en el inmenso torreón. La explanada del puente se abría ante un portón de hierro, guardado por dos fastuosas estatuas que daban paso al recinto amurallado. Toda la construcción aprovechaba a la perfección la forma de la piedra, una montaña de roca viva. El convoy se detuvo y los hombres comenzaron a repartir a los prisioneros. Los cuerpos inertes eran arrojados a un foso central, situado en el patio, donde dos enormes bestias esperaban impacientes los despojos de los cautivos arrojados desde el patio. A los prisioneros que aún podían caminar, los llevaron a través de unas escaleras laterales hasta unas mazmorras que asomaban a la derecha, justo por debajo del puente.

—    ¡Llevad a éste ante el Rey Dios!

Mel miraba al oficial con desaprobación. Oigres se encontraba profundamente enfermo, la infección se había extendido por todo su cuerpo y la fiebre le había llevado al límite de sus fuerzas, aún así se resistía a cruzar al más allá. Los esfuerzos de su improvisada enfermera no habían conseguido dar los frutos deseados, tan sólo paliar los intensos dolores que sufría. Mel se interpuso entre los soldados y el cautivo.

—    ¿Pero es que no veis cómo está? ¡No puede moverse!
—    Si no puede andar. ¡Al foso! —el oficial fue tajante.
—    ¡Dejadme al menos que le acompañe!, si le quiere ver el Rey Dios no creo que sea muy recomendable que le arrojéis a las fauces de esas bestias ¿no creéis?
—    ¡Está bien!, pero haz que se levante cuando esté delante de nuestro señor o los dos acabaréis como cena de los Fehus. — dijo señalando a las enormes bestias que se estaban dando un banquete a costa de los cuerpos de los prisioneros.

Mel se acercó a Oigres, quien se encontraba muy debilitado. Lo incorporó y le hizo ingerir un espeso brebaje. El elixir surtió un efecto instantáneo, al menos para recuperar la conciencia. El cuerpo en cambio se convulsionaba por la intensidad de la pócima ingerida, era como si un potente veneno recorriera su cuerpo y ejerciera su trabajo a destajo. Pasaron unos minutos de sufrimiento hasta que los temblores cesaron y el hombre cayera desplomado, entre sudores fríos, bajo los brazos de la mujer. Mel le secó el sudor y avisó a uno de los soldados. Ambos se pusieron en camino escoltados por los mismos guardias que los habían llevado hasta allí.

Ascendieron por el torreón, la construcción principal que se elevaba decenas de pies sobre aquella colina de piedra situada al comienzo una enorme cordillera. Las escaleras se enroscaban a las paredes exteriores. La torre era hueca en su interior y dividida en dos niveles.  Llegaron al último de ellos, el tejado del torreón. Una escolta les dejó pasar después de bajar unos peldaños. La plaza circular estaba rodeada por varias gradas y un trono central, sobre el que se sentaba la figura acorazada del dueño de aquellas tierras, el Rey Dios.

Nadie le había visto nunca. Su aspecto era una incógnita, pero la leyenda hablaba de un brujo, del espíritu de un brujo atrapado en el cuerpo de un gigante envuelto en una armadura mágica, que absorbía la fuerza vital de los prisioneros que llegaban hasta la fortaleza, permitiéndole vivir eternamente.

—    Éste es el hombre que con tanta fuerza se defendió cuando le capturamos, mi señor. —Oigres no parecía gran cosa en ese estado—. No sé ni cómo ha sobrevivido al viaje.
—    ¡Buen trabajo comandante! —tronó la voz desde detrás del casco—. Será un excelente aperitivo. ¿Quién es la mujer?
—    La encontramos en Lutan, fue la única superviviente —El Rey Dios le miró extrañado—. Se resistieron demasiado y sus órdenes eran claras. Si no se pueden hacer prisioneros, sin prisioneros.
—    ¿Y?
—    Lo arrasamos todo. Ella lo ha mantenido con vida.

El Rey Dios se acercó hasta Oigres, pero antes de que pudiera hacer nada desfalleció y se desplomó quedando tendido en el suelo. Mel no se movió ni un ápice, su rostro había cambiado. Había rabia en él. Odio. No le quitaba la vista de encima.

—    ¡Tú fuiste el que exterminó a mi pueblo! —dijo enfurecida—. Te conozco. Conozco tu reputación, pero jamás pensé que te atrevieras a ir tan lejos sólo por tu codicia. La inmortalidad. Tu deseo de vivir para siempre te ha llevado demasiado lejos, y yo he sido una estúpida al pensar que jamás nos llegaría tu voracidad.

—    Es una pena que el pueblo de los escorpiones se haya extinguido, siempre han tenido fama de tener un espíritu fuerte, sus cuerpos me habrían hecho vivir muchos años —se burló—. Me tendré que conformar contigo.

El Rey Dios alzó el frágil cuerpo de la mujer y un haz de energía comenzó a fluir a lo largo de su cuerpo hacía la armadura, era como si su vida se estuviera disipando y sus fuerzas fueran absorbidas por aquel ser del averno.

Entre convulsiones, Oigres se levantó. Ya no parecía el mismo, sus ojos se habían enrojecido y su piel palidecía en tonos grisáceos. Jadeaba. Su cuerpo se había transformado para siempre y ya no dominaba su mente. Una enorme cola de alacrán le surgió de la espalda y para cuando el Rey Dios quiso reaccionar, el aguijón le había atravesado el peto de la armadura y el veneno circulaba por todo su cuerpo. El cuerpo y la armadura se desplomaron soltando a la mujer.

—    Soy la reina de los escorpiones —le susurró acercándose a su oído—. Tú destruiste mi pueblo, destruiste una raza, y yo he creado una nueva para ti —fueron las últimas palabras de venganza que oyó antes de morir.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Ago 202014
 

El nacimiento de un nuevo ser siempre trae consigo dos efectos encontrados, como una espada de doble filo. Por un lado, el autor o escritor desea crear criaturas nuevas y únicas para añadir ambiente o transferir emoción en su mundo o en su historia, pero por otro la lado, aquellos que se encuentran con estos seres, totalmente nuevos, necesitan tener un punto de referencia para poder vislumbrarlos. Los seres humanos tendemos a abstraer los mundos imaginarios, con sus criaturas, hacia el mundo que nos rodea, hacia el mundo real, y por eso se nos hace difícil hacer encajar todos estos seres en un universo que no es el nuestro. Por eso nos cuesta imaginarnos todas aquellas bestias creadas en la mente de otra persona.

La forma más sencilla de imaginarnos criaturas nuevas es combinarlas. Si nos remontamos a los confines de las civilizaciones, a su nacimiento, y vemos toda su mitología, podemos ver la diversidad de criaturas que salieron de las mentes de aquellos hombres que intentaban dar una explicación al cosmos que les rodeaba. Así nacieron las mantícoras, —cuerpo de león, cabeza de hombre y cola de escorpión—, los sátiros o faunos, los centauros o los grifos.

Animales legendarios - Manticora

Animales legendarios – Mantícora

Otra forma es simplemente agrandar un animal o darle cualidades especiales. Por ejemplo, hace más de cien años Robert E. Howard, en sus libros de Conan, imaginó un caracol gigante cuyos cuernos eran mazas y se guiaba por un sensible olfato. El “gigantismo” es una técnica para crear verdaderos monstruos, cogiendo un ser diminuto y convirtiéndolo en un ser enorme, potenciando todas las cualidades de un mundo minúsculo y llevándolas a otro nivel.
El mero hecho de aumentar la inteligencia de una criatura o cambiar su comportamiento puede convertir a un animal soso y aburrido, en un monstruo poderoso y excitante. ¿Un perro que habla?, ¿un león que no caza?, ¿un ganso que ataca a todo lo que se le acerca? Las posibilidades son infinitas. Si a esto le unes la posibilidad de añadir nuevas capacidades a criaturas existentes, puede dar lugar a un ser aparentemente familiar que causará sorpresa y será una novedad para todos aquellos que se topen con él. Volar, saltar, nadar, el uso de venenos, un aliento fétido, poderes mentales… Y por qué no, la magia. ¿Un erizo capaz de lanzar sus envenenadas púas?, ¿una ballena que controla la mente de los marineros que intentan atraparla? La imaginación vuelve a no tener límites.
No nos detengamos aquí. ¿Por qué tienen que ser animales? También podemos generar nuevas especies en el mundo de la botánica, incluso dos razas que convivan en armonía una con otra, o sencillamente que una de ellas sea un parásito del otro. El siguiente extracto llamado “El jardín de Junna” describe dos nuevas razas, una de ellas vegetal, que conviven la una con la otra:

…observó cómo se abría ante sus ojos otra inmensa caverna invadida por extrañas plantas que crecían de la polvorienta tierra y que no se parecía en nada a las que había visto en la superficie. Flora abundante y en la que la característica principal resaltaba la ausencia de tallo. Las propias raíces hacían labores de tronco y sostén de cada planta, hundiéndose levemente en aquella especie de suelo inerte. Carecían de color que las identificase como plantas… fue al acercarse a una de aquellas plantas, que se enroscaban sobre sí mismas y se elevaban como si fueran numerosas ramas unificadas en otra de mayor tamaño… daban una especie de fruto que se encontraba en su punto exacto de maduración… el animal había hecho una maniobra similar a la de sus congéneres y cuando cogía con sus patas traseras el fruto de uno de aquellos inmensos árboles, chocó levemente con una pequeña rama que sobresalía de una de las raíces, emitiendo un leve chasquido. La planta reaccionó con la velocidad de un rayo y las raíces se movieron sobre sí mismas atrapando al incauto murciélago… pasados unos minutos las ramas volvían a su estado original y el cuerpo del animal quedaba con la misma forma que la de un trapo… en las raíces, por la parte interior, colgaban unos hilillos que se le habían incrustado al desgraciado animal a través de la piel, succionándole todo líquido de su cuerpo; era como si lo hubieran puesto a secar al sol… cuando un animal era atrapado y succionado todo el jugo que en él se encontraba, un pequeño ejército de hormigas del tamaño de una uña, avanzaba hasta el cadáver y se lo llevaba trozo a trozo hasta el interior de una de aquellas plantas, convirtiéndose ambas especies en una perfecta máquina depredadora…

Lo verdaderamente difícil es crear una criatura original y, por supuesto, es imposible explicar cómo hacerlo. Cuando en mi mente surgieron los Mirdalirs, fue un cúmulo de cosas y de influencias lo que acabó por moldear su rostro, sus costumbres, su historia y su cultura. Crear una nueva raza implica ir más allá que el mero aspecto físico y mental para que sea creíble, hay que trazar las vivencias de un pueblo, la geografía y la climatología del lugar donde habitan, su mitología para saber qué es lo que veneran, lo que odian y lo que temen. En resumen, deberíamos formar parte de ellos para poder entenderlos y conocerlos, y así poder transmitir lo que es una nueva raza. ¿Quizás con un avatar?

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem