May 232014
 
 23 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  1 Comentario »

Capítulo 13 Fuerza de Mascarón – ¡Larguen velas!

Debíamos hacer algo para no caer en manos de esos piratas. Aunque quizá tratarlos como simples piratas suponía cometer un error: brujos, nos enfrentábamos a brujos dotados de Voluntad.
Buscamos con la mirada al capitán. Mientras habíamos estado hablando él había regresado al alcázar. Desde esa posición observaba al buque, miralejos en ristre. En ese preciso momento pareció dar por concluida su guardia, ya que el viejo volvía a descender hacia la cubierta principal. Su rostro lucía una palidez anormal. Avanzó sin prestar atención a las varias decenas de ojos que clavaban su atención en él, y sólo al llegar junto al mástil mayor se detuvo y giró la cabeza de un lado a otro. Parecía como si buscara a algo o a alguien, casi incluso como si estuviera perdido. Sus dudas desaparecieron con la misma premura con que habían surgido. Hizo un gesto hacia el nostramo; éste, tras habernos amenazado de forma velada con sacar a paseo el Besos, ya iba hacia allí el capitán. Al llegar a su lado las dos figuras parecieron unirse en una sola. Al menos los dos juntos parecían emitir un aura de seguridad, una energía que en solitario parecían haber perdido. Larsenbar taconeó las tablas de cubierta exigiendo atención, sus ojos recorriéndola por completo y dedicando una intensa mirada a todos los hombres.

–¡Larguen todas las velas! ¡Tenemos que deshacernos de esos desgraciados lo antes posible! ¡Desplieguen todo el trapo, incluso los juanetes y los sobrejuanetes! Quiero que se redoble la vigilancia en los nervios y los puños: todas las gavias deben quedar bien aseguradas. Señores –el capitán bajo un poco el tono, que adquirió cierto cariz de familiaridad­, algo por completo inhabitual–, sé que vamos a someter a nuestra querida Orgullo a un esfuerzo que quizá la quiebre, pero tengan la seguridad de que siempre será mejor eso a arriesgarse a caer en…

Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Ocaso
El viejo no quiso acabar la frase. No quiso o no pudo. Por lo que a mí se refería no necesitaba más explicaciones: el timbre de su voz y su gesto al dar la orden me bastaba para tener la absoluta certeza de que nos estábamos jugando mucho más que un abordaje. Debíamos darlo todo, aunque en mi interior me carcomía la dudaba de si las esferas de Voluntad aferradas a los mástiles soportarían la nueva presión que éstos deberían sufrir.

La agitación regresó a la nave, una actividad llena de nerviosismo. Entre ese caos no pude apreciar la menor duda respecto a lo raro de la orden: desplegar unas velas como los juanetes, con una tormenta casi encima, rozaba lo suicida. Pero sí que note cómo varias miradas me perforaban: al fin y al cabo yo había ayudado al viejo a asegurar los mástiles, y en mí recaía parte de la responsabilidad de que no quedáramos desarbolados, a merced de la tormenta… y del cazador. Ante esas miradas nada más pude cabecear con un silencio afirmativo, tratando de tranquilizar a los cada vez más nerviosos marineros. Intranquilos o no, todos acataron las órdenes del capitán sin discutir. La figura cada vez más cercana del cazador nos pesaba a todos como una condena.

Por segunda vez en este anómalo atardecer la cubierta se lleno de marinos corriendo hacia drizas y jarcias, hombres saltando a los obenques para trepar hacia las vergas que todavía albergaban paño sin desplegar. En el bauprés no quedaba nada por desplegar, por lo que me uní al resto del equipo a ayudar a desplegar del todo el trinquete, que hasta entonces sólo había sido izado a media manga. El colosal Pet se encargó él solo de acabar de desplegar en toda su superficie el velacho, mientras Lork y Marco se dedicaban a hacer lo mismo con el juanete. Yo vigilaba que los cabos no se enrollaran con el resto de jarcias. Mientras lo hacía trataba de no perder ojo al buque pirata. Éste recortaba sin cesar la distancia. De seguir acercándose a ese ritmo en poco tiempo podríamos empezar a distinguir los rostros de su tripulación. Siempre había escuchado que aquel instante, cuando por primera vez contemplas las caras de los que se van a abordar tu nave a sangre y fuego, resultaba poco menos que decisivo para la moral.

Cuando los paños superiores quedaron desplegados la tormenta no tardó mucho en demostrar su fuerza arremetiendo contra los tres mastelerillos y sus respectivas velas. Las vergas por el momento parecían soportar bien la tensión de los juanetes y sobrejuanetes. Pero se quejaban: todos en cubierta podíamos escuchar cómo la madera gemía víctima de la torsión, los nervios silbando al viento. Las esferas de Voluntad hacían su trabajo, sustituyendo los anclajes perdidos y afianzando los todavía existentes, pero los sonidos que escuchábamos sobre nuestras cabezas no tranquilizaban a nadie.

En un momento dado, cuando las tareas de despliegue de paños superiores habían concluido del todo, el nostramo buscó al capitán. A la mirada del contramaestre el viejo sólo respondió con un seco movimiento afirmativo de cabeza. No necesitaba más: el nostramo le gritó al vigía que abandonara su puesto en la cofa y bajara a cubierta. El hombre descendió con más lentitud de la habitual en él, aferrándose a los cabos y nudos de los obenques. Mientras lo hacía creí distinguir cómo sus labios temblaban, ignoro si por culpa del miedo o sólo porque musitaban alguna letanía. Pero casi en el mismo momento en el que el vigía plantaba sus pies sobre cubierta acabaran todas las operaciones. Esta vez la sacudida fue más leve. Sin embargo por toda la nave resonó el crujido metálico de las escotas: las cadenas iban a sufrir lo que nunca. El viento surgido de la tormenta ya cercana hinchaba todo el velamen impulsándonos lejos del cazador. Las enormes velas mayores, cuadradas y sin dibujo, parecían vejigas a punto de explotar: en condiciones normales, con un frente como el que nos atacaba tan próximo, ningún capitán en su sano juicio desplegaría ese paño ante el riesgo de partir los mástiles. Pero al parecer la postura suicida consistía en no hacerlo, y con ello dejarnos capturar por nave pirata.

Obedeciendo al capitán procedimos a afianzar las velas anudando las jarcias a sus cáncamos. El nostramo silbó más órdenes: como un sólo hombre la tripulación se dispersó tendiendo cabos de los masteleros a la borda. Así se esperaba liberar de tensión los nervios y asegurar la arboladura. Nos haría más resistentes a los embates de la tormenta, impidiendo que quedáramos desarbolados; por el contrario la amenaza de una escora aumentaba. No se podía tener todo.

Poco más podían hacer los hombres, los hombres normales. Pero yo sí que podía ayudar de otra manera. Cerré los ojos y escuché la Canción de las tres esferas. La melodía fluía bien, sin que la tensión física pareciera afectar al diminuto flujo de Voluntad. Pese a los gemidos que provenían de las alturas la integridad de los mástiles por el momento estaba asegurada.

Sólo cuando abrí los ojos me percaté de que se había desencadenado un chirimiri. Un primer rayo quebró el cielo. Como si hubiera servido de señal, la tripulación entera nos volvimos hacia el viejo. Larsenbar estaba apoyado en la borda de estribor, a la altura del palo mayor, de nuevo mirando a través del miralejos. En derredor suyo, salvando una braza de distancia, se empezaba a congregar una constelación de hombres. Permanecían tan atentos al buque pirata como a la reacción del capitán. Las jarcias de las velas chasqueaban sujetas cada vez a una mayor tensión. En lo alto la tela de los sobrejuanetes gemía a punto de rasgarse. Alcé la mirada hacia allí arriba y los descubrí tan hinchados que sabía que en cualquier momento la lona cedería y se desgarraría. Pero comprendía al capitán: debíamos aprovechar toda la superficie de velamen para alejarnos de esos… ¿De qué? ¿Piratas? ¿Brujos? Visto lo visto todos nos temíamos que ambas cosas.

Ahora que nuestros perseguidores estaban más cerca los detalles de su nave deberían empezar a definirse, ver la actividad sobre cubierta… pero eso no ocurría. Seguía sin apreciarse el obligatorio trasiego que toda nave en semejante maniobra, cazando a máxima velocidad, debe vivir. No podía ver el menor rastro de tripulación, ni en cubierta ni en la arboladura. Ni siquiera en proa. ¿Nadie en esa nave se estaba preparando para el abordaje?

Más allá de nuestra proa, en línea del horizonte de poniente, el sol casi lamía las aguas. En adelanto al contacto del globo de fuego con las aguas éstas ya bullían, elevándose desde su superficie la cotidiana columna de vapor. En cualquier otra ocasión me hubiera deleitado con el juego de colores bailarines que la luz del astro generaba al desagarrar el velo de hirvientes vapores. Pero este anochecer toda mi atención estaba volcada en el cazador. Al igual que yo, de hecho nadie miraba hacia poniente: todos observaban con nerviosismo los progresos del buque pirata.

Un agonizante destello de claridad en Naciente me llamó la atención. Para mi sorpresa bajo la mole de tiniebla de la tormenta se estaba formando una Laguna Dorada, un banco de luz rebelde. Suspiré lamentándome de que ese maravilloso espectáculo estuviera sucediendo en ese momento: en pocas ocasiones al año se podía contemplar ese fenómeno. Pese a la presencia de los piratas me obligué a desviar la mirada de la nave y apreciar el grumo de resplandor que se estaba formando. Nunca antes había visto en primera persona esa maravilla, sólo conociendo de ella a través de cuadros y libros: un resquicio de luz del sol, por azares del destino que nadie sabe dotado de una efímera pincelada de Voluntad, se negaba a seguir a su padre a su lecho bajo las aguas. El rebelde resplandor huía del astro y trataba de anclarse en el horizonte que le viera nacer, Naciente. La luz, acorralada y negándose a morir, formaba una pequeña laguna resplandeciente al borde de esa zona del horizonte. La laguna que contemplaba apenas cubría unos pocos grados, mucho más pequeña que otras de las que había oído hablar, capaces de simular un amanecer. Pero aun así fluctuaba y resplandecía, peleando contra el ocaso y la oscuridad de la tormenta que se abalanzaba sobre ella. Hacía todo lo posible por no morir, por no acabar sucumbiendo a la negrura final.

–¿Tú también te has fijado, Gus? Hermosa –Marco apoyó una de sus enormes y rechonchas manos sobre mi hombro derecho–. Pequeña pero hermosa Laguna Dorada. Siempre se ha dicho que verlas es un símbolo de buen agüero. Espero que nos proteja.

Sin saber qué replicar, me limité a asentir en silencio. ¿Cómo decirle que no creía en semejantes cuentos de viejas? Si debía hacer caso a esas estupideces mi padre no debería haber muerto: el astillero en el que trabajaba estaba todo él decorado de símbolos de protección, los mismos que se esperaba protegieran a las naves allí construidas.

–Lo vamos a necesitar.

Aquellas palabras me tomaron por sorpresa: ni siquiera Marco estaba seguro de la protección de su Laguna Dorada.

El espejismo duró poco: la imparable tormenta acabó por barrerlo y para cuando el extremo inferior del globo del sol lamía las aguas ya nada quedaba, la rebelión sólo era un recuerdo. El contacto del sol con el mar conjuró el cotidiano pero no por ello menos mágico instante del ocaso: una explosión de luces verdes, esmeraldas y lapislázuli eclipsó la tormenta, sumergiendo a la Orgullo y al cazador. La fantasmal claridad desapareció con la misma celeridad con la que llegó. Así nos vimos sumergidos en una más intensa negrura. El sol lanzaba puñaladas agonizantes y derrotadas mientras su disco se sumergía poco a poco en el horizonte. Había llegado el momento de la sangre, los últimos instantes del día en los que el sol moribundo se desgarraba las venas para derramar sus últimas energías. El astro trataba de resistirse al beso del agua contrarrestando su frío contacto con chorros de rojizo resplandor. Por supuesto, como cada atardecer, la sangre del sol se diluía parte en las aguas, parte en la atmósfera.

Bajo esa iluminación moribunda el cazador seguía avanzando. A medida que recortaba distancia su silueta se volvía más y más amenazadora: en la enorme extensión de su paño se mezclaban los tonos bermellón sucio con los negros abisales, su botalón un amenazador y esquelético dedo que nos apuntaba acusador. No parecía haber ningún mascarón sobre su roda, pero tampoco lo necesitaban para sembrar el pánico.

La lluvia arreciaba: el calabobos se había tornado aguacero, pero el viejo parecía no enterarse de ello. Seguía todavía apoyado en la borda central, cerca del palo mayor. Con el miralejos alzado no perdía de vista el buque. Pese a todo el trapo al viento nuestra situación no mejoraba. De seguir por esos derroteros me temía que en poco tiempo el capitán pediría que mis chicos y yo entráramos en acción. Pero ya lo había hablado con él: ambos éramos conscientes de que mis chicos no se encontraban en la suficiente buena forma como para pedirles esfuerzos excesivos. Tensar demasiado la cuerda podría acabar rompiéndola. Los mascarones podían luchar cuerpo a cuerpo contra veinte, contra cien hombres en caso de necesidad. No tenía la menor duda de que, incluso en su estado, en el cuerpo a cuerpo no tenían rival. Pero sólo podían colaborar a evitar el abordaje de esa manera… aunque temía que el capitán les tuviera preparada otra tarea.

–¡Más velocidad! –bramó el viejo de repente. Alcé la mirada: con todo el paño estaba desplegado ¿qué más se podía hacer? El viento rielaba con fiereza en los sobrejuanetes, hinchando el trapo cual odres a punto de reventar. ¿Cómo pretendían el capitán que ganáramos más velocidad? Temí que se dirigiera a mí, que forzara la situación recurriendo a mis chicos. Pero la orden iba dirigida a alguien concreto: Abdarmar, el nostramo, parecía preparado para recibirla. El huraño contramaestre se asomó a la boca de la escotilla central y gritó una orden que no llegué a oír. Como respuesta a ello escuché un nuevo chapoteo a babor: volvíamos a arrojar cargamento. El capitán parecía haberme leído la mente, reconociendo el riesgo de usar los mascarones en aquellas circunstancias. Al chapoteo le siguió, luego otro, y otro. Y ahora no se trataba de una simple maniobra de distracción: estábamos arrojando por la borda el cargamento a la desesperada. O la carga o nosotros.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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May 162014
 
 16 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 1 Comentario »

Capítulo 12 Fuerza de Mascarón – ¿De dónde vienen?

Voluntad. La palabra, en forma de murmullo inquieto, rompió el silencio que hasta entonces cubriera la nave propagándose como la peste. No me quedó la menor duda de que no sólo yo había pensado en esa maldita palabra. La reacción ante esa amenaza se manifestó de maneras bien distintas: unos hombres se quedaron mirando con rostro desencajado la evolución de los hilos, cómo crecían sin aparente dificultad, desafiando las olas y la creciente tormenta; otros se alejaron de la borda, como si creyeran que esos dos o tres pasos les salvaran de enfrentar la realidad. Pero la mayoría, una vez asumida la terrible realidad, se volvían hacia la popa, donde el viejo examinaba el fenómeno con el miralejos. El contramaestre custodiaba su espalda, la gorra calada de tal manera que casi no se podían distinguir sus ojos. El capitán acabó de bajar el miralejos y se llevó de nuevo al nostramo bajo la toldilla.

–Mantengan el rumbo, señores –ordenó antes de perderse por la puerta. Siguiendo las órdenes la tripulación se desplegó a las posiciones anteriores a la aparición de los hilos, atenta a drizas, vergas y gavias.
Relatos de Fantasía - Fuerza de mascarón - barcos en la tormenta
En la proa mis hombres vigilaron los foques y la mística, pero noté que ponían un ojo en el paño y otro en lo que sucedía al otro lado de la borda. Me sorprendió ver como Pet, el titán de mi grupo, un recio rubio de la lejana Mirgand fuerte como un trardo de combate, parecía encogido. Él, una masa de músculos capaces de desmembrar con sus propias manos desnudas a un hombre, se aferraba cual niña temerosa a la driza de estribor del foque. Tenía los ojos desorbitados por el evidente pánico. Su acritud contrastaba de manera notoria con la de Lork: el desaliñado y dicharachero cotilla se recostaba con aparente tranquilidad contra la borda de babor. Su rostro se había convertido en una máscara ilegible en la que sólo se movían sus oscuras pupilas, de los hilos blancuzcos a la toldilla, y de vuelta a los hilos. El binomio formado por Marco y su compañera roedora se nos habían unido. El enorme anciano no pertenecía de forma oficial a mi equipo, si bien le gustaba de ayudarnos aduciendo que aquella, la proa, era su parte de la embarcación. Yo tenía la impresión de que buscaba, por alguna razón que nunca me confesó, la cercanía de mis chicos, los mascarones. Por una razón u otra en ese momento apoyaba su mole sobre el pasamano de la borda de estribor. Parecía no querer detalle de la evolución del enemigo, por lo que contraviniendo las órdenes del viejo apenas sostenía uno de los vientos del foque.

–Marco, ¿estás o no estás?

–Sí, claro, Gus. Perdona –en su rostro sí que aprecié cierto rubor, ademán que contrastó con la mirada fiera de su rata. El anciano marinero aferró con fuerza el cabo, dispuesto a trabajar con el paño. Pero en un momento dado, cuando creyó que no le observaba, hizo un disimulado gesto: se estaba persignando.

Tras la sorpresa inicial, una vez que la solución del problema quedaba en manos del viejo y tras éste encomendarnos órdenes, lo normal hubiera sido que el silencio regresara a cubierta. Pero no esta vez: por el contrario se había desplegado una alfombra de murmuraciones, muchas de ellas derivadas en letanías y plegarias. Marco no estaba sólo en sus temores. Parecía que la terrible certeza de enfrentarnos a enemigos capaces de esgrimir Voluntad predominaba sobre la confianza en las dotes del capitán. Al fin y al cabo nos enfrentábamos a algo nunca visto en el mar de Ashrae en siglos, puede que en milenios. Todo marinero mercante teme a los piratas. Pero al fin y al cabo hasta ahora todo pirata en esencia se resume a un hombre normal, furioso y alocado, pero humano, con sus limitaciones y defectos. Y un hombre ni posee ni usa la Voluntad, ese poder capaz de obrar milagros de todo tipo.

–¿Os habéis parado a calcular el origen de ese condenado barco?

La voz de Marco sonó tensa. Si bien con una mano todavía sostenía el cabo, atento a posibles indicios de sobretensión, con la otra acariciaba a su rata. Y todo ello sin perder de vista al buque. Pet permanecía en silencio, su mano derecha arañando la raíz del obenque que sujetaba la driza, casi aferrándose a ella como si de ello dependiera su existencia. La estatua de Lork siguió inmutable, sólo sus ojos bailando entre nosotros y los hilos del cazador.

Ante el silencio Marco insistió:

–Mira que sois palurdos, pandilla de mugrientas alimañas de puerto. ¿Nadie ha hecho ese cálculo? ¿Sólo yo?

Alzando el tono de voz por primera vez desde que le conocía, Marco desenmascaró el genio que se ocultaba bajo su indolente, casi somnolienta, actitud habitual. Ese genio que, según me habían dicho, le había ganado en su fama de hombre temperamento incorregible, huraño y fiero. Sus palabras destilaban cierto olor a altanería y prepotencia, muy acorde a la vieja fama, pero por su manera de observar al cazador dudé de si no se reducía a pura fachada para disimular un fondo de nerviosismo y preocupación. Si se trataba de auténtica ira o de un gesto teatral poco les importó a mis compañeros, que se limitaron a mantener el silencio.

–Hemos seguido –Marco insistió sin modificar en un ápice el tono– todos los días una ruta a poniente desviada no menos treinta grados hacia el sur. A eso añadamos el ángulo de aproximación de su nave y… ¡Trazad una línea en esa dirección y prolongadla en sentido opuesto! ¿Adónde nos lleva?

–A tierra, por supuesto.

–¡Serás botarate, Pet! ¿Sólo llegas a eso? ¡A tierra! ¡Por los dioses!

La rata mascota de Marco hipó asustada y se retorció sobre el hombro. Tras dedicarnos una mirada casi más iracunda que la de su amo se revolvió y, rodeando el grueso cuello del marino, se colocó sobre el otro. Desde la nueva posición nos observó con una altanería muy similar a la de su amo: tanto que me pregunté hasta que punto no se habían enlazado las esencias del marino y el roedor. No comprendía cómo Marco soportaba a ese animal recorriendo su cuerpo como si trepara por un tronco, sobre todo con sus afiladas uñas. Sin la menor duda debían atravesar el tejido de su camisola y arañarle la piel. Pero el gigante anciano no parecía darse cuenta, limitándose a seguir bramando:

–¡Claro que a tierra! Estamos demasiado lejos del Borde como para que una ruta marítima no acabe en tierra. ¡Por supuesto que esa nave proviene de tierra, de un puerto! Pero ¿de cuál, genio?

De nuevo el silencio. Yo seguía atento a partes iguales tanto la conversación como el avance de los resplandecientes hilos blanquecinos. Mis sospechas respecto a su destino se vieron confirmadas cuando el primero de ellos se clavó en una de las cajas negras a la deriva. Como si sobre el extremo del hilo volara una araña fantasmal la hebra empezó a rodear al bulto. Pocos latidos después, cuando todavía no había alcanzado su presa el segundo hilo, la primera caja ya estaba envuelta en una especie de tela blancuzca que el ocaso teñía de un tono de sangre coagulada y densa.

–¡Efímera, idiotas –gritó Marco–: el rumbo que siguen parece partir de esa condenada ciudad de locos y brujos! O de ella o de su zona cercana.

Ante esa mención no pude evitar responder:

–Ahora el loco eres tú, Marco. Efímera desapareció devorada por una erupción hace siglos. Incluso se dice que su dios escapó de la celda en la que estaba encerrado y caminó sus calles, castigándoles por haberle aprisionado durante milenios.

–Efímera es la ciudad de los magos de la Voluntad, y nadie mejor que tú lo sabe, mozalbete. Al fin y al cabo ellos son los creadores de la Animación, ¿no? De la Animación… y otras disciplinas mucho más horrendas.

Noté como los ojos de marco me atravesaban. ¿Por qué de repente semejante agresividad? ¿Y contra mí? Qué diferente parecía del hombre que me había hablado, apenas hacía un rato, de los viejos tiempos y sus mascarones legendarios. Por un momento adiviné la mezcla de veneración y pavor que causaban en las gentes del antiguo imperio los mascarones. Y sus señores, de los que yo era un minúsculo y crepuscular representante.

Iba a responderle, pero tuve que limitarme a señalar hacia estribor. Todos los haces de luz habían alcanzado sus respectivos destinos, envolviendo cada fardo en su respectivo capullo. Ese espectáculo acabó por acallar todas las conversaciones a bordo. Ante nosotros estaba sucediendo una proeza inaudita, una muestra de Voluntad como no habíamos contemplado jamás en nuestros viajes a través del mar de Ashrae y de más allá.

Una vez envueltas todas las cajas los hilos las agruparon y, como si se tratara de cabos de abordaje, tiraron de ellas hacia el buque pirata: se habían apoderado del cebo que el capitán les había tendido, y ello sin cambiar de rumbo, mientras seguían reduciendo la distancia con nosotros.

–Efímera –musitó Marco.

Pet profirió un gemido casi inhumano, atenazado por el terror. Daba pena y una gran impresión contemplar a ese mastodonte de puro músculo temblar como un niño de teta ante la mención de la ciudad–brujo. Sin embargo Lork ni se inmutaba, como si hubiera asumido su destino. Posiblemente su postura era la más cuerda de todos.

Si habían regresado los corsarios de las leyendas, aquellos contra los que se construyeron los leviatanes, el escaso dominio de la Nación de Ashrae decaería en breve, sustituido por… Preferí no pensar en lo que el cambio podría suponer: una nueva edad de terror y sangre derramada a galones.

–Atención, señoritas –de improviso, sin que ninguno se hubiera percatado, el contramaestre se había plantado en la zona de proa. Tan embebidos estábamos en nuestra discusión que no nos habíamos percatado de que él y el viejo habían regresado a cubierta. Su sola presencia sirvió para callarnos a todos, así como a sembrar la calma entre la tripulación–. Manténganse en sus puestos bien atentos, a la espera de las órdenes del capitán, si no quieren recibir unos cuantos besos.

Besos. O mejor dicho, El Besos. De esa manera se llamaba a bordo al látigo de siete puntas que todo capitán de la Marina guarda en su camarote. Yo todavía no lo había visto actuar, pero tampoco deseaba presenciar una demostración de cómo abría la carne con sus besos, creando labios húmedos allí donde antes no los había. El silencio se intensificó tras las palabras del nostramo y las miradas regresaron a la nave pirata. La masa blanquecina con las cajas en su interior ya casi había llegado a su costado. Todavía nos separaba más de una milla del cazador, pero aun así todos pudimos ver cómo izaban los bultos y desaparecían en su interior. En un parpadeo ya no quedaba rastro alguno de las cajas calafateadas, de los hilos… de nada. Sólo seguía ahí el buque, el cazador, con su proa apuntando hacia nosotros.

Y siempre más cerca. Más cerca.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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May 092014
 
 9 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Comentarios desactivados en Fuerza de Mascarón: Una argucia en la bisectriz

Capítulo 11 Fuerza de Mascarón– Una argucia en la bisectriz

Me arrastré sobre la red de chichorro hasta asomarme hacia la banda de estribor. Por fortuna y pese a mi temor inicial, no vi ningún hombre braceando desesperado sobre las aguas. Sin embargo mientras contemplaba las olas volvió a escucharse el ruido de algo rompiendo la superficie. El sonido provenía de popa, desde la zona de mesana. Entonces lo vi, una forma rectangular negra como la pez se deslizaba sobre las aguas al costado de la nave, ya alejándose de ella. Rezagada varias brazas más atrás, mecida por el cada vez más bravío mar, había otra caja si no idéntica muy similar.

Un nuevo chapoteo anunció que arrojaban una tercera caja por la borda. La operación se repitió hasta quedar diez bultos bamboleándose sobre la superficie, una hilera de incongruentes bloques de obsidiana desafiando a las aguas ácidas. No sólo yo contemplaba con extrañeza la operación: asomados a la borda estribor de proa vi los rostros desconcertados de Lork y el resto del equipo del bauprés. Junto a ellos estaba Marco. La rata seguía subida sobre su hombro pero, mientras su amo observaba cómo la hilera de cajas se alejaba, ésta husmeaba el aire con el pelo del lomo erizado, como si temiera el cambio de tiempo. Nadie dijo nada, pero Marco me dedicó una mirada intensa que no supe leer.

Relatos de fantasía - Fuerza de Mascarón - Barco
Contemplando aquellas cajas negras di por sentado que estaba viendo el misterioso cargamento que tantos problemas había generado al principio de la travesía. Mi situación en proa no ayudaba a apreciar detalles, y las formas que se iban alejando con rapidez. Todas parecían de tamaño y forma similares, cuerpos cúbicos cuyas aristas debían medir no menos de tres codos. Las habían calafateado a conciencia, volviéndolas del todo herméticas tanto a la luz como al agua: la gruesa capa de betún les daba ese extraño aspecto, tétrico o incluso amenazador. Si a eso se añadía el que aun con ese aislamiento exudaban fría neblina blancuzca se convertían en pasto de habladurías y temores entre cualquier tripulación. Yo no me había adentrado a la cubierta de bodega desde que partimos, por lo que no había visto de cerca. Sólo sabía de ellas y de sus extrañas propiedades a través de Lork y sus habladurías. Pero ahora, con un grupo de ellas bamboleándose pesadas sobre las olas, entendía el reparo de los tripulantes a llevarlas encima. Incluso bajo la luz del atardecer se podía apreciar sin la menor de las dudas que las cajas exudaban una bruma blanquecina y densa que flotaba sobre la superficie. Al contemplarlas incluso alguien como yo, adiestrado en la Animación y testigo de cosas que a un humano normal le aterrorizarían, sentía retorcerse su interior con inquietud.

Las diez cajas, una fracción ínfima del misterioso cargamento que portábamos, se alejaban subiendo y bajando las olas. Viéndolas perderse por estribor me preguntaba la razón que había llevado al capitán a lanzarlas. Si de verdad el cargo tenía tanta importancia para el almirantazgo como para obligar a cumplir la estricta disciplina que nos había impuesto, casi una especie de toque de queda en torno a las bodegas, ¿cómo se le ocurría deshacerse de ellas a la primera de cambio? ¿Qué estaba pasando?

Perdido en mis pensamientos casi no me doy cuenta de la otra anormalidad que se había apoderado de la Orgullo: en cubierta no se escuchaba ni una sola voz. Desde que salí del templo y embarqué por primera vez, meses atrás, jamás me había encontrado con una quietud similar. Sólo un barco de muertos estaría gobernado por semejante atmósfera de quietud. El equipo del bauprés seguían contemplando como hechizados las cajas. Me incorporé lo justo sobre la red para poder echar una ojeada por encima del pasamano de la borda. Apenas había una quincena de hombres sobre cubierta: sus manos libres de utensilios me decían que tenían por tarea cerciorarse del buen estado de las drizas de las gavias, así como vigilar las reacciones de éstas últimas ante el creciente viento dispuestos a atajar cualquier incidencia en éstas. Pero en vez de contemplar los cabos y el velamen todos tenían sus rostros vueltos hacia el alcázar, hacia el viejo. El capitán de nuevo se había subido a los obenques. Miralejos en ristre oteaba la distancia, allí donde seguía avanzando el buque desconocido. La nave se había acercado un poco más, pero todavía demasiado lejos como para distinguir detalles. Sólo sus grandes velas de blanco roto destacaban sobre el horizonte, paños ahora teñidos del creciente púrpura del atardecer. El buque se había acercado, lo que permitía diferenciar sus arboladuras: pude distinguir cuatro altos palos emergiendo de un casco bajo y plano. Se trataba de un buque grande, una bella y estilizada obra de arte construida más para velocidad que para la carga.

Un cazador.

Todo cazador debe su existencia y sustento a las presas.

Nosotros.

El cazador llevaba desplegados tres cuartos de superficie de vela. Eso suponía menos área de empuje que la nuestra. Pero nuestro casco, más redondo, de mayor calado y menos hidrodinámico, nos frenaba de tal manera que aunque tuviéramos desplegada más vela avanzaríamos más lentos que ellos. O hacíamos algo o nos alcanzarían antes del amanecer.

En una situación similar se solía soltar peso, empezando por la materia de menos valor para la misión. Pero el capitán se había deshecho de parte de la carga más importante. ¿Qué pretendía? Las cajas iban quedando rezagadas, tizones a los que el sol del ocaso prendía arrancándoles destellos ígneos. Entones me di cuenta del detalle: las cajas flotaban, pesaban menos que el agua. Deshacerse de esa ridícula cantidad de carga apenas afectaría a nuestra velocidad.

El cazador proseguía su rumbo hacia nosotros.

Entrecerré los ojos intentando distinguir más detalles. Como aun nos separaba demasiada distancia apenas tuve seguridad de un detalle concreto: el buque no enarbolaba pabellón alguno. En efecto, se trataba de piratas. Y habían dirigido su proa hacia nosotros.

En cubierta se mantenía la quietud expectante. Al grupo inicial de marinos se habían unido otros tantos, hombres que habían ascendido de las cubiertas inferiores. Al cabo de un rato casi media tripulación estaba sobre cubierta. Las miradas alternaban su atención entre los lejanos bultos y el capitán. Las cajas ya se habían separado casi media milla de nosotros: las distinguíamos del negro horizonte como pequeñas brasas emitiendo chispazos rojizos. Su deriva no las llevaba hacia nuestros perseguidores, sino que se quedaban a medio camino. Entonces adiviné la intención del capitán: pretendía que esas pocas cajas sirvieran de señuelo para el cazador. Esperaba que los corsarios cambiaran el rumbo para recogerlas. Les brindaba unas migajas y apostaba por que se conformaran con ellas. Al fin y al cabo nuestra nave cargaba muchas cajas más; casi con toda seguridad el almirantazgo prefería perder ese ridículo porcentaje a ver a la Orgullo inmersa en un abordaje que sin duda perdería: nuestro buque apenas contaba con una decena de dragones, piezas con un objetivo más que nada disuasorio. No tendríamos la menor oportunidad ante un asalto un poco serio.

Observando la deriva de las cajas calculé que su rumbo se ajustaba más o menos a la bisectriz del ángulo que formaba el curso de la Orgullo con el de nuestros perseguidores. Si intentaban hacerse con los fardos estaban obligados a virar a babor, aumentando su ángulo quizá hasta los noventa grados, lo que les apartaría de cualquier posible ruta de abordaje. Si recogieran esas cajas y nosotros mantuviéramos el rumbo y velocidad para cuando el cazador hubiera izado la última caja ya no dispondría de opción alguna de darnos caza. Y todos felices: ellos con parte de nuestro cargo y nosotros con el camino a casa despejado. Además tendríamos la tormenta a nuestro favor: ya dominaba todo el horizonte, amenazadora. Si acababa abatiéndose sobre nosotros en plena huida tendríamos algunos problemas, pero de igual manera obtendríamos un impulso suplementario que bien podría significar evitar el asalto. Y a ellos les supondría un problema añadido maniobrar para retomar nuestro rumbo.

La tormenta. Los vientos arreciaban por momentos, rugiendo con creciente furia. Desde las alturas llegaba el cada vez más frecuente chasquido de la bandera de Ashrrae que coronaba el palo mayor. A este sonido se le sumaban los gemidos de las drizas y cabos, soportando la tensión de las velas en continuo aumento. Estaba pensando en cómo iba a resistir la arboladura los embates de la tormenta cuando sobre nuestras cabezas restalló un súbito chasquido, seguido luego de potente crujido que debió escucharse en toda la cubierta. Ni siquiera un latido después escuché un grito:

–Allí abajo, ¡masetelerillo del mayor quebrado!

Al aviso del vigía le siguieron varios fuertes golpes sobre las maderas de cubierta, así como un gemido de dolor. Una de las abrazaderas que fijaban la raíz del mastelerillo a su tabla de jarcias y al propio mastelero había reventado, saltando su tornillería como si de balas de dragón se tratase. Los tornillos habían golpeado las gavias cercanas sin llegar a perforarlas, lo que hubiera supuesto un nuevo contratiempo. Ya carentes de impulso cayeron a plomo sobe las maderas. La propia abrazadera, un irreconocible manojo de cables retorcidos, se había precipitado sobre la cubierta cerca de la base del trinquete. Al lado de los restos se quejaba un hombre: se había llevado las manos a la cabeza, de la cual manaba numerosa sangre. Todos alzamos la mirada hacia las copas de los palos: las gavias estaba hinchadas casi al límite. Las ráfagas de viento, que hasta entonces tenían un origen fijo, ahora parecían rolar varios grados, lo que retorcía el paño de manera peligrosa. Los palos gemían por el esfuerzo. Cada vez había más peligro de nuevas roturas.

–¡Señor Gustaff! ¡Señor Gustaff –la voz del capitán tronó por toda la nave–, venga aquí!

Salté por encima de la borda y corrí hacia popa mientras el viejo descendía del alcázar. Nos encontramos en la puerta que llevaba bajo la toldilla.

–Tráigame ya las tres esferas.

–¿Perdón?

–No hay tiempo para juegos, señor Gustaff. Sé que usted conoce la existencia de las tres viejas esferas de voluntad que guardo en el cuarto de derrota –no me atreví a decir nada. En su mirada no dejaba el menor resquicio para la discusión. Su mano derecha rebuscó bajo su camisa. Pendiendo de su cuello por una cadena dorada me mostró una pequeña anilla en la que había un puñado de llaves. Extrajo una de ellas y me la tendió–. Tráiganmelas. Le esperaré en la base de mesana.

Y me propinó un delicado pero firme empujón.

Por primera vez tenía la llave del cuarto de derrota. Tal honor sólo se les concede a los capitanes. Nada más en casos de extrema urgencia se confiaba dicho símbolo de poder a otro miembro de la tripulación. Y yo la tenía entre mis dedos.

Volé hacia el cierto. Apenas un suspiro después salía del mismo y cerraba de nuevo la puerta, ya con las tres esferas en el bolsillo de mi pantalón.

El viejo me aguardaba donde me había dicho. Sin la menor ceremonia me espetó:

–La oración de estabilidad. Pronúnciela conmigo mientras procedo.

Ese rezo, uno de los básicos en el arte de la Animación, se usaba para fijar las materias animadas. No comprendía para qué me pedía el capitán que empezara a recitarlo.

–¡Hágalo, por el condenado padre Tritón! Y procure centrarse al máximo en el punto estable.

Todavía desconcertado empecé a rezar. En mi mente dibujé los símbolos de fijación, la runa de estabilidad, y concentré toda mi voluntad en ellos. Con lentitud noté como mi alma, estimulada por el cántico, conjuraba esa entidad a la que en Animación llamábamos Punto Estable. A partir de él logré que energía empezara a sintonizar con el subalma de las esferas.

–Bien. Siga así, Gustaff –dijo el viejo. Yo había cerrado los ojos para concentrarme mejor, por lo que los martillazos me tomaron por sorpresa. Me volví hacia allí de donde provenían, abriendo los ojos. Pero el rugido del capitán me devolvió a mi tarea:

–¡Céntrese, joder!

Nunca antes le había escuchado al capitán proferir el menor taco o exabrupto. Tampoco le había visto jamás con semejante rostro iracundo y desesperado. Apenas el latido durante el cual había abierto los ojos había descubierto a un capitán irreconocible, un hombre que con demente resolución intentaba clavar, martillo de carpintero en mano, una de las esferas de voluntad en la madera del mástil.

–Estabilice, estabilice el aura de la esfera y propáguela a todo el mástil.

Al oír esas palabras, al comprenderlas, la sorpresa casi me hace quedarme sin aliento. ¿Cómo no se me había ocurrido? Aumentar la resistencia de los mástiles gracias a una pincelada de Voluntad. Y eso lograrlo sin la necesidad de un vol–señor o nadie que la manejara: sólo con una orden de Animación vinculada a las esferas. Ellas por sí mismas ya poseían su propia subalma, su propia chispa de Voluntad. Sólo hacía falta encaminarla de una manera oportuna y listo.

–Hecho. Sígame a los otros dos mástiles.

Apabullado por su muestra de sabiduría, del manejo de la Voluntad y la animación de formas y maneras que ni siquiera había adivinado, le seguí en silencio. Afianzamos el mayor y el trinquete de igual manera que hicimos con palo de mesana. La operación apenas llevó tiempo, por lo que cuando acabamos ni el cazador no había ganado mucho terreno ni las cajas se habían alejado demasiado.

–Practique un par de oraciones de fijación –me dijo antes de dirigirse al resto de la tripulación– ante el menor atisbo de debilidad de las estructuras­. ¡Arríen sobrejuanetes y juanetes en mesana y trinquete! ¡Tensen cabos en gavias mayores! ¡Desplieguen sobrepaños laterales, los de estribor a tres cuartas, los de babor a entera! ¡Y además la mística delantera! Venga, señores. Plantemos cara a esos condenados que vienen por estribor.

La actividad frenética regresó al buque. Decenas de hombres corrían por la borda desenvolviendo las gavias auxiliares, que por primera vez desde que formaba parte de la tripulación de la Orgullo de Ashrae abandonaban sus compartimentos bajo la borda. En el trinquete ya habían iniciado los preparativos para el despliegue de la mística: esta pieza trapezoidal debería capturar todo el viento que se escapaba entre el trinquete y el mayor. Más empuje. Y más tensión para los mástiles. Recé porque el truco del capitán soportara el nuevo aporte de fuerza y no acabáramos oyendo el temido ‘árbol va’. Lork y el resto del equipo de bauprés me esperaban en la base del trinquete. Habían abierto el cofre de la mística y la estaban alisando, toda ella desplegada sobre el suelo de cubierta. Desde una percha del mayor nos tendieron las drizas, que corrimos a pasar por los dos puños superiores de la vela. Realizamos el izado como inmersos en un sueño: los sucesos se estaban amontonando de una manera que se nos escapaba. La llegada del cazador, el lanzamiento de la mercancía, la rotura de la arboladura, su posterior sorprendente reparación y para acabar el desesperado despliegue de las gavias auxiliares. Y todo ello con la intriga de saber si la argucia del capitán había funcionado.

No me extrañó nada que, una vez acabadas las operaciones, el silencio tenso de antes volviera a apoderarse de la nave. Media tripulación permanecía atenta a los fardos mientras la otra mitad observaba la evolución del buque pirata. El cazador no parecía mostrar la menor intención de virar, pero todos esperábamos que su tardanza en reaccionar se debiera a que todavía estaban sopesando cómo actuar.

De repente en la cubierta del buque pirata empezaron a surgir destellos de tono blanco intenso. En un primer momento podrían parecer chispazos de dragón, pero nadie vio el rojo de las llamas ni la habitual columna de humo de la pólvora, sólo un puñado de centellas de intenso fulgor. No me preocupé mucho por ellas: no estábamos dentro del área de alcance de ningún dragón conocido, ni siquiera de los más grandes usados en bombardeos a tierra.

Pero habían disparado. ¿Con qué objetivo? Nadie a bordo lo comprendía. Más aún: si lograban darnos ¿qué botín conseguirían al hundirnos? Con la tormenta casi encima cualquier intento de recuperar restos de un naufragio supondría arriesgarse a seguirnos al fondo del mar.

Esperamos a escuchar los estampidos, retrasados por la gran distancia. El sonido de las velas y las cuerdas se superponía al del creciente viento y la mar encrespándose por momentos, pero no llegó ningún rugido de dragón. Sin embargo al cabo de unos latidos sí que tuvimos que admitir algo nuevo, inesperado y extraño: los fogonazos no se extinguían sino que se estiraban creando una especie de hilos delgados de un blanco vívido. Las hebras se prolongaban en horizontal, como si flotaran sobre las olas, desafiando al viento. Nadie a bordo había contemplado algo similar jamás. Aquello desafiaba la lógica más sencilla: nada podía crecer y crecer de esa manera, desafiando al viento y al mar, sin poseer punto alguno de sustento. Nada normal.
Nada que no estuviera embebido de Voluntad.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Mar 142014
 

Capítulo 7, Fuerza de mascarón: Una nave sin bandera

Por el rabillo del ojo aprecié nueva actividad sobre cubierta: el viejo salía de su caverna y empezaba a lanzar órdenes con ese tono imperativo que sólo se obtiene tras años de experiencia al mando de un navío. El continuo bramido del mar a mis pies no me permitió escuchar lo que gritaba pero por los gestos que hacía, indicando casi en todas direcciones, quedaba claro que el barco al fin entraba en un nuevo periodo de maniobras. Poco después el agudo silbido del contramaestre empezaba a repartir las comandas.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Mástiles
Mientras el silbato hendía el aire a mí me llegaba información de muy diferente naturaleza por otro canal. No se trataban de órdenes del viejo pero no por ello poseían menos importancia: mi compañero y amigo Lork se acercaba a la borda de proa con gesto contrariado. Lork formaba parte del puñado de marinos destinados a mi cargo, la cuadrilla de proa. Aunque en teoría él estaba a mi cargo en realidad casi se podía decir que me había convertido en algo parecido a su protegido. Por alguna razón se había encariñado conmigo desde el primer día que pisé la cubierta de la Orgullo, y de entonces en adelante me brindaba sus consejos y orientación. Aunque su edad no llegaba siquiera a duplicar la mía Lork ya podía decir con orgullo que era un marinero experto. Entre descanso y descanso, a veces disfrutando de una jarra de licor, otras compartiendo quejas, me había narrado sus viajes por los diversos mares y sus andanzas por demasiados puertos. Un maestro y un tutor. Un amigo y en cierta manera un padre.

Lork ganó la borda la raíz del bauprés. El viento, que ganaba intensidad por instantes debido a la cada vez más cercana tormenta, apenas podía mover el pelo rubio y lacio que de tan enmarañado y sudoroso que estaba casi parecía un casco. Vestía su habitual desastrada blusa blanca y sus pantalones bombachos marrones elaborados siguiendo el estilo de Mayazar, con los flecos deshilachados colgando de la parte inferior. En los extremos de algunos de los flecos todavía se mantenían atados los huesos que se supone protegían a quien lo vistiera. Entre el pantalón y la camisa esta vez no se había embutido la gruesa faja de seda. En su lugar, sustituyendo el casi transparente tejido, se había ajustado un grueso cinturón de cuero. Yo sabía que el cinto, en un tiempo pasado ya olvidado por todos menos por el propio Lork, había resplandecido en un negro intenso y aceitoso; sin embargo ahora mostraba un desgastado tono marrón, dado de sí e incluso ajado en los bordes. Sólo la hebilla que había comprado días atrás en Cargamarga, que emulaba la cabeza de un dragón furioso, tenía un aspecto no catastrófico. El cinturón ceñía su ropa en torno a una barriga quizá demasiado prominente en comparación con la delgadez de brazos y piernas. Siguiendo la costumbre entre los tripulantes de cubierta calzaba unas sencillas sandalias de suela de junto, cerradas y anudadas al tobillo. Como no podía ser de otra manera, éstas también tenían un aspecto terrible. Así se presentaba ante mí Lork, una especie de duende harapiento y fuera de lugar. Genio y figura…

Por fortuna para Lork a bordo de la Orgullo el aspecto de cada marinero carecía de importancia mientras realizara con eficacia las tareas que se le encomendaran. Se notaba que, aunque el buque pertenecía a la Armada de Ashrae, no seguía la estricta normativa de vestuario e higiene de ella. Sólo el capitán y el contramaestre se regían por esas normas, e incluso ellos de una forma poco menos que laxa.

–¿Qué? ¿Te diviertes ahí tumbado, novato?

Preguntaba por mí, pero en su mirada leía a la perfección que quería contar, largar lo que ocultaba. Yo no tenía ganas de jugar al tira y afloja que a Lork tanto le gustaba, por lo que le espeté:

–¿Qué sucede, Lork?

Se le notaba intranquilo, y en su caso el desasosiego siempre tiene un origen conocido: información. Lork pertenecía a ese extraño grupo de los llamados ‘males consentidos’, marineros que por una razón u otra (y en el caso de Lork no tenía la menor duda respecto al origen de ese sentimiento: el aire en torno a él lo anunciaba a brazas de distancia) no solían caer bien al resto de la tripulación pero a los que se les toleraba debido a que poseían habilidades únicas, dotes útiles para el resto. Esa condición de miembro especial le había librado de más de un chapuzón o incluso visitas a la quilla: ‘parece que se ha revolcado en lo más profundo de las aguas de sentina’, decían algunos de sus detractores. Pero aun así acudían a él: no había a bordo nadie más fiable que Lork a la hora de brindar chismes e información variada. Aun con todos sus defectos (que no eran pocos, y con los meses de convivencia ya había descubierto un buen puñado de ellos) encajaba a la perfección en el prototipo de marino chismoso y con mil orejas, una rata marina cotilla y metomentodo. Y debido a ello, o quizá por su culpa, el muy condenado poseía la bendita habilidad de enterarse de todo cuanto ocurría a bordo. Poco importaba que sucediera en la más profunda bodega o en el más alto de los mástiles. Llegaba a él en poco tiempo de una manera inaudita (‘un pajarito me lo ha contado’, solía decir con nada disimulada sorna cuando se le preguntaba por las fuentes que tenía), lo almacenaba bajo esa apestosa masa de pelo mugriento y cobraba por difundirlo. Jamás se equivocaba. Lork, el chivato. Lork, el que todo lo sabe. Lork, el oráculo.

–Esto no me gusta nada, Gus –dijo recostándose sobre la borda del bauprés y mirándome cara a cara. El viento de popa me trajo un intenso olor a sudor rancio, más poderoso que el habitual en él. Estaba nervioso, y esa excitación parecías volverle todavía más hediondo. Reprimí un mohín y seguí escuchando: lo que me dijera bien merecía soportar un rato su peste–. Esa vela no enarbola estandarte alguno… Su proa ha virado directa hacia nosotros y parece que ha aumentado la actividad en ella. Todo apunta a que nos han puesto en el punto de mira.

-Y no tiene ninguna bandera visible. Ninguna.

Tras pronunciar esa última palabra volvió su rostro hacia el horizonte. Parecía buscar el punto donde en un momento u otro debían despuntar los mástiles de la nave. El grave significado que sus palabras tenían me hicieron olvidar todo olor o malestar: lo que dejaban entrever suponía una amenaza mucho más peligrosa y tangible.

Una nave en esta zona y sin bandera a la vista.

En otra época el mar entero que ahora surcábamos pertenecía al Imperio Marino de Ashrae. Nuestro mar, el Mar de Ashrae. Por aquel entonces los leviatanes de la Armada Imperial surcaban las aguas, ufanos y confiados, insuperables máquinas de guerra capaces una sola de ellas de poner en jaque toda una rebelión regional. Aquellos monstruos de centenares de brazas de eslora patrullaban sin molestarse en lucir estandarte alguno: ningún navío podía compararse en tamaño, forma o poderío, de tal manera que recorrían sus dominios con aterradora placidez. Ante ellos todos los tráficos debían someterse o temer las consecuencias, que solían resumirse en abordaje, saqueo y aniquilación.

Pero las glorias del imperio antiguo se desvanecieron siglos atrás, con el Colapso. Ahora nadie se atrevía a navegar sin bandera. Tras el Colapso llegaron las guerras fratricidas y las secesiones, hasta el punto que nada más quedó el nombre del mar como huella de esa grandeza y poderío antiguos. Las costas del viejo imperio se habían resquebrajado en varias naciones, perros pendencieros entre sí aunque unidos frente a los restos del antiguo tirano. Cada una de ellas proclamaba orgullosa sus nimias hazañas, alzando bien visible su estandarte siempre guarnecido por dragones y saetas.

Así está ahora la situación, un mar común surcado por numerosas naves de tamaño ridículo ante los antiguos leviatanes: la mayor de ellas a duras penas supera la mitad de eslora y tiene muchísimo menos calado. Cachorros iracundos gruñendo ante le recuerdo de su padre. Pero todas ellas alzaban con orgullo su bandera, defendiéndola a cara de perro. Sólo quedaba un tipo de personas, desorganizadas y anárquicas, pendencieras y temibles, que se atrevían a surcar las aguas sin lucir distintivo de nación alguna: piratas.

Lork seguía mirando el horizonte cuando el capitán bajó de nuevo de la toldilla y recorrió la cubierta repartiendo más órdenes. El viejo se colocó junto al palo mayor y pronunció las palabras que todos llevábamos esperando tiempo:

–¡Larguen velas, caballeros! ¡Quiero ver esas gavias y velachos hincharse a la de ya! ¡También el foque, el petifoque y la sobremesana! ¡Venga! Y señor Gustaff, ¡no quiero ver cómo su sección queda rezagada otra vez!

La orden había llegado, y con mención directa a mi persona. El silbato del nostramo nos espoleó a todos. Arriba, en las vergas, decenas de manos hábiles procedieron a liberar el paño de sus ataduras. Se me había acabado el descanso. Me levanté casi de un salto de la red y corrí a la raíz del bauprés para empezar a desatar las jarcias una a una, de dentro a afuera. Mis dedos jugueteaban con las correas y hebillas con cada vez mayor ligereza: la práctica continuada me había llegado a permitir conocer cada cincha casi como si todas y cada una de ellas formaran parte de mí; sus rugosidades y durezas ya no me suponían la menor traba, acomodando los movimientos de tal manera que cedían con algo que quizá podría considerarse delicadeza.

Mientras liberaba el trapo de sus ataduras Lork el resto de marinos de proa corrían a desasegurar las drizas con las que debían alzarlo. Se distribuyeron en dos grupos, uno para el foque y otro para el petifoque. El paño de sobremesana debería esperar: no podíamos izar todos a la vez con tan poca gente. Lancé una rápida mirada a los rostros de mi gente: tal y como me imaginaba en ellos se apreciaba el mismo desconcierto. Sentimiento que sin la menor duda también se vería en mi propia cara: ninguno comprendíamos la orden. Con la tormenta casi encima de nosotros la maniobra normal consistiría en arriar todos los foques y dejar al viento, como mucho, el petifoque. Éste, junto a los sobrejuanetes en la cumbre de los otros masteleros, debería haber bastado. Pero no: el viejo quería ver casi todo el trapo desplegado. Confiábamos en la robustez de los mástiles. La recia madera del trinquete y del bauprés, los mástiles que en una medida u otra quedaban bajo mi cargo, había sobrevivido en la Orgullo más tiempo del que atrevía a imaginar. Confiaba en que esta vez se mantuvieran igual de firmes.

Pero aunque resistieran a un huracán la orden no dejaba de ser poco menos que demencial.

¿Qué obligaba al capitán a huir de semejante manera? La respuesta a esa pregunta se nos escapaba a todos. Quizá sólo la conociera el nostramo, pero sin lugar a dudas se la llevaría a la tumba. Nosotros sólo podíamos acatar. Acatar y rezar.

En toda la nave se realizaban trabajos semejantes a los que hacíamos en la proa. Los hombres encaramados a las vergas alisaban las gavias con urgencia, ayudando a que se desplegaran sin problemas. Recorrí el bauprés y el botalón venteando la tela allá donde solía apelotonarse. Tenía muy practicada esa tarea, tanto que –aunque la había realizado yo sólo, sin que nadie más me ayudara en toda la verga– mi señal indicando que se podía izar paño coincidió con otras similares en el resto de arboladuras. Con una simultaneidad casi ensayada el viento de popa hinchó todas las gavias, catapultando la nave hacia delante. El empujón, más fuerte de lo que me esperaba, me desestabilizó y perdí pie. Siempre me había parecido un exceso de prudencia el colocar la red de chichorro bajo el mástil, sobre todo cuando ya hay numerosos vientos y nervaduras a los que aferrarse. Pero en esa ocasión sólo me libró de un chapuzón su existencia. De un chapuzón y de una muerte casi segura ahora que el buque aceleraba. Rodé varios pies sobre la red mientras mis manos luchaban por aferrarse a la red. De repente veía demasiado cerca la superficie espumosa del agua, y la cuña de la roda hendiendo las aguas se me hizo más terrible que bella. Por un instante vislumbré una muerte en esas aguas cáusticas, mi cuerpo quemándose con lentitud mientras trataba en vano de mantener la cabeza a flote. Pero logré aferrarme y detener el giro cuando apenas quedaba nada de red. Resoplando aliviado me recosté boca arriba, contemplando cómo los lienzos de los foques se hinchaban más y más, tensando las amarras. Estas crujían con desesperación en su pugna por resistir la tensión. Incluso el pequeño petifoque se inflaba orgulloso sobre sus hermanos. Ajenos a mi situación el equipo de proa luchaba contra los cabos, apresurándose a afianzarlos con nudos más poderosos de lo habitual ante el previsible aumento de intensidad de los vientos.

–¡Gus! ¡Gus! –escuché gritar a Lork. Sólo él se había percatado de mi caída y, tras haber dejado la drizar del sobremesana a cargo del fornido Pet, se abalanzó hacia la borda.

-Maldita sea, chico. ¿No te he dicho mil veces que te mantengas siempre bien aferrado a la verga, aunque sea con un cabo rodeando la cintura? Quizá trabajes algo más lento así, pero siempre será mejor eso a que tengamos que arriar un bote o incluso replegar velas sólo para ir a recogerte. Si es que decidimos recogerte, mastuerzo.

Yo trataba de normalizar mi respiración. Sentía cómo mi corazón casi se me escapaba por la garganta pero ¡qué demonios! ¡había cumplido con las órdenes del capitán a la perfección! Le dediqué a Lork una sonrisa.

–Lo sé, lo sé. Deja de gruñir y ayuda a Pet, que desde aquí le veo forcejeando con la sobremesana. A ver si acaba él volando en vez del paño.

Lork, tras dirigirme una mirada airada y comprobar que estaba bien, se perdió refunfuñando en aquella dirección. Ahora, con los foques bien desplegados, mi trabajo inmediato había concluido. ¿Qué mejor momento para, después de semejante susto, tomarme unos instantes de relax? Mientras pudiera disfrutaría de una nueva ojeada a mis chicos. Me recosté boca abajo en la red y observé sus formas antiguas y decrépitas.

Mis mascarones.

Años deseando trabajar con ellos, dominarlos y cuidarlos. Desde hacía ya… tiempo, mucho tiempo.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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