Jul 042014
 
 4 julio, 2014  Publicado por a las 11:11 El Candelabro de Hierro, Relatos Tagged with: , , ,  2 comentarios »

El ataque se llevaba a cabo de madrugada, al amparo de la oscuridad de una noche sin luna. Aun así el guerrero sentía cerca, de algún modo que no podía explicar, a todos sus camaradas, rodeándolo, protegiéndolo. Guiándolo. El objetivo, a pesar de las tinieblas en las que debía moverse, se mostraba con claridad en su interior. Sabía hasta dónde debía llegar para cumplir su misión. Una vez allí podría acabar con el implacable enemigo.
Relatos de Fantasía - Batalla de Poitiers
No se oía ni una sola voz, y tampoco era necesario. El silencio lo era todo en aquella mortífera batalla, en la que ninguno de los contendientes se planteaba siquiera hacer prisioneros. El éxito final dependía, en buena medida, de él. No se acordaba de sí mismo, de sus deseos, necesidades o pasiones. Nada de su vida anterior contaba. Todas esas cosas, que en algún momento fueron importantes, habían quedado relegadas al olvido. Este lo protegía lo necesario para permitirle cumplir con lo que se esperaba de él.

Ecos de la batalla llegaban a sus oídos, pero sus ojos seguían sin prestarle ayuda. Como si un poderoso y maligno hechizo se hubiera abatido sobre el campo de batalla. Los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos de guerra se mezclaban entre sí y, a su vez, con el entrechocar metálico de las armas. Por momentos se hacía imposible distinguir entre amigos y enemigos. Avanzar y luchar, sólo eso importaba. De ese modo respondía al sueño que lo había guiado desde un principio. Ser un héroe. Nada más cruzaba por su mente.

El tiempo se acababa. No podía explicarlo, pero intuía que así era. Sabía que si no culminaba pronto su misión, todo se perdería. Por fortuna sus camaradas aprovecharon una debilidad en las líneas enemigas y, pese a sufrir cuantiosas bajas, habían conseguido abrir un hueco en sus defensas que, ahora sí, resplandecían con un odioso y níveo resplandor. Y él, atrapado en su propia naturaleza guerrera y mágica, estaba llamado a cruzar aquella invisible línea. Hacía tiempo que se había resignado a ese destino, marcado a fuego en lo más profundo de su ser.

Estaba solo y muy cerca de su meta, por lo que se detuvo un momento para ofrecer un último y mudo homenaje al sacrificio de los camaradas abatidos, que no habían dudado en ofrecer sus vidas para que él pudiera llegar hasta allí. Aquella evocación le insufló el ánimo necesario para afrontar lo más difícil. Apenas quedaba tiempo, pero empleó un instante en concentrarse en el sencillo y mortal conjuro que, con toda seguridad, derrotaría al enemigo. Un fugaz sentimiento de autocompasión cruzó por su cabeza al ser consciente de que debía entregar su propia esencia vital a cambio de lanzar tan poderoso hechizo, pero apretó los dientes y avanzó el paso que lo separaba del destino con el que tanto había soñado. Tomó aire y, con voz potente, pronunció el encantamiento:

—¡Reina! —El guerrero sintió cómo su cuerpo y su propia alma se diluían, víctimas de una transformación que él mismo había desencadenado, pero sonrió al saber que su sacrificio no sería en vano.

Javier Prada

Foto Javier Prada Javier Prada López, 44 años, Madrid.
Filósofo que sabe menos que nada.
Pese a la cuarentena , novel aún en esto de escribir.

Puedes encontrarle en www.helkion.blogspot.com.

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Jun 132014
 
 13 junio, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  Sin comentarios »

— ¡Digicio! ¿Me llamabas? —preguntó el capitán.

Se encontraban en lo alto de las murallas de la ciudad de Arnias. Décimo Digicio Nemerius observaba los fuegos que alumbraban el campamento del ejército que asediaba la ciudad desde hacía meses. El comandante era un mercenario contratado hacía años para ponerse al frente de la pequeña guarnición de la urbe, situada en una posición estratégica entre los dos estados rivales.

Relatos de Fantasía - Asedio al castillo

— Se preparan para atacar —se limitó a decir mientras no quitaba ojo a lo que ocurría al otro lado de los muros.

Aeros respetaba a aquel hombre, casi lo veneraba. Habían luchado y convivido durante muchos años, casi desde su llegada a la ciudad. Sus dotes para el mando hacían gala de su reputación de buen general. Sin embargo, allí arriba y en mitad de la noche, sin quitar ojo al enemigo, hacían sentir al capitán bastante inquieto.

— ¿Por qué te preocupas tanto, Digicio? —le contestó sin preocupación—, llevamos diez meses aislados y no han sido capaces ni siquiera de atravesar los muros.

— Sin una vía de escape es cuestión de tiempo.

— Tenemos suministros, si no descubren los pasadizos…

El ajetreo dentro del campamento era palpable, pero con la leve luz proveniente de las hogueras, no se podía distinguir lo que hacían en la lejanía. Décimo Digicio llevaba allí apostado desde primeras horas de la noche, intentando vislumbrar algo que le dijera qué es lo que iba a pasar cuando saliera el sol. Su corazón lo percibía, pero no quería creerlo.

— Eso ya da igual Aeros.

— Mientras tengamos agua, comida y un buen sitio donde descansar ¡no tendremos problemas para aguantar el tiempo necesario! —El capitán estaba seguro de sí mismo—. ¡Mírales, Digicio!, ellos pasan frío y duermen sobre el duro suelo. ¡Su moral está bajo mínimos!

— Se han cansado de esperar —discrepó para sí el comandante.

Han llegado los espías. —Les interrumpió un soldado.

Dos hombres corpulentos se acercaron. Iban sin las armaduras reglamentarias y con apenas un cuchillo más largo de lo habitual, diseñado para degollar en silencio a sus víctimas. Su indumentaria era para no hacer ruido y poder pasar desapercibidos durante la noche. Digicio les miró inquisitivamente, queriendo saber qué era lo que habían visto. Los dos mostraban en su rostro lo que el comandante no quería creer.

— Han llegado refuerzos —dijo uno de ellos.

— El ejército regular —continuó el otro.

Están con los preparativos, ¡atacarán al alba! —Les despidió con un gesto y continuó observando el campamento enemigo. Aeros lo miraba en silencio, los había subestimado.

— ¿No han venido para ayudarles, verdad? —preguntó.

— ¡Atacaran por la mañana!

— Quizás si firmáramos un tratado y nos rindiéramos, respetarían a las familias. —Le intentó convencer el capitán, al verse sin salida.

— Ningún ejército que expanda su territorio y tenga un afán conquistador, lo hace sin derramamiento de sangre.

— ¿Pero tal vez…? —insistió.

— Esos hombres han pasado casi dos inviernos en ese campamento, sin otro entretenimiento que los dados y las rameras que los acompañan —le explicó Décimo Digicio—. Querrán su botín y no sólo son las riquezas de la ciudad. ¿Qué crees que harán con nuestras mujeres? ¿Donde crees que acabaremos tú o yo, Aeros? ¿En las minas del norte? ¿En galeras?

— ¡Lucharemos!

— No nos matarán a todos. —El comandante le miró a los ojos—. ¿Y luego qué?

— Esperaremos a que lleguen refuerzos.

— Si no han llegado ya, no llegarán mañana. —Aeros comenzaba a comprender las intenciones del comandante.

— ¡No pienso hacerlo Digicio! ¡Lucharé!

— Voy a hablar con el consejo —le contestó de una forma un tanto seca.
Aeros se quedó pensativo, mirando los movimientos que había a lo lejos dentro del campamento. Ahora era él quien estaba preocupado.

II

Los preparativos tardaron más de lo esperado y el asalto se produjo cerca del mediodía. La ciudad estaba en calma y nada hacía presagiar una gran resistencia. El general Murino lanzó sus huestes contra la muralla. Los arqueros comenzaron a disparar, acompañados de catapultas y lanzapiedras, para proteger en la medida de lo posible a los hombres que se acercaban a los muros con escalas, y al pequeño ariete que comenzaba a llamar a las puertas de Arnias.

No se habían percatado, debido al alboroto desplegado, de que nadie dentro de la ciudad estaba repeliendo el ataque. Las escalas se posaron sobre la muralla sin oposición, el ariete golpeaba los portones, y las flechas y piedras chocaban contra la pared de roca. Los soldados abrieron las puertas antes de que el ariete terminara de demolerlas, y para sorpresa de todos, un sólo hombre les hacía frente con la espada en la mano.

Todo el ejército se detuvo en silencio, esperando la respuesta de su general. Los soldados no sabían qué hacer. Antes de entrar en la ciudad, Murino contempló la figura del hombre que los desafiaba. Empuñaba la espada y una pequeña rodela. No alcanzó a ver nada más, a pesar de que los hombres apostados en las murallas y los que habían atravesado los muros por el portón, no dijeron nada de lo que pasaba en el interior de la ciudad.

Murino ordenó a un soldado que acabara con el insolente, no le gustaba perder el tiempo. El soldado se acercó y atacó. El tajo bajo oblicuo, fácil de esquivar. El guerrero dejó pasar el golpe y le clavó la espada en la boca del estómago. Cayó en el acto.

Dos soldados más se adelantaron. El guerrero detuvo el golpe con el pequeño escudo, mientras apuñalaba a uno de los soldados. Después giró, evitando que a su segundo oponente le diera tiempo reaccionar y le alcanzó el cuello. Su cuerpo se desplomó de costado.

Un grupo de diez soldados acudieron en ayuda de sus camaradas. Los dos primeros cayeron bajo el filo de la espada y una tercera logró desarmarle. Sin embargo, el ímpetu de la respuesta fue tan grande, que dos golpes con la rodela fueron suficientes para derribarle sin sentido. El resto atacó decidido.

El guerrero fintó y le arrebató una lanza a su adversario, cayendo de rodillas herido por el filo de otra pica. Se levantó deprisa, aún estando herido, y blandió su arma describiendo círculos en un vano intento de mantener alejados a sus enemigos.

— ¡Basta! —gritó Murino. Todos bajaron sus armas y dieron un paso atrás. — ¡Derribadle, le quiero vivo! —Dos saetas volaron y se clavaron en las piernas del guerrero, haciendo que se cayera al suelo.

Cuando el general cruzó la puerta de la ciudad vio los cuerpos tendidos de sus ciudadanos. Habían preferido quitarse la vida a someterse a las vejaciones de sus enemigos, preferían morir libres que claudicar ante las atrocidades de sus oponentes. Los hombres habían quitado la vida a sus mujeres e hijos, a continuación, se habían suicidado con su propia espada.

Murino salió de la ciudad en busca del único guerrero que les había hecho frente.

— ¿Por qué lo han hecho? ¿Es que no son capaces de defender su hogar? —gritó enfurecido.

— Esta es una ciudad pequeña y no hubiésemos podido hacer frente a tu ejército, general. —El hombre se encontraba tendido de rodillas, desangrándose—. ¿Cuál es el destino que les esperaba? Prefirieron morir con honor, a su manera. Decidiendo ellos mismos cómo hacerlo.

¿Y tú por qué no has hecho lo mismo? —preguntó Murino de manera despectiva.

— Cada uno decide morir como quiere —respondió altivamente—. Prefiero hacerlo luchando. —Murino miró los cuerpos de los pocos soldados que habían muerto aquel día.

— Admiro tu valor, pero tú no tendrás esa suerte. No morirás como quieres, lo harás en las minas —Murino le dio la espalda— ¡Quemadla!

Arnias ardió hasta los cimientos, pero sus habitantes se convirtieron en mártires para otros. Su muerte había sido un símbolo para aquellos que los consideraron héroes, e hicieron frente al ejército de Murino.

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May 212014
 
 21 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  5 comentarios »

—¡¿Te has vuelto loco?! Eso no era parte del plan —susurró Calíope.

—Ssss. —Evan emitió un siseo—. Harás que nos descubran. Vigila ese pasillo mientras yo fuerzo la puerta.

—Por todos los dioses —musitó la muchacha—. ¿Me estás escuchando si quiera?

—Mira, podemos discutir cuál es el mejor curso de actuación, pero sería tremendamente aburrido —dijo este, diplomático—; o bien puedes ayudarme y continuar con la misión.

Evan hurgó en la cerradura de la maciza puerta de madera remachada.

—Misión. Ese es precisamente el problema. —La voz de Calíope le llegó amortiguada por la distancia, apenas un cuchicheo—. Te recuerdo que nuestro objetivo era (¿Por qué había dicho era? Maldición, así parecía que se doblegaba a los nuevos y absurdos planes de Evan) obtener los mapas del despliegue de las tropas rebeldes. ¿Cuándo, y lo más importante cómo, se te ha ocurrido la brillante estupidez de querer asesinar al General Killgore?
Pero su compañero estaba demasiado concentrado para contestar. Las ganzúas tintinearon con suavidad al acariciar los pernos. Con un chasquido seco el tambor giró y la puerta se abrió con un leve chirrido de los goznes.

Relatos de Fantasía - Muerte en la oscuridad - Salón
La Sala de Audiencias era una gran habitación con las paredes y el suelo de piedra cincelada. En los muros colgaban tapices representando los mapas de los distintos reinos y regiones. Una mesa de roble blanco dominaba el centro de la estancia, rodeada por exquisitos butacones forrados en terciopelo rojo. La pared norte la presidía una increíble vidriera de vivos colores, pero en aquel momento filtraba la luz de la luna, bañándolo todo con un halo mortecino, fantasmagórico.

Evan avanzó muy lentamente. Un pie tras otro. Deslizándose. El lugar estaba vacío, pero si una cosa le había enseñado su oficio, es que nada era lo que parecía. No podías fiarte. Calíope esperó en la puerta mientras su compañero registraba el lugar desde las sombras. En perfecta sincronía mantenían ojos vigilantes en los puntos susceptibles de una emboscada. Entrar y salir. Sin testigos, sin huellas y por supuesto sin muertes. Ese era su cometido, se dijo Calíope. Pero Evan se empeñaba en ir más allá. No es que tuviera reparos en matar, y menos a un perro sedicioso sin corazón como Lander Killgore, pero no era su estilo. Demasiado ruidoso, demasiado arriesgado.

Robar, para eso sí habían sido entrenados. Ladrones y espías profesionales. En cambio Evan ambicionaba mucho más. No entendía qué pretendía demostrar matando al general rebelde. Vale, los asesinos a sueldo cobraban cantidades desmesuradas de oro, más si eran buenos en lo suyo. Eso debía concedérselo. Aunque algo le decía que a su compañero no le preocupaba el dinero. Él quería destacar, ser el mejor. Siempre había sido así. Una sombra cruzó el rostro de la joven. Malos presentimientos nublaron su mente y un escalofrío le recorrió el espinazo.
Evan levantó el puño y lo puso frente a sus ojos, la señal inequívoca de que el lugar estaba desierto.

—Según la información del Condestable, los documentos están en algún lugar de esta sala. Ya sabes como va esto: registra cualquier resquicio, minuciosamente.

Calíope asintió. Nada estaba fuera de lugar. Los muebles, de exquisita factura, se mostraron inmaculados; las sillas ordenadas y separadas unas de otras por una distancia calculada al milímetro; una estantería con copas de cristal abrillantadas con esmero y los archivadores de madera con sus legajos clasificados pulcramente, o lo estaban porque Evan trasteaba pasándolos a toda prisa. Pero aquel perfecto equilibrio solo lo era en apariencia. Sí que había un elemento que no parecía encajar del todo en tan simétrico conjunto: una pintura de bodegón. Una temática del todo inapropiada para una sala donde se decidía el futuro de miles de personas, donde se jugaba a la guerra.

La ladrona se acercó al cuadro y tiró suavemente de él, no se movió ni un ápice. Anclado a la pared. Sospechoso. Deslizó los dedos por detrás del marco, con delicadeza y muy lentamente. Encontró lo que buscaba. Presionó con la yema del dedo corazón. Clic. Continuó palpando. Una nueva presión, un nuevo clic. El mecanismo oculto se puso en marcha y el cuadro se desplazó hacia arriba, en el más absoluto de los silencios. Calíope emitió un silbido ascendente muy característico. Evan supo que su compañera había encontrado lo que buscaban. Un hueco oculto albergaba la tan codiciada información.

—Copiemos los documentos y… —Calíope no pudo terminar la frase.

—Llegó la hora de eliminar a ese bastardo de Lander Killgore.

Calíope puso los ojos en blanco. Bien, justo lo que no quería oír.

—¿Y has pensado en cómo lo harás? —La muchacha lanzó la pregunta con tono reprobatorio.

—Improvisaremos.

—¿Improvisar? Estás de coña. —Calíope obtuvo una sonrisa por toda respuesta. Una sonrisa que había aprendido a temer—. No, no estás bromeando.

—Escucha, en los planos que nos proporcionaron venían marcados los aposentos privados de Killgore. Solo hay que ir hasta allí y acabar con él.

Más fácil de decir que de hacer. Tenía que poner fin a tan estúpida confabulación de una vez por todas.

—No cuentes conmigo. Tendrás que hacerlo solo. —Mierda, para ser una ladrona profesional no se le daba nada bien mentir.

—¿Qué? ¿Es que no lo entiendes? Está en nuestra mano acabar con todo. Esta misma noche. Si eliminamos a Lander mañana esta guerra será tan solo un mal recuerdo.

—¿De verdad lo haces por eso, estás seguro que no hay nada más? Nunca te tuve por un tipo altruista, Evan. No esperes que te crea ahora.

La discusión se vio interrumpida de forma abrupta por la llegada de un centinela que patrullaba la zona.

—¿Hay alguien ahí? —inquirió el guardián al tiempo que asomaba la cabeza al interior. Pero no recibió respuesta, la Sala de Audiencias estaba tranquila, despejada.

Las pisadas de las botas de cuero rebotaron en las paredes, el soldado deambuló por la habitación mientras silbaba, despreocupado. Calíope rezó desde su escondite por que el guardia no se diera la vuelta y viera el escondrijo descubierto tras el cuadro, por que las sombras ocultaran su latrocinio. No hizo falta. Con los reflejos de un gran felino, Evan salió de la oscuridad y aferró al hombre por la espalda. El filo de la daga rasgó su garganta como si fuera seda. El cuerpo quedó tendido en el suelo, inerte.

—¿Te has vuelto loco? ¿A qué ha venido eso? —le recriminó la joven de inmediato.

—Ahora ya no nos queda otra —dijo el ladrón restándole importancia al asunto.

—¿Qué te ha pasado, Evan? Nunca antes habías actuado así. —Pese a sus esfuerzos por ocultarlo un deje de tristeza afloró en su voz.

—Ahora soy más eficiente, más letal…

—Más temerario, más descuidado, más estúpido —le cortó ella.

Evan se encogió de hombros. Aquello no fue un accidente, lo tenía todo planeado. El muy cabrón buscaba forzar un encuentro con el General Killgore. Ahora de nada servirían los informes y mapas. Cuando los soldados encontraran el cadáver de su compañero sabrían que había espías en la fortaleza y cualesquiera que fueran sus planes se verían irremediablemente trastocados para evitar las posibles filtraciones. Tanto esfuerzo y trabajo para infiltrarse habían desaparecido de un plumazo. Calíope apretó los puños, quería darle una buena paliza a Evan, pero se contuvo. Lo fulminó con la mirada, era lo más que podía permitirse ahora. ¿Cuándo había cambiado? Eran compañeros, más que eso: amigos, los mejores. Desde que tenía uso de razón siempre habían estado juntos. Evan lo sabía, y jugaba con eso. Y por mucho que protestara acabaría acompañándole. La tenía bien agarrada. Y así fue. Todavía fluía la sangre del centinela degollado cuando se descubrió así misma tras los pasos de su amigo.

Evan se apresuró, el tiempo corría en su contra. Calíope no dejaba de echar la vista atrás, esperando ver en cualquier momento un grupo de soldados dispuesto a apresarlos, aguzó el oído segura de que alguien daría la voz de alarma. Pero nada de eso ocurrió, la fortaleza dormía sumida en la noche. Recorrieron los tejados y almenas evitando los pocos guardias que estaban de ronda. Al llegar al torreón principal escalaron con cuidado la fachada, usando los resquicios como asideros. Una vez arriba descubrieron que la torre tenía el tejado plano y en el centro una bóveda de cristal. Ambos se arrastraron hasta alcanzarla y se asomaron con precaución. Doce metros más abajo vieron a Killgore, parecía dormir. Su habitación, tenuemente iluminada, estaba invadida por la penumbra. En un abrir y cerrar de ojos dispusieron sus cuerdas con una serie de nudos corredizos y forzaron la ventana de la bóveda.

Evan se descolgó por la cuerda con la cabeza por delante y los pies cruzados. Variando la presión con los muslos y ayudándose con las manos bajó como si de una araña que se acerca a su presa se tratase. Apenas era perceptible un ligero roce, del cuero contra esparto. Desenfundó de nuevo su daga, un reflejo carmesí parpadeó a la luz de las velas. La sangre seca era como diminutas perlas coaguladas, rojizas. Estiró el brazo con sumo cuidado, el filo se acercó peligrosamente al cuello de su víctima. Solo unas pulgadas más y Lander Killgore recibiría el afeitado más apurado de su vida.

¡Tong, tong, tong! Una rápida sucesión de campanadas rompió la quietud de la noche. Voces de alarma estallaron por doquier. Killgore abrió los ojos como platos justo a tiempo de esquivar el mortal ataque. La daga dibujó una profunda linea roja en su mejilla izquierda. La sangre salpicó la almohada cuando el general rebelde se revolvió en la cama e intentó agarrar a Evan por las muñecas, este desenlazó las piernas y dejó que la inercia le diera la vuelta. Sus pies impactaron en el pecho de Lander que se estampó contra la pared, donde quedó sin aliento. Cuando logró ponerse en pie a voz en grito y soltando pestes por su boca, Evan ya había desaparecido en las alturas.

—Un trabajo muy limpio —apostilló Calíope. Evan respondió con un sonoro bufido.

Una lluvia de flechas se estrelló a diez pasos de su posición.

—¡Allí, en los tejados! —Voces provenientes del patio interior.

Los ladrones se internaron una vez más en las entrañas de la fortaleza, descendieron estrechas escaleras de caracol y recorrieron lóbregos pasadizos mal iluminados, sin saber dónde les llevaban sus pasos, sin un destino real. A su alrededor todo era caos y confusión, pero eso no duraría eternamente, tarde o temprano los soldados darían con ellos. Ella lo sabía. Evan lo sabía.

Su huida quedó interrumpida abruptamente por un enrejado cubierto de óxido. Un robusto candado mantenía la puerta bien apresada. Con un rápido movimiento de ganzúas Evan liberó el cerrojo. Calíope fue la primera en cruzar, y no hubo dado ni dos pasos cuando un chasquido seco sonó a su espalda. Al girarse vio a su amigo tras las rejas, el candado firmemente cerrado en su pasador.

—¿Qué…? —La joven no parecía entender lo ocurrido.

—Voy a intentar retenerlos, te daré tiempo suficiente para que puedas escapar.

—¡Evan, no!

—Escúchame —dijo cogiendo su rostro entre las manos, a través de los barrotes—, son demasiado, y no sabemos si este pasaje desemboca en una salida. Vete.

—¿Por qué? ¿Por qué lo haces? —suplicó Calíope.

—Todo esto es culpa mía, quizá debería haberte hecho caso. —Evan sonreía.

—Eres un estúpido —lloró ella.

El tronar de un centenar de botas colmó los pasillos colindantes. Ya estaban ahí.

—Sí, siempre me dijiste que mi ambición me llevaría a la ruina. Tenías razón, pero no pienso arrastrarte conmigo. Esta vez no.

—No… —Pero él ya se daba la vuelta para encarar a sus perseguidores.

Evan introdujo la mano entre los pliegues de su capa y extrajo una ballesta. El primer soldado cayó con un virote atravesando su cuello. El segundo recibió un tremendo golpe que redujo el montante de la ballesta a astillas, justo a tiempo para desviar con su espada la malintencionada estocada de un tercer asaltante. Ladrón y soldado quedaron trabados cuerpo a cuerpo, forcejeando. Músculos hinchados. Evan le propinó un cabezazo en las narices, el hombre trastabilló y este aprovechó para asestarle un mortal tajo en la cara. Los dos siguientes atacantes fueron despachados con la misma celeridad y habilidad. Los cadáveres empezaban a acumularse a los pies de Evan y pese al nutrido grupo de enemigos que saturaba el pasillo, ninguno parecía querer dar el primer paso.

Calíope no podía creerlo, conocía la pericia de Evan con la espada, pero aquello era increíble, tanto que por un breve instante un atisbo de esperanza cruzó sus ojos. Esperanza que se desvaneció cuando una flecha atravesó su muslo y Evan se vio obligado a hincar la rodilla en el suelo. Dos soldados más aprovecharon la nueva situación del acorralado ladrón y se abalanzaron sobre él, este apenas pudo mantenerlos a raya mientras oscilaba su acero de un lado a otro. Hasta que el tajo certero de un soldado le amputó varios dedos de la mano derecha. Calíope ahogó un grito de desesperación y se tapó la boca con ambas manos. La espada de Evan, con la empuñadura ensangrentada, cayó al suelo con un tintineo metálico que arrancó ecos por todo el túnel.

—¡Apartaos! —rugió una voz tras los soldados.

Lander Killgore avanzó entre las filas de hombres que abarrotaban el pasillo, empujando a todo aquel que osaba interponerse en su camino, mandoble en mano. Su mejilla aún sangraba profusamente y su camisa de lino blanca estaba salpicada de manchas carmesí.

—¡Qué os apartéis he dicho! Ese cerdo es mio. Voy a enseñarte la grave equivocación que has cometido.

El pie del general se incrustó en el vientre de Evan que se dobló de dolor, pero no permaneció mucho tiempo en esa postura, pues Lander le agarró por el pelo y tiró de él con brusquedad.

—¿Y tu compañera? —le interrogó. La furia era palpable en su voz.

—Que te jodan… —logró barbotar.
Antes de que Evan pudiera completar su insulto el puño de Killgore se estrelló en su cara. La fuerza del impacto impulsó la cabeza de Evan hacia atrás con gran violencia.

—Te lo preguntaré una vez más. ¿Dónde está tu compañera?

—¿Qué pasa, tu mujercita no te da amor? —Un nuevo golpe. Evan aprovechó para escupirle, añadiendo una nueva salpicadura sangrienta a la colección de su camisa blanca.

—Creo que no eres consciente de tu situación. Vas a morir de todas formas, de ti depende el grado de sufrimiento que quieras obtener.

—Me alagas, pero no me van los hombre.

—Craso error —dijo con voz sibilina.

Killgore pisó con fuerza las piernas del arrodillado Evan para evitar que se moviera, alzó su espada con la punta directamente sobre el ladrón y descendió el gran mandoble muy lentamente, dejando que el acero penetrara por el hueco de la clavícula, sin prisa, milímetro a milímetro. Los gritos de Evan no se hicieron esperar al sentir tan tremendo dolor. El metal rajó el cuero de su armadura, la piel y el músculo y se precipitó con calma sobre el pulmón derecho. Los chillidos se transformaron en aullidos enloquecidos que quedaron súbitamente interrumpidos por un acceso de tos sanguinolenta que manchó el empedrado. En las sombras, las lágrimas recorrían sin control las mejillas de Calíope, sus sollozos quedaron apagados por los gritos. El mandoble arrastró tejido y órganos en su imparable descenso a la agonía. Algunas costillas crujieron bajo la desmedida presión, para entonces Evan ya había perdido el sentido y gemía levemente.

—La última vez que ejecuté así a un hombre tarde cuatro minutos en matarlo. Aspiro a batir esa marca —le confesó Lander Killgore en voz baja, al oído.

Minutos después, largos, eternos, interminables, Evan se desplomó en el suelo como una marioneta a la que le habían cortado los hilos, un juguete con el que los dioses estaban cansados de jugar.

—Deshaceos de esta basura —ordenó Killgore—. Y encontrad a esa zorra. ¡La quiero viva!

Pero Calíope ya no estaba, engullida por las sombras, desaparecida en la noche. Jamás la encontrarían.

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May 192014
 

Los meteoros caían del cielo como lágrimas de un lamento cósmico. Miles de luces iluminando la negrura de una noche cerrada.
Los pasos acercaban a Gadel a las garras de la incertidumbre. Dos soldados absolianos se interponían entre él y su destino. Dos soldados, dos movimientos de su espada, dos cadáveres.Relatos de fantasía - Soldado
El inhóspito recorrido que lo acercaba a su muerte lo atraía hipnóticamente. Sobre la húmeda tierra, parecía que sus pasos aceleraban su ritmo, ansiosos de abrazar el sueño eterno, el último viaje.
Pero aún no. Antes debía hacer algo. El destino de su viaje no era otro que la muerte. El sacrificio.
Aquella viciada atmósfera pronto le haría desfallecer. Ya sentía como sus pulmones se llenaban de aquel acidulado gas.
Pero ahí estaba. Su enemigo lo esperaba imperturbable al final de aquel camino. Tras él, una estructura cónica tallada en cristal se izaba en el horizonte.

Has decidido morir para librar al mundo de mi presencia. Algo ciertamente absurdo. Si yo muero, nada cambiará. El mal no se halla en mí. El mal se halla en los corazones de todos los hombres y mujeres. Yo solo soy alguien con un gran poder. Soy víctima de mis deseos. Y, ¿Sabes qué? Me importa una mierda tener que matar a alguien para lograr lo que persigo. Pero no soy la causa, sino el efecto. Soy alguien igual que tú, solo que yo sí he logrado lo que pretendía y el mundo es incapaz de asumir su derrota. Cuando acabe contigo, transportaré el cono de cristal a Esmerel y todo habrá acabado para los débiles – dijo Sirniel, al joven desolado.
– Yo no soy como tú. No poseo nada, pues todo me lo has arrebatado. Pero hay una cosa que debiste quitarme y no has podido. Jamás me arrebataste el alma y mientras la tenga, lucharé por todos los seres indefensos, por el amor, por la paz, por la libertad, por la esperanza y por los sueños. Ahora, muere por todo ello.

Con un movimiento rápido, Gadel cargó contra el sorprendido Sirniel, quien esquivó el lance con una finta mágica.
Seguro de sí mismo, Sirniel se mofó del joven. Jamás le derrotaría con la burda fuerza. No obstante, un lacerante dolor le hizo mirar su pecho. La enorme hoja de la espada de Gadel atravesaba su cuerpo, pintando de roja muerte sus ropas.
Una mueca de incredulidad se dibujó en su rostro. Alzando la cabeza, miró a Gadel. Este se encontraba de espaldas, a unos diez metros de su posición.
¿Cómo había podido? Acaso… No, no podía ser ¿Cómo iba aquel imbécil a descubrir el secreto de la magia y a dominarlo en tan poco tiempo? Pero, a pesar de eso, la espada…
Sus ojos se cerraron enclaustrando la eternidad de una duda y la certeza de un instante. El de su muerte. Sus rodillas cayeron al suelo con estrépito y su sangre lavó las negras manchas de un turbio pasado.
A pocos pasos de él, Gadel se hallaba tamboleándose.
Volvía a casa, con los suyos. Por fin volvería a ver a todos sus amigos, a sus padres, a Nessa.
Más allá del oscuro manto que cubría el cielo, las estrellas iluminaban la esperanza forjada por un joven. El sacrificio de una vida para llevar la libertad a todos los seres humanos.
Gadel cayó al suelo. Sus pulmones apenas contenían oxígeno. Sus ojos se cerraban lentamente. Pero su corazón latía con la certeza de haber ayudado a toda la humanidad. Deseaba tanto volver a ver a todos los que habían perdido su vida ayudándole en su camino. Pronto podría abrazarles, pronto.
Un instante antes de morir, sonrió.

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