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La habían encontrado a la orilla del camino, tiritando y con un aspecto andrajoso, mientras traían el rebaño al redil y se preparaban para pasar el invierno. Los primeros copos de la estación comenzaban a cubrir con un fino manto blanco los campos de mieses y aquella extraña se encontraba tendida sobre una ligera capa de nieve. Cuando Festan se acercó a ella vio la fragilidad de su cuerpo y se preguntó de dónde vendría, cuál sería su historia para acabar allí, tan lejos del bullicio de la gran villa.
Festan la recogió cuidadosamente con la ayuda de su hijo Umarai. Juntos habían salido con las reses a pastar en los últimos días del otoño y el primogénito le ayudó aquella vez en las labores de pastoreo. Normalmente Umarai trabajaba en la villa como aprendiz de un viejo carpintero, un oficio que le permitiría alejarse de las duras tareas del campo. A su padre le había costado varios favores hacer que le admitieran dentro del gremio, pero se sentía orgulloso de las habilidades de su hijo con la madera. Por eso se esforzaba en darle una buena educación.
La extraña no había abierto la boca, ni se había quejado ni asustado con la presencia de los dos hombres. Festan se acercó al carro y la depositó suavemente en su interior. Umarai no pudo evitar mirarla, para los ojos de un hombre que acababa de salir de la adolescencia el cuerpo y el rostro de una mujer hermosa no pasaban desapercibidos. El joven captó una fugaz ojeada, algo casi imperceptible que sólo se producía cuando dos almas se atraían. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Umarai, por un momento se quedó petrificado hasta que su padre le sacó de su ensimismamiento.
— ¡Umarai, no tenemos todo el día!
El joven reaccionó instintivamente y ambos se pusieron en marcha hacia la granja en la que vivían. Cuando llegaron, Varussa, su mujer, salió a recibirles sensiblemente inquieta. Festan ordenó a su hijo que se ocupara del rebaño y azuzó al caballo que tiraba del carromato; no se había dado cuenta, pero la extraña se había sentado detrás de él con las piernas cruzadas y sonriendo sensualmente, muy alejada del aspecto lamentable que tenía en el momento de encontrarla.
— ¡Varussa!
A la mujer le pasaron miles de pensamientos por su cabeza en aquel momento y, principalmente, una buena explicación por parte de su marido.
— ¡Varussa! —insistió Festan—. ¿Qué es lo que ocurre?
Su mujer no le quitaba el ojo de encima a aquella extraña. Festan se dio cuenta de que algo pasaba y se giró para comprobar qué era lo que le llamaba tanto la atención a su mujer. Se topó con la figura de la muchacha, casi podía sentir su aliento, oler su cuerpo. Un irrefrenable sentimiento de deseo nació en su interior, mientras ella lo observaba tan profundamente que le costó salir de su ensimismamiento.
— ¡Tu hija! —le contestó fríamente al ver su actitud— volvía de la villa y dice que un hombre la asaltó y la forzó.
— ¿Cómo? —preguntó saliendo de su ensimismamiento.
— ¡Está dentro!, no quiere hablar con nadie.
— Pero, ¿cómo ha ocurrido?
— No lo sé, no ha querido dar detalles —se limitó a decir—, estaba esperando a que regresaras para que hablaras con ella, aunque veo que estabas bastante entretenido y preocupado con otros asuntos —Festan la fulminó con la mirada.
— Tardamos porque Umarai oyó unos gritos y nos encontramos a la muchacha.
— ¡Por lo menos esta vez no ha sido por el juego!
— ¡Cuida de ella!, voy a ver si Lisi me cuenta algo de lo que ha ocurrido y quiere hablar conmigo. —Mientras se alejaba, Varussa ayudó a bajar del carro a la extraña joven.
— No era mi intención causarte problemas —su dulce voz la calmó y la hizo avergonzarse por su conducta.
— ¿Te encuentras bien? —dijo interesándose por ella. La extraña asintió—. Pasa, dentro estarás más cómoda.
En la casa había un amplio salón que conectaba con una cocina baja y una amplia chimenea, justo delante de unos bancos de madera forrados por grandes cojines rellenos de lana. La extraña se sentó en una butaca de roble situada entre la cocina y el fogón. Sin darle tiempo a Varussa a atender a su invitada, se produjo un alboroto fuera, en el redil. Umarai había reunido el rebaño, y cuando estaba a punto de cerrar el cercado, una de las reses se había espantado y había intentado saltar la valla de madera. Al intentar atravesarla, las patas delanteras habían tropezado con la parte alta de la cerca y el animal había caído de cabeza contra el firme, desnucándose.
— ¿Qué a ocurrido? —le preguntó Festan a su hijo desde la habitación de Lisi.
— No lo sé, se ha asustado —le respondió una voz en la oscuridad.
Lisi salió para ver lo que ocurría. Temblaba mucho más que antes. Su padre la observaba y presentía que su hija pequeña, de apenas ocho primaveras, era capaz de intuir algo que a los adultos se les escapaba. Volvieron dentro y dejaron que su hermano mayor se ocupara de la res muerta. Festan se puso de cuclillas delante de su hija y la agarró de los hombros, intentando sacarle del trance. La niña miraba por la ventana y temblaba presa del pánico.
— ¿Qué está ocurriendo Lisi? —la niña era incapaz de articular palabra.
Festan lo intentó varias veces, pero la cría no respondía. La cogió entre sus brazos y la acostó en la cama. La arropó entre las mantas y cuando comprobó que estaba más tranquila y calmada, salió de la habitación sin hacer ruido. Bajó las escaleras y vio a su mujer llorando con un cubilete y unos dados en la mano.
— ¡Me dijiste que lo habías dejado! —Festan no entendía nada, ni mucho menos de dónde habían salido aquellos dados— Por tu culpa casi nos arruinamos, vinieron de la villa a por nuestra hija como pago, y tuvimos que empeñarnos aún más para que no se la llevaran. ¡Nos costó años recuperarnos! —estaba confuso— ¿y ahora vuelves a jugar?— Varussa lo acusaba y no sabía por qué.
— ¿Dónde está la extraña? —preguntó mirando a su alrededor.
— ¡Y a quién le importa! ¿Es que no escuchas lo que te estoy diciendo?
Festan corrió fuera en busca de su hijo. Fue al cercado y todo estaba en silencio. Rodeó el redil para buscarlo y sólo encontró a la res muerta y con el cuello partido. El resto del rebaño se agrupaba en lugar apartado, alejado del granero. Festan recogió una bielda sin perder de vista la entrada del enorme edificio donde guardaban el grano y se acercó cautelosamente. Abrió la puerta, todo estaba oscuro y en silencio. Encendió una antorcha y exploró el interior del granero. En una zona apartada, encima de un montón de paja, encontró el cuerpo sin vida de Umarai. Se encontraba con los pantalones bajados y la cara desencajada. Al granjero le dio un vuelco al corazón al ver el cuerpo de su hijo allí tendido.
Se oyó un grito fuera, un grito muy agudo. «Lisi», pensó. Automáticamente salió corriendo en dirección a la casa por miedo a que le sucediera algo malo a su pequeña. Cuando entró, encontró a Varussa colgada de una de las vigas que soportaban el peso del piso superior, se había ahorcado. Parecía que no había soportado volver a pasar por el calvario que casi les lleva a la ruina, la adicción que tenía su marido al juego. Creía que no había vuelto a apostar, y así era, pero a Festan no le había dado tiempo a explicarse.
La extraña estaba sentada en la butaca, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Lisi se encontraba en mitad de las escaleras y la señalaba con sus pequeños dedos. Volvía a tener la mirada de terror en los ojos.
— ¡Ella lo hizo!, disfrazada de hombre —Ahora lo entendía todo.
Festan se abalanzó sobre la extraña y la ensartó con las afiladas puntas de la horca. Un grito de ultratumba resonó en la habitación. Lisi se agazapó y se tapó con fuerza los oídos debido al estridente chillido. La extraña agarró el mango del apero de labranza y sacó poco a poco las puntas que le atravesaban el pecho, bajo la atónita mirada de Festan. La extraña tiró al suelo la bielda y se acercó hasta su agresor con una sonrisa en la boca. El fuego de la antorcha se interpuso entre ellos. La mujer retrocedió, no le gustaba el fuego y eso no se le había escapado al granjero. La acorraló justo delante de la chimenea y de improviso le dio un fuerte puntapié que la desequilibro y la lanzó al interior, a la lumbre. Una gran llamarada de color verde emergió y todo comenzó a arder.
Festan buscó a su hija entre el denso humo. Pasaron unos minutos hasta que el mismo se recuperó de la explosión y encontró a la niña. Salieron de la casa y se arrastraron como pudieron hasta que la estructura se desmoronó hasta los cimientos. Se oyó una gran carcajada en el cielo y cuando levantaron la mirada para ver de dónde procedía, un aura de color verdoso ascendió por encima de las llamas y se alejó.
Calena, la bruja, había vuelto a hacer de las suyas y eso le encantaba. Festan conocía bien a aquella bruja que atemorizaba a los habitantes de la villa, y se culpaba por no haberse dado cuenta de quién era la extraña que había encontrado tendida sobre la nieve. Se tumbó a los pies de los humeantes restos de su casa mientras veía alejarse a Calena. Lo había perdido todo.
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Yánder comenzó a abrir los ojos con suma dificultad. Confuso, las primeras imágenes le llegaron bajo un suave velo rosado. No tardó en entender que se trataba de su propia sangre emborronando su vista, proveniente de una herida en la frente que debía tener una profunda relación con las punzadas de dolor que sufría.
Intentó incorporarse, aunque tener las manos atadas a la espalda no ayudaba en absoluto. Fue tras varios intentos, mientras se zarandeaba hacia atrás y hacía uso de sus piernas, cuando al fin logró adoptar una mejor postura, sentado sobre el suelo y apoyada la espalda en la cercana pared.
Poco a poco, algo más definidas las formas de cada objeto a su alrededor, comprendió que continuaba en los calabozos, lugar al que acudió junto a su subordinado más inmediato para comprobar el estado de uno de sus más recientes prisioneros. Aún no había normalizado su visión, pero era capaz de distinguir las rejas de las celdas a cada lado del pasillo bajo la tenue luz arrojada por las lámparas de aceite.
Una serie de preguntas se sucedían en su mente, sin tiempo para contestarlas mientras cada una solapaba la anterior. ¿Qué había pasado? ¿Por qué se encontraba maniatado? ¿Quién fue el autor de semejante acción? No obstante, las respuestas llegarían pronto.
Al frente oyó lamentos que surgían de distintas gargantas. Sin embargo, no se trataba del sonido al que se había acostumbrado a oír en aquellas dependencias. Lo notó… distinto. La intensidad, el volumen… No había gritos que clamaran ser liberados, una nueva ración de comida o su propia inocencia ante los hechos por los que fueran encarcelados. En su lugar, aun siendo voces también desesperadas, el dolor mostrado era más profundo, involuntario. Yánder no supo interpretarlo, no al menos hasta que sus ojos fueron capaces de advertir los bultos a no demasiados pasos de su posición, cadáveres a los que no pertenecían dichos lamentos. Aquellos eran soldados, los destinados a custodiar a los prisioneros. Se lo indicaron las livianas y oscuras armaduras, aún más negras sí cabía entre aquellos húmedos muros.
El corazón del suboficial volvía a latir a gran velocidad. Así, haciendo acopio de fuerzas renovadas, logró ponerse de pie. Ahora disponía de un mayor campo visual del pasillo, en el que contó hasta seis cuerpos, todos inertes sobre extensos charcos de sangre. Entendió por ello que los continuos lamentos que aún seguía oyendo provenían del siguiente tramo de los calabozos, girando a la derecha al fondo del pasillo en el que se encontraba.
Maniatado como se encontraba, dirigió sus pasos hacia la puerta que le llevaría escaleras arriba en dirección al siguiente nivel, donde podría ser liberado de sus ataduras. Por contra, el acceso estaba cerrado a cal y canto. Le dio la espalda, se puso de puntillas y agarró el tirador con sus manos, pero, por más que lo intentó, no consiguió mover la hoja ni un solo centímetro.
Un terrorífico alarido captó toda su atención, quedando inmóvil y con la vista puesta en el fondo del pasillo durante algunos segundos. ¿Qué debía hacer? En su situación no era rival para nadie y parecía claro que allí de donde procedían los gritos debería enfrentarse a algo o alguien en absoluta desventaja. Por otro lado, tenía la opción de esperar a la llegada del relevo de los guardias cuyos cadáveres descansaban a sus pies, aunque tampoco sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente y si el siguiente turno accedería a los calabozos antes de que su integridad física se viera aún más comprometida.
Dudó un poco más, pegada su espalda a la puerta, cuando un nuevo alarido, más agudo y espeluznante que el anterior, inundó los calabozos. No, no podía quedarse allí parado, arriesgándose a perder la cordura mientras su imaginación empeoraba cada vez más la situación. Quizá, sólo quizá, no fuera mala idea, o no del todo, asomarse por la esquina y comprender a qué se enfrentaba. Sólo por eso, por entenderlo, avanzó con lentitud entre los cuerpos de los guardias muertos. En ellos vio profundas heridas a través de las cuales los abandonó su sangre. No obstante, lo más extraño fue comprobar que se hubieran desprendido de algunas partes de la armadura, lugares como los brazos en unos, piernas en otros e incluso el pecho en el más alejado, desprotegidas articulaciones que los terribles cortes casi cercenan.
Al fin alcanzado el término del corredor, pegó un hombro a la esquina, procurando no dejar demasiado de sí a la vista. Sus ojos no pudieron sino abrirse de par en par ante lo que divisaban.
En el nuevo espacio, teñido de rojo suelo y paredes, no sólo le conmocionó encontrar más cadáveres, en mayor cantidad y pertenecientes a todas luces a los presos, por sus harapos como vestimenta, sino ver que las cabezas y otros miembros quedaban desperdigados sin orden alguno a lo largo del pasillo. Sin duda, el autor o autores de dicha masacre debieron darse prisa a la hora de despachar a los guardias, los verdaderos rivales a batir en los calabozos, mientras a los prisioneros les dedicaron mayor tiempo y esfuerzos.
Los sollozos y gemidos crecieron en volumen, mucho más cercanos ahora. Sin embargo, el suboficial no vio al frente al causante de tal horror.
Movido por la sinrazón, pues de hacerlo en sus cabales no hubiese dado un sólo paso hacia delante, comenzó a sortear los irregulares pedazos humanos mientras sus pies se empapaban de la sangre acumulada en las grietas y agujeros del suelo. A los lados, abiertas las oxidadas puertas de las amplias celdas en las que sus ocupantes se encontraban encadenados a columnas y paredes, divisó aún más cuerpos mutilados, algunos aún agonizantes que dejaban escapar la vida con dolorosa lentitud por las heridas recibidas.
Con la boca a medio abrir, temblorosos los ojos mientras cambiaban de objetivo, Yánder no entendía la causa para producir semejante tormento. Delincuentes de poca monta la mayoría, asesinos algunos y estafadores y ladrones otros tantos, pero ya se encontraban cumpliendo condena por sus delitos; no era necesaria esta matanza, violenta y cruel, despiadada e inhumana contra personas que no podían haberse defendido.
Detuvo su avance un momento, cuando oyó el agudo chirriar de una de las puertas de barrotes. No supo si se abría o cerraba, no en un principio, pero poco importaba cuando ante él se materializó una alta y corpulenta figura vestida con su misma armadura. Y se había percatado de su presencia, tras lo cual giró su cuerpo hacia él. Sus movimientos eran lentos, mostrando una tranquilidad que Yánder no creía posible en una situación como esa.
Durante un breve periodo de tiempo, ninguno se movió, siendo el recién surgido de una de las celdas del fondo el que tomó la iniciativa. Levantó sobre su cabeza un descomunal hacha, que hasta el momento había pasado desapercibido para su observador, y lo bajó veloz hacia un hombre tumbado a sus pies, cuya vida debía pender del más fino de los hilos, al descubrir Yánder que se trataba de una de las personas que aún gemía, hasta que la ensangrentada hoja seccionó su tráquea. La cabeza rodó un par de pasos a un lado y el verdugo levantó una vez más su arma, apoyándola a continuación a su derecha.
La saliva se acumulaba en la boca del maniatado, ocupado en tragarla antes de ahogarse con ella, a la par que el sonido de su trabajosa respiración debía llegar hasta el dueño del hacha, que, de nuevo con pausados movimientos, se deshizo del yelmo. El terror tenía rostro, uno muy conocido para Yánder, pues reconoció en él a un compañero de armas con el que casi había compartido sus diecisiete años de carrera en el ejército.
Las palabras se agolpaban en su mente y su lengua se trababa, imposibilitándole articular una sola palabra coherente, ante lo cual sonreía divertido el de enfrente. Este dio algunos pasos hacia Yánder, mostrando en su grave voz una tranquilidad desquiciante.
—Pareces sorprendido, compañero.
Al fin, con la sangre helada y un más que aparente temblor en sus piernas, Yánder acertó a contestar.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto?
—¿Y por qué no?
¿Existía alguna peor respuesta para darle? Lo conocía bien como militar, tras los duros días de entreno como soldados o durante la intensa instrucción para lograr el ascenso hacia la escala de suboficiales. Pero ese hombre… tenía algo extraño, todos lo veían. Nunca participaba de las juergas en las que los compañeros reforzaban su amistad, ni mantenía ningún tipo de conversación cuando alguien procuraba saber algo más de él. Frío y solitario, destacaba como combatiente y poco más les interesaba a los altos mandos, pero nadie se preocupó por conocer los misterios que se guardaba sobre sí mismo. De dónde procedía; qué había sido de él antes de ingresar en el ejército; si tenía familia… No sabían nada de él.
Ahora, Yánder, sin duda golpeado por él mismo nada más poner un pie en los calabozos, era testigo de una auténtica pesadilla que como autor tenía a aquel por el que nadie se interesó más allá de sus capacidades para la lucha, y en su cabeza algo no debía ir bien. ¿Cómo puede armarse a una persona que es capaz de protagonizar tal horror? ¿Es que nadie podía haberlo visto venir? ¿O había una razón lógica para lo que había sucedido?
El corpulento hombre seguía avanzando hacia Yánder, levantando el hacha cuando alcanzó el punto medio del pasillo para sujetarlo con ambas manos.
—¿Qué motivo hay para hacerles esto? —volvió a preguntar mientras aún escuchaba algunos lamentos y jadeos—. ¿Qué bien puedes sacar de esta masacre?
Sus párpados se cerraron un poco más, a la par que inclinaba levemente la cabeza y apretaba con mayor fuerza sus manos sobre el mango.
—Soy malo… y me gusta.
Yánder ya no hacía caso al desbocado corazón que amenazaba explotar en el interior de su pecho, ni al sudor que empapaba por completo su cuerpo bajo la armadura recién estrenada un par de semanas antes, cuando al fin consiguiera el tan deseado ascenso. Sus piernas flaquearon y cayó de rodillas, con la vista puesta en los ojos de un auténtico demonio. A continuación, ningún sonido llegó hasta sus oídos y la vista se le nubló una vez más, esta vez por lágrimas en lugar de sangre. Al frente sólo vio una mancha oscura, la cual evitaba, por su cercanía, que la luz de la más cercana de las lámparas incidiera sobre él, al tiempo que sintió el frío contacto del hacha sobre su cuello.
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Se incorporó en la cama con el pulso martilleándola las sienes. ¡Otra vez ese maldito sueño! A decir verdad, no era un sueño al uso, ni siquiera estaba completamente dormida. Llegaba cuando se hacía patente esa sensación de abandono y lejanía, cuando estás a punto de dejarte llevar, pero aún eres plenamente consciente de todo, de tu cuerpo, tu respiración, lo que te rodea, incluso la sábana que tus manos rozan. Había ocurrido mientras demoraba el instante de levantarse, pero no tenía por qué ser así, las “visiones” podían asaltarle en cualquier momento: sentada en el sofá mirando la tele o esperando que llegara el metro en el andén.
Lo que realmente le inquietaba es que hacía más de dos años que no ocurría. Lo tenía controlado, o eso creía hasta hacía unos días…
Desde niña había aprendido a vivir con ellas porque su abuela tenía el “don” y se encargó muy mucho de explicarle, desde antes de que pudiera comprender, y no es que fuera alguien torpe ni mucho menos, pero primero de hablar ya tenía claro que había cosas que no podía hacer. Después, cuando fue creciendo las “visiones” eran el menor de los problemas, había otras variedades del “don” que podían resultar mucho más peligrosas. De manera, que condenada a la soledad y a no relacionarse con otros de su edad, había crecido confinada en una vieja casa perdida en el monte, alejada de sus padres y hermanos, y bajo la tutela de su abuela.
Doria era una mujer recia y estricta, incluso distante, pero a ella eso no le importaba, hacía tiempo que había comprendido que lo mejor que podía hacer era mantenerse lejos de los afectos humanos, porque la cercanía derivaba en una serie de imágenes que se sucedían reiteradamente en su mente, y unos impulsos…¡más que impulsos, aquello eran órdenes de su mente, de su cuerpo… de toda ella! Hasta que aquel terrible momento había pasado y ella podía de nuevo escabullirse de sus múltiples escondites y continuar con su marcada doctrina de adiestramiento.
Alguna vez, trató de explicar que no eran exactamente como lo que su abuela experimentaba y pretendía hacerla entender, pero ante las respuestas obstinadas de esta, terminó por convencerse de que era mejor así: aprender sola a controlarlo.
La anciana falleció cuando ella contaba dieciséis años y hubo de regresar al hogar paterno, junto con dos hermanos que no conocía. ¡Oh dios! Aquello si fue realmente difícil. Controlar todo lo que sentía… Una explosión de secuencias futuras que se sucedían a cualquier hora y en cualquier lugar y que tenían como protagonista a alguien que la rodease y en ese momento constituyera una molestia para sus intereses. Aprender a dominar aquello, “no intervenir” como decía su abuela, había sido lo más difícil a lo que se había enfrentado. Pero consiguió hacerlo y con dieciocho años tomó la decisión de integrarse en la sociedad. Ya no podían retenerla y la herencia que su abuela le había dejado se hacía efectiva.
Madrid y la Universidad suponían un nuevo reto, pero se sentía segura de sí misma y sabía que manteniendo la distancia suficiente con quienes pululaban en torno a ella, todo iría bien. Y así había sido, hasta hacía poco más de seis meses.
Volvía de la compra y al pulsar el botón del ascensor una de las bolsas se había rajado, exponiendo por el suelo toda clase de productos. Maldijo una y otra vez su suerte cuando escuchó abrirse tras ella la puerta del portal y unos pasos que se aproximaban.
– Deja que te ayude – ella negó con la cabeza y se apresuró a meter todo lo que podía en la otra bolsa, pero el chico, porque la voz era de un chico, se había agachado junto a ella y le tendía un paquete de pan de molde. Por un momento alzó la vista y sus ojos se encontraron, tenía una mirada oscura, casi negra y un brillo divertido en las pupilas, sonreía. Se bloqueó, solo fueron unos segundos pero cuando sus manos se rozaron, se bloqueó. Ya no recordaba la última vez que había mantenido contacto físico con otro ser humano. Se retiró con brusquedad, entró en el ascensor dejando que la puerta cayera con un golpe estridente y pulsó con frenético apremio el botón del quinto piso.
Cuando se dejó caer en el sofá aún sentía la electricidad del otro en la punta de los dedos. Estaba confundida y asustada y para colmo las luces se encendían y apagaban como las de una discoteca. Respiró profundamente e intentó calmarse, volver a tener el control, como siempre. Lo estaba logrando cuando el timbre aceleró las pulsaciones en su pecho y la bombilla estalló en la lámpara sobre su cabeza.
Se resistía a abrir, pero por otra parte… ansiaba de nuevo sentir esa descarga, más fuerte que ninguna otra que la hubiera recorrido antes. Se paró delante del pomo y lo asió con fuerza, hasta que los nudillos palidecieron, inspiró hondo y lo hizo girar.
Allí, de pie frente a ella estaba el muchacho moreno sosteniendo delante de sus ojos el paquete de pan de molde.
-Te lo has dejado…- ella volvió a contemplarlo y decidió que no podía ser tan horrible si había conseguido “tenerlo oculto y en silencio” durante tanto tiempo. Sonrió y entornó su mirada felina. Él le devolvió la sonrisa y desde ese instante no habían dejado de verse ni un solo día.
¡Ella! La rara, la que siempre estaba sola, la que todos deseaban pero a la que ninguno osaba acercarse, se había enamorado y por primera vez en su vida, creía ser feliz y lo estaba haciendo bien, sin miedos, sin presiones… Hasta… Hasta hacía una semana. Gabriel le había presentado a una compañera de clase y al darle dos besos todo su cuerpo se tensó, como una advertencia de lo que vendría. Y así había sido, desde ese instante las malditas visiones se repetían una y otra vez, acechando en cualquier parte. Sin permitirle hacer nada con normalidad. No dormía, no comía, no salía… todo su ser se concentraba en “no intervenir”. Pero había llegado a su límite, no lo soportaba más. No podía vivir así y menos aún, podía perder lo que había conseguido con tanto esfuerzo, lo que ya tanto quería.
Se levantó de la cama resuelta, se duchó, se vistió y salió de casa. Anduvo un buen rato por las calles ya poco transitadas por la hora. Los comercios comenzaban a cerrar, pero su paso era firme, seguro, sabía justo donde tenía que dirigirse. En su cabeza sonaba una y otra vez el Adagio de Albinoni, su pieza preferida y que siempre conseguía calmarla.
Se detuvo frente a una zapatería con el cierre ya bajado y escuchó. Su fino oído le descubrió el ajetreo de una empleada que se afanaba en recoger con prisa para marcharse cuanto antes, aunque lo cierto es que no necesitaba imaginar nada, sabía perfectamente lo que ocurría dentro, lo había visto cientos de veces en la última semana.
Colocó con suavidad la mano sobre la pared junto al cierre y en su mente se dibujó a la perfección el cableado de todo el edificio. No tuvo que esforzarse demasiado para enviar una corriente desde sus dedos hasta una bombilla que se balanceaba con parsimoniosa indolencia sobre la joven, que en ese instante hacía malabarismos sobre una pequeña escalera e intentaba colocar en orden unas cajas, sin demasiado éxito. La explosión la sobresaltó e hizo que cayera hacia atrás golpeándose la cabeza con una de las baldas de hierro de las estanterías, perdiendo el conocimiento. A continuación unas muy intencionadas chispas cayeron sobre un montón de cartones que prendieron sin dificultad.
Fuera de la tienda solo ella se había “percatado” de lo ocurrido. No pudo evitar sonreír cuando el Adagio llegaba a su momento álgido y recordó las palabras de su abuela: “En otro tiempo nos hubieran quemado, por brujas”. Dejó que una leve carcajada escapara grácilmente de su boca mientras encendía un cigarrillo: “No era ella la que ardía ahora, sino la amiga de Gabriel”. Dio una profunda calada y dejó que el humo huyera de sus labios rojos y ascendiera, mientras ella se alejaba, uniéndose en una macabra danza con las incipientes bocanadas negras que se escapaban por debajo de la persiana de metal, fundiéndose a la altura de las azoteas, como dos amantes.
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«Estoy paseando. El suelo está cubierto por adoquines de cinco puntas. Me siento tan bien que sonrío sin motivo. Veo a una chica pidiendo en una esquina. Está muy sucia. Llora. Me acerco y le dejo una moneda en la mano. Qué ojos tan azules. Me recuerdan a los míos.
»Siento que me arden las entrañas y se me va la sonrisa. Algo me muerde el estómago, retorciéndose en mi interior como una anguila. La luz de una estrella me ciega, por lo que no puedo ver qué está ocurriendo. Repica una campana. Me llevo las manos a la barriga y encuentro un asidero al que agarrarme justo cuando las piernas van a dejar de sostenerme.
»Un cristal tintinea, claro su sonido entre la algarabía de voces que preña el aire.
»De repente se aclara mi visión y puedo verme las manos. Las tengo rojas, empapadas, agarradas con desesperación a unas muñecas gruesas y fuertes. Un cálido manantial se derrama sobre el empedrado gris, encharcándolo lentamente.
»Ahora lo entiendo: me estoy muriendo. Es un puñal lo que tengo dentro.
»Sigo con la vista el contorno de los brazos de varón que están sujetos a mis entrañas y, cuando pienso que voy a ver la cara de mi asesino, me desplomo.
»Hay una polvera rota justo delante de mis ojos y, en uno de los fragmentos que quedan del espejo, me veo la cara. Mi propia cara, rodeada de pies que caminan en todas direcciones. El corazón me da un vuelco al ver que no tengo ojos. En su lugar tengo dos conchas de nácar cuyo interior refulge con remolinos de colores.
»Es increíble. Llevo un vestido azul muy bonito. Es increíble que esté limpio. Es increíble…»
Anadí emergió bruscamente de la pesadilla y se llevó una mano al corazón, respirando agitadamente, cubierta por un sudor frío como siempre que tenía uno de aquellos sueños en los que siempre moría. Eran tan reales, tan vívidos, que no parecían sueños, pero este había sido todavía más terrorífico porque se había visto la cara y era su propia cara. Las pocas veces que se había visto a sí misma en una de aquellas pesadillas había visto el rostro de otra persona, no el suyo propio, como si estuviera dentro de otro cuerpo.
Sabía lo que aquello significaba: iba a morir en los próximos días. Estaba tan aterrorizada que no osaba ni moverse. Así ocurría cuando soñaba con la muerte de alguien. Nada podía cambiarlo.
Anadí sufría esa maldición desde niña. Por su culpa moría la gente que estaba a su alrededor. Si ella soñaba, alguien moría. Como le dijo su madre cuando la echó de casa, tenía al demonio dentro, estaba maldita. Por eso no se merecía nada mejor que vivir en aquel callejón sucio y apestoso, sola, rodeada de desperdicios de pescado. Así esperaba no hacer daño a nadie.
Como cada día, se puso en pie y caminó hasta la esquina de la Décima Avenida. Allí se sentó y extendió la mano para pedir limosna a los transeúntes, que se apartaban de ella como si tuviera la lepra hasta que se fijaban en su cara. Como cada día, lloró quieta y en silencio, sincera y profundamente. Ella, que era sucia e indigna, sabía que no se lo merecía, pero todo aquel que la miraba se acercaba para dejarle una moneda en el regazo por alguna razón. De todas formas, muy pronto tendría lo que se merecía: una muerte horrible. Al menos iría ataviada con un vestido limpio y bonito por una vez en su corta vida.
* * *
Delfina, nerviosa, abandonó el mercado con el cesto a rebosar de pescado y verduras. A pesar de ser menuda caminaba más deprisa que el resto de la gente, volando sobre los adoquines con forma de estrella. Esta noche volvería a ver a su hijo predilecto. Al fin. Para celebrar su graduación pensaba prepararle un festín con sus platos favoritos. Cayó en la cuenta de que se había olvidado la albahaca y se dio la vuelta.
Entonces un soplo de viento le trajo una pestilencia tan horrible que hasta perdió el equilibrio. Al principio miró con asco a la chiquilla harapienta de la que procedía, pero después, al ver sus ojos, tan limpios, tan claros, se olvidó del olor y rebuscó una moneda en su delantal.
―Ay, mi niña, pero ¿se puede saber por qué lloras así con tanta pena? ―le preguntó al echarle el dinero, tapándose boca y nariz con el delantal.
La chiquilla no se movió. Siguió con la mano abierta, mirando al infinito. Las lágrimas abrían sendos surcos en la densa mugre que le cubría el rostro.
―¿Y no será, golondrina de mar, que tienes un hambre desa mala, de la que duele? ¡Mírate, pero si estás toa canijita! ―añadió Delfina, dejándole con cuidado una zanahoria en la mano.
―Ziempre eztá azí ―dijo un hombre ancho que pasaba por allí―. Nunca habla ni mira a nadie. A vecez vienen unos gamberroz que le roban el dinero y ni ze mueve.
―¡Por las olas de los mares! ¡Oi, oi, oi, qué malajes! ―exclamó Delfina mientras hacía que no con la cabeza―. Por larpargata de Marea, ¿y se puede saber qués lo que la pasa? Es sólo una niñita.
―Nadie lo zabe. ¿No vez que no habla? Apareció y ahí eztá.
―¡Ay, pero qué desgraciaíta! Me mata a mí de pena. Mírala ahí, toda llenita de roña ella hasta las cejas. ¿Pues sabes qués lo que voy hacer? ―Confirmó su decisión con la cabeza, gesto que acentuó su papada―. A lo peor marrepiento, pero me la llevo a la casa, ar menos una noche. Si no la roña es que me se la come enterita. Pero qué lástima. A mí es que me rompe er arma esta niña, es que no lo puedo soportar. ¡Si no me la llevo, como si lo viera, hoy no duermo!
―De la mar el mero, de la tierra el cordero ―agregó el hombre encogiéndose de hombros.
* * *
Barvío entró en casa y dejó caer al suelo el petate. Las viejas tablas crujieron en señal de protesta. El olor a comida le hizo la boca agua.
―¡Yastoy en casa! ―gritó alegremente con el pecho henchido de orgullo.
Después de un año, volvía a casa graduado como soldado de las Gaviotas Argénteas y esperaba un recibimiento por todo lo alto. Por delante le esperaba un futuro glorioso, y a su familia también. Sin embargo, al ver que nadie aparecía, su boca se torció en una mueca de indignación.
―¡Que yastoy en casa digo, mujeres! ―gritó de nuevo, malhumorado.
―¡Ay, diosa mía, que yastá aquí mi niño querío! ―chilló una voz impregnada de emoción.
Al punto apareció corriendo una mujer rechoncha con lágrimas en los ojos que se lanzó sobre el joven para cubrirlo de besos mientras lo manoseaba sin tregua. Él sonrió, satisfecho.
―¡Ay, mi niño preferío! ¡Ay, ay, ay! ¡Yastá aquí er hombre de mi casa! ¡Yastá aquí la sal de mi corasón! ¡Alina, sar ara mismo a recibir a tu hermano mayor! ―gritó alzando la cabeza hacia atrás, con una acritud que restalló como un látigo en contraste con el amoroso tono que prodigaba a su hijo―. ¡Pero mira, mira, oi, oi, qué gallardo! ―Le pasó la mano por la pechera del uniforme―. ¡Un sordao en la familia! ¿No es er hombre que querría toa mujer casadera? ―preguntó dándose la vuelta.
Barvío vio, plantada en la entrada de una de las habitaciones, a la joven a quien iba dirigida la pregunta. Se quedó sin habla. Era más hermosa que una espada y tenía los ojos más azules que la mar. Su vestido verde le marcaba los incipientes senos de forma tan sugerente que Barvío se quedó obnubilado.
―¿Quién es? ―preguntó apartando a un lado a su madre para acercarse a la muchacha.
―Ay, hijo mío, no sé cómo se llama, lancontré cerca del mercao. Yo la llamo mi Golondrina de Mar. ¡Alina, ¿no te dicho que sargas duna vé?! Es que no habla, está mudita o argo la pobre.
―Es… mu guapa.
―Ara sí, pero tenías caberla visto antes… ¡Sa quedao er agua der barrí más negra quel jopo un burro! ¡No sabes lo que tenío que restregarla con sar pa quitarle er olor a pescao! Ara se la ve ques una mujercita casadera.
―¿De dónda salío? ―continuó indagando Barvío mientras daba una vuelta alrededor de la muchacha, olisqueándole el pelo. Ella, con la mirada perdida, no parecía darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor.
―Estaba en la calle, pidiendo, y tanta pena me dio que me la traje a la casa. Mañana la llevo ar templete, a ver si la mare Estela puede ocuparse della. ¡Pero vamos! ¡Tós a la mesa que la comía está lista! ¡Alina, ¿vienes ya o voy a tener que ir y traerte de los pelos?!
* * *
Alina, que temía con ansiedad este día desde hacía tiempo, se armó de paciencia y salió de la habitación, resignada a tener que aguantar la retahíla de su madre. Se pasaría días halagando a Barvío y echando pestes de ella. Suspiró, metió en un bolsillo el mazo de cartas del tarot con el que se ganaba la vida, se puso las pulseras de conchas y fue al comedor.
No esperaba encontrarse invitados.
―¿Quién es? ―señaló anonadada. Luego saludó sin mucho ánimo―: Ah, hola Barvío.
Su hermano, mientras se metía en la boca un enorme pedazo de pan, emitió un gruñido como respuesta.
―¿Es ques esa manera de saludar a tu hermano después dun año sin verle? ¡Ara es un sordao! ―restalló su madre.
―No, Derfina ―contestó Alina mecánicamente.
―¡Ay, esta niña me mata a disgustos! ¡Tu hermano sa graduao en las Gaviotas! ¡Le debes un respeto, niña!
―Perdón, hermano mayor. ―Alina se puso en pie e hizo un torpe simulacro de reverencia, haciendo que las conchas que adornaban su pañuelo tintinearan al chocar entre sí. Su hermano daba cuenta de la comida a manos llenas sin quitarle ojo a la misteriosa invitada―. Es tó un acontecimiento tenerte en casa otra vé.
―¡Y no me llames Derfina que soy tu mare! ¡Te lo tengo dicho!
―Sí, madre.
Alina estaba hipnotizada por aquella muchacha. Había algo muy raro en ella, a parte del hecho evidente de que estaba quieta como una estatua; ni sus ojos se movían. No, era otra cosa. Alina, con los años, había aprendido a fiarse de su viva intuición. Se daba cuenta de cosas de las que nadie más se daba cuenta, y estaba segura de que esa muchacha tenía algo.
―Ay, pero cómeme un poquito, anda, mi Golondrina de Mar ―susurró Delfina acariciando el pelo de la muchacha―. ¿No tienes gusa? No puede sé, si estás sequita perdía.
La joven continuó estática pero, cuando Delfina le abrió la boca y le metió un pedazo de pescado con los dedos, masticó.
―¿Por qué llora? ¿No le gusta el pescao? ―preguntó Alina.
―¿Pero qué dices, hija? ―Delfina siguió la mirada de su hija y dio un respingo al ver las lágrimas de la muchacha. Rápidamente se las secó con el dorso de la mano―. Ay, no, no llores. ¿Qué le pasa a mi Golondrinita? Seguro que sa emocionao de lo buena questá la comía de la Derfina, ¿a que sí? Es ca saber cuánto hace que no come en condiciones la pobre.
―A lo mejor llora de no parpadear ―sugirió Barvío, quien por primera vez tenía la boca vacía desde que se había sentado a la mesa―. Es raro: no parpadea nunca.
―Voy a echarle las cartas ―sentenció Alina haciendo sitio.
―¿Ara? ―Delfina se inclinó hacia delante para mirar con interés cómo su hija barajaba. Alina se dio cuenta, con regocijo, de que su madre se había mordido la lengua para no soltarle un rapapolvo. Su madre sabía que tenía un don para leer las cartas y era evidente que, como ella, tenía ganas de saber algo más de la joven.
―Tiene que tocarlas ―afirmó, acercando la baraja a la muchacha y mirando a su madre, que se sentaba entre ambas. Meció la cabeza para apartarse el cabello de la cara y las conchas repicaron. Delfina cogió la mano inerte y la colocó encima del mazo.
Al hacerlo, sus manos se rozaron.
Las cartas cayeron sobre la mesa en tropel, cubriéndola con sinuosos dibujos de bestias extrañas y criaturas marinas. Una carta que tenía dibujada una golondrina de mar cayó de pie en la boca del pescado más grande que había en la fuente.
Se había quedado ensartada en uno de sus dientes.
* * *
«Adoquines de cinco puntas. El sol, tibio y perfumado de albahaca, me acaricia la piel. Es una sensación maravillosa. Me doy la vuelta, riendo, llena de felicidad. Me miro en el espejo y la luz que desprenden mis ojos de nácar me ciega. De pronto un abrazo inesperado que tintinea. No entiendo por qué arden mis entrañas y me quedo paralizada.
»Tañe una campana. Gente brillante camina alrededor. No tengo fuerza en los dedos. Les quiero hablar, pero la voz se me quiebra como cristal. El abrazo es demasiado fuerte.
»Ahora lo entiendo: estoy bailando. Hay una música, no sé por qué no la había escuchado antes. Conchas. Me recuerda a la mar. Me recuerda a la playa de las conchas. Danzo sin tocar el suelo, hasta el infinito, hasta la muerte. Conforme danzo y danzo, el remolino de agua en que se ha convertido mi vestido azul se extiende, inundándolo todo de fuego líquido.
»Es increíble. Jamás un hombre me había sacado a bailar. Es increíble que sea tan dulce. Es increíble…»
Anadí se cayó de la silla y emergió bruscamente de la pesadilla. Jamás había tenido una estando despierta. ¿Dónde estaba? Vio que, sentados alrededor de una mesa y con cara de espanto, había una mujer regordeta, un hombre corpulento y una muchacha. Las conchas que adornaban los brazos de la muchacha tintinearon cuando se puso de pie. Entonces, al escuchar ese sonido, recordó.
―Las visto ―sentenció Anadí, mirándola―. ¡Tú también estabas allí!
―Debes impedirlo a toa costa ―sentenció la chica de las conchas.
―¡Nadie puede cambiarlo! ―gritó Anadí entre lágrimas.
―Tú puedes. No hay duda.
―¡Estoy mardita! ―chilló al borde del colapso.
―¿Mardita? A ti ta elegío la diosa del mar. Los ojos de nácar son su señal, ¿es que no lo ves? Tienes quimpedirlo o argo malo nos pasará a tós.
―Ay, Marea, apiádate de nosotros, tus pobres fieles, y líbranos de las corrientes tenebrosas y los malos oleajes ―rezó la mujer rechoncha. Aterrada, besó la caracola que llevaba colgada al cuello.
―¡¿Qué?! ¡Tú no lontiendes, lo que veo no se puede cambiar! ―repitió.
―Sí se puede. Si no lo haces, estamos tós condenaos. Eso, por mi mare aquí presente, te lo prometo y te lo puedo yo asegurar.
Anadí se llevó las manos a la cara y lloró a lágrima viva, muerta de miedo.
* * *
Delfina se movió otra vez, rezando en silencio. Llevaba un buen rato dando vueltas en el jergón y no había manera de dormirse. Una sensación de terror se le había pegado a la piel como los tentáculos de un pulpo y no era capaz de desprenderse de ella desde que su hija le había contado lo sucedido. ¡Una profeta! ¡En su humilde casa! ¡La niña que había recogido de la calle era una profeta!
Delfina adoraba a la diosa del mar, pero estaba aterrada hasta el tuétano. Al alba pensaba a llevar a la muchacha a la iglesia del mar. Allí sabrían qué hacer.
Volvió a besar la caracola y salió de la cama. Iba a salir de la habitación cuando vio, a través de la puerta entreabierta, cómo su hijo cruzaba el pasillo en la oscuridad con una palmatoria en la mano.
* * *
Barvío, titubeando, dio un paso adelante y después se dio la vuelta. Se debatía entre su cabeza y su corazón. La primera le decía que volviera a su cuarto y el segundo que siguiera avanzando en la oscuridad. El cosquilleo que sentía más abajo de la cintura acabó por inclinar la balanza y llegó hasta la puerta. La abrió en silencio y se quedó paralizado ante la belleza de la muchacha. Le pareció que dormida era incluso más guapa que despierta. Una pátina, brillante a la luz de la vela, le cubría la piel.
Barvío se acercó al jergón, se arrodilló y acercó una mano temblorosa.
Un fuego incontenible le abrasó por dentro.
* * *
Alina, en el cuartucho destartalado que era su habitación, tiró las cartas una última vez antes de acostarse y suspiró, llena de preocupación. El mismo resultado. Desde que había tocado a Anadí siempre salían las mismas cinco cartas en el mismo orden: la golondrina de mar, la gaviota de plata, los dioses gemelos del mar, el puñal del corsario y la ola gigante. Ella sabía que no auguraban nada bueno.
Tenía que convencer a la muchacha de que sólo ella podía cambiar el destino aciago que se les echaba encima.
Tenía que ayudarla como fuera.
* * *
«Salgo de casa y echo a andar por la avenida. Hace un día maravilloso.
»Me miro el vestido: azul, precioso. Estoy tan bonita con él que sonrío de felicidad. El aire huele a albahaca. Cojo la polvera para mirarme y, a través del pequeño óvalo en el que se reflejan mis ojos de nácar, veo a una chica que corre hacia mí, a mis espaldas.
»Tardo en darme cuenta de que soy yo misma. Parezco asustada.
»Es increíble, voy en camisón por la calle.
»Me doy la vuelta para comprobar con mis propios ojos que lo que veo en el espejo es real y, justo en ese momento, me arqueo hacia delante porque algo se me clava dentro. Algo húmedo y caliente que me desgarra como una sierra.
»Caigo de rodillas, sin fuerzas. Mi vestido se ondula, derramándose sobre el suelo a una velocidad espantosa. En un instante estoy bajo el agua, ahogándome bajo fuego líquido. No puedo respirar.
»Suena una campana. Me arde la piel. No puedo respirar.
»No puedo respirar.»
Anadí salió de su profundo trance plagado de horrores y un dolor punzante la atravesó desde el centro de su ser. Intentó dar una bocanada de aire pero no pudo. Se estaba asfixiando bajo una gigantesca presión pegajosa. Algo se movía encima y dentro de ella, en la oscuridad.
Un grito despedazó la quietud de la noche, rompiéndola en pequeños fragmentos. Era suyo. De repente la presión sobre su cuerpo desapareció y pudo respirar otra vez. Tras boquear dos veces, se tiró al suelo y gateó desesperada, buscando una salida.
El fresco aire de la noche, al entrar en contacto con el sudor que la cubría, la despejó. No sabía cómo había llegado a la calle. Confusa, descalza y en camisón, arrancó a correr y la oscuridad de los callejones de Circania se la tragó.
* * *
Delfina, que estaba sumida en un sueño ligero e intranquilo, despertó de golpe. Aterrorizada y con pulso tembloroso, encendió una vela y se asomó al comedor. La llama derramaba sombras por todas partes y ella, agarrada a la caracola que pendía de su cuello, veía espectros agazapados en cada una de ellas, dispuestos a arrancarle el alma.
―Por los santísimos gemelos del mar, ¿se puede saber ca sío eso? ―preguntó a sus hijos, que también habían salido de sus habitaciones―. Parecía el grito dun ahogao.
―¡Derfina, nostá! ―gritó Alina, nerviosa, tras mirar en la habitación donde dormía Anadí.
―¿La Golondrina?
―¡Sí!
―¡Santa mare de los mares! ―Delfina estaba pálida―. ¡Ha desaparecío en plena noche! ¡No era una profeta; era un fantasma!
* * *
Barvío, muy tranquilo, señaló la puerta abierta de la casa.
―Parece que sa ío.
Alina lo miró fijamente, los ojos convertidos en finas rendijas.
―¡Tú las hecho argo! ―sentenció abalanzándose sobre él.
―Pero qué dices, loca ―dijo con cara de desprecio. Con uno solo de sus fuertes brazos le bastó para protegerse de los golpes de su hermana y mantenerla a una distancia prudencial―. Si yostaba en la cama.
―¡Niña, ¿pero se puede saber qué haces?! ¡¿Es que quieres quemarnos vivos a tós?! ―Delfina apagó rápidamente la vela que ardía en el suelo de madera y, acercándose a su hija, la cogió por el brazo―. ¿Es cas perdío la cabeza?
―¡Ha sío él, Derfina! ¡Sé ca sío él! ―chilló Alina.
―¡Cállate ya, niña! ¡No diga eso! ¿No vé que la niña esa de la calle estaba loca? ―escupió―. ¡Cómo puedes pensar que tu hermano sería capaz dacerle argo! ¡Es tu hermano y es un sordao donor!
Alina se quedó paralizada y murmuró para sí misma:
―Un sordao de las Gaviotas Argénteas… La carta… ―Entonces lo entendió―: ¡La gaviota de plata! ¡Sestá cumpliendo ya! Primero la golondrina, luego la gaviota, y ara vienen los gemelos del mar… ¡Tengo quencontrarla!
Alina salió disparada hacia su cuarto.
Delfina miró a su hijo con las cejas alzadas y negó con la cabeza. Con cada zarandeo su papada se bamboleó.
―Ha perdío la cabesa ―dijo acariciándole la ancha mandíbula a Barvío. Luego lo cogió de la mano―. Ven, mi niño. Apuesto a que tanto tonto alboroto ta dao hambre, ¿a que sí?
Barvío sonrió y dijo que sí con la cabeza.
―Como decía mi mare, tu abuela, que la mar la tenga en su gloria: muerto el perro sacabó la rabia. ―Cogió un pescado asado y lo estampó contra el plato con rabia―. Ara que la loca esa sa marchao, vamos astar tranquilos otra vé. En buena hora se mocurrió traérmela a la casa.
Barvío se quedó mirando a la puerta abierta, pensando en el dicho que acababa de decir su madre.
* * *
Alina, tras vestirse apresuradamente, salió a la calle con un quinqué. ¿Dónde estaría Anadí? Recordó que su madre había mencionado que la había encontrado cerca del mercado, así que fue en esa dirección. Mientras corría, tiritando a causa de la brisa marina, se devanó los sesos pensando en las cartas.
Los gemelos del mar… ¿Qué podían significar?
Marea, la diosa del mar, femenina mujer de cintura para arriba y pez de cintura para abajo, con los pechos cubiertos por brillantes conchas de nácar, era la protectora más querida por los pescadores, que en todos sus barcos tenían un pequeño altar donde pedirle aguas tranquilas y próspera pesca. Rezándole siempre que podían, intentaban apaciguar sus repentinos ataques de ira, pues eran conscientes de que era mujer voluble y caprichosa. Cuando estaba contenta era dulce y amable, trayéndoles con sus corrientes abundantes peces y vientos favorables. Cuando estaba enfadada, rencorosa y seductora como era, podía ser mortalmente traicionera, ya fuera en forma de repentinas tormentas o de corrientes insalvables.
Su hermano gemelo, Piélagos, fornido hombre de cintura para arriba y pulpo de cintura para abajo, era dueño de la vastedad del océano y señor de los abismos marinos. Numerosas estatuas hacían honor a su majestuosidad por toda Circania. La mayoría no se acordaba de él habitualmente, pero era temido por su crueldad, capaz de crear furiosos oleajes y de arrasar la tierra con olas gigantes, o de enviar a enormes criaturas marinas capaces de hundir fácilmente incluso a los barcos más grandes.
A Alina no se le ocurrió cómo relacionar con su entorno a los dioses gemelos.
El puñal del corsario estaba claro que era el asesinato.
Y la ola gigante… La ola gigante era lo que le ponía los pelos de punta. Estaba segura de que significaba una catástrofe que azotaría Circania si no conseguía impedir la muerte de Anadí.
Mientras corría sin cesar pensando en todo esto, se percató de que estaba a punto de romper el alba.
* * *
«Digo adiós con la mano y bajo la escalinata blanca. No hay ni una nube en el cielo.
»Camino sobre adoquines con forma de estrella. Una muchacha me mira y le sonrío. Lleva un precioso pañuelo rojo lleno de conchas.
»Suspiro de puro placer cuando me envuelve un aroma de albahaca. Saco la polvera. Veo a la chica de las conchas que corre detrás de mí. Tiene una mano extendida. Dice algo.
»Voy a darme la vuelta cuando, de repente, salgo volando. Alguien grita mi nombre. Todo negro. Me duele la cabeza. Hay una chica en camisón que lucha con un hombre armada con un palo, lanzando una sucesión de golpes desesperados que no consiguen hacer blanco. No puedo ver la cara del hombre porque está de espaldas, pero algo brilla en su mano.
»Todo negro. Me duele la cabeza. No puedo levantarme. Tengo algo sobre mí. Es increíble: tengo encima a una chica que tiene mi propia cara. Sonríe.
»Algo me muerde en el cuello. Se me cierran los ojos mientras noto la humedad que me cubre rápidamente.
»Redobla una campana. Fuego líquido. Me arden los pulmones y se me abrasa la piel.»
Anadí se incorporó súbitamente. Se había quedado traspuesta. Estaba en un callejón en el que se debía haber parado a descansar la noche anterior. Le dolía la entrepierna y, al llevarse allí la mano, vio que la tenía manchada de sangre.
El alba rompía, iluminando los canales de Circania. Un navío surcaba el agua. Su espolón era una mujer con cuerpo de pez: la diosa del mar. Aspiró profundamente el salitre marino y se puso en pie, ignorando el dolor.
Pensó en Alina y buscó alrededor. Encontró un palo de escoba.
Ya no tenía miedo. Sabía lo que tenía que hacer.
* * *
Delfina se dispuso a salir a hacer unas compras. Fue al cuarto de su hijo para decirle que tenía el desayuno en la mesa y se extrañó al ver que no estaba ahí.
―Mi niño querío ―susurró llena de orgullo, llevándose una mano al pecho―, qué madrugador sa vuerto.
* * *
Barvío siguió a la muchacha entre la gente, desde una distancia prudencial. Le pareció que estaba guapísima con ese vestido azul. Había tardado mucho menos de lo que esperaba en dar con ella. Necesitaba contarle que no había querido hacerle daño, que sólo había ido a su habitación para mirarla un rato, pero que antes de darse cuenta de lo que hacía estaba dándole su amor.
Resuelto, aceleró el paso. ¿Y si le pedía que se casara con él?
Vio que la muchacha iba en dirección a un puesto de guardia. La frente se le perló de sudor.
Sabía que tenía que impedir que le contara a nadie lo sucedido. Sabía que lo que había hecho estaba mal, y que si llegaba a saberse lo arrestarían. Eso sería el final de la carrera de soldado que con tanto esfuerzo había iniciado. Y el final de su familia.
Apresuró aún más su caminar, se ajustó la capucha para taparse la cara y, lentamente, sacó un puñal.
* * *
Alina, situada bajo las ramas de dos grandes árboles, vio a la muchacha vestida de azul pasar frente a ella por la calle. Anonadada, estuvo a punto de abordarla, pero algo la detuvo en el último momento. Quizá fue su sonrisa. Al verla, la muchacha le había sonreído y había seguido su camino como si no la reconociera. Se parecía increíblemente a Anadí, pero estaba segura de que no era ella.
―Los dioses gemelos… ―murmuró.
Y, convencida, se puso a seguirla entre la gente.
* * *
Anadí, conocedora como nadie de los atajos más rápidos y solitarios que cruzaban la ciudad tras años viviendo en ellos, no tardó en llegar al sitio donde solía pedir. Sabía que el camisón manchado de sangre habría llamado demasiado la atención y que seguramente alguien la habría detenido con buenas intenciones, pero ella tenía una cita con el destino a la que no podía faltar, y sabía que esa cita era hoy.
Siguió con la vista los adoquines con forma de estrella y corrió hacia el mercado. Sólo se detuvo cuando la envolvió el aroma de albahaca de un puesto que había no muy lejos de allí.
Desde las sombras de su lóbrego y apestoso callejón escudriñó el gentío, ignorando los desperdicios de pescado que se le colaban entre los dedos de los pies.
Allí estaba.
La muchacha del vestido azul.
El corazón le dio un vuelco al ver que eran tan parecidas como dos gotas de agua. Por un momento pensó que estaba soñando, pero un recuerdo lejano se abrió paso en su mente. Una sensación familiar que la inundó por dentro. No sabía cómo era posible, pero sabía que la muchacha del vestido azul era su hermana.
Su hermana gemela.
Como surgido de la nada, se le ocurrió un nombre: Analó.
Y supo que ese nombre lo cambiaría todo.
* * *
Delfina, que entraba en el mercado para hacer su compra diaria, vio a su hijo entre el gentío. Iba tapado con una capucha, pero habría reconocido esos andares gallardos en cualquier parte del mundo.
―¡Hijo mío! ―gritó. Pero no pareció oírla porque no se detuvo, así que, tratando de colarse entre la gente, corrió para alcanzarlo.
* * *
Barvío pensó que, entre tanta gente, nadie se daría cuenta si apuñalaba furtivamente a la muchacha por la espalda.
A tan sólo unos pasos de distancia, apretó los dedos alrededor del puñal. Gracias a su instrucción como soldado sabía dónde lo tenía que clavar. Parecía tan fácil que le entraron unas ganas locas de reír.
La muchacha se dio la vuelta de repente y a Barvío se le paró el corazón al pensar que había visto el cuchillo. Sin embargo, la chica había sacado una polvera y estaba distraída abriéndola. Barvío suspiró aliviado al darse cuenta de que se había dado la vuelta para ponerse de espaldas al sol.
Decidió que lo mejor sería abrazarla al clavarle el puñal para que nadie viera lo que hacía y se dispuso a lanzar el golpe mortal en el mismo instante en que ella iba a mirarse en el espejo.
―¡Cuidado Analó! ―gritó una voz por encima del ruido ambiental.
La muchacha no llegó a mirarse en la polvera. En vez de eso, vio el puñal que tenía a un palmo de distancia y que iba directo a su estómago.
Barvío, al ver que la muchacha le miraba a los ojos, se paralizó un instante.
Un instante vital.
La polvera cayó al suelo.
* * *
Alina, que al ver al hombre del puñal corría en pos de la muchacha del vestido azul gritando para alertarla, vio que Anadí aparecía al lado de él, surgida como de la nada y armada con un largo palo. Asestando un furioso y rápido golpe en la muñeca del hombre, hizo que el puñal desviara su trayectoria lo suficiente como para que no llegara a hacer blanco en la muchacha vestida de azul.
Alina llegó hasta ella y la puso a sus espaldas, apartándola de la lucha que se libraba delante de ambas. Se quedó paralizada al ver la cara del hombre: era su hermano.
Alina no salía de su asombro al ver cómo luchaba Anadí. La frágil muchacha, convertida en una experta en combate cuerpo a cuerpo, preveía cada uno de los mortales golpes de Barvío y los detenía eficazmente con el improvisado bastón.
Acompañando su último golpe con un grito desesperado y furioso, Anadí tumbó a Barvío, que cayó al suelo, inerte. El palo se había quebrado al hacer blanco en su sien derecha.
* * *
Anadí, respirando agitadamente, se quedó quieta al ver caer al asesino. No se lo podía creer: por primera vez había cambiado el curso del destino. Gracias a sus sueños había podido prever todos y cada uno de los golpes y tumbar al corpulento hombre que la había forzado hacía unas horas. Alina tenía razón, sí que podía cambiar las cosas.
La gente se había apartado al ver la lucha, haciendo un cerco alrededor. Buscó los ojos de Alina y sonrió con expresión de incredulidad.
En el total silencio tañó la campana de la iglesia y un escalofrío la recorrió.
―¡Anadí! ¡Cuidado! ―gritó Alina.
Delfina estaba delante de ella armada con el puñal de su hijo.
―¡Mi niño! ¡Asesina! ―gritó la mujer fuera de sí. Se había colocado delante del cuerpo de Barvío, dispuesta a protegerlo.
Anadí arrojó al suelo el trozo de palo que le quedaba y se apartó de la mujer con las manos en alto, pero Delfina no parecía dispuesta a dejar las cosas así.
―¡Mardita loca! ¡Has matao a mi niño! ―chilló, y se lanzó hacia delante para darle una puñalada.
Pasado el momento de triunfo, Anadí volvía a sentirse la misma chica frágil y desamparada que vivía en los sucios callejones de los alrededores del mercado, incapaz de hacer nada por sí misma. Había logrado salvar a su hermana gemela, pero era incapaz de defenderse, así que apretó los ojos y esperó.
Sin embargo, la cuchillada no llegó.
Al mirar vio que alguien se había puesto delante de ella para protegerla, y que había recibido la puñalada en su lugar: Alina.
―No ―gimoteó.
Delfina, con los ojos muy abiertos, soltó el puñal y cayó llorando sobre su hija.
En ese momento llegó la guardia de la ciudad.
* * *
Analó miró a su hermana y sonrió. ¡No se podía creer que la hubiera encontrado! Robada cuando sólo era un bebé, hacía tantos años, nadie de la familia pensó jamás que volvería a verla. Y ahora estaba ahí, con ella. La cogió de la mano.
Su padre, el gobernador de Puertofino, el puerto más importante de toda Circania, estaba dando un discurso desde la tarima situada entre las marmóreas estatuas de los dioses gemelos. Una enorme cantidad de gente se agolpaba en los muelles, ansiosos por empezar la celebración. No cabía ni un alma. A la luz de la luna y de los pebeteros que ardían por doquier, el lugar resplandecía, imponente. Barcos de todo el reino habían venido a Circania a pasar la noche, y sus velámenes y banderas ondeaban al viento tras el gentío, anclados en el puerto, con sus cubiertas abarrotadas de marineros.
Analó se sintió extrañada cuando el tañido de la campana de la iglesia, que normalmente le encantaba, le puso los pelos de punta. Desde donde estaba, la estatua de Marea parecía mirarla con sus ojos de piedra directamente a ella.
Percibió un leve olor en el aire que provenía del canal a sus espaldas, casi imperceptible entre los fuertes olores que saturaban el ambiente. Se desasió de la mano de su hermana para mirar por la balaustrada. Algo la extrañó en el reflejo de la luna sobre el agua. Había algo que lo empañaba.
Impulsada por una corazonada, se subió a la balaustrada y siguió el curso del agua hasta el muelle, arreglándoselas para pasar a través de los niños y los pebeteros. Había tanta gente que no había otra forma de pasar. Allí vio claramente la pátina oleosa que cubría el agua y que parecía filtrarse, en grandes cantidades, entre los tablones de una enorme embarcación, a la altura donde debía estar la bodega.
Aceite. Una enorme cantidad de aceite espeso envolvía todos los barcos del puerto y se extendía por todos los canales que se adentraban en la ciudad. No estaba segura, pero algo le decía que era altamente inflamable.
Entonces lo vio: un niño que había en la balaustrada, a cierta distancia de ella, que estaba jugando con uno de los pebeteros ceremoniales y estaba a punto de hacerlo caer al canal. Si caía incendiaría el aceite, y con él arderían todos los barcos. El puerto entero se convertiría en un infierno en llamas. Cundiría el pánico y, con la cantidad de gente que había, a Analó, que era inteligente, no le costó mucho imaginar lo que sucedería después.
Como poseída por una fuerza inusitada y una destreza gatuna, corrió a grandes zancadas por la balaustrada, saltando sobre los niños que había sentados y rodeando, no sabía cómo, los pebeteros sin quemarse.
Justo cuando el pebetero que el niño había empujado caía al vacío, ella llegó hasta él. Lo detuvo con un sencillo movimiento de la mano y suspiró de alivio.
Percibió un repentino silencio. La gente, incluido su padre, que la había visto volar sobre la balaustrada como una loca, la miraba.
―¡Apagad todos los fuegos! ―ordenó Analó llena de seguridad―. ¡El agua del puerto está llena de aceite!
Anadí entendió en ese instante que, si Analó no hubiera estado allí esa noche, se habría producido una gran tragedia en Circania. Miró a la estatua de Marea y, por primera vez en muchos años, sonrió.
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