Un enorme dragón de color blanco, largos los pelos que cubrían por completo su cuerpo desde la ancha e interminable cola hasta la cabeza que coronaba el extenso cuello, observaba distraído lo que acontecía a tantos metros por debajo del risco en el que se encontraba tumbado. A su lado, sorprendiéndole, surgió un hechicero vestido con una sencilla túnica. Los pliegues de ésta, negra como los grillos que a más de un insomne habrán hecho enloquecer en su continuo cantar nocturno, desaparecían y regresaban con cada lento paso del humano, un hombre bastante joven, pues ni siquiera habría llegado a cumplir la treintena, aunque tampoco asomaba un solo pelo por debajo de la capucha. En realidad, a excepción de las cejas, no había ni rastro de vello en toda la cabeza.
El recién llegado dio un par de palmadas sobre la pata delantera del reptil y se sentó al lado de éste, las piernas colgando sobre el vacío.
―Estaba seguro de que te encontraría aquí ―empezó a decir con una amplia sonrisa en el rostro, momento en el que echaba la capucha atrás.
―No tiene mérito ninguno, Fath; aquí me encontraste ayer y todas las tardes de la semana pasada, así como también las de los últimos meses.
La voz del dragón sonaba demasiado aguda para uno de su tamaño, lo que indicaba que hacía poco que había alcanzado la madurez.
―Pero podías haber decidido cambiar. Así que acerté. ―El hechicero le guiñó un ojo, gesto que no pasó desapercibido para la bestia. Sin embargo, ésta hizo como si no lo hubiera visto.
―Poco más podemos hacer en estas tierras. Entonces, ¿por qué cambiar de lugar? Después de todo, aquí, al menos, tenemos con qué distraernos.
El humano echó levemente el cuerpo hacia delante, con cuidado de que las fuertes rachas de aire no le hicieran despeñarse. Habría sido sumamente desagradable.
―Mírate, Téldagar ―se dirigió de nuevo hacia el dragón―. ¿Crees realmente que esto te hace bien?
―No sé a qué te refieres.
―¿En serio? Oye, ¿cuánto hace que te conozco?
―Sabes de sobra que no me gustan esos juegos tuyos. Además, no tengo tanta memoria.
Los párpados del hombre bajaron hasta hacer desaparecer la mitad superior de sus ojos y sus labios se apretaron hasta quedar finos y alargados en la habitualmente pequeña boca.
―Pues yo sí que la tengo, y puedo afirmar que te conozco lo suficiente para saber que no haces sino compadecerte de ti mismo. No puedes seguir así.
―¡¿Y por qué no?! ―se exasperó―. ¡¿Qué más da lo que haga o deje de hacer?! ¡No habría consecuencia alguna, decidiera hacer una cosa u otra!
Fath echó una nueva ojeada abajo, dando unos segundos a su compañero para calmarse. Cuando lo creyó conveniente, sólo un par de minutos más tarde, reanudó la conversación.
―No eres el único que los echa de menos. Sí, con sus cosas buenas y también las malas, pero esto es lo que nos toca vivir en este momento. Al menos, ya que nos vemos obligados a ello, deberíamos pasarlo lo mejor posible.
El reptil resopló con fuerza, aunque el sonido del aire corriendo entre sus fauces, asombrosamente gélido, parecía provenir de cualquier otro lugar.
―Sé que tienes razón, Fath, pero es muy injusto.
El nombrado fue a responder cuando un sonido de pasos en carrera a sus espaldas le interrumpió. Se trataba de una mujer, alta y corpulenta, sin duda una soldado por su vestimenta, aunque ésta no la recordaban haber visto ninguno de los que permanecían sentados al borde del precipicio.
Ambos se quedaron observando su avance, veloz hasta que diera una última zancada donde acababa el piso. Así, la humana comenzó a descender con rapidez a la par que gritaba con todas sus fuerzas. Su voz, no obstante, cambió de tono, se tornó en alarido durante unos breves segundos hasta que un potente resplandor, que obligó a Fath y a Téldagar a apartar un momento la mirada, precedió su desaparición.
―Ahí tienes a otra inconformista ―añadió en tono burlón el hombre, señalando hacia abajo.
―Tú nunca has saltado, ¿verdad?
―Nunca. No sirve de nada.
―Ya… Es algo incómodo.
En ese momento, tras ellos, surgió de nuevo la que saltara, dándose un terrible golpe al caer sobre las posaderas como si hubiese descendido desde una gran altura, aunque en realidad apareció a apenas metro y medio del suelo. Dolorida, con gruesas lágrimas corriendo por sus mejillas, se levantó lentamente y abandonó el lugar con una notable cojera hasta perderse tras los primeros árboles a su paso.
―Frustrante sería una mejor palabra, ¿no? ―indicó Fath.
―Incómodo, frustrante… La impotencia es la misma, lo llames con un nombre u otro.
―Entonces, saltarías antes de conocernos.
―Ajá.
―¿Mucho antes?
―¿Importa eso?
―No… Supongo que no.
Los dos siguieron observando lo que ocurría abajo. Aunque en apariencia se encontraban a muchísima distancia, distinguieron los carros tirados por caballos en los caminos, a los jornaleros que trabajaban las tierras cultivadas e incluso dragones, blancos y marrones, sobrevolando el continente.
―Tan cerca y tan lejos ―retomó Téldagar.
―Manida frase, amigo mío.
―Seguro que lo es, tanto como que jamás podremos volver al mundo que nos vio nacer.
―Al menos desde aquí, desde las Tierras Anheladas, podemos verlo.
―¡Ja! Las Tierras Anheladas… Tantas historias oí sobre ellas, tan sorprendentes y fascinantes… Y creo que no hay una sola que haya acertado con la realidad en las mismas.
―En eso he de darte la razón; es todo tan diferente a lo que uno imaginaba…
Algo menos sorprendidos, tras ellos oyeron a otra criatura, en condiciones similares a la mujer, aunque en esta ocasión era un demonio el que corría hacia el borde. No era demasiado alto, cuando los de ese tipo solían sacarle alguna cabeza al hechicero, de similar apariencia a éste incluso en la cantidad de vello, pero con los músculos muy desarrollados, de piel color gris y ataviado con un simple taparrabos.
El recién aparecido comenzó a gritar con fuerza desde el momento en el que abandonó el límite del bosque, así como tampoco dejó de hacerlo mientras descendía, con el mismo resultado que el anterior saltador.
―Uno tras otro ―reanudó Fath la conversación sin perder de vista al demonio―. ¿Es que no se rinden?
―¿Acaso hay algo que perder?
―Si vienen hasta aquí para saltar porque no soporten la idea de no poder regresar a Felácea, lo único que hacen es aumentar el dolor. No hay otra; no nos está permitido volver. Y sufrir por nada me parece algo bastante estúpido, la verdad.
―Te recuerdo que, entonces, también a mí me llamas estúpido.
Fath sonrió y dio otro par de palmadas al dragón, estirándose un poco esta vez para alcanzarlo.
―Me entiendes de sobra; no vale para nada.
Consciente de que le iba a ser imposible conseguir que el dragón pensara en otra cosa, el hechicero decidió, al menos, saciar su curiosidad.
―Por cierto, ¿cuáles son tus mejores recuerdos?
El reptil ladeó la cabeza y sus ojos se entornaron al frente, con la mirada perdida en algún punto a lo lejos. No esperaba una pregunta como ésa, pero, sin decir nada sobre ello, la agradeció en su interior
Al cabo de unos breves segundos, vívido el recuerdo en su mente, giró la testa en dirección al hombre.
―No te ofendas, pero uno muy bueno fue cuando engullí a uno de los de tu gremio.
―¿Te comiste a un hechicero?
―De túnica color verde.
―Me sorprendes. De los marrones me lo esperaba, pero, ¿de un blanco?
―La paciencia de los míos también tiene sus límites, sobre todo cuando un humano engreído y fanfarrón termina por chamuscarte el lomo al ser incapaz de controlar lo que debía ser un muy sencillo hechizo. Al menos, pude tomarme mi venganza.
―¿Y cómo te supo?
―¿El hechicero? Horrible; lo escupí al segundo bocado, pero ya nada se podía hacer por él.
La imagen de la irregular masa resultante de aquel congénere se materializó en la cabeza de Fath y se dio cuanta prisa pudo en desecharla. No obstante, fue Téldagar, con su nueva aportación, el que le hizo pensar en otra cosa.
―Tu turno, Fath.
―¿Cómo? ¿Mi mejor recuerdo?
El de la túnica no tuvo que pensar demasiado en ello. Lo mejor que le había pasado sobre la faz de Felácea tenía nombre de mujer, una joven tabernera que había heredado muy pronto el negocio por la enfermedad del padre, al cual se le agarrotaban los dedos de la mano al punto de no poder abrir sus puños durante horas, problema que le imposibilitaba por completo atender a sus clientes. Por contra, no quería hablar de ella. Le había cogido mucha confianza a este dragón, pero ése era tan buen recuerdo como malo, pues llegó el día en el que ambos tuvieron que separarse. Fath se había ganado demasiados enemigos y no fueron pocas las ocasiones en las que éstos fueron en su búsqueda, encontrando alguna vez a la muchacha, a la cual dejó por evitar que sufriera ningún daño por su causa.
―Hmm… Mi mejor recuerdo… ―susurraba el humano, con las orejas del reptil muy pendientes de sus palabras―. ¡Ya sé! ¡El día que morí!
―¡¿El día que moriste?! ¡¿Acaso te ríes de mí?!
―En absoluto ―afirmó entre carcajadas―. Pero fue algo bueno.
―Morir… Algo bueno… No pillo el chiste.
―Bueno, los dragones tampoco gozáis de buena reputación como criaturas con un desarrollado sentido del humor.
―Ya discutiremos eso más tarde. Ahora, dime cómo ocurrió.
Los ojos de la bestia se quedaron fijos sobre los del hechicero, inmóvil todo su ser mientras escuchaba sus palabras.
―Hay momentos que marcan la vida de un hombre para cambiarla por completo. Mi momento fue, de hecho, mi propia muerte.
―No me andes por las ramas, Fath, que mi vida también cambió una vez que la perdí; por eso nos encontramos en las Tierras Anheladas, el hogar de los dioses.
―¡Pero no te engaño! ―exclamó mientras gesticulaba moviendo a gran velocidad las manos frente al pecho―. Siempre fui muy orgulloso y, lo reconozco, prepotente como ningún otro humano. Es más, creía que no habría hechicero alguno que pudiera hacerme sombra, incluso que no había nada que se me diese mal. Pero estaba equivocado y tuve que morir para darme cuenta de ello.
―¿Y por eso es un buen recuerdo?
―No; morir tan sólo fue una buena cosa que me sucedió. ―Mientras decía estas últimas palabras, volvía a recordar la imagen de la joven tabernera, una mujer a la que en vida pretendía proteger cuando ni siquiera podía hacer lo propio consigo mismo, a la vista quedaba―. Fueron siete los hechiceros que me persiguieron por el interior de un bosque con árboles dispersos, lo que no ayudaba a protegerme de sus distintos hechizos. Haces de luz, fuego y rayos pasaban rozando mi cuerpo y poco podía hacer contra ellos.
―¿Qué querían?
―¿De verdad tengo que explicártelo? Darme una lección, sin duda. Los conocía, de fortuitos encuentros en los que a uno lo ridiculicé frente a otros colegas del gremio y a los demás los engañé para un beneficio propio que ni siquiera necesitaba. En pocas palabras, era joven, poderoso y muy, muy estúpido.
―¿Como los que saltamos al vacío con la ilusa esperanza de caer sobre Felácea porque echamos de menos nuestra anterior vida?
Fath no pudo evitar reír ante el comentario, mas su expresión era francamente triste.
―No, mucho más.
Al final lograron darme caza. En ese momento, consciente de que iban a acabar conmigo, a mi mente acudieron multitud de recuerdos. Me había pasado la vida riéndome de todo el mundo y parecía que nada podía irme mal, pero quizá sí sea cierto eso que dicen unos pocos de que los dioses no nos abandonaron, que nos observan y juzgan desde estas tierras. Estaba recibiendo lo que merecía, un castigo ejemplar, no cabe duda.
―Lo siento, Fath, pero yo no termino de ver que sea una buena cosa. Podrías haber recibido otra lección y continuar viviendo sobre Felácea.
El dragón suspiró, como otras tantas veces el hombre le había visto hacer.
―De todos modos, tampoco habría durado mucho, pues incluso con alguno de los tuyos, marrones todos ellos, me atrevía. Al menos, de esta forma, entendí que el mal que uno hace lo acaba recibiendo en la misma medida.
―Entonces, mucho mal debiste hacer.
―Bastante, mi querido amigo. Bastante. Pero mira, ahora te tengo a ti.
―¡Vamos! ―exclamó el reptil, claramente sorprendido―. Lo mejor que te podría haber pasado…
El de blancos pelos rio con ganas, a la par que el hechicero, el cual ya se levantaba y le animaba a seguir sus pasos.
Téldagar se puso en pie, dispuesto a acompañarle. Sin embargo, algo había cambiado en su cabeza, pues mientras caminaba pensó que Fath podría tener razón, que morir no debía suponer siempre algo malo y que alguna enseñanza debía sacar de ello. También era cierto que se sentían con plenas facultades, tanto físicas como mentales, del mismo modo que cuando estaban vivos, por lo que debía tomarse de otra manera su estancia en las Tierras Anheladas. Se trataba de otra etapa, así le gustaba llamarlo al hechicero, y debería encontrarle un sentido, no refugiarse en vagos recuerdos de una vida que jamás podría recuperar.
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