Llevaba más de veinte minutos huyendo de sus perseguidores, a todo correr a través del denso bosque Alohi. Sin embargo, el cansancio comenzaba a hacer mella en el joven minotauro y los veloces hombres bestia, más cercanos a enormes lobos que a humanos, le tenían ya al alcance. Los anchos troncos y la proximidad entre unos y otros le habían permitido eludir las primeras flechas, aunque una superficial herida recién abierta en uno de sus voluminosos brazos le indicó que no disponía de mucho más tiempo. De ahí que decidiera hacerles frente de una vez.
Se paró en seco y buscó refugio tras un árbol que le cubría por completo, atento a la llegada del primero de los rasans, una especie no tan alta como la suya, aunque de similar musculatura y fuerza bajo los largos pelos de color gris oscuro. Mantenía apretados los dientes y se esforzó por calmar su respiración a fin de no llamar la atención del que pasara a su lado, olisqueando el aire para averiguar por dónde surgiría la que sería su víctima.
Apenas tuvo que esperar entre quince y veinte segundos hasta que el primer rasan apareciese veloz por la derecha, momento en el que levantó el hacha de doble filo en dirección al cielo para seccionar el cuello de la confiada criatura, que nada pudo hacer por defenderse.
Delatada su posición, los que corrían un poco más retrasados frenaron su avance y se desplegaron alrededor del tronco tras el que se ocultó el minotauro, a una prudente distancia para evitar ser alcanzados por la fabulosa arma que portada en sus manos.
El de larga cornamenta, tan sólo diferenciado de los humanos por la testa y el rabo de toro, miró de hito en hito a cada uno de sus adversarios, ocho en total que sabían disimular el cansancio tras la persecución.
―¡Vamos! ―les azuzó con el hacha sujeta a dos manos frente al pecho―. Al fin me habéis dado alcance, ¡no demoréis lo que venís persiguiendo!
Pero ninguno de ellos se abalanzó sobre él. Quizá estuvieran recuperando el aliento o, tal vez, esperaran un movimiento en falso del minotauro, que nada debía hacer contra tantos adversarios.
―¡¿Quién será el siguiente en caer derrotado a mis pies?! ―continuó, moviendo la cabeza de un lado a otro con rapidez para no ser cogido por sorpresa, levantando la seca hojarasca a sus pies mientras giraba con brusquedad hasta ciento ochenta grados cada pocos segundos.
Entonces, uno de los peludos rasans comenzó a reír, acompañado en seguida del resto con estridentes carcajadas. Jugaban con él, ni siquiera tenían prisa en despacharle.
―Vicsén ―dijo el que comenzara a reírse en primer lugar―. Así te llamas, ¿verdad?
El minotauro se sorprendió de que conociera su nombre, aunque se obligó a guardar la compostura. No quería aparentar ningún tipo de fragilidad frente a sus rivales.
―¿Por qué uno de los moradores de estos bosques del norte sabe cómo me llamo, cuando ninguno de los vuestros se ha adentrado nunca en otras regiones de la extensa Livasa?
―Quizá recibiéramos un mensaje advirtiéndonos de tu llegada. ¿Podría ser?
―Nadie sabía de mis intenciones ―rugió entre dientes.
―A la vista queda que sí.
Con el minotauro distraído, el que permanecía justo a su espalda tensó veloz el arco y disparó una flecha que Vicsén logró eludir por muy poco. El rasan le había subestimado y su formidable oído le permitió averiguar de inmediato la acción y posición del que pretendía herirle, no matarle, pues el proyectil pasó rozando su rodilla izquierda en lugar de ser dirigido hacia la espalda desnuda y de muy cortos pelos de color marrón claro.
―Muy hábil… ―continuó el único rasan que había hablado hasta el momento.
―Habéis corrido al límite hasta lograr darme alcance. ¡Lanzaos de una vez a por mí, pero de frente, no por la espalda como cobardes!
Uno de los que le rodeaban aceptó la invitación y arremetió con fuerza con la espada. Ésta dibujó un arco vertical desde su cabeza hasta el suelo, errado el corte tras el medido salto hacia atrás del minotauro, que descargó tal demoledor puñetazo en su mejilla que ninguno de los presentes fue ajeno a la terrible fractura del cráneo.
Con el segundo rasan fuera de combate, Vicsén comenzó a creer en la victoria, un halo de optimismo al cual no estaba acostumbrado, aunque no por ello iba a descuidar su defensa o confiarse ante sus contrincantes.
―¡¿El siguiente?! ―dijo pasando la mirada de unos a otros.
En esta ocasión fueron dos los que saltaron a por él, también con espadas. El hacha repelió sendos sablazos, pero los rasans no iban a detenerse ni amedrentarse ante él. Como buenamente pudo, rechazó cada nuevo ataque procurando no perder de vista a ninguno de los otros cinco que permanecían a su alrededor, lo que le previno del embiste de otro más por su derecha. El recién incorporado parecía algo más ágil que los de inicio, aunque también reflejaba una menor experiencia en combate. Erró de manera garrafal un corte transversal para quedar expuesto al hacha, pero Vicsén no llegó a descargar el mortal golpe en su rival, pues un cuarto combatiente entró en liza y produjo una profunda herida en la cintura a su espalda.
El minotauro rugió de dolor mientras los otros aprovechaban para producir nuevos cortes en brazos y piernas. Se divertían con él, querían alargar aquello durante un rato más, pero él no iba a permitirlo.
Con mayor decisión, aferradas con fuerza sus manos al ancho y largo mango, imprimió una descomunal fuerza al hacha de un lado al otro de forma que atravesó el cuello y el pecho de dos de sus rivales. Los demás, una vez comprendido que no podían permitirse tantas bajas, se lanzaron a la vez al ataque.
La proporción cinco a uno parecía del todo descompensada, aunque los números nunca le interesaron al de las astas, que enarboló el hacha sobre su cabeza para realizar a continuación una serie de movimientos que hicieron retrasar su posición a tres de sus rivales. Eran rápidos y ágiles, aunque la distancia de golpeo por parte del minotauro era tal, sumada la longitud de sus brazos al largo asidero del arma, que llegó a alcanzar a uno de ellos, produciéndole una gravísima herida en la cadera.
Cada vez quedaban menos hombres bestia, como se les conocía comunmente en el resto del continente de Endina, y el líder de éstos decidió dar lo mejor de sí para terminar lo que tanto estaban dilatando. Veloz, avanzó de cara al minotauro y se mostró hábil al agacharse en el último momento, antes de que el arma de doble filo le dividiera el rostro en dos. A continuación, adelantó la mano derecha y clavó un puñal de hoja irregular en el costado derecho de tan buen guerrero.
Vicsén dejó caer el hacha e hincó una rodilla en tierra a la par que llevaba una de las manos al mango de la corta daga. En ese momento, los rasans se relajaron, lo que el aparentemente ya vencido aprovechó para lanzarse al frente y cornear en el estómago al que tenía más cerca. Éste cayó de espaldas entre terribles dolores, ignorado por Vicsén mientras recogía su pesada arma del suelo y seccionaba la rodilla del que ya se abalanzaba sobre él. Por contra, nada pudo hacer para evitar otro profundo corte en el muslo menos castigado, cayendo malherido sobre ambas rodillas.
El que parecía el líder del grupo miró entonces a su alrededor, atónito al comprobar que sólo quedaban dos en condiciones de continuar luchando.
―No puedo negar que me sorprenden tanto tu tenacidad como tu habilidad para el combate ―se sinceró―, pero este lugar será tu tumba. Tienes mi palabra.
Vicsén le miró fijamente a los ojos, jadeando con torpeza y esforzándose por mantener el equilibrio y no caer de bruces sobre la hierba. Había perdido mucha sangre y sentía una profunda sensación de mareo, aunque aún no se daba por acabado.
El otro rasan se le acercó con la espada preparada a un lado, muy seguro de sí mismo. No obstante, nunca habría imaginado que el minotauro fuera capaz a esas alturas de tirar con rapidez del puñal clavado en su costado, se levantara con fuerzas que ya no debían quedar en su interior y hundiese la corta arma en su pecho, igualando al fin el número de contendientes.
Apenas separaban un par de metros a los dos últimos que quedaban en pie, los cuales se observaron durante unos segundos sin que ninguno de ellos dijera nada. Por un instante, silenciados los gritos y el entrechocar de las armas durante la lucha, oyeron sobre sus cabezas los alegres pájaros de entre las ramas, así como el crujir de algunas de éstas bajo la acción de la suave brisa de primavera.
El rasan no podía creer lo que había pasado. Sus compañeros yacían en un suelo cuyo color verde había sido sustituido por un rojo intenso. Al principio, cuando se lanzaron a la captura del minotauro, ninguno pensó que fuera un rival a tener en cuenta, al menos no frente a nueve de tan fabulosa especie de guerreros. Por contra, sólo él quedaba vivo. Por primera vez en esa tarde, las dudas asomaron a su mente y vaciló un instante cuando Vicsén pareció querer dar un paso adelante, aunque respiró tranquilo cuando el minotauro cayó de espaldas al suelo.
No podía más. El paisaje se mostraba borroso a sus ojos y su corazón apenas tenía sangre alguna que impulsar al resto del cuerpo, pues la mayoría había escapado por los numerosos cortes recibidos. Llegó a distinguir algunos haces de luz entre las altas ramas, aunque éstos desaparecieron en el momento en el que el rasan se arrodilló a su lado e interpuso su cabeza entre sus ojos y las copas de los árboles.
―Tu pueblo se sentiría orgulloso de tan increíble gesta, Vicsén, pero, como ves, no tenías modo alguno de sobrevivir a esta batalla.
El minotauro abrió el hocico para decir algo, pero su garganta no fue capaz de articular palabra. El de largos pelos grises, casi negros, movió lentamente la cabeza de un lado al otro.
―No te esfuerzes; tu camino ha llegado al final.
El rasan hablaba ahora con suma tranquilidad. Nada tenía que temer de aquel que ya estaba sentenciado, así que se tomó su tiempo para recoger la daga del pecho de su compañero muerto y colocar la punta con suavidad sobre el de Vicsén.
La respiración del minotauro se aceleró de manera incontrolada, esperando impaciente por que la hoja se hundiera en la carne y se pusiera fin de una vez a su agonía. Sin embargo, el hombre bestia no parecía tener nada mejor que hacer el resto del día.
―No sé si me creerás, pero fue una mujer humana la que nos advirtió de tu presencia. Sí, es muy extraño, pues los humanos no se acercan a los míos, pero fue generosa en su pago por una tarea que se nos antojó sencilla: Matar a un minotauro, uno sólo que se hallaba cruzando nuestro territorio. Poco más nos dijo, tan sólo que te proponías hacer algo muy peligroso y que debíamos detenerte a toda costa, antes de que llegaras a la ciudad amurallada de Loran. A saber, ¿qué demonios puede querer un minotauro de los humanos?
Vicsén juntó los párpados y el rasan se dio prisa en zarandear una de las astas con la mano libre. A punto estuvo de perder el equilibrio por tan forzada posición, aunque su acción tuvo el efecto que esperaba: El minotauro seguía consciente.
―No, aún no te vas a marchar. Lo harás bajo mi mano, pues entre los que has matado hoy, aquí mismo, se encontraban muy buenos amigos míos. Además, has de saber que…
No le quedaba tiempo. Vio que lo perdía, así que soltó el puñal a un lado y le dio un par de guantazos en el rostro, lo que pareció devolverle una vez más la consciencia.
El minotauro reaccionó ante el estímulo como si un potente rayo le hubiera atravesado de la cabeza a los pies, lo que le llevó a tomar cuanto aire pudo y abrir los ojos hasta los topes. Su mirada, muy intensa, desconcertó al rasan, el tiempo suficiente para que Vicsén agotara las escasas fuerzas que quedaban en su maltrecho cuerpo para cerrar los dedos sobre el mango de la daga, dejada caer un momento antes por su rival junto a su mano, y levantar el brazo para clavarla con extrema facilidad en su cuello.
El movimiento cogió desprevenido al que debía ser el ejecutor y de su boca surgió un último aliento, sólo unos pocos segundos antes de que el minotauro falleciese al fin.
Una vez más, los sonidos típicos del bosque Alohi inundaron el lugar, improvisado festín para los carroñeros que llegarían en las próximas horas. Nadie más a parte de estos animales vería los cadáveres, pues se encontraban en una zona poco frecuentada incluso por los rasans, aunque los huesos, sobre todo el largo astado, dejarían una perenne constancia de la sangrienta lucha que allí se llevó a cabo.
Para cualquier otra especie, Vicsén había fracasado, pues no encontró sino la muerte. Según la tradición de los minotauros, muy al contrario, había logrado una absoluta victoria sobre sus enemigos, un resultado que debía reservarle un digno puesto junto los fallecidos héroes venerados por su pueblo.
¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores de fantasía en el Proyecto Golem