Jun 172015
 
 17 junio, 2015  Publicado por a las 11:11 El Pozo de los Recuerdos Tagged with: , ,  Sin comentarios »

Frases en Demonios de Venganza de José Francisco Sastren oscuro pasado atormenta a Calet, un mercenario que deberá recorrer Antilea para descubrir su futuro y enfnretarse a su pero enemigo. ¿Estará preparado cuando llegue el momento?

Descubre nuestra recopilación de las mejores frases de Demonios de Venganza, el primer libro de la saga Calet-Ornay del escritor José Francisco Sastre.

  • Las sombras se extendían por todas partes mientras los ladrones, asesinos y demás gente de tal jaez se desperezaban y salían a cumplir sus cometidos.
  • Si, perro, morí una y mil veces mientras juraba que os encontraría y os haría pagar por arrebatarme mi mundo.
  • Sus negros ojos parecían transmitir al pendenciero una muda advertencia, una promesa de muerte, de dolor, que le hicieron dudar en aquel momento…
  • Seguid entrenando y coseguiréis que nadie en este mundo pueda venceros…
  • Los grillos habían enmudecido, tan solo el viento soplando entre las hojas daba una sensación de realidad en aquel inquietante ambiente.
  • Por muy salvaje que sea, por muy grande que sea, siempre puede ser derrotado si se medita lo suficiente en ello.
  • Aunque puedan ser unos inocentes ilusos que crean que pueden cambiar el mundo, son lo suficientemente tenaces como para que tal vez pueda llegar el tiempo en que aparezcan más que lo consigan.
  • …sumiendo a la ciudad en unas estigias tinieblas que parecían pobladas de criaturas de todo tipo: resultaba el momento adecuado para los moradores de la noche.
  • En ocasiones el odio puede conseguir lo que los dioses no desean conceder.
  • Sin alma…-murmuró
  • Esconderos de quien quiera que huyáis, mas sabed que jamás podréis escapar de vos mismo.
  • Todo temblaba, la yerma tierra se agrietaba mientras el cielo, ensordecido por los truenos y el fragor de la batalla adquiría por momentos una tonalidad carmesí…
  • Mi oficio y mi venganza, mi profesión y mi maldición.

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Fuentes
Demonios de Venganza Autor:José Francisco Sastre Editorial: eRiginal
Mar 022015
 
 2 marzo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  3 comentarios »

La batalla estaba en su apogeo. Los dos contendientes se batían sin ningún orden ni control, recrudeciendo la lucha. La montura bufaba nerviosa, Pasdria luchaba valientemente. El propio rey tenía que pelear junto a sus hombres. El olor a sangre reseca inundaba su sentido del olfato. La corona de laurel se encontraba impregnada con sangre de los hombres muertos. El caballo de Pasdria, el caballo real, sudaba por el calor de las miles de almas allí reunidas y aquel olor característico le hacía ponerse aun más tenso.

El rey luchaba para defender las fronteras de su reino. Un sin sentido para muchos, demasiadas vidas sesgadas por un trozo de tierra. Incluso Pasdria había tenido que intervenir en la contienda para poder dar ejemplo a sus hombres. Golpeaba una y otra vez desde su montura, se quitaba de encima a sus enemigos, mientras su guardia personal trataba de mantenerle con vida aunque, poco a poco, uno a uno, los soldados iban cayendo bajo el filo de las armas de sus enemigos.
Relatos de Fantasía - Batallas y Traiciones
Una pica lejana le atravesó la pechera, la parte delantera de la montura, y le hizo caer al suelo de rodillas. El caballo se desplomó hacia un lado, arrastrando a Pasdria con él. El corcel bufó una vez y se quedó inmóvil, aprisionando al rey contra el suelo. Los soldados trataron de levantar el cuerpo sin vida del animal, sin conseguirlo. Se encontraban en mitad de la lucha y tenían suficiente con preocuparse por ellos mismos.

Pronto, la noticia de la caída del rey se propagó entre amigos y enemigos, avivando la sed de sangre de unos y otros. Un nutrido grupo de guerreros se abalanzó sobre la figura de Pasdria, quien intentaba desesperadamente cortar las cintas que le aprisionaban a su montura, con la punta de una daga. Un comandante ambicioso y ávido por ganarse una reputación, se dirigía, junto con sus hombres, a terminar con la vida del rey enemigo y poner fin de una vez por todas con aquella contienda. No les costó mucho plantarse delante de la guardia personal de Pasdria y, en un duro enfrentamiento, ir acabando con la vida de aquellos defensores, que dudaban en dar su vida por la de su rey.

La cincha cedió en el último momento y Pasdria pudo zafarse e impedir in extemis, que la hoja de una espada terminara con su vida. Se giró desde el suelo, viendo llegar de nuevo el filo de la muerte. Buscó a su alrededor y no le resultó difícil encontrar algo con lo que defenderse. Por todos lados había armas dispersas en el campo de batalla, de los cuerpos que yacían muertos en torno a él. Aferró uno de aquellos aceros y detuvo el golpe en el último momento. Aún tenía en la otra mano la daga que lo había liberado y, mientras saltaban pequeñas chispas producidas por el roce de los dos metales, hundió en la boca del estómago de su enemigo, el largo de la daga. La resistencia de las dos espadas fue cediendo y Pasdria acompañó la caída del cuerpo de su enemigo hasta que tocó el suelo, pero sin soltar ninguna de las dos armas.

Se levantó y vio cómo el último miembro de su guardia personal perecía bajo la espada del comandante enemigo, quien buscaba con la mirada la figura del joven rey. Pasdria sintió cómo la muerte le acechaba por momentos, una punzada se hundía en su corazón sin que pudiera hacer nada por quitársela de encima. Sentía miedo. Se encontraba en la más absoluta soledad, era como si los miles de guerreros que luchaban junto a él se hubieran esfumado en un segundo, de golpe.

Un último acto de valentía hizo que el rey se lanzara insensatamente contra aquel comandante que buscaba su propia gloria, sorprendiéndole. Un tajo cercenó el miembro de uno de aquellos soldados y la daga mordió el cuello de otro. Pero eran demasiados para el rey, un fuerte empujón lo derribó y por un instante Pasdria perdió el conocimiento, estaba aturdido. Vio la cara del hombre que estaba dispuesto a terminar con su vida, estaba disfrutando el momento. «Maldito bastardo» pensó el rey.

Unos cascos sonaron a su izquierda y una larga lanza atravesó el pecho de aquel ambicioso comandante. Pasdria observó el estandarte de los Vacceos, de su pueblo, mientras una voz familiar le dijo:

— ¡Vamos! ¡Sube! —Argos le tendía la mano.

II

— ¡Podrías haber muerto! —le dijo Gabrielle preocupada.

— Me debo a mi rey, no puedo dejarlo morir.

— ¿Y yo qué? —contestó con lágrimas en los ojos.

Argos la abrazó con fuerza, mientras ella le limpiaba la sangre reseca que se adhería a su piel. El paño húmedo le hacía temblar cada vez que ella le frotaba la piel por encima de las manchas rojas que recorrían su cuerpo, fruto del fragor de la batalla. Gabrielle le inspeccionaba cada palmo de su cuerpo, en busca de pequeñas heridas que pudieran pasar inadvertidas, para después infectarse. El caballero la miraba como a una diosa, sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero aún así no podía dejar de sucumbir a sus encantos.

Su heroísmo le había llevado a granjearse la gratitud de Pasdria, la gratitud de un rey. Ese mismo día sería nombrado valido real y eso le otorgaba el derecho de entrar en el círculo más cercano al rey, traduciéndose en unos privilegios a los que muy pocos podían optar. Argos era un caballero, uno de los hombres en los que más confiaba Pasdria y uno de sus generales más leales. Cuando recogió a su rey de las frías campas de Cauca, la batalla se estaba decantando hacia el bando amigo y, aunque la victoria estaba comenzando a fraguarse, la pérdida del rey habría podido desembocar en una guerra que tal vez hubiese perdido.

La ceremonia de investidura se celebraría pronto y Gabrielle se afanaba por dejar al caballero lo más impoluto posible, sin ningún rastro de la lucha del día anterior. Llevaban tiempo viéndose a escondidas e intentaban no acercarse mucho el uno al otro, pero cuando lo hacían se desataba una pasión contenida entre ambos.

Gabrielle le hizo introducirse en una pequeña bañera de cerámica, para terminar de acicalarle y después perfumarle. Tenía que estar perfecto para el gran rey de los Vacceos, quien le concedería un puesto en la corte, impensable para alguien que no formaba parte de la nobleza.

Argos se vistió con el uniforme de gala, se ajustó el cinturón y se dispuso a despedirse de su amada: Gabrielle. La aferró con sus fuertes brazos y la besó apasionadamente, no sabía cuándo volvería a estar cerca de ella, y menos cuando pasara a formar parte del séquito real. En ese momento la puerta se abrió y Pasdria entró en la habitación. Por un momento el rey no asimiló lo que vieron sus ojos. Los dos amantes lo miraron con sus rostros muy cerca el uno del otro, y vieron cómo defraudaban al rey por el que todos profesaban una gran devoción.

Pasdria bajó la mirada desconcertado. Estaba decepcionado. Dio un paso atrás, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí. Hubiera preferido morir en las campas de Cauca, a ver a la reina en manos de otro hombre, en manos del caballero que le había salvado la vida hacía apenas un día.

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Feb 132015
 
 13 febrero, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  7 comentarios »

Fathy no podía correr más. Las zancadas de la joven abarcaban mucha menor distancia que las de su perseguidor, un bien instruido soldado al cual no parecía afectarle la excesiva cantidad de metal que llevaba encima. La armadura, bastante deteriorada tras el paso de los años a través de varias generaciones, le cubría por completo, aunque la inmensa maza que llevaba colgada a la espalda no debía pesar menos que el resto del conjunto.

Quizá llevaran casi diez minutos recorriendo las estrechas callejuelas de las ruinas de Larson, último vestigio de la una vez floreciente ciudad principal del continente, y Fathy, que hasta el momento había logrado evitar las manos de Úrder entre rápidos giros tras las esquinas y poderosos saltos por encima de los escasos obstáculos en su camino, se vio obligada a detener su carrera antes de precipitarse a una caída de entre veinticinco y treinta metros, derrumbado, a saber cuándo, el largo y estrecho puente al que le llevaron sus pasos.

―¡Esto acaba aquí, Fathy! ―La mujer de larga trenza pelirroja giró de inmediato su cuerpo a fin de encarar al que la gritaba, con los ojos, nerviosos, buscando una nueva salida. Pero no la iba a encontrar―. ¡Entrégate! ¡No puedes seguir huyendo!

Las palabras de Úrder salían con cierta dificultad a través del yelmo, dejando a las claras que el cansancio también comenzaba a hacer mella en él. Por contra, sus hombros seguían erguidos, no se había desembarazado de ninguna pieza y su voz aún sonaba segura y firme.

―¿Y qué diferencia habría entre saltar al vacío o volver contigo como tu prisionera?

―Salvar la vida. ¿No te parece suficiente?
Relatos de Fantasía - El último adiós
―No… Te equivocas. La celda será lecho hoy y tumba mañana, jamás saldría de ella. Sabes, tan bien como yo, que moriré en el mismo instante de cerrarse la puerta, aunque mi cuerpo aún dé la impresión de contener vida. Por tanto, no; no hay demasiada diferencia.

La joven retrasó un pie, el talón de este ya fuera del firme suelo en el que se encontraba. Su rostro pareció serenarse un tanto, mientras las moderadamente fuertes ráfagas de aire, a semejante altura, hacían danzar las anchas mangas de su blusa, silueteado con un brillante haz el cuerpo de Fathy gracias a la luz del ocaso. En otras circunstancias podría haberse descrito como una visión romántica, digna del mejor de los lienzos del continente de Endina, pero el dramatismo de la situación le daba un cariz muy distinto.

Úrder levantó veloz un brazo hacia ella, temeroso de que saltara hacia atrás. La conocía de sobra y era consciente de que sería capaz de dejarse caer a su espalda. No podía permitirlo.

―¿Y tu madre? ¿Qué dirá ella?

―Lo mismo que los demás: que no soy más que una traidora y que merezco pagar por ello. Además, ¿cómo…? ¡¿Cómo puedes preguntarme cuando sabes lo que piensa, sin siquiera pedirle que sea ella misma quien te lo cuente?!

―Es fría, lo sé, pero, aún así, preferirá tener una oportunidad de verte, de saber que te encuentras bien.

―No… No pienso pasarme el resto de mi vida encerrada. No es justo.

―Justo o no, no puedes saltar. No abraces una salida tan cobarde.

―¡¿Cobarde?! ―Sacudido su cuerpo por la rabia, adelantó de nuevo el pie, hasta colocarlo junto al otro, lo que alimentó la esperanza de Úrder por salvarla―. ¡Cobardes son aquellos que miran hacia otro lado en lugar de ayudar a los que lo necesitan! ¡Cobardes los que hacen daño a otros por mandato de un superior sin siquiera plantearse si hacen bien o mal con ello! No te atrevas de hablarme de cobardes, ¡no tienes ese derecho!

―Y no lo tengo porque soy uno de esos cobardes, ¿cierto?

―Sabes la respuesta…

Entre ellos se hizo un breve silencio, tan solo el viento y un solitario ave se encargaban de mantener algún sonido a su alrededor. Fathy apretaba los dientes, rememorando en su cabeza el porqué de su huida, y Úrder adelantó un lento paso, movimiento ante el cual se tensó el cuerpo de la mujer cuando no quedarían sino cuatro o cinco metros entre ambos.

―¿De qué vale intentar echar un cable y morir poco después?

―Al menos, habrás salvado a alguien.

―¿Una vida por otra? Ni siquiera merece la pena por conciencia, pues una vez muerto no habrá nada de lo que lamentarse.

Fathy lo miró detenidamente un segundo, a los ojos, como si en realidad no hubiese yelmo que los ocultara.

―Úrder, antes no pensabas así. ¿Qué pudo haberte cambiado?

―Tan sólo reconocer que uno ha de pelear contra los demás por seguir adelante, que los débiles siempre se quedan atrás.

―Creo… que no es así, sino justo al revés. ―El tono de Fathy bajó mucho en volumen e intensidad, perdida su mirada un momento en algún lugar del suelo, cercano a las botas del soldado―. El fuerte no se rinde, elige su propio camino y aún menos utiliza a otras personas para allanar su camino. Dime, ¿qué sentirías al ver caer mi cuerpo hacia ahí abajo?

―No lo hagas…

―¿Qué sentirías? ―repitió a la par que el de enfrente daba un nuevo paso hacia ella.

―Lo lamentaría muchísimo.

―¿Y verme entre rejas no te haría sufrir?

―Desde luego, pero al menos seguirías viva.

―Ya te lo he dicho: mi alma morirá el mismo día en que me encierren.

Fathy ladeo su cuerpo, a fin de observar el suelo a lo lejos sin perder tampoco de vista al de la armadura. Este seguía buscando otras palabras que decirle; alguna debía haber para convencerla de que se quedara con él.

―Podría luchar, más tarde, por sacarte de los calabozos. ―Ahora sí, su voz sonaba insegura, nerviosa. Se había ganado un vistazo de reojo de Fathy, pero no era suficiente―. Quizá entonces se pueda hacer algo por liberarte, si aún permaneces con vida…

―Ya… ¿Y si esas acciones te ocasionaran problemas? ¿Y si el intentar convencer a quien corresponda de que se me rebaje la pena, o cualquier otra cosa que se te ocurriese, tiene consecuencias negativas en tu carrera militar? ―Úrder guardó silencio, segundos tras los cuales la mujer contestó sus propias preguntas―. Aprendiste que los demás no valen tanto como para arriesgarte a perder los favores ganados, o algo así me has dejado caer hace unos minutos.

―Fuiste mi esposa. No quiero ningún mal para ti.

―Cierto; lo fui. Hasta siempre, Úrder.

El soldado se quitó de un manotazo el casco antes de correr hacia ella y verla desaparecer puente abajo. Sin embargo, al llegar al borde y arrodillarse sobre él, no vio a Fathy por ningún sitio. Tampoco oyó el sonido seco del cuerpo golpeándose brutalmente contra las ruinas, lo que le desconcertó. Pensó por un momento que se hubiese deslizado por un cercano nivel inferior, pero no descubrió por donde habría sido capaz de hacerlo y decidió por último descender hasta donde debería haber caído desde el puente. Su minuciosa y larga búsqueda fue en balde, pues no encontró ni rastro de ella.

Tras muchos minutos, ya entre las opacas sombras de la noche, Úrder dirigió sus pasos hacia la salida oeste de lo que quedaba de Larson. Deambuló cabizbajo entra las callejuelas, sin acordarse siquiera de recoger el yelmo. Debía volver, largo era aún el camino hasta la fortaleza, donde debería realizar un informe en el que reconocería haber perdido a Fathy. No obstante, mientras abandonada el lugar, le dio la impresión de ser observado, llamándole la atención un potente aroma a jazmín en una estación en la que no debería olerlo.

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Feb 062015
 

¿Qué estaba haciendo? Por los Dioses, ¿pero en qué demonios estaba pensando cuando aceptó semejante misión?

Telen Soberwood era, ante todo, un oficial leal, honesto a carta cabal, obediente a rajatabla a pesar de que pudiera cuestionar muchas de las órdenes que recibía… Y, sin embargo, en aquello se había embarcado… ¿Por qué? ¿Por un insensato concepto de fidelidad al reino? ¿Por una orden tajante e imposible de obviar? ¿Por unas deudas de juego que le habían arrojado a la cara cuando pensaba que sólo las conocían él y sus acreedores?

Había estado a punto de cuestionar la temeraria idea de su superior, el general Gorion: tomar el castillo de Dekler, uno de los baluartes más fortificados del Norte, en un audaz golpe de mano que lo hiciera caer en las golosas garras de su monarca, Morkal III el Soberbio… ¿Y todo por qué? ¿Porque su señor, Rakim Sverton, se había negado a pagar el diezmo y anunciado a bombo y platillo que dejaba de reconocer la soberanía de aquel enajenado loco que se hacía llamar rey de reyes cuando en realidad no era otra cosa que un pomposo sapo que sólo sabía croar?

Volvió a jurar para sus adentros. Todas aquellas ideas estaban ensañándose con su mente, envolviéndolo en una red de mentiras y engaños tan tupida como la que sus superiores y algunos de sus compañeros habían tejido para obligarle a participar en aquella locura…

Lo habían puesto al mando de un regimiento: dos mil soldados dispuestos a combatir bajo su mandato, dos mil insuficientes unidades para una empresa como aquélla, que requería una ingente provisión de armas de asedio, logística y, sobre todo, unos efectivos que deberían, cuando menos, quintuplicar la cifra que cabalgaba a sus espaldas… Y, por supuesto, ser veteranos, militares de profesión, hombres aguerridos a quienes la lucha cuerpo a cuerpo no asustara, curtidos en el fuego de la batalla, en la sangre de la muerte… No aquellos ganapanes que le habían asignado. ¡Por todos los diablos! ¿Es que acaso había algún regimiento como aquél? ¿O se habían limitado a vaciar las cárceles, las letrinas y los bajos fondos de Darekont para conformar aquella especie de horda uniformada que apenas sabía marchar en formación?
Relatos de fantasía - Castillo y traidores
No se hacía ilusiones con respecto a su destino: había sido elegido para su inmolación, se le había enviado a una misión suicida, de la que no esperaba regresar con vida, ni siquiera a pesar de las extrañas órdenes que había recibido…

Se movían en aquellos momentos por el bosque de Sefelwood, a tan sólo un día de las torres de Dekler… Las frondas llegaban hasta casi la misma base de la fortaleza, lo que les permitía acercarse sin ser vistos… Mas sin duda en el baluarte sabían que llegaban, de eso no le cabía la más mínima duda… Los espías estaban a la orden del día, había tantos que lo difícil era encontrar personas que no estuvieran pasando información de un lado a otro.

Dejó entrever en su moreno rostro una leve sonrisa de contrariedad. Sin duda alguna, sabían que llegaban, alguien se había encargado de comunicárselo a Rakim: los días anteriores habían visto a algunas aves mensajeras sobrevolarlos en dirección al castillo.

Tomar un lugar como aquél… Y, sobre todo, con la estrategia que se había acordado… No, no tenía caso, en su mente danzaba, por momentos, la peregrina idea de abandonar todo aquello y marcharse lejos, muy lejos, y que los reyes y señores se dedicaran a sus juegos de guerra y poder.

-Acamparemos aquí –anunció de improviso, levantando la mano-. Que los hombres monten el campamento y se preparen para hacer las guardias –ordenó a su ayudante, observándolo con sus grises ojos-. Nos pondremos en marcha de nuevo mañana por la mañana, tenemos que llegar a las murallas con la oscuridad más profunda, durante la medianoche.

-Señor, ¿puedo haceros una pregunta? –inquirió cauto el soldado.

-Adelante, Haber, hazla.

-Señor, ¿no creéis que es una locura intentar asaltar Dekler?

Y de nuevo, la maldita pregunta que llevaba haciéndose desde que comenzó la expedición…

-Sí, lo es –admitió con un suspiro de resignación, tras llevarse al hombre a un aparte donde no pudiera oírle la tropa-. Es una condenada locura, pero son órdenes reales, y no podemos incumplirlas.

-Dos mil hombres, y sin armas de asedio… -murmuró su ayudante-. Y de noche, para mayor locura… ¿Acaso se pretende un asalto nocturno, sin fanfarrias, buscando el sigilo y la traición?

-No deberías hablar así, Haber –le advirtió con severidad su superior-. La traición la cometió Rakim al negarse a pagar los impuestos a nuestro augusto monarca –la palabra le dejó un regusto amargo en la boca-, así que esto va a ser una expedición de castigo…

El militar lo contempló con gesto decepcionado: sabía con una certeza casi absoluta los pensamientos que se agazapaban en la mente de su general, no era el único que pensaba que Morkal se había vuelto loco por completo…

-Como vos digáis, señor… -aceptó con mansedumbre, inclinando apenas la cabeza e incorporándose al grueso de la tropa para organizar el campamento…

Telen lo vio marchar con el ceño fruncido: hombres como él, fieles, valerosos, pero al mismo tiempo racionales y que no se limitaran a obedecer sin más, eran los necesarios para sacar adelante aquel reino que de forma paulatina se estaba deslizando hacia la decadencia en manos de un rey que pecaba de todos los vicios conocidos y algunos más… Había quien hablaba de oscuros ritos en ciertas cámaras subterráneas del palacio real, mas aquel punto no había podido ser contrastado, no era más que un mero rumor…

Agitando la cabeza, tratando de apartar su turbación, se acercó a sus hombres y se dedicó a esperar mientras acababan de montar su tienda… Con su metro setenta de estatura casi parecía uno más entre la soldadesca…

No había querido hablar de que alguien en el interior de la fortaleza les iba a franquear el paso, una cuestión que también le escocía por el componente de vil deshonor que conllevaba…

 

*   *   *

 

Vistas desde su base, las negras murallas de Dekler parecían aún más imponentes de lo que eran en realidad… De hecho, la noche parecía transformarlas en impenetrables farallones rocosos, impracticables por completo.

Tras dejar el regimiento a las órdenes de Haber, Telen se había adelantado con una docena de hombres escogidos, pertrechados con arpeos; pensaban que iba a ser más sencillo, mas la mareante altura de aquellos muros se encargó de arrojar sobre ellos un balde de agua fría.

-Tú –llamó a uno de los soldados en voz baja-, regresa junto a los demás y avísales para que estén preparados en cuanto empiecen a oír sonidos de combate o el portón se abra para ellos… Y que envíen a un grupo de arqueros para que suban tras nosotros y se aposten en las murallas…

El militar se cuadró con torpeza y salió corriendo en la oscuridad.

-Los demás, preparados para iniciar la escalada –ordenó en un quedo susurro.

Estaba atento por si oía el característico tintineo de las armas de los guardias, mas el silencio en el interior del castillo era absoluto: tal parecía que podrían cruzar sin riesgo alguno aquel primer obstáculo… “Demasiado fácil”, pensó con amargura, “Esto tiene todo el aspecto de una encerrona”.

Se levantó y comenzó a hacer girar sobre su cabeza el arpeo; unos instantes después, la cuerda surcaba rauda el aire, hasta rozar la piedra de las almenas, pero sin llegar a enganchar; necesitó otros dos intentos hasta que consiguió que el metal se mantuviera fijo, mientras el resto de los elegidos realizaba la misma operación: uno lo consiguió a la primera, otros requirieron hasta media docena de lanzamientos.

El general estaba en verdad preocupado por el devenir de aquella cautelosa operación: los guardias deberían haberse dado cuenta de los desmañados intentos de enganchar los arpeos, y sin embargo ninguna cabeza se asomaba por encima de la piedra, en busca de los intrusos… No cabía duda alguna, estaba sucediendo algo muy extraño.

Treparon con rapidez hasta alcanzar las almenas; asomándose con cuidado entre los merlones, Telen pudo comprobar que todas sus aprensiones iban cumpliéndose con inexorable certeza: no se veía ningún guardia haciendo la ronda por el camino de la muralla, era como si Rakim se hubiera despreocupado, en la creencia de que nadie en su sano juicio podría asaltar su baluarte.

En el más absoluto sigilo, indicó a sus soldados que lo siguieran a lo largo del pasillo, dirigiéndose hacia una de las torres de vigilancia; se asomó con cautela a su interior, para descubrir que estaba tan vacía como todo lo que había visto hasta el momento… Sintió que se le erizaba el vello ante la extraña pesadilla que estaba viviendo.

Despacio, con el corazón latiéndole tan rápido que llegó a pensar que toda la fortaleza estaba escuchando sus latidos, fue descendiendo del parapeto hasta plantarse en el patio central: allí, una sombría figura colgada en una cruz indicaba a las claras el destino de quien se atrevía a discutir las órdenes del señor…

El grupo se volvió hacia las grandes hojas de madera que permanecían cerradas, y se encaminó hacia ellas.

Las armas sisearon al salir de sus fundas cuando los darekonis se aprestaron para su defensa: dos de ellos accionarían el rastrillo, el puente y abrirían las puertas, mientras el resto vigilaban que nadie los molestase en tal tarea.

-Ya era hora de que llegarais, general.

El susurro, apenas más alto que el murmullo del viento, hizo que todos los hombres tuvieran un sobresalto: parecía proceder de las sombras del interior del arco de entrada.

En un acto de apariencia teatral, un sujeto de mediana estatura y cabellos castaños se asomó para darles una bienvenida que no esperaban.

-Os habéis tomado vuestro tiempo –comentó socarrón.

-¿Quién va? ¿Eres por ventura quien nos ayudará a abrir esas puertas? –demandó Telen, procurando no levantar la voz-. Debo asegurarme de que las cosas están como tienen que estar para no arriesgar en vano la vida de mis hombres…

-Os honran vuestras palabras –aseguró el desconocido-. Mas son innecesarias, pues vuestro camino ha hallado ya su final.

-¿Cómo dices, perro rastrero? –gruñó el oficial.

-Es sencillo, no tenéis por qué encresparos –se chanceó su interlocutor-. No tenéis más que dos opciones: entregar vuestras armas y daros preso, o perder la vida en un inútil acto de heroísmo.

Como si de una señal se tratara, de entre las sombras surgió un grupo de soldados uniformados con los colores de Dekler; al mismo tiempo, tras ellos, se abrían las hojas de la torre del homenaje con un ominoso chirrido, vomitando de su interior una horda de militares que se abalanzaron en un desusado silencio sobre ellos, rodeándolos y apuntándolos con sus armas.

-¿Qué negra traición es ésta, chacal? –demandó Telen, alzando la voz en un temerario grito.

-Es, por decirlo de forma clara, una manera de advertir a ese idiota de Morkal que nos deje en paz, que ya no formamos parte de su reino –le contestó el desconocido con sonrisa ladina.

-¡Bah, basta ya de circunloquios y sutilezas! –bramó el hombre que había llegado al frente de los defensores, un tipo fornido de brillantes ojos negros como la pez que observaba a sus cautivos como un león a un antílope-. Esto es una guerra, Survat, no una competición de flores.

“Telen Soberwood, estás ante Rakim Sverton, el Señor de Dekler: sólo sois una docena para defenderos de mis tropas, así que sólo os lo diré una vez: entregad vuestras armas.

-Señor Rakim, tal vez andéis un tanto errado en vuestra apreciación –sugirió el darekoni, intentando aparentar un valor que no sentía-. Observad vuestras almenas…

Le cortó la desabrida risa del llamado Survat,

-¿Qué es lo que hay que ver, general? –demandó con tono divertido.

Furioso, Telen volvió la cabeza hacia los parapetos para contemplar algo que ya intuía: los arqueros que habían trepado por las cuerdas estaban amenazados por una numerosa guarnición que había brotado de nadie sabía dónde. Debería haber imaginado que quien tendiera una trampa de aquel tipo no dejaría nada al azar…

-¿Cuál es el motivo de esta innoble traición? –inquirió tratando de mostrarse sereno.

-Sencillo –le contestó Rakim-: serviréis como rehenes para que vuestro necio rey se lo piense bien antes de enviar una expedición de castigo contra nosotros. ¿Qué mejor pieza de cambio que uno de sus mejores generales?

-¡Malditos traidores! –bramó el oficial-. No podéis hacer algo así…

-Podemos y lo haremos –aseguró con ferocidad el Señor de la fortaleza-. Uno de vuestros hombres volverá junto al regimiento para ordenarles que regresen a Darekont e informen a Morkal de la situación.

-¡No seré moneda de cambio!

-Pensáoslo bien, general, porque no soy persona de mucha paciencia…

-Está pensado y decidido, prefiero morir a convertirme en una pieza de un maldito juego entre nobles…

-¿Y sacrificaréis la vida de vuestros hombres en el camino?

Por un momento, Telen se quedó mudo: ¿que él no quisiera ser rehén debía significar la muerte de todos los que le habían seguido a aquella absurda misión?

Volvió la mirada hacia sus hombres, y en ellos no encontró otra cosa que fatalismo y resignación: sabían que no saldrían de allí de ninguna manera, que sólo era cuestión de elegir si los enterraban o los encerraban…

-¿Qué preferís? –preguntó-. ¿La gloria de una muerte en combate, o un encierro ignominioso a causa de una negra traición?

-No seáis necios –intervino Rakim-, no merece la pena…

Calló: uno a uno, los darekonis habían alzado sus armas en señal de saludo a su general, que los contempló asombrado; no había esperado aquella reacción, no de aquellos a los que en un principio había despreciado como la morralla del ejército…

-Sea –alzó a su vez su espada, saludándolos.

-¡Se acabó la conversación! –bramó el deklerio-. ¡A ellos! ¡Quiero a Telen y a uno de sus hombres vivos, los demás no me importan lo más mínimo!

Con un rugido de triunfo, el círculo de soldados se cerró sobre los asaltantes, que comenzaron a luchar entre furiosos aullidos de gozo y muerte; de inmediato formaron alrededor de su general, protegiéndolo, mientras éste intentaba a su vez embarcarse en batalla con aquel enajenado Señor…

El estruendo de la batalla se alzó en el silencio de la noche, rompiéndolo en mil fragmentos; tal parecía que los demonios habían sido liberados, aullando sus penas y lamentos sobre el escenario de una carnicería segura…

La superioridad numérica era abrumadora, no tenían opción alguna; y aun así, los darekonis consiguieron resistir durante unos minutos, tiempo que emplearon en sajar y matar a cerca de una veintena, entre los que se contó Survat, atravesado por una mano anónima…

Telen se juró que mientras tuviera una espada en la mano no lo cogerían vivo; la hoja se alzaba y caía con una regularidad absoluta, cortando miembros, cercenando cabezas, atravesando pechos… Incluso cuando se quedó solo al caer el último de sus hombres, la guarnición de la fortaleza tuvo que emplearse a fondo para poder acercarse a él y sujetarle los brazos, ensangrentados por completo…

Fue arrojado al suelo sin contemplaciones, sujeto por una docena de robustas manos, mientras sobre él se asomaba el sonriente rostro de Rakim.

-¿Qué me dices ahora, general? –demandó mordaz-. ¿En qué queda el valor cuando no se tiene la libertad para demostrarlo?

-¡Prefiero una muerte honrosa al deshonor de haber sido traicionado! –gruñó el darekoni.

-¿Debo recordarte que en principio la traición iba a ser tuya? -le advirtió el deklerio con tono venenoso-. Viniste en la noche, para tomarnos por sorpresa, ni siquiera en un asalto frontal, dispuesto a degollarnos en nuestras camas…

Por un momento, Soberwood calló, meditando acerca de las palabras de su enemigo: tal y como había sospechado desde un primer momento estaba al tanto de todo… ¿Quién había tramado toda aquella añagaza?

-Survat me dio la idea –comentó Rakim con una carcajada al observar los pensamientos de Telen en su semblante-. Es una lástima que haya caído en este combate, sus ideas, su sutileza, sus subterfugios, me venían muy bien para llevar a cabo mis planes…

“¿Qué mejor manera de presionar a un rey loco para que recupere el seso que engañarlo para que piense que puede tomar en un audaz golpe de mano un baluarte como éste? ¿Qué mejor manera de mostrarle que uno de sus mejores generales es prisionero de su enemigo, después de haber dado su beneplácito a una expedición como ésta?

“Telen Soberwood, descansarás en nuestras mazmorras mientras Morkal se mantenga sereno en su trono y no intente nada contra nosotros; con el tiempo, tal vez te concedamos carta de ciudadanía en Dekler…

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Dic 192014
 
Ilustraciones de fantasía - La Batalla de los Cinco Ejércitos

La batalla de los cinco ejércitos por Mélanie Arias

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