Abr 202015
 
 20 abril, 2015  Publicado por a las 11:11 El Candelabro de Hierro, Libros Tagged with: , , , , ,  2 comentarios »

La Flor de la Poesía es el primer libro de la colección Crisol de Leyendas del autor Ángel Torezano. Se trata de una selección de 33 acertijos y poemas ambientados en un mundo de fantasía épica medieval lleno de magia, amor y emociones.

Después de mucho, mucho tiempo sin apenas probar la poesía este título llamó mi atención por su temática. Siempre había asociado poesía con historias de amor, romances rotos y temas similares pero esta selección prometía algo más, un tipo de poesía diferente a la que estaba acostumbrado y no me ha defraudado en absoluto.

La Flor de la Poesía consigue despertar el interés desde sus primeras palabras donde empiezan a brotar emociones que el escritor plasma en el papel con gran habilidad. Porque al fin y al cabo eso es lo que vas a encontrar en este libro. Emociones intensas que los personajes de la obra experimentan en situaciones de lo más diversas.
La Flor de la Poesía - Fantasía
Uno de los grandes puntos del libro es como el autor nos introduce, con un pequeño relato, cada situación, cada verso en el que nos veremos atrapados sin quererlo. Sin embargo, aunque al principio puedan parecer versos inconexos o sin ninguna relación existe una línea general que sirve de guía y que nos va mostrando a los diferentes personajes de una historia, los problemas y retos a los que tienen que enfrentarse y nos va descubriendo página a página un mundo lleno de leyendas y magia.

La estructura que usa el autor nos permite adentrarnos con rapidez y facilidad en un mundo que aparenta ser mucho más complejo de lo que se puede ver en el libro. Nos envuelve un carrusel de emociones, en una página estamos experimentando el amor de un caballero por su amada y en la siguiente la venganza o el sufrimiento. Si te gustan este tipo de emociones y cambios repentinos entonces es un libro para tí. Si prefieres controlar un poco más este vaivén de sensaciones puedes optar por leerlo de manera más pausada, capítulo a capítulo aunque se pueda leer tranquilamente en un par de tardes de sofá.

Personalmente me gustaría mucho poder descubrir más de Circania o de las Montañas Grises, visitar los jardines de Brangartia o saborear una buena cerveza en Los Tres Pies del Gato.

Aunque pueda sonar raro en una recopilación de poesía y acertijos un mapa sería algo que se agradecería mucho para poder ubicar todos estos lugares y dejar volar la imaginación hacía otros lugares desconocidos.

Con los acertijos el escritor nos introduce otras regiones de su mundo, leyendas hace tiempo olvidadas y nos invita implicarnos de manera activa en la historia como si no encontráramos a los pies de una estatua o estuviéramos escuchando las palabras de un anciano junto al fuego una noche de invierno.

Es cierto que rompen un poco el ritmo de la historia general pero personalmente creo que encajan bien en el formato que ha escogido el autor para presentarnos su obra, pequeños fragmentos que se van entrelazando de tal manera que invitan al lector a releer toda la obra una vez finalizada para poder apreciar todos los detalles que seguro pasarán desapercibidos en el primer intento.

Sus poco más de 70 páginas hacen esta opción mucho más posible de lo que sería de esperar en una recopilación de mayor envergadura y extensión.

En lo que respecta a los versos poco más puedo añadir. No todos siguen la misma norma sobre métrica y rima. Para mi gusto alguno de ellos se acerca demasiado a una prosa forzada pero en general y la mayoría de ellos logran transmitir las sensaciones que nos introduce el texto con fuerza y sensibilidad más que suficientes.

En resumen,

  • Si te gusta la fantasía épica medieval y te gusta la poesía este es un libro con el que disfrutarás.
  • Si te gusta la poesía pero no disfrutas con la fantasía entonces deberías buscar en otro lugar. Es cierto que podrás disfrutar de algunos de los versos de manera independiente a la historia general que da pie a todos ellos pero te estarías perdiendo gran parte del atractivo del libro.
  • Si te gusta la fantasía épica pero no te gusta la poesía te recomiendo que le des una oportunidad. Tal vez descubras nuevos caminos y senda que recorrer. Además los pequeños relatos que sirven de introducción a los versos son otro buen motivo para empezar a leerlo.
  • Si no te gusta ni la poesía ni la fantasía entonces este no es tu sitio, vuelve cuando tengas lvl 99

Fuentes
La Flor de la Poesia Autor: Ángel Torezano
Oct 242014
 
 24 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  23 comentarios »

Cuenta una antigua leyenda de los albores del tiempo
que cinco reyes del mundo se batieron en batalla.
Hicieron temblar la tierra hasta el último cimiento
y no dejaron en pie ni siquiera una muralla.
Relatos de Fantasía - Alguero e Ynidas
Todo empezó una tarde, en una serena playa,
donde dos tristes amantes se besaban a escondidas.
Él era hijo del mar, ella del fuego vasalla,
y aunque debieran odiarse, abrazados se fundían.

Alguero, lengua salada, oleaje de osadía,
príncipe de los mil mares que empuña la libertad.
Ynidas, pelo de fuego, adalid de la alegría,
princesa del volcán y la Llama de la Eternidad.

No hay testigos de sus besos, sólo un viejo palmeral
que baila al son del rumor de las olas y la brisa,
y el sol que, lleno de envidia, se une también con el mar,
ignorando que en las sombras se oculta un mordaz espía.

La flor del amor florece hasta en las tierras marchitas
por mucho que se propongan arrancarla de raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas cosidas
que la elevan sobre aquello que la quiere hacer morir.

Prometido estaba Alguero, aunque no fuera feliz,
con la hija de la reina de los bosques de Valnessia.
Pues su padre, el rey pirata, juró por su cicatriz
que unirían mar y bosques desposando a la princesa.

Con tal de ampliar su flota hizo el rey esa promesa,
pues precisaba madera de los bosques de la reina.
Prometer a sus dos hijos fue su inapelable oferta,
y así quedó concertado el enlace de conveniencia.

Cuando Alguero se enteró —cuál fue su amarga sorpresa—,
iracundo se marchó en su rápida fragata.
Odiaba profundamente sentir el ánima presa.
No era moneda de cambio, sino un osado pirata.

A Ynidas le ocurría la misma situación ingrata;
estaba ya prometida desde el mismo nacimiento.
Desde niña le insistieron con la misma perorata:
“Al gran Príncipe del Sol te ata firme juramento.”

Pero nada pudo hacer por callar el sentimiento
que Alguero prendió en su pecho cuando en la playa se vieron.
Cabalgaba el gentil hombre sobre la espuma y el viento
y le quedó en las pupilas su imagen grabada a fuego.

Alguero sintió lo mismo: un remolino en el cuerpo
que le arrastraba sin tregua hasta el fondo de los mares.
Desde entonces se veían, con luna llena en el cielo,
en la playa que les vio convertirse en dos amantes.

Pero aquel funesto día unos ojos vigilantes
se encontraban observando a los pies de una arboleda,
y a la Reina de los Bosques denunciaron, acuciantes:
“El buen novio de tu hija arde con otra candela.”

La reina Silene entró en una furia tan ciega
al ver vejada a su hija, que ordenó a su milicia:
“Contra el reino de los mares levantaos en pie de guerra,
que no quede un solo barco hasta que se haga justicia.”

Cuando el rey de los piratas se acercó con su codicia
a recoger la madera de los bosques de Silene,
un aguacero de espinas lanzadas con gran pericia
azotó por sorpresa al rey Azariel y su hueste.

Muchos piratas murieron sobre el agua azul celeste,
entre ellos, por desgracia, el bravo príncipe Alguero,
pues una espina impregnada de un veneno muy potente
voló hasta su embarcación y le impactó en pleno pecho.

Pobre príncipe de sal, tan joven y tan apuesto.
Va tu barco hacia alta mar, ardiendo bajo la luna.
Llora tu padre y tu gente: “Ya no volverás a puerto;
no habrá para tu asesino por ende piedad alguna.”

Ynidas, en su aposento, no tuvo duda ninguna.
Su gran amor había muerto, lo sintió en el corazón.
En la negrura gritó: “¡Que la Llama la consuma!”;
y el fuego de la venganza en su seno se encendió.

Aunque lloró tristemente, ni una lágrima cayó,
porque cada una de ellas se evaporó en su piel.
Fue hasta la Llama Eterna y con su fuego danzó,
avivándola con ira amarga como la hiel.

La flor del dolor florece hasta en el mejor vergel
por mucho que se propongan arrancarle las espinas,
porque aunque no lo parezca tiene una raíz cruel
que se aferra sobre aquellos cuya alma está perdida.

No esperó al amanecer, la desamparada Ynidas,
para azuzar a sus tropas sobre el reino de los bosques.
Cada arbusto y flor ardió, convirtiéndose en cenizas,
y a la princesa ensartó con su incandescente estoque.

Ynidas se vio cercada por cientos de guardabosques
que Silene convocó al marchitarse su hija.
“Que la hiedra de la muerte a tu corazón se enrosque
y que el alma te estrangule cual espinosa sortija.

“Por la maldición del bosque morirás cual sabandija,
sin vástagos, mustia y fría, totalmente seca y yerma.”
La maldición de Silene arraigó en torno a Ynidas
formando un yugo de ámbar que la postró en la hierba.

La princesa estalló en llamas, barriendo a la soldadesca,
y acercándose a la reina la tomó por la garganta.
“Que tu maldición se cumpla, pero tú ya estarás muerta.”
Y con ansias asesinas la traspasó con la espada.

El rey pirata en su barco aún a su hijo velaba
cuando atisbó el incendio que iluminaba la noche.
No pudo creer que el bosque fuera esa enorme fogata
que engullía la madera en un absurdo derroche.

Subió al castillo de popa farfullando mil reproches
y le habló a la mar de amor en su ondulante lenguaje.
Urgió su infame lujuria y, como último broche,
provocó sus más aciagos celos de mujer salvaje.

La mar, posesiva amante, se erizó de fiero oleaje
y estalló en tempestad, muy dolida con el rey.
Entonces se quedó quieta, espesando su coraje,
dispuesta a hacerle saber que nadie violaba su Ley.

La mar inspiró tan hondo que en cohibida desnudez
dejó sus playas y ribas, desamparando a los peces.
Asomó al horizonte una ola de tal gigantez
que el mundo se quedó mudo, desolado ante su suerte.

El agua lo arrasó todo con su rugido de muerte,
apagando todo el fuego, incluso el del gran volcán.
Apagó todas las llamas, salvo la que era más fuerte,
aquella cuyo nombre era Llama de la Eternidad.

La princesa Ynidas vio, aún en la oscuridad,
cómo se le echaba encima aquella ola gigante.
Supo que no escaparía, y con calma y dignidad,
adoptó regia postura y esperó, pecho adelante.

Abrazó al muro de agua como si fuera su amante
y en fría estatua de piedra se convirtió para siempre.
La maldición de Silene se cumplió en ese instante,
pues nada hay frío y yermo como la piedra inerte.

El Rey del Mar, apenado, se lamentó enormemente
al saber por un pirata quién era aquella muchacha.
Trasladó la bella estatua que sonreía dulcemente
al lugar donde su amor había brillado: la playa.

Pero el Príncipe del Sol, que todo aquello ignoraba,
agraviado se sintió y enarboló su estandarte.
La princesa Ynidas era su prometida adorada,
y aunque no fuera su esposa, justicia pensaba darle.

En la Torre de Cristal, el más brillante baluarte,
se concentraron los rayos más luminosos del sol.
Descargaron su energía, despedazando en mil partes
cada uno de los barcos que navegando encontró.

El espía de la sombra, el depravado soplón
que ante la reina Silene delató a los amantes,
se fue entonces bajo tierra e informó a su señor
de que su maligno plan había sido fulminante.

El Señor de las Tinieblas, dueño de los nigromantes,
dejó las profundidades y emergió de nuevo al mundo.
Destruidos sus enemigos, nadie podía pararle.
Tanta calamidad le hizo sonreír de un modo inmundo.

El firmamento cubrió con manto negro y profundo
para evitar que la luz otro día amaneciera.
El reino del sol cayó, no resistió ni un segundo
el embiste de la sombra que asoló toda Valnessia.

Sólo hubo una cosa que permaneció ilesa:
la falda de una montaña donde brillaba una llama
que alumbraba con su fuerza la playa de una princesa
con dulce expresión de amor y un abrazo que no acaba.

De cinco reinos que hubo, verde, áureo, azul y grana,
solamente quedó el negro extendiéndose sin fin
a causa de dos amantes que en una orilla se amaban,
ignorando que sus besos acabarían así.

Escuchad vuesas mercedes lo que tengo que decir:
esta es la triste historia del bravo Alguero e Ynidas,
que fueron valientes como para arriesgarse a vivir
un amor que pocos viven ni en toda una larga vida.

Y dicen que aún se abrazan los amantes a escondidas
las noches que en esa playa la luna llena les mira,
pues sube el agua del mar porque Alguero no la olvida,
y abraza y cubre de besos a la bella y fuerte Ynidas.

La flor del amor florece hasta en las tierras sombrías
por mucho que se propongan apagarle la raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas rojizas
que la protegen del frío que la quiere hacer morir.

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Oct 012014
 

Avazael Luín cogió su arco y su talega y se internó solo en la espesura. No sabía dónde estaba la torre. Sin embargo, algo en su interior le decía que la encontraría, no sabía por qué. Así que se dejó llevar, corriendo sin saber muy bien hacia dónde se dirigía, escuchando los susurros de los árboles. La luna blanca derramaba su luz sobre el bosque, rompiendo a jirones la densa oscuridad al colarse entre el ramaje. Veía lo suficiente para correr sin partirse un tobillo y, además, él estaba acostumbrado a correr por el bosque de noche. Tanto era así que ni siquiera se enganchaba la capa en los arbustos. Miró su sombra y sonrió. Cualquiera que la mirara con la suficiente atención se daría cuenta de que no era negra del todo, sino que estaba impregnada de un azul muy oscuro, prácticamente negro. No, todavía no era negra del todo.

 

Antes había sido mucho más azul. Recordaba que, cuando era niño, refulgía en las noches de luna llena con un vivo azul encendido. Era como si con el paso de los años estuviera perdiendo su tinte especial y cada vez fuera más parecida a la de todo el mundo. Y eso le entristecía y le cabreaba al mismo tiempo.

 

Su madre le contó que la noche en que rompió aguas había luna llena, redonda como un queso de cabra. No había ni una nube que empañara el brillo de las estrellas. Sólo otra cosa les quitaba el
Relatos de fantasía - Sombra Azulprotagonismo esa noche, otro astro que cruzaba la cúpula del mundo: una estrella fugaz que desprendía una luz azul brillante. Nunca habían visto una estrella así y seguramente jamás volverían a verla. Dijeron que era un presagio de los dioses. Y justo en el momento en que su madre le daba a luz y él veía por primera vez el mundo, la estrella azul pasó por delante del centro de la luna. Decían en su pueblo que el recién nacido le había robado la luz a la estrella, y que a eso se debía que su sombra no fuera normal y que sus ojos fulguraran con un extraño azul cuando la luna se paseaba por el cielo. Por eso su madre lo llamó Avazael Luín, cuyo significado era, literalmente, Sombra Azul. Decían también que aquella estrella había marcado el sino del bebé como una sonrisa marca la cara de un enamorado cuando recibe un flechazo de amor, y que por eso el corazón del niño era risueño e inquieto, travieso y salvaje, nada parecido a cómo suele ser el corazón de los hijos del bosque, más sosegado y prudente.

 

Avazael no entendía por qué su sombra estaba perdiendo el azul conforme se hacía mayor. Se había ido oscureciendo hasta adquirir un color completamente normal. Sospechaba que era porque los adultos estaban aplacando poco a poco su corazón salvaje, cincelando en él las normas de conducta de cualquier hijo del bosque que se precie. Sólo cuando la luna surcaba el cielo de las noches de verano y las luciérnagas revoloteaban sobre la laguna, como ahora, su sombra se teñía otra vez de azul y sus ojos refulgían de misterio con una luz estrellada. A ese paso, su sombra sería perfectamente normal antes de hacerse adulto. No, todavía no era negra del todo, y si de él dependía jamás lo sería.

 

Las piernas le ardían. Se detuvo un momento a recuperar el aliento apoyado en el tronco de un abedul y se sintió reconfortado por el fresco olor de una planta de hierbabuena que debía haber no muy lejos de allí. Él solía salir al bosque por la noche, pero no acostumbraba a correr así. No obstante, debía continuar si quería llegar a la torre antes que los cazadores, así que siguió corriendo sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada vez que su intuición le decía que debía hacerlo.

 

Hacía unos días supo que algo no iba bien, en el mismo instante en que escuchó la inquietud en el corazón de su madre y los vecinos. Nadie quería decirle qué ocurría porque era demasiado joven, un niño como decían ellos, pero él se escabulló entre las sombras cuando los mayores se reunieron y se enteró de que una criatura oscura y sedienta de sangre se había instalado en algún lugar del paraíso que eran aquellas tierras. Entonces tomó una precipitada decisión, empujado por las últimas gotas de ímpetu que aún quedaban de su corazón salvaje, y se marchó en busca de la bestia asesina armado con su arco. Si la vencía sería un héroe, y aquella idea le enardeció.

 

Cuando ya pensaba que las piernas iban a dejar de sostenerle, vio la silueta recortada contra la luna. Un hormigueo le recorrió la espalda. Era la torre que estaba buscando, de la que hablaron los mayores en la asamblea. Allí estaba la bestia, en alguna parte. Entonces observó que una de las altas ventanas estaba iluminada. Ése debía ser el lugar.

 

La torre era gigantesca. Calculó que a lo mejor se necesitarían cien hombres cogidos de la mano para rodearla. Jamás había visto una construcción semejante. La puerta también era enorme, alta como un árbol. A pesar de su tamaño, le sorprendió poder abrirla casi sin dificultad. Ni siquiera crujió. Sintió una picazón en los brazos al hacerlo y se percató de que algo no cuadraba. Se quedó inmóvil, pensando en qué podía ser. Sólo le llevó unos instantes darse cuenta de que era el silencio. Había una intensa quietud alrededor. No se oían grillos ni lechuzas, ni tampoco búhos; ninguno de los ruidos que colmaban el bosque de noche. Aquello no era buena señal.

 

Avazael miró su sombra y sonrió. Se deshizo de la sensación de alarma que le atenazaba el pecho y entró. No había llegado hasta ahí para detenerse ahora porque el bosque estuviera en silencio. Dentro de la torre no se veía nada; no había ventanas por las que pudiera colarse la luz de la luna. Cogió su talega y sacó un pequeño candil de madera. No tenía mecha ni llama, sino tres pequeñas lucecitas verdes que revoloteaban en círculos: luciérnagas que había cazado en la laguna antes de salir. La tenue luz verde daba al lugar un aspecto fantasmagórico. El ambiente era opresivo. El aire no se movía ni un ápice y una capa de grueso polvo lo cubría todo. Salvo por una impresionante escalera que ascendía hacia arriba, no había nada en la sala. Resultaba obvio que el lugar estaba abandonado desde hacía años; nada había pasado por allí. Sin embargo desde fuera había visto una ventana iluminada. Alguien tenía que haber encendido la luz. ¿Cómo era posible? Aquella parecía la única manera de entrar en la torre y no había ninguna huella que indicara el paso de nadie. Además, dudaba que una bestia encendiera una lámpara para ver en la oscuridad.

 

Desechando las preguntas que caracoleaban en su mente como la tortuosa escalera que tenía delante, cogió el arco, colocó una flecha en él y se dispuso a subir. Los pisos se sucedieron ante sus ojos sin nada distinguible entre uno y otro. Todos le parecían iguales, vacíos y cubiertos de polvo. Tras un rato, mientras subía otro tramo de escalera, atisbó la luz. Al fin había llegado. El resplandor procedía del extremo de un pasillo, girando un recodo. Guardó el candil con cuidado y observó con atención. Le costó relajar su respiración lo suficiente como para que no se escuchara en aquel tenso silencio. Estaba muy nervioso. No veía a nadie, pero se sentía como una ardilla acechada por un halcón.

 

Cuando se sintió preparado, avanzó por el pasillo. Lo hizo tan sigilosamente que no se escuchaba ni el leve frufrú de su ropa. Sabía que le iba la vida en ello y, aunque era mortíferamente certero disparando con el arco, la sorpresa era la única baza que tenía.

 

Llegó a la esquina y sacó de su bolsa un extravagante artilugio: un espejito redondo atado a un palo que hacía las veces de mango. Asomó el espejo más allá de la pared y miró a través de él para ver lo que acechaba tras la esquina. Ahí estaba la habitación de la que procedía la luz, cuyo único mobiliario consistía en una cama cubierta por un delicado dosel blanco y una mesita sobre la que brillaba la luz de una vela.

 

Guardó el espejo y, mientras tensaba la flecha en el arco, giró la esquina. En el mismo instante en que lo hacía supo que algo no iba bien. La sensación de peligro más intensa que había tenido en la vida trepó como una araña por su espinazo hasta posársele en la nuca. Pero ya era tarde para echarse atrás, y al posar el pie al otro lado de la pared se encontró frente a frente con una mujer que estaba en medio de la entrada de la habitación como si vivir en una torre abandonada en medio del bosque fuera la cosa más natural del mundo. No era el monstruo con garras y colmillos afilados que Avazael había esperado, sino la dama más bella y radiante que nunca hubiera visto. Tanto era así que sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón. Percibió cómo éste abandonaba su pecho en dirección a la dama y le abandonaba para siempre. Inspiró una última bocanada de aire y, sin darse cuenta, dejó de respirar.

 

Le pareció que ese instante se alargaba hasta el infinito, por lo que tuvo tiempo de sobra para admirar el blanco satén que era la piel de la dama y para desear febrilmente aquellos labios rojos. Tuvo tiempo de apreciar las exuberantes formas de mujer que insinuaba su vaporoso vestido, el cual flotaba alrededor como si una brisa inexistente lo elevara. Y sus ojos eran… eran dos perlas de pura noche concentrada en los que uno quería perderse irremisiblemente.

 

La torre se desvaneció junto con todo lo demás. Sólo quedó un negro vacío en el que los ojos de la dama eran dos hipnóticas estrellas que le llamaban desde la lejanía, envolviéndole. Sólo se oía un rítmico y lejano palpitar que invitaba a relajarse.

 

Sin mover los labios, la dama de blanco le acarició con deliciosas palabras que derritieron su voluntad. Avazael supo que era de una raza tan antigua como el mismo mundo. Se sentía sola. Llevaba sola tanto tiempo que no recordaba ni lo que era el calor de otra piel. Anhelaba ser suya, quedarse a su lado para siempre. Sólo quería que la abrazara, que la consolara, que le diera un poco de calor. Sólo eso. La dama de blanco abrió los brazos, suplicante. Le prometió entregarse sin reservas si él le entregaba su corazón. Serían uno, en un solo latido.

 

Avazael habría llorado, conmovido, habría suspirado, muerto de amor, de haber podido hacerlo, pero estaba suspendido en ese interminable instante que no quería que acabase.

 

Cuando estaba a punto de entregarle su corazón para siempre, una luminosa línea blanca apareció tras la dama y rasgó el vacío. Era un atisbo de la luna, que asomaba por la ventana de la habitación de la torre. Las pupilas de Avazael absorbieron la luz y refulgieron. Su sombra se tiñó de azul oscuro, deshaciendo la oscuridad que le rodeaba como niebla que se disipa bajo el sol. Exhaló el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.

 

Sí, era la mujer más extraordinaria que Avazael había contemplado, y la más peligrosa. Desprendía tal peligro que lo hubiera podido esculpir con un cuchillo. Avazael, no obstante, nunca se había dejado amedrentar por el peligro y no pensaba empezar ahora, por lo que decidió no dejarse vencer por aquel hechizo y, con un ágil movimiento de los pies, avanzó girando por el pasillo. Cada movimiento que hacía se le antojó largo como una noche entera. La distancia que le separaba de la mujer, a pesar de ser tan corta, era inabarcable. Vio cómo su capa ondeaba en el aire, tratando de seguirle. A medio camino de la dama, recuperó al vuelo el latido de su corazón a la par que dejaba caer el arco. Antes de que éste llegara al suelo, había llegado hasta la mujer. Olía a rosas negras, lo supo aunque no había olido ninguna. Avazael la cogió y, dándole la vuelta, la besó. El arco cayó al suelo con un ruido sordo, levantando en el aire una nube de polvo cuyas motas relucieron con la luz de la luna.

 

La dama de blanco no se movió, hipnotizada por los ojos del muchacho. Aunque habría podido matarle al instante, tampoco le atacó, porque estaba sorprendida por la rapidez con que aquel incauto le había robado un beso que, atónita, descubrió placentero. No se movió porque la audacia de aquel extraño había traspasado sus muros con la sencillez con que un pájaro atraviesa la muralla de un castillo.

 

Aquel besó sólo duró un suspiro, pero en cuanto sus labios se tocaron Avazael sintió que le aspiraban todo el aire que tenía en el pecho y, con él, una parte de sí mismo que jamás recuperaría. Abrió desmesuradamente los ojos cuando la sangre se le aceleró hasta arderle en las venas. El beso duró un suspiro, pero liberó de nuevo su corazón salvaje y su sombra recuperó el azul magnético que había perdido con los años. Aquel beso sólo duró un suspiro porque, mientras se producía, la flecha de un cazador que había llegado a la cima de la escalera surcaba el aire, aleteando silenciosa y mortífera como los labios de aquella mujer.

 

Ella normalmente habría podido apartar esa flecha como se aparta una hoja del cabello, pero estaba inmersa en ese extraño beso y, cuando percibió la flecha, ya era tarde. Sólo tuvo tiempo de apartar al joven hijo del bosque el espacio suficiente para que la flecha, al partir su negro corazón, no le atravesara a él también cuando le salió del otro lado del pecho.

 

Avazael se apresuró a tomarla entre los brazos. No apartó la mirada de sus ojos mientras moría. La mujer se convirtió en marchitos pétalos de rosa sobre la sombra del muchacho, deshaciéndose entre sus dedos como un sueño que pasa de largo. Sólo quedó en su mano una gema con forma de lágrima, de un color sanguinolento.

 

Avazael se notaba distinto, más intrépido, mucho menos sensato. Él le había robado un beso, ella al parecer le había robado prácticamente todo su sentido común. Él le entregó su primer beso, ella le salvó la vida, y, según le pareció a él, fue un trato bastante justo.

 

Avazael miró su sombra, teñida de un azul resplandeciente, y sonrió.

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