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3547, Año del Kervus, segundo mes del invierno
Catacumbas de la Fortaleza Orfak
Dolor. Miedo. Odio. Dolor. Impotencia. Ira. Desesperación. Dolor.
Dolor. Miedo. Odio. Dolor. Impotencia. Ira. Desesperación. Dolor.
El mantra se repetía en su cabeza de forma involuntaria y hasta casi natural; la siniestra voz sellaba cada palabra en su memoria y también en su piel al acompañarlas con el ardor del látigo. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado allí, sumergido en las tinieblas de la máscara de hierro que aprisionaba su rostro, colgando de sus adoloridos brazos, apenas alcanzando el suelo con las puntas de sus descalzos pies. Con su vista sellada y su cuerpo atormentado, el tiempo perdía todo su significado. Una constante agonía atenazaba sus hombros, los grilletes le habían rasgado la piel de las muñecas e incluso la de los tobillos, e incontables calambres atacaban repentinamente sus brazos y piernas, sumándose a su calvario.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que el tormento se había detenido. El mantra seguía resonando en su cabeza, pero la voz se había callado y el látigo había dejado de morder su carne. Era en esos preciosos instantes donde el chico se esforzaba por luchar y sostenerse, aferrándose a su identidad como si fuese un madero en medio del mar.
–Soy el príncipe Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra –se decía a sí mismo en sus pensamientos–. Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros.
Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra, Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros.
Aquel era su propio mantra, una letanía que repetía una y otra vez cada vez que el horrendo hombre visitaba su celda. El hombre de la mirada oscura, las venas negras y el hedor a incienso y putrefacción. Mors Torem; el único hombre que le inspiraba más terror que su amo, Hanzir. Desde la primera vez que le vio, le llenó de un profundo e instintivo miedo. Su figura delgada y estirada a niveles casi inhumanos, las negras venas que resaltaban sobre su blanquecina piel, y la enmarañada cabellera que caía sobre blancas pupilas, le daban un aspecto que tenía muy poco de humano. Parecía más un engendro abortado desde algún rincón de los avernos que un hombre.
–No, no lo eres –su siniestra voz arrancó un involuntario espasmo al chico–.No eres nadie. No eres nada –aquellas palabras revelaron un nuevo horror al príncipe ¿acaso había sido capaz de leer su mente? ¿Ni siquiera allí podía escapar de él?–. Eres negrura, esperando ser forjada. Negrura esperando salir para esparcirse por el mundo.
Iohan sintió como Torem tomó su cabeza envuelta en hierro y la forzó hacia atrás, acomodando algo en la pieza metálica que le obligaba a mantener abierta la boca. Al instante comenzó a temblar y a tratar de liberarse. Aun cuando sabía lo que venía, no podía evitar que el miedo y la ansiedad se apoderasen de él, avivando sus esfuerzos por seguir resistiendo. Pero, como siempre ocurría, todo fue inútil. Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, empezó a sentir como un ardiente líquido saturaba su boca y empezaba a bajar por su garganta, llenándole con una nueva agonía. Era como si cientos de agujas bajasen por su pecho y se esparcieran lentamente por todo su cuerpo. Pero aquello era solo el principio. Poco a poco, mientras la pócima hacía su efecto, sus sentidos empezaron a agudizarse. Lo primero que captó fue su propio corazón, latiendo con un ritmo fuerte y acelerado. Unos instantes después pudo escuchar con completa claridad los pasos de Torem, el extraño e intermitente sonido de su respiración e incluso el tronar de sus huesos mientras se movía. Sintió como las cálidas gotas de su sangre bajaban por su piel y captó con mayor claridad el lento e incesante goteo que producían al caer en el enorme cuenco que su verdugo siempre colocaba bajo sus pies. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué estaba recolectando su sangre? Iohan había escuchado docenas de historias sobre los vampiros y la forma en cómo habían hecho la guerra contra su pueblo desde hacía siglos. ¿Torem era uno de ellos? ¿Le hacía todo esto cómo una especie de enfermiza venganza contra Mysra?
Pronto las preguntas empezaron a quedar en segundo plano mientras un nuevo tormento empezaba a atrapar el centro de su atención. El chico se esforzaba por enfocarse en los sonidos a su alrededor, en el fuerte sabor metálico en su boca, en las casi imperceptibles líneas de luz que ahora podía captar aún desde el interior de su máscara. Pero era inútil; poco a poco la agonía de su carne sobrepasó todo lo demás. El escozor en sus muñecas y tobillos se había convertido en un ardor insoportable, la agonía en sus cansados músculos se había multiplicado y las rajadas producidas por el látigo le hacían sentir como si su piel estuviese envuelta en llamas. Aquella horrible pócima afilaba sus sentidos a grados que iban más allá de lo humano, y en consecuencia todas sus sensaciones se volvían mucho más intensas y abrumadoras.
El chico apretó su mordaza con los dientes e hizo acopio de todas sus fuerzas para evitar gritar. No importaba cuantos gritos le hubiesen arrancado antes, no dejaría escapar ni uno más. Él era Iohan Reshney, heredero al trono de Mysra, Guardián del Castillo Ercanbald y protector del Bosque Sur de los Ancestros. Los Reshney eran fuertes; los Reshney eran fieros. No se dejaría vencer por el dolor, no le arrancarían un grito más, no…
–Dolor –volvió a iniciar Torem, acompañando la palabra con un veloz golpe del látigo–. Miedo. Odio. Dolor…
La razón del muchacho se nubló y sus gritos volvieron a llenar toda la cámara.
* * * * *
Las habitaciones que le proporcionaron eran muy amplias y ostentosas; equipadas con una enorme cama, muebles de caoba tallada, una pequeña biblioteca e incluso una pileta. Para Torem todo aquello no eran más que lujos sin sentido de gente ciega y débil. Ilusiones banales que sólo servían para sumir a los débiles en el autoengaño. Una verdadera vergüenza para hombres que decían ser seguidores de la muerte.
–¿Y bien? –preguntó Hanzir desde una silla junto a la chimenea. De cabellera relativamente larga, barba gruesa y ojos de una profunda tonalidad negra, el delgado necromante lucía un aspecto a un mismo tiempo tranquilo y fiero; autoritario y enigmático. El único sacerdote en toda la fortaleza que mostraba verdaderas cualidades–. ¿Crees poder terminar esto antes de que pierda su razón? Lo quiero dócil y obediente. Loco y quebrantado no me sirve.
–El chico es fuerte –Torem vació la sangre que había recolectado en un recipiente más pequeño; una vasija forjada en acero y obsidiana sobre la que lucían extrañas inscripciones–. Mucho más de lo que imaginas. Mucho más de lo que yo mismo imaginaba. Su dolor, su ira… cuando se manifiesten… quizás serán más de lo que puedas manejar.
–Dijiste que podrías hacerlo indefenso ante mí –Hanzir lucía impaciente–. Que seguiría sirviéndome y que nadie podría arrebatármelo.
–Y así será –Torem dejó escapar una siniestra sonrisa–. Siempre y cuando tú también tengas la fuerza necesaria.
–Eso no suena como algo seguro –el tono de Hanzir llevaba detrás de sí una sutil hostilidad–. Necesito certeza, brujo. No me gusta dejar nada al azar.
–¿Certeza? –Torem dejó escapar una seca risotada–. Lo que tú llamas certeza no es más que una ilusión. Una mentira que se dicen unos a otros para tratar de lidiar con las incertidumbres de la vida. No existen las certezas. Este mundo es caos, y entre más trates de controlarlo, más rápido te tragará.
–No te traje para comparar filosofías –el necromante no parecía dispuesto a entrar en discusiones con Torem–. Tienes un trabajo y espero lo cumplas.
–Tendrás lo que te ofrecí. Nada más, ni nada menos.
¿Qué harás con su sangre? –inquirió el Necromante con la vista fija en el recipiente que el brujo llevaba en las manos.
–No sólo es su sangre. Aquí está también su sudor, la saliva que se acumula en su mordaza y las lágrimas que ennegrecen sus ojos. Todas tomadas cuando estaba sumido en una agonía tan completa que no deja espacio para nada más. Su ira, su odio, su desesperación y en especial todo su dolor están contenidos aquí. Concentrándose y aumentando cada vez que vacío el cuenco.
–¿Que estás diciendo? ¿Puedes capturar su dolor en una vasija? ¿Eso de que sirve?
–Es la esencia –el enigmático brujo clavó su mirada en Hanzir mientras posaba el extraño recipiente frente a él–. Cuando estén juntas todas las piezas esto es lo que le ayudará a romper su crisálida y explotar todo su potencial.
–Suenas como un demente –Hanzir no se molestó en ocultar su desprecio mientras se ponía en pie para abandonar la habitación–. Ese chico es muy importante, brujo…
–Vaya que lo es –interrumpió Torem–. Tiene una conexión muy fuerte con las almas de los muertos y un potencial arcano como nunca había visto. Supongo que… tienes pensada una forma de explotar sus naturales talentos.
–Lo que yo haga con él no es de tu incumbencia. Sólo cumple con tu parte del trato. Y más te valdría no olvidar que es mi propiedad con lo que estás jugando. Si lo arruinas, descubrirás que ni toda tu locura ni tus trucos podrán salvarte de mí.
* * * * *
Cuando abrió los ojos sintió un profundo alivio al ver el oscilante brillo de las velas sobre las paredes. Era la primera vez en días que despertaba sin la máscara aprisionando su rostro. Su quijada se sentía entumida y adolorida, pero al menos ya no tenía la maldita mordaza encajada entre los dientes. Mientras se disipaban las brumas de la inconsciencia comenzó a captar con mayor claridad sus alrededores y en especial aquello que le había despertado. Una cálida y suave sensación en su espalda; una sensación que adormecía su dolor y sus sentidos por igual. Había allí alguien junto a él, masajeando su espalda, llenándola con alguna especie de aceite o ungüento que parecía apaciguar el ardor de sus heridas. Su vista volvió a nublarse mientras aquella acogedora calidez se lo llevaba de nuevo a perderse en la negrura.
Pero no podía dejarse ir. No podía volver a caer en la inconsciencia, o quizás la próxima vez despertaría de nuevo con la máscara sobre su rostro. Haciendo uso de toda su voluntad, el muchacho se forzó a abrir los ojos y se volvió para fijarlos en la persona que estaba junto a él.
Se trataba de una mujer; una mujer joven, probablemente no mayor de los veinticuatro o veinticinco inviernos. Sus ropas y su aspecto eran relativamente comunes pero su nariz ligeramente achatada y sus afilados rasgos le resultaron extrañamente familiares. Su oscura cabellera apenas cubría sus orejas y sus grandes ojos del tono de las aceitunas mostraban clara sorpresa. Probablemente no esperaba que el muchacho reaccionara de esa forma.
–¿Qu… qui… quién eres? –formar aquellas simples palabras le tomaron mayor esfuerzo del que pensaba.
–Tranquilo milord –dijo la mujer, despertando al instante la sorpresa en el muchacho. Le había llamado milord. Le habían enviado antes esclavos para alimentarlo y curar sus heridas, pero ninguno le había llamado milord–. Me llamo Lilan, sirvo al señor Alrek Reshney, lord de la provincia de Nemereth en Mysra. Tu hermano.
Una misaresa. Por eso sus rasgos lucían familiares. Porque provenía de su tierra, de Mysra.
–He estado sobre tu rastro por dos meses –prosiguió la mujer bajando la voz–. Tu hermano me envió para llevarte de vuelta a tu hogar. No ha sido nada fácil encontrarte. Pero teníamos pistas sólidas que me trajeron hasta aquí. Cuando te vi junto a Hanzir tuve mis sospechas y ahora que te tengo frente a frente lo confirmo. El cabello castaño, los ojos verdes, el claro tono de tu piel. Son los mismos rasgos y el mismo rostro que vi en los retratos.
Iohan ni siquiera sintió el momento en que las lágrimas se formaron y se derramaron por su rostro. Desde la primera vez que le encerraron estaba seguro que alguien vendría por él; que su padre, sus consejeros o sus hermanos acudirían al frente de grandes armadas para sacarlo de allí. Mientras los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, esa esperanza se fue muriendo poco a poco, pero nunca se fue del todo. En el fondo, muy dentro de su ser, una pequeña chispa se negó a extinguirse y ahora empezaba nuevamente a arder.
Incapaz de controlarse Iohan bajó la mirada y sólo se quedó allí, dejando salir todo su dolor, toda su pena, toda su desesperación. Su llanto fue tranquilo y silente; sólo unos cuantos sollozos escaparon de sus labios mientras se permitía por un momento ser sólo un chico.
–No hay mucho tiempo, milord.
–¿Qué día es hoy? –el muchacho se limpió las lágrimas mientras recobraba la compostura.
–Es el trece del octavo mes. Estamos a una semana de que Anthaious cubra los cielos.
El octavo mes. Invierno. Apenas su treceavo invierno. Habían pasado sólo tres meses desde que Hanzir lo secuestró y lo encerró en aquellos calabozos. Iohan podía jurar que había estado allí varios años. Algunas veces incluso le parecía que había estado allí toda su vida; que todo lo que recordaba sobre Mysra, sobre su familia y sobre sí mismo no eran más que los sueños delirantes de un esclavo atormentado. Pero la presencia de la mujer reafirmaba que todo aquello era real.
–¿Cuál es el plan? –el chico sintió que su voz retomaba un poco de su antigua firmeza–. ¿Vienes con más hombres? ¿Podemos irnos ya?
–Debes ser fuerte, milord –la mirada de Lilan lucía compasiva–. Sólo hay un hombre más conmigo, así que tendremos que ser muy cautelosos. Hanzir piensa que soy una más de sus sirvientes y por fin me mandó aquí para atender tus heridas. Probablemente podré bajar otras dos o tres veces antes de que envíe a alguien más. Te sacaremos en alguna de esas ocasiones.
–¿No…? ¿No podemos irnos ahora? –en el fondo Iohan sabía que tenían que moverse con mucha inteligencia para que un plan de escape funcionara, pero sus ansias por largarse de aquel agujero sobrepasaban su juicio.
–Si lo intentamos ahora ninguno de nosotros saldrá de aquí –la voz de Lilan tomó mayor firmeza–. Tenemos que esperar a que Anthaious esté en el cielo. El hombre que me acompaña conoce las artes arcanas, y sus hechicerías funcionan mejor durante la Vaeris Nath. Una semana más y su poder estará al máximo. Lo necesitaremos para escapar.
Iohan bajó la mirada y apretó los puños. Una semana. Todas las fibras de su ser querían salir de allí en ese mismo instante y el hecho de no poder hacerlo provocó que las lágrimas volvieran a asomarse en las orillas de sus ojos. Una semana. Había estado en poder de Hanzir por tres meses sin verdaderas esperanzas de escapar. Casi se había resignado a seguir siendo su esclavo de por vida. No debería tener problemas para soportar una semana más. Pero en ese momento una semana le parecía una eternidad.
–Entiendo… –dijo sin levantar la mirada.
–Sé fuerte –Lilan se levantó del camastro y se encaminó hacia la puerta del calabozo–. Volveré en cuanto pueda. Deberás estar listo.
La mujer abandonó el lugar cerrando los cerrojos desde fuera. Iohan espero a que el sonido de sus pasos se perdiera para dejar escapar con mayor libertad sus lágrimas. Sus emociones estaban entremezcladas en un incomprensible caos que le sacudía hasta el fondo de su ser. Por primera vez desde que Hanzir lo secuestró volvía a tener esperanza. Esperanza de escapar de allí y volver a su hogar. Pero esa esperanza chocaba con el miedo de que les descubrieran. ¿Qué haría Hanzir si los atrapaban? ¿A qué clase de tormento le sometería esta vez? Hanzir, el mil veces maldito Hanzir. La esperanza, el miedo, el gozo, la ira, y el odio oscilaban sin control en su cabeza impidiéndole pensar con claridad. Recostándose de nuevo en el camastro se dejó llevar. Dejó que sus pensamientos corrieran libres y sin freno, alterando su ánimo fuera de todo control. Era mejor que ocurriera allí, mientras estaba recostado con la mirada perdida en la nada y no cuando pusiera su vida en juego al intentar escapar.
* * * * *
Torem se había vuelto aun mismo tiempo más sutil y más cruel. Las últimas sesiones habían sido mucho más intensas y habían dejado huellas más profundas en su interior. Pero Iohan estaba decidido a resistir. Aunque el tormento se volviese insoportable, aunque el dolor quebrase su voluntad, y le dejase cicatrices imborrables en el alma, tenía que resistir y recobrarse.
El esclavo que enviaron a curarle era un desconocido de mirada simple y apagada que hablaba en una lengua que el muchacho no comprendía. La primera vez que le vio sintió como si algo se rompiese dentro de él, pero aun así recordó las palabras de la mujer y se mantuvo fuerte. Lilan seguía allí afuera. Debía estarlo. Sabría si la hubiesen descubierto. Hanzir no dejaría pasar la oportunidad de atormentarlo si la hubiera descubierto. No dejaría de aferrarse a esa esperanza. El necromante siempre cambiaba los esclavos que le enviaba. Lilan debía estar esperando la mejor oportunidad para hacer su movida. Pero el tiempo seguía pasando, Torem parecía estar encaminándose hacia una especie de mórbido clímax y la mujer seguía ausente. Iohan sólo podía esperar que pusieran su plan en marcha mientras aún quedase algo de él por rescatar.
Aquellos pensamientos deambulaban por su cabeza mientras ascendía por la escalera, guiado por el esclavo de ojos apagados. El chico no entendió las pocas palabras que escupió cuando fue a sacarlo de su celda, pero en el momento en que cerró los grilletes sobre sus muñecas y le empujó hacia la salida supo que lo llevarían ante su señor. Aquello era inusual. Aunque alguna vez había enviado esclavos por él, generalmente Hanzir era el único que lo sacaba del calabozo. El necromante debía estar enfrascado en algo… o quizás preparando algo.
Cuando alcanzaron la cima de la escalera el esclavo sacó una llave y abrió los cerrojos de la gruesa puerta de hierro que dividía las catacumbas de la superficie. Las dos figuras emergieron a un costado de la torre del homenaje, el edificio central de la fortaleza. A su lado, a unas cuantas varas de distancia, se alzaban las enormes murallas y las torres que conformaban la principal línea de defensa. Iohan se alejó unos pasos de la torre del homenaje y alzó la mirada para escudriñar el firmamento. Aunque el cielo estaba lleno de oscuras nubes, detrás de ellas podía verse con claridad la negra orbe y el blanco halo de Anthaious, el sol negro. Era como lo había pensado; la Vaeris Nath tenía varios días de haber iniciado. Lilan dijo que escaparían ocultos bajo las sombras de Anthaious. Algo estaba mal.
Pero un brusco tirón de sus cadenas le obligó a volver a la realidad. El esclavo aceleró el paso, obligándole a moverse con mayor rapidez. Iohan trataba de seguirle el ritmo al mismo tiempo que miraba al cielo. El sol negro lanzaba su sombra desde el centro del firmamento, lo cual significaba que la noche auténtica había estado cubriendo los cielos por al menos una semana. ¿Por qué Lilan no había ido por él? Las respuestas eran pocas y el chico no quería siquiera pensar en ellas.
Una ola de miedo, ira y desesperación hizo presa de él. No era justo. Lo único que quería era irse de ahí. Que lo dejaran en paz. ¿Por qué avernos tenían que atormentarlo? ¿Qué ganaban con eso? En aquel momento el odio saturó su razón. Odiaba los malditos grilletes que le aprisionaban; odiaba al imbécil que tiraba de su cadena; odiaba a Hanzir por haberle esclavizado; odiaba a Torem por todas las veces que le había atormentado y odiaba incluso a Lilan por haberle dado esperanzas para luego desaparecer.
Sin pensar en absoluto en las consecuencias Iohan se detuvo y dio un fuerte tirón a las cadenas, arrancándolas de las manos del esclavo. El hombre se volvió mostrando en su rostro una clara confusión que no tardó en convertirse en ira. Pero cuando se disponía a enfrentar al chico su frío y feroz semblante le detuvo. Iohan no hizo nada más que mirarlo; mirarlo con toda la ira, la frustración y el odio que se habían acumulado en su interior en los últimos meses. Una ira tan ardiente y pura que por un instante intimidó al hombre a pesar de le duplicaba el tamaño. Por largos momentos ninguno se movió. Ambas figuras permanecieron con las miradas fijas el uno en el otro, hasta que una sombra surgió a espaldas del esclavo y una hoja emergió de golpe a través de su garganta, salpicando de rojo el rostro del chico.
El hombre abrió los ojos como platos y se llevó las manos al cuello, desgarrándose los dedos contra la espada en un inútil intento por sacarla. Iohan miraba atónito los últimos estertores del esclavo, pero rápidamente posó sus ojos sobre la encapuchada figura a sus espaldas.
–Sirvió bien a su propósito –el tono de la mujer era apenas poco más que un susurro.
–¿Lilan? –Iohan lucía consternado. Estaba seguro que la mujer había escapado o que la habían capturado o algo peor. El muchacho apretó los dientes y tuvo que hacer un esfuerzo por contener las lágrimas mientras sus emociones se revolvían salvajemente en su interior.
–Pido disculpas por la tardanza, milord –Lilan se agachó para esculcar entre las ropas del cadáver–. Mi compañero quería que el sol negro estuviera en su cénit antes de actuar.
–¡Pensé que habías muerto! –Iohan se esforzó por moderar el tono de su voz.
–Se necesita más que un montón de fanáticos para acabar conmigo –la mujer se puso en pie luciendo entre sus dedos un juego de llaves. Acto seguido tomó los grilletes del muchacho y abrió los cerrojos, dejando caer las ataduras.
Iohan masajeó un poco sus muñecas, sin quitar los ojos de los grilletes que yacían en el piso. Las cadenas se habían convertido en parte cotidiana de su nueva vida, pero las odiaba con todo su ser. No tanto porque lo aprisionaran, sino por cómo le hacían sentir. Había empezado a acostumbrarse a ellas, incluso a sentir una extraña seguridad al llevarlas puestas. Y se despreciaba a sí mismo por ello. Aquello se sentía como algo bizarro y enfermizo, y se lo debía a Hanzir y a Torem. Los desgraciados lo habían atormentado hasta que algo se torció en su interior. Quería devolvérselos todo, devolverles todo el dolor y hacerles pagar por todo lo que le habían hecho.
Pero esos pensamientos se esfumaron cuando el brillo de una hoja refulgió frente a su rostro. Lilan había desenfundado una espada corta y presentaba el mango frente al muchacho.
–¿Sabes cómo usarla?
–Un poco… –recuerdos de sus torpes intentos por seguir las enseñanzas de su viejo maestro de armas inundaron repentinamente su cabeza. Aquello le parecía ahora tan lejano que era como si hubiese ocurrido en otra vida.
–Si todo sale bien no te hará falta. Ahora necesito que te quedes aquí y te escondas mientras voy a alistar los caballos.
–Hanzir me está esperando. Cuando vea que no llego vendrá a buscarme en persona.
–No, no es así. Fui yo la que mandé a ese esclavo a buscarte. Le dije que Hanzir lo había ordenado, y fue lo bastante idiota como para creerme.
–Entiendo…–Iohan miró el cadáver y no pudo evitar sentir algo de pena por el hombre. Había perdido su vida en medio de un asunto que nada tenía que ver con él ¿Cuántas vidas más costaría recobrar su libertad?
–No hagas ningún ruido –Lilan tenía la vista puesta en la enorme barbacana al otro extremo del patio; el único medio para entrar o salir de la fortaleza–. No tardaré mucho.
–Espera ¿Dónde está tu compañero?
–Está cerca. Aparecerá cuando nos haga falta.
Sin decir más la mujer se escabulló entre los edificios, perdiéndose rápidamente entre las múltiples sombras. La negrura de Anthaious y la escasa iluminación habían sumido en tinieblas toda la fortaleza. Había poca gente en las inmediaciones y sólo unas cuantas antorchas encendidas. Iohan alcanzó a vislumbrar las siluetas de un par de hombres en algunos de los edificios más lejanos y la figura de un solitario soldado rondando a lo lejos en la muralla. Debía haber al menos uno o dos hombres más en la barbacana y en los establos pero al parecer la mayoría dormían. Quizás el plan podría funcionar.
El chico recargó su espalda en la torre del homenaje, y dejó escapar una fuerte exhalación, descubriendo que estaba temblando. Tenía que calmarse. No podía permitirse el menor error, no en esos momentos. Retomando un poco el control sobre sí mismo aventuró unos pasos hacia la esquina del edificio, tratando de conseguir una visión más amplia sobre todo el patio. La torre del homenaje se ubicaba al fondo de la fortaleza y era la construcción más alejada de la salida. Entre ella y las rejas principales debía haber al menos doscientas varas de distancia. Un puñado de edificios más pequeños completaba el conjunto, formando un amplio pasaje que dirigía a la entrada de la torre central. Si podían recorrer ese camino a lomos de un caballo nadie podría detenerlos. Con creciente confianza se atrevió a dar unos cuantos pasos más, asomándose a la esquina de la torre, sólo para volver a pegarse contra la pared, lleno de un repentino y creciente temor. Al asomarse vislumbró a una silueta que caminaba en su dirección; un hombre alto que sostenía una antorcha en mano. Iohan retrocedió unos cuantos pasos más, aferrando su arma con todas sus fuerzas mientras trataba de calmar su respiración y controlar el estremecimiento que sacudía sus miembros. El chico trató de hacerse uno con las sombras que rodeaban el edificio, pero estaba seguro de que era un esfuerzo inútil. El tipo le había visto y ahora iba por él. Tendría que defenderse y acabarlo rápido y en silencio si es que el plan de Lilan iba a funcionar.
Los instantes parecieron estirarse más allá de todo lo soportable. Iohan respiraba agitadamente, listo a recibir al hombre con codo y medio de acero. Pero cuando la luz de la antorcha finalmente emergió de la esquina, ésta se encontraba a mucha distancia y alejándose. Iohan mantuvo sus ojos fijos en el tenue y distante brillo hasta que le vio perderse en uno de los más lejanos edificios.
Dejando escapar una profunda exhalación, el chico bajó su arma y recargó todo su peso contra la pared, tratando de relajarse y disipar un poco la tensión que atenazaba todo su cuerpo. Había corrido con suerte. No se movería más. No se arriesgaría más. Sólo esperaría a que Lilan apareciera sin hacer el menor ruido. Sólo debía esperar unos momentos más y…
Sus verdes ojos se abrieron al máximo cuando al volverse se encontró con una delgada silueta a pocos pasos de distancia. Se trataba de una jovencita, tal vez dos o tres años mayor que él. Una muchacha delgada y desgarbada que miraba con horror al esclavo muerto que yacía en un charco de su propia sangre. Por un instante ambas figuras quedaron paralizadas; uno con los ojos fijos en el rostro de la esclava y la otra mirando con evidente horror la espada que el chico sostenía. Pero el trance se quebrantó cuando la muchacha dejó escapar un agudo alarido y se volvió para correr en dirección contraria, aullando en una lengua que Iohan no podía comprender. Lleno de una creciente desesperación se lanzó contra ella, sintiendo un horrible vacío en el estómago cada vez que un grito escapaba de su garganta. La maldita arruinaría todo ¿Qué avernos hacía allí en medio de la noche? ¿Cómo llegó hasta ahí sin que le viera? Ahora no importaba. Tenía que detenerla. Tenía que hacer que dejara de gritar.
El mundo pareció convertirse en un rojo borrón que pasaba frenéticamente ante sus ojos. Tras varias zancadas finalmente alcanzó a la muchacha y ésta se volvió para tratar de defenderse. La espada refulgió con el brillo de una antorcha sólo para teñirse de rojo un instante después. Una y otra vez el arma se alzó y los alaridos se volvieron más agudos y desesperados hasta que, tras lo que pareció una eternidad, empezaron a convertirse en grotescos gorgoteos que finalmente se apagaron. El silencio volvió a reinar en el patio y poco a poco la razón retornó al príncipe.
–¡Dioses…! –Iohan estaba arrodillado sobre el destazado cuerpo de la chica, con las manos sosteniendo la ensangrentada espada y la mirada clavada en su aterrorizada expresión. La cálida sangre que empapaba sus manos y su rostro, el hedor de las entrañas expuestas y sobretodo, la forma en que los ojos del cadáver quedaron fijos en los suyos, le hicieron sentir náuseas.
Pero su trance se rompió cuando el sonido de otras voces quebrantó una vez más el silencio de la noche. Al volverse atisbó a lo lejos el brillo de antorchas y siluetas de hombres que empezaban a caminar en su dirección. Con el terror empezando a hacer presa de su ser, recogió el arma y corrió en dirección contraria, tratando de hacer el menor ruido posible mientras se ocultaba a espaldas de la torre del homenaje. El chico se esforzaba por recobrar el aliento cuando la crudeza de la realidad le golpeó con toda su fuerza. Todo se había arruinado. Los gritos de la esclava debían haber despertado a media fortaleza. Los guardias no tardarían en descubrir los cadáveres y después a él. Malditos sean los dioses, había estado tan cerca…
No. No se dejaría vencer; había llegado demasiado lejos para dejarse vencer. Iohan aferró con más fuerza su arma y poco a poco empezó a recobrar su calma y su resolución. Allí, envuelto bajo las sombras del pasillo que se formaba entre el edificio y las murallas, se sintió un poco más seguro. La oscuridad le protegería; la oscuridad era su aliada. Tras varios meses de habitar en las catacumbas bajo la fortaleza y de encontrarse constantemente cegado por la horrible máscara de hierro, había aprendido a hallar cierto confort y fuerza en medio de las tinieblas. Las sombras eran muy densas en aquel estrecho corredor pero el chico aún podía distinguir con cierta claridad su entorno. Sin detenerse a pensarlo mucho dirigió sus pasos hacia el extremo opuesto de la torre. Quizás podría perderse entre los edificios de aquel costado y acercarse a las rejas.
Al llegar a la esquina aventuró una mirada, descubriendo un pozo rodeado por un par de edificios que parecían albergar varias habitaciones. Por su aspecto parecían ser las barracas de los esclavos. Su resolución se tambaleó al escuchar voces al interior de los edificios y descubrir luces en sus ventanas. Pero aún no había nadie afuera. Aún tenía una oportunidad. Con todos sus sentidos alerta el muchacho emergió de su escondite y se encaminó hacia el frente de la torre del homenaje. La enorme edificación debía medir al menos cien varas de extremo a extremo. Un trayecto que en aquellos momentos parecía una eternidad. A medio camino el príncipe desvió sus pasos y se introdujo en los pasillos de las barracas. Debía mantenerse entre los rincones y las sombras; no podía tomar la ruta central hacia las rejas. Mientras avanzaba las voces aumentaron de tono, los ruidos parecieron tomar más fuerza y su frágil calma se resquebrajó cuando de improviso una puerta se abrió justo a su lado, revelando un corpulento esclavo con antorcha en mano.
El hombre gritó algo en su incomprensible lenguaje mientras Iohan volvía sobre sus pasos, desesperado por hallar una salida. Los gritos aumentaron de tono y más puertas se abrieron, cerrándole el paso. Su carrera le llevó de vuelta al pozo, donde le esperaban más hombres y mujeres con antorchas y palos en las manos, y evidente hostilidad en sus rostros. Los esclavos gritaban y le apuntaban con los dedos y de repente el chico se hizo más consciente de su aspecto. Estaba empapado en sangre y llevaba en sus manos una espada igualmente manchada. Si no hacía algo aquella turba terminaría por lincharlo. Gritos más lejanos y el ruido de metálicas pisadas captaron de inmediato su atención. Al parecer algunos de los soldados se encaminaban en esa dirección.
De repente todo le pareció una tontería. Sus ansias de escapar, sus estúpidos intentos por mantenerse oculto, el plan de Lilan… Nada de esto habría pasado si se hubiera resignado a su destino. Nada habría pasado si se hubiera rendido a la comodidad que había hallado entre las sombras y la seguridad de sus cadenas. Esos pensamientos lo llenaron de desprecio por sí mismo, pero su repentina ira le dio fuerzas para levantar su arma y lanzar una advertencia a los esclavos. No importaba que no entendieran sus palabras, su intención era bastante clara. El corpulento hombre escupió un par de gritos que a oídos de Iohan sonaron como insultos y se abalanzó contra él.
Un repentino y helado viento azotó con terrible fuerza, consumiendo el fuego de las antorchas y obligando a todos a cerrar los ojos. El vendaval era en extremo frío y estremecedor y parecía como si extrañas voces susurrasen desde su interior. Cuando su fuerza disminuyó no había una sola antorcha encendida en toda la fortaleza, dejando que la oscuridad reinase suprema en el lugar. Los hostiles gritos fueron reemplazados por patéticos quejidos y atemorizados semblantes. Acostumbrado a las sombras, Iohan podía verles, pero parecía que los esclavos estaban perdidos en medio de aquellas tinieblas. El chico miró a todos lados en busca de un agujero por el cual escabullirse cuando una silueta pareció emerger de las mismas sombras, lanzándose con espada en mano contra la indefensa turba. Los quejidos se convirtieron en alaridos de horror y en caos cuando los esclavos empezaron a correr en todas direcciones, desesperados por alejarse del monstruo que había caído sobre ellos. Iohan retrocedió unos pasos y le miró con mayor claridad. La capucha le hizo pensar en Lilan, pero esta figura era mucho más alta. Debía ser su compañero, el mago de sombras del que le había hablado.
Aprovechando la oportunidad, el chico retomó su carrera, moviéndose con cuidado entre la aterrada turba y tratando de volver a su camino. Pero los soldados que había escuchado momentos antes le salieron al paso. Los hombres no parecían distinguirle de entre los esclavos que corrían aterrorizados, pero la duda le asaltó por un instante. Eso fue todo lo que la encapuchada sombra necesitó. Antes de que Iohan empezara de nuevo a correr, la silueta cayó sobre los soldados, despachándolos con brutales golpes de su espada o invocando gruesos hilos de oscuridad que los envolvían y parecían tragárselos. Por un instante Iohan le miró con una mezcla de asombro y temor, apretando el mango de su arma y tratando de decidir si debía seguir su carrera o unirse al sombrío hechicero en la batalla. Pero un familiar aroma empezó a esparcirse en el ambiente; un hedor a incienso y a comida putrefacta que llenó de horror al chico. Torem estaba allí.
El príncipe puso todos sus sentidos alerta, mirando a todas partes en busca de su verdugo, cuando el estruendo de un galope reavivó sus esperanzas.
–¡Vamos! –gritó Lilan desde un enorme corcel, estirando su mano.
Olvidándose de cualquier pretensión de sigilo, el chico corrió hacia la montura, tomando la mano de la mujer para subir de un solo salto. Con un fuerte golpe de riendas el caballo reanudó su carrera mientras Iohan fijaba su mirada en la muralla y su enorme barbacana. Pronto todo quedó atrás; la aterrorizada turba; los aullidos de muerte de los soldados; el mórbido sonido de la espada cortando piel y huesos; el horrido hedor de Torem. Todo dejó de importar. Sólo había espacio para una cosa en su cabeza: Escapar.
Las rejas estaban abiertas; el camino estaba despejado; la libertad estaba a unos cuantos pasos. Pero antes alcanzar la barbacana el caballo se detuvo de improviso, alzándose bruscamente sobre sus cuartos traseros. Iohan se aferró con todas sus fuerzas al torso de Lilan, esforzándose por ver qué era lo que les había obligado a detenerse. Pero no había nada allí. El corcel recobró su paso, dio media vuelta y comenzó a galopar de vuelta al centro de la fortaleza.
–¡¿Qué haces?! ¡¿Por qué te detuviste?! –gritó el chico desesperado–. ¡Date vuelta! ¡Tenemos que volver!
Iohan miró hacia atrás, sintiendo como un estremecimiento le invadía con cada paso que se alejaban de las rejas. Casi sin pensarlo saltó de la montura, estrellándose pesadamente contra el suelo. Con el cuerpo marcado por golpes y cortadas y una mirada llena de desesperación, el chico se puso en pie y corrió hacia la salida, decidido a largarse de allí a como diera lugar.
El tiempo pareció correr más lento cuando escuchó un fuerte chasquido metálico proveniente de la barbacana y el rastrillo cayó bruscamente contra el suelo, sellando por completo el paso. Consumido por una creciente angustia el príncipe se arrojó contra los gruesos barrotes, agitándolos con las manos, buscando ansiosamente una forma de pasar entre sus estrechos espacios. Presa de la desesperación gritaba y golpeaba la inamovible reja, desgarrándose los nudillos contra el metal mientras las lágrimas corrían libremente por su rostro. Poco a poco, tras lo que se sintió como una eternidad, las fuerzas le fueron abandonando, sus gritos se fueron apagando y finalmente cayó de rodillas, con su llanto convertido en sutiles sollozos.
Allí, derribado y derrotado sintió vagamente el brillo y el calor de una antorcha que se aproximaba con lentos pasos. Al levantar la mirada se encontró con la enorme figura encapuchada; el compañero de Lilan. A parecer el hombre había sido lo suficientemente hábil como para escapar de Torem. Pero ya no importaba. Ya nada importaba.
–Se acabó –la voz de Iohan se había vuelto rasposa y apagada.
–No, Iohan –dijo la figura con una voz que sacudió todas las emociones en el interior del chico; una voz que despertaba sus más profundos miedos–. Esto es sólo el inicio –el hombre retiró su capucha revelando la enmarañada cabellera, los blanquecinos ojos y las negras venas de Mors Torem.
Iohan no pudo contener la ola de horror, ira, tristeza y desesperación que empezó a correr en su interior; una abrumadora marea de emociones que le sacudió con aún más fuerza cuando Lilan se paró a un lado de su verdugo, mirándole con una fría sonrisa.
–Lo hiciste bien, Lilan –reconoció el brujo sin apartar la mirada del muchacho–. Enviar a esa niña resultó aún mejor de lo que esperaba.
–Su voluntad, mis manos, mi señor –fue la respuesta de la mujer.
Iohan apenas podía creerlo. Sólo habían estado jugando con él. Desde el principio lo único que hicieron fue jugar con él. Le habían hecho creer que podría escapar; habían reavivado una esperanza que creía muerta sólo para despedazarla de nuevo; incluso lo habían empujado a manchar sus manos con la sangre de una niña y todo por un maldito y cruel juego. Torem aún sostenía su ensangrentada espada en la mano y tanto sus ropas como su rostro estaban manchados de rojo. No sólo lo había engañado a él; habían asesinado a esclavos y soldados que nada tenían que ver con todo esto ¿Y todo eso para qué? ¿Qué podía ganar de todo aquello?
–Vuelve a tu lugar –ordenó el brujo a la mujer–. Hanzir no tardará en aparecer.
Con pasos silentes Lilan se escabullo de nuevo entre las sombras, dejando solos al muchacho y su verdugo.
–¿Por qué? –preguntó Iohan en un tono apenas audible.
–¿Disculpa?
–¡¿Por qué?! –el chico alzó la mirada mientras bramaba contra el brujo. Una mirada llena de lágrimas y rencor; llena de todo el odio, el dolor y la angustia que se habían acumulado en su interior durante los últimos meses–. ¡¿Por qué me haces todo esto?! ¿Es una venganza? ¿Crees que yo o mi gente te debemos algo? ¿Es porque Hanzir te lo ordena? o… o… ¿Por qué lo haces? Por los avernos sólo quiero saber… ¿Por qué me atormentas?
El brujo se aseguró de entrelazar sus ojos con los del muchacho antes de contestar.
–Porque lo disfruto.
Aquella respuesta y en especial el tono tan relajado y casual de sus palabras sacudieron algo en el interior del chico.
–Tu dolor es delicioso –prosiguió el siniestro hombre–. Como nunca antes lo había encontrado. Por supuesto no es lo único. Tengo algunos tratos con tu amo, intercambio de favores, de algunos conocimientos arcanos y aunque sé que no lo entiendes, todo lo que ocurrió esta noche fue necesario para ayudarte a romper tu crisálida y liberar tu verdadero ser. Como te lo dije, eres negrura esperando ser forjada. Pero todo eso es secundario. Así que… ¿Por qué lo hago? ¿Por qué te torturo? Bueno la razón principal es esa. Me gusta demasiado tu dolor.
Un involuntario estremecimiento empezó a sacudir el cuerpo del muchacho. Aquello no debía sorprenderle. El tipo había demostrado ser un monstruo en incontables ocasiones; no solo era un maestro para la tortura, sino que era capaz de engañar, manipular y asesinar a sus mismos aliados sólo para seguir sus enfermizos juegos. Conocía de primera mano las atrocidades de las que era capaz, pero en ese momento, al escuchar esa respuesta, no pudo evitar estremecerse.
–Tu dolor es el más puro y exquisito que haya tenido la oportunidad de probar –Torem dejó caer la antorcha al piso y se agachó para tomar al muchacho por la barbilla y obligarle a mirarlo a los ojos. Bajo el apagado brillo de las llamas sus rasgos lucían aún más siniestros e inhumanos–. Siempre tratas de soportar y resistirte. Aunque en el fondo sabes que terminarás quebrándote, siempre te resistes. Pero aunque te quiebras siempre hallas la forma de rehacerte; siempre, de alguna manera, encuentras los medios para levantarte de nuevo… dejando así que pueda volver a quebrantarte. Es algo tan puro y hermoso que me cuesta resistirlo. Lo cierto es que… me estoy haciendo adicto a tu dolor.
Cada palabra era cierta. La pasión con la que hablaba de su sufrimiento, el gozo que obtenía de él, era real. Horriblemente real. Aquel hombre… si es que podía siquiera considerarlo un hombre, era mucho peor de lo que nunca antes había imaginado. Iohan no creía en la maldad. Cuando aún era un príncipe en Mysra había estudiado y conversado con diversos eruditos y había concluido que el bien y el mal eran sólo invenciones de los hombres que no existían en la naturaleza. Pero en ese momento, con los ojos fijos en aquellas blanquecinas pupilas, estuvo seguro de estar mirando a la maldad al rostro.
Este relato está relacionado con los eventos de la serie literaria Lagash, el Colmillo de la Oscuridad
Mi sueño siempre fue la inmortalidad, aunque desconocía que iría unida a la maldad.
Los corazones pueden soportar mucho amor y aún más dolor, pero nunca por un tiempo indeterminado, jamás por algo que dure eternamente. Observé oculta bajo la capa a todos los que pasaban frente a mí, hombres ancianos, campesinos, comerciantes, mujeres y niños, rameras y monjas, ladrones…En aquella plaza, bajo los soportales empedrados que les protegían de la insistente lluvia, caminaban con aparente rumbo desordenado diferentes almas en direcciones diversas.
Todos tenían sus motivos para vivir, conocían de sobra el hambre y el miedo, habían saboreado la dureza de la guerra y descubierto su propia forma de salir a flote. Y en cierto modo todos ellos eran iguales. Se respiraba en el aire el dolor, incluso en las risas de los niños que corrían mirando atrás esperando recibir la orden de refugiarse en sus casas, y en la mirada de las rameras que oteaban la plaza en busca de clientes al tiempo que se contorneaban con sus escasas ropas bajo la mirada de censura de las hermanas, pendientes en todo momento de aquella voz de alarma que las haría salir huyendo.
Y ésas, con sus oscuras túnicas, libres supuestamente de pecado, mirando a veces al cielo jurándose que Aquél era justo y las penurias solo una prueba de nuestro amor por Él. Repartiendo mantas y agua cuando la guerra asolaba las ciudades y las familias se escondían bajo las paredes de piedra sagrada, cuando el murmullo de las oraciones agotaba hasta el aire que allí se respiraba.
Aquellos comerciantes que no eran muy distintos a los ladrones, y a cambio de unas monedas entregaban sus mercancías mientras negaban un trozo de pan mohoso al muerto de hambre que no las tenía. Se movían de un lado a otro en un día cotidiano, ni más afortunado ni más desdichado que cualquier otro, agradecidos simplemente de poder seguir con vida. Parecían buenas gentes, todos tenían un motivo por el que sobrevivir, pero se hubieran matado los unos a los otros si realmente su supervivencia dependiera de ello.
Hipócritas, cínicos y mentirosos. Hombres y mujeres de existencia pequeña, de vidas cortas que les hacían volverse grandes egoístas. No les importaba lo que fuera del mundo si ellos ya no estaban, solo tener el estómago lleno y el cuerpo caliente. Qué sería del mundo, qué sería de todos ellos si sus vidas fueran eternas… Mas ese privilegio y al mismo tiempo esa condena, solo podía concedérsele a unos pocos.
Y yo estaba entre ellos.
En realidad todo ocurrió por error, y nunca debería haber estado allí ni debería haber visto cuanto vi. No solo los calabozos o las cuevas son oscuras, también las almas pueden volverse de tal modo. Aprendí que un hombre nunca es totalmente bueno ni completamente malo, y que incluso viviendo las mismas cosas, dos seres distintos podrían terminar convirtiéndote en almas opuestas. Yo elegí el mal para sobrevivir. La noche que sucedió no había luna, ni viento, ni sonido alguno. No había nada. Debí sentir miedo al acercarme al claro del bosque, oscuro, solitario, un lugar al que nadie tenía permiso para acudir, un sitio que permanecía en sí mismo al acecho, expectante, como si pudiera saltar sobre ti en cualquier momento una horrible criatura legendaria, arrancarte los miembros y comerse tu corazón ante tus propios ojos, asegurándose de sonreírte para que vieras cuánto disfrutaba. Las leyendas horribles que contaban eran suficientes para alejar a todo ser humano de aquellas tierras, pero yo ya no tenía nada que perder salvo mi vida. Y ya no la quería.
Historias de muertos, de lobos sangrientos, de brujas asesinas de niños, no consiguieron alejarme, como el llanto de un bebé ya no lograba conmoverme ni por un instante. Aquel niño de manos pequeñas y piel rosada se haría hombre y mataría a todo el que se interpusiera en su camino. Daba igual que yo acabase con su vida antes o después; para mí no era diferente. Injusto tal vez ante semejante ser indefenso, pero más fácil al fin y al cabo. Y aquella noche yo no tenía ya lágrimas que tragar, los latidos de mi corazón ya no eran nunca más rápidos ni sentía compasión del viejo ni del enfermo. Quizás por eso ocurrió. Tal vez aquella luz extraña que cayó en el claro buscaba un alma muerta que penetrar, un cuerpo portador de la nada que poseer, un espíritu helado sin hogar ni destino que pudiera hacer de su morada. Fue la última vez que sentí dolor, un inmenso desgarro que pareció romper todas las venas de mi cuerpo y congelar la sangre que llevaba dentro. Sangre negra para el alma sombría que yo tenía.
En el centro de mi cuerpo sentí abrirse un agujero oscuro que vació todo lo humano que quedaba dentro, convirtiendo mi piel y mis huesos en el soporte de un ser justo y malvado, una portadora de la justicia insensible, una conductora de almas. Ni al cielo ni al infierno. Al terminar el resplandor, al desaparecer el dolor, no volví a escuchar mis latidos ni a ver a las personas con mis ojos humanos. Nunca sentí por ellos lo que sintieron por mí, ni los amé ni los odié y ellos simplemente me tuvieron miedo. Cuando me acercaba, podía oler el pánico de sus cuerpos mientras el tiempo se detenía exactamente igual que en el claro del bosque aquella noche, ver sus rostros suplicando unos minutos más de vida, aunque fuera rodeados de pobreza y miseria. Parecía que el aire llevaba olor a mí, y sentía que ellos detectaban mi presencia mientras nuestros tiempos en aquel instante se congelaban. Podía leer sus recuerdos, pasando por sus mentes fugazmente mientras se aferraban torpemente a ellos, sus anhelos, aquellas cosas que nunca tendrían, los sueños que no pudieron cumplirse y sus desesperanzas, el pensamiento de los seres que amaban y llorarían su ausencia. Pero yo no podía perdonarles la vida. Como aquella anciana, postrada en su camastro en la choza que olía a orín y a rata, que posó sus ojos en su viejo marido, tembloroso, huesudo y sin fuerzas, conocedor de que él sería el siguiente.
» En la salud y en la enfermedad » -se habían jurado. «Hasta que la muerte nos separe» Y yo, la muerte, al fin había llegado. Y de repente parecía muy tarde y a la vez muy pronto. Ochenta años trabajando los campos de sol a sol, temiendo por la próxima cosecha, huyendo del hambre y del frío, dejándose la vida minuto a minuto, eran demasiados. Pero hoy era el día en que todo terminaba, en el que los ojos se cerrarían para siempre y recibirían mi consuelo con su eterno descanso. Y no sentían que fuese justo. Nunca es justo tener que morir. No lo fue para mis padres, no lo fue para mis hijos que perecieron abrasados en su propia casa mientras los valientes soldados, defensores de reyes, conquistadores de tierras yermas, arrancaban las vidas de aquellos desconocidos que nada les importaban. Les mataron otros hombres semejantes a ellos, hombres que también fueron bebés arrullados con ternura por sus madres, instruidos como caballeros valientes, amados con pasión por sus mujeres. Y algunos llegaron a ancianos. Paridos y criados por féminas lozanas y sonrientes que les amaban, y que no sospechaban que algún día ellos matarían.
Aún sabiéndolo, les querrían de igual forma como madres que eran, aunque ellos le robarían lo más valioso a otros semejantes sin pensar en las lágrimas que brotarían, sin detenerse a recordar quiénes por sus actos morirían en vida. Soy la muerte, buena para nadie y mala para todos ellos. Existo porque así debe ser, porque todo tiene un comienzo y un final en este ciclo perfecto que es la vida, y porque algo o alguien debe decidir poner fin a aquéllos que, si tuvieran el don de la eternidad, arrasarían justa o injustamente con todo lo que compone la vida.
Solo yo soy eterna e inmortal y nadie puede escapar de mí.
En una ciudad costera de la península de Iberia hacia finales del siglo XI.
El frío aire de la noche le golpeó el rostro hinchado al abandonar la taberna. Achicó los ojos hasta reducirlos a meras rendijas y oteó la calle en busca de la mujer. La vio justo doblando una esquina al abandonar la calle principal.
Conocía perfectamente aquellas callejuelas estrechas y mal iluminadas. Parecía que le iba a simplificar el trabajo. Sin demorarse más, se encaminó hacia la calleja subiéndose los calzones de sarga con la mano izquierda mientras con la derecha se apoyaba en el muro de adobe para no perder el equilibrio.
Dobló el recodo con un forzado giro. A lo lejos, entre la penumbra, vio la capa oscura que se alejaba. La noche estaba despejada y las lunas alumbraban lo suficiente entre los aleros de los tejados para mitigar las sombras en aquella vía carente de braseros. A paso ligero la cogería pronto, sin necesidad de correr. No quería espantarla.
El gélido ambiente invernal le estaba despejando rápidamente de los efectos del aguardiente, y sus botas roídas avanzaban cada vez con más firmeza y velocidad. Cada zancada que daba le acercaba un poco más a ella. Pero la condenada, aunque no miraba hacia atrás, parecía querer escaparse en cada esquina.
Era una mujer demasiado enjuta para su gusto. No tenía curvas; ni buenos pechos ni culo abultado se adivinaban bajos sus ropajes. Su rostro tampoco le había parecido muy agraciado, pero sus ojos… Su mirada sí había cautivado su atención. Después de la camarera gorda como una vaca de la semana pasada seguro que la cosa solo podía mejorar. Sentía cómo se iba excitando solo de imaginarse la situación.
Nadie decente caminaba ya por los aledaños del puerto. Una señorita sola, aventurada a esas horas por la ciudad, debía saber que estaba expuesta a grandes peligros. Tanteó el cuchillo que escondía debajo del blusón. No parecía que tuviese que utilizarlo, pero tampoco tenía reparos en ello.
El agua sucia que corría por el embarrado suelo de la calleja se había congelado y le hizo dar un traspié. A punto estuvo de caer torpemente contra la pared. Cuando devolvió la mirada al frente había perdido a su objetivo. Aceleró el paso nervioso hasta el primer recodo y volvió a ver la capa parda alejándose, lenta, pero constante. La impaciencia se apoderó de él y comenzó a acelerar el paso decidido a dar caza a la mujer, que seguía internándose en la telaraña de callejuelas de los almacenes del muelle. Debía hacerlo lo antes posible o llegaría al puerto y ya no tendría oportunidad.
«Seguro que es una furcia. Va bien dada la muy puta si piensa cobrarme por sus servicios. No voy a pagar ni una moneda de cobre. Que no me hubiese mirado así en la taberna. Si por lo menos fuese más atractiva, lo consideraría… ¡Que se dé por pagada si no la destripo!»
Dio los últimos trancos casi corriendo para cogerla del hombro.
─Ven aquí amorcito. Vas a saber lo que es un hombre de verdad ─le dijo en un grosero susurro mientras la empujaba con brusquedad contra la pared.
La mujer quedó con la espalda sobre el muro de madera, aprisionada por el orondo cuerpo del hombre. Una de sus manos le sujetaba por la muñeca y la otra le tapaba la boca.
─Vamos a hacer esto sencillo y rápido, y podrás irte a tu casa antes de que amanezca. Si es que tienes casa. Si te resistes, te dolerá. Si te portas bien, tal vez te deje vivir…
La mujer se quedó inmóvil mirándole a los ojos, sin forcejear demasiado, y sin gritar cuando retiró la mano de su cara para bajarse los calzones y desgarrarle la falda.
─Ya decía yo que eras una ramera. Me gusta más cuando os resistís un poco y chilláis asustadas ─le dijo antes de lamerle la mejilla.
No había terminado el grosero trayecto de su lengua cuando sintió un fuerte dolor en la entrepierna. La mujer le propinó un rodillazo al confiado agresor y le empujó sobre unas cajas apiladas tras él. El hombre se recompuso irguiéndose sorprendido y cabreado.
─¡Te avisé que podía ser por las buenas! ─amenazó blandiendo su cuchillo─. Para lo que te quiero me sirves tanto viva como muerta.
Se abalanzó sobre la mujer con el puñal en alto para ponérselo sobre el cuello y forzarla a obedecer. Lo que recibió a cambio fue otra patada en el estómago que volvió a derribarlo al suelo. Se levantó furioso y dolorido, cambió la empuñadura y se abalanzó sobre ella dispuesto a apuñalarla.
Escuchó a la mujer murmurar en lo que le parecía un idioma extranjero justo cuando estaba armando la hoja. Una luz blanca surgió súbitamente de las manos de la mujer. Sintió como le quemaba el cuerpo y un tremendo impacto que le lanzó sobre el barro calle arriba.
Quedó tumbado sobre la espalda, aturdido, le dolía el pecho con cada acelerada respiración. Levantó la cabeza para ver cómo la mujer se acercaba con pasos muy lentos, hablando para sí cosas ininteligibles. Intentó retroceder sobre sus codos como una sabandija, pero apenas pudo hacer el gesto de intentarlo ante el dolor que le inundaba el cuerpo con cada movimiento. El miedo comenzó a crecer rápidamente en su interior al sentirse inmóvil e indefenso. No tenía ni idea de a dónde había ido a parar su arma.
─¡Dé jame! solo quería divertirme un poco, como todos. No hablaba en serio.
La mujer se acercó sin responderle y plantó sus pies a ambos lados de su cuerpo tendido.
Le agarró del vestido con la intención de derribarla pero apenas pudo cerrar la mano en torno a la tela. De las delgadas manos de ella manaba un fulgor violeta mientras seguía murmurando en tono bajo.
─¡Déjame, por favor! ─imploró como un chiquillo presa del pánico. La situación ya escapaba de su raciocinio pero presentaba malos augurios─. Llévate mi dinero si quieres.
─No es tu dinero lo que deseo ─respondió ella mientras flexionaba las rodillas hasta agacharse lo suficiente para apoyar sus manos incandescentes sobre el pecho del hombre.
Las manos se iluminaron con mayor intensidad. El fulgor violeta se expandió sobre el orondo tronco como si fuese agua. No pudo moverse, no pudo gritar, mientras sus ojos desorbitados estaban atrapados por aquella mirada que le había tentado en la taberna. Sintió su cuerpo temblar mientras se vaciaba, antes de quedar flácido, como un fardo de carne sobre el barro. Sus ojos estaban abiertos desmesuradamente dirigidos a las estrellas del firmamento que se recortaban en las negras siluetas de los aleros de los tejados.
La mujer se puso en pie y estiró sus brazos en dirección a las brillantes lunas. Sentía como la energía recorría su cuerpo. Disfrutó del momento unos instantes, se ajustó la capucha y se arremolinó en la capa antes de desandar los pasos que la habían llevado hasta allí, sin mirar atrás si quiera. Un alma más para acrecentar su poder y un indeseable menos del que preocuparse la ciudad.
Cuando le encontrase al alba un estibador madrugador, llamaría a la guardia que sentenciaría que era otro pobre diablo al que la borrachera bajo la helada le había resultado mortal.
Caminaba con paso tranquilo de vuelta a casa. Había resultado sumamente sencillo esta vez. Provocarle para que la siguiera había sido un juego de niños. Conseguir que no perdiera su rastro por los callejones, ya había sido más complicado; incluso se había tenido que parar en una ocasión para que no girase por la esquina equivocada. Una mirada era suficiente para tentar a un hombre, hacerle perder la cabeza, y hasta su alma.