May 062015
 
 6 mayo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  8 comentarios »

Avazael Luín despertó en una oscuridad negra, más negra que la de las noches cerradas. La horrible pestilencia, como un puñetazo en su refinado olfato, le provocó una oleada de náuseas. Al notar entre los dedos pequeñas formas alargadas que se movían en la viscosidad del suelo, se puso en pie de un salto y se apartó hasta dar contra una pared.

—¡Por el amor de Lorezain, qué asco! —exclamó. Su madre le habría mirado con desaprobación si le hubiera escuchado usar semejante lenguaje. Pero su estricta madre, al parecer, no estaba ahí—. ¡Maldito sea el Leñador!, ¿dónde se supone que estoy?

Sintió la garra del miedo, y antes de darle la oportunidad de agarrarle el corazón, agachó la cabeza e imaginó una bola brillante rodeada de tinieblas. Concentró sus pensamientos en ella y se aisló, de la peste, del dolor, de la confusión, de sus emociones.

Sus sentidos se agudizaron. Fue consciente de cada parte de su cuerpo.

«Tengo el cuerpo dolorido: me han golpeado, no tengo nada roto. No puedo mover las manos: las tengo atadas a la espalda; con una cuerda; de cáñamo. No puedo mover los pies: me han atado los tobillos, y estos a las manos. La oscuridad es demasiado profunda: no estoy a la intemperie. No se oye nada, no corre el aire, no huele a bosque, huele a humedad: estoy bajo tierra. Huele a putrefacción y oigo algo viscoso: el suelo está plagado de desperdicios llenos de gusanos. Oigo una respiración: no estoy solo. Mi voz ha sonado de forma peculiar al hablar: estoy en una estancia pequeña. Es una celda. Estoy prisionero.»
Relatos de Fantasía - Bosque
Todo eso cruzó su mente en un instante.

Una celda.

Prisionero.

El corazón se le aceleró; su cara se perló de sudor.

No podía respirar.

La palabra prisionero le provocó el terror más absoluto. La calma se le rompió y la locura le poseyó. Luchó por liberarse de las ataduras frenéticamente, hasta desgarrarse la piel. Tal era el miedo que tenía a verse privado de libertad, y bajo tierra, nada menos.

Había oído historias de personas que desaparecían en el bosque. Unos decían que habían huido de Loredia, cansados de la vida silvestre; otros que las sombras de la noche se los habían tragado, llevándoselos bajo tierra. No pasaba a menudo, pero a ninguno de aquellos desaparecidos se los había vuelto a ver. «Esas almas perdidas jamás volverán porque los demonios las han arrastrado a los infiernos», decían las viejas.

Al final, exhausto y magullado, Avazael cayó al suelo y se golpeó la cabeza.

Soñó con lo último que recordaba antes de encontrarse en ese lugar inmundo.

Estaba recostado en la rama de un árbol. Le gustaba contemplar el cielo las noches oscuras y despejadas porque, en su soledad, soñaba despierto para huir de la solemnidad de su gente, que le estrangulaba el alma hasta que a veces, literalmente, le costaba respirar. Soñaba que era libre para vagar por el bosque e ir a ver el mar, sin tareas que hacer ni órdenes que acatar.

—¿Otra vez te has escapado? —susurró una voz desde una rama contigua.

Avazael se incorporó con la gracia de un felino al que cogen por sorpresa.

—Bah, eres tú —resopló, dándole poca importancia. Volvió a recostarse—. ¿Otra vez me has seguido? ¿No deberías estar en casa? Dicen que soy una mala influencia para ti.

—Sí, la mismísima yo —replicó, irritada, la chiquilla, frunciendo los labios.

—Oh, disculpe mi grosería, su Altísima. ¿Dónde ha dejado la corona de flores? —ironizó Avazael.

—¡Oiga! Sólo vengo a hacerle compañía, si le parece bien. No podía dormir.

—¿Por qué?

—Por nada.

—¿Otra vez tu padre con sus cuentos?

—Sí —contestó ella avergonzada, bajando la vista.

—Mira que eres cuerva. ¡No existen los demonios!

—Sí que existen. Madre me lo ha dicho. Se esconden en la oscuridad y te cogen el alma por los pies y te la roban. Por eso llena la casa de velas en noches como esta. Dice que el Negro los alienta y que la luz los asusta.

—Claro —respondió Avazael, riéndose con ganas—, y también te sacan el alma por el culo si no te pones de rodillas y les besas los pinreles, que me lo ha dicho el encantador de árboles.

—¡Cuervo! No sé cómo puedes estar aquí tan tranquilo la noche de Gaubelze, con el Blanco cerrado y el Negro ahí, husmeándolo todo. Todo el mundo está encerrado en casa. El bosque está en silencio. Me da escalofríos. ¿A ti no te da miedo?

—Ni a ti tampoco, puesto que estás aquí. Además, a mí el Negro no puede verme.

—Sí que me da. ¿Por qué no puede verte?

—No puede, lo sé. Te puedes quedar, pero sólo si te quedas en silencio. ¿Serás capaz, cuerva?

—Claro, cuervo —bufó ella mientras se acostaba en la rama. Sus ojos relucían azules a la luz del candil que llevaba en la mano—. Qué raro eres.

Miraron un rato cómo brillaban las flores del cielo. Estaba sembrado de ellas, salvo en la zona donde estaba el Ojo Negro. Avazael veía a la chica mirarle de vez en cuando por el rabillo del ojo, lo cual le resultaba tremendamente irritante.

—¿Te vas a marchar, verdad? —preguntó ella cuando no pudo más.

—He dicho que en silencio, y mira hacia arriba.

—Dímelo y me callo; de verdad.

—No. ¿Adónde iba a ir?

Mientes. Lo veo en tus ojos de cuervo. Hoy no brillan. Te quieres ir de Loredia.

—Calla. Serás cuerva —ordenó a la chiquilla sonriendo—. Y mis ojos brillan sólo cuando el Blanco se abre.

—¿Entonces sólo te brillan cuando la sombra se te pone azul?

—No siempre, pero sí —confirmó el hijo del bosque. Desde que nació su sombra se ponía azul cuando el Blanco estaba bien abierto. Por eso le llamaron Avazael Luín, que significaba Sombra Azul.

—¿Me llevarás contigo?

—No te callas, ¿eh? ¿Adónde?

—Donde sea, lejos, a ver el mar.

—Quizá algún día, Ainzara, quién sabe.

—Júralo.

—Si llega el improbable, y feliz para mucha gente, debo añadir, día en que Lorezain se apiade de mí y me otorgue el bendito don de la libertad, prometo llevarte conmigo. ¿Le satisface a su Altísima?

—Y si no que los demonios se te lleven el alma por los pies.

—Y si no que los demonios se me lleven el alma por los pies —repitió Avazael—. ¿Estás contenta ahora?

—Maldito cuervo. Si alguien puede marcharse de aquí, ese eres tú.

—No veo por qué. —Media sonrisa asomó a la parte de su rostro que ella no podía ver.

—Dicen que gracias a ti mataron a ese monstruo que se llevó a Zori y a Eizari.

—No era un monstruo, era una dama, y encantadora por cierto. Fue muy… desconsiderado por parte de Eraiki atravesarle el corazón con una flecha.

—Los chicos dicen que eres un héroe. También dicen que la dama esa te dio su corazón antes de morir. Dicen que era una dama de sangre.

Avazael, al oír esas palabras, no pudo evitar acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo, lo único que quedó de aquella mujer al morir. Su tacto era sedoso.

—Al parecer sólo tuve suerte, y fue cara, porque a mí me encerraron dos decanas bajo tierra mientras a Eraiki lo cubrían de flores. Para concienciarme de lo que había hecho, dijeron.

—Él es un cazador. Tú eres un niño.

—Si yo soy un niño —dijo incorporándose sobre un codo. El hijo del bosque la miró con cara inocente y sonrió con maldad. El contraste resultaba turbador—, ¿tú no serás…?

Entonces Avazael cayó al vacío. O más bien debería decirse que algo le empujó, porque no era tan torpe como para resbalarse sin más. No gritó; lo vio todo como si estuviera fuera de su cuerpo, tranquilamente, como si no fuera él quien se fuera a matar contra el suelo.

Lo siguiente que soñó fue que le estaban arrastrando. Piedras y troncos le arañaban al deslizarse sobre ellos y casi no podía respirar. Había tres siluetas, tres fantasmagóricas y escuálidas siluetas cuya forma de moverse, por alguna razón, no le pareció normal. Los brazos, larguiruchos y borrosos, les llegaban casi hasta las rodillas, acabados en unas manos cuyos dedos se le antojaron demasiado finos. Caminaban encorvadas, arrastrándose. Emitían ásperos lamentos, cual fantasmas, en su deambular.

Una de ellas se giró y le miró. Sus ojos eran amarillos. Antes de que le golpeara la cabeza, Avazael sólo pudo pensar en una cosa: demonios.

Como cualquier oizán, él también había oído los cuentos de niño. Seguramente eran los mismos que le contaba a Ainzara su padre en noches como aquella. Cuentos que aderezaban de un miedo inocente las noches cerradas en las que el Negro se abría para mirar la tierra. «Hay demonios que moran en las partes más oscuras y recónditas de los bosques», decían siniestramente las viejas, «que odian, sobre todo, a los hijos del bosque, incluso más que al resto de los seres vivos, casi tanto como odian la luz.»

Avazael abrió los ojos.

Despertó.

Aunque la oscuridad era densa, supo que estaba rodeado.

Bajo tierra. En aquella tumba.

La sombra del pánico amenazó con abrazarle, pero cerró los ojos e imaginó su bola blanca rodeada de negro y se convenció de que sólo era una pesadilla. Se hizo el dormido. Todo acabaría cuando despertara.

Sus sentidos se agudizaron.

«Gusanos en el suelo: crujen, aplastados bajo pies. Ocho pies: cuatro seres. Piel verduzca, ojos amarillos, brazos largos, uñas afiladas: como en los cuentos. Musgo en la pared. Otro en el suelo, a mi lado: cinco seres. No se mueve, está atado, no chilla: es de los suyos, pero está prisionero. Agua gotea desde el techo. Se chillan unos a otros: no son chillidos, es una lengua, discuten. Hay algo familiar en cómo suena. Uno de ellos es más grande: da las órdenes, los otros le temen. Se mueve. Una patada.»

Todo eso percibió el chico en un latido de su corazón a través del velo de sus pestañas. No queriendo revelar que estaba despierto, endureció el abdomen y recibió la fuerte patada sin que casi le hiciera daño. Después, el demonio, tocándole la mejilla con uno de sus larguiruchos dedos, le susurró algo con la boca llena de babas.

Avazael no pudo evitar que todos los vellos que tenía en el cuerpo —y no eran muchos— se le pusieran como espinas. Sintió que el alma se le removía por dentro, como si se le fuera a los pies. ¿Tendría razón Ainzara? ¿Le estaban robando el alma por los pies? Si así era, era de tener muy mal gusto. Aun así, aguantó con valentía y no se movió. Aunque estaba realmente asustado, se resistía a creer que aquellos seres fueran demonios de los bosques salidos de los cuentos, por mucho que su piel verdosa y sus ojos amarillos encajaran perfectamente con la descripción que se solía dar en ellos.

Las deformes figuras se marcharon, dejando, antes de irse, dos cuencos en el suelo, y propinando una brutal patada al otro prisionero, quien jadeó al quedarse sin resuello.

Se oyó el sonido de la puerta de la celda al cerrarse.

Avazael se incorporó rápidamente y se desató los pies, pues había tenido tiempo más que suficiente para librarse de las ligaduras de las manos mientras se hacía el dormido. Para su sorpresa, se dio cuenta de que veía bastante bien en la oscuridad. Comprobó que la puerta de la celda, hecha de palos de madera anudados fuertemente entre sí formando una suerte de cuadrícula, estaba bien cerrada. No tenía su talega. Su gema roja, sin embargo, seguía en el bolsillo.

«Ainzara… ¿Qué ha pasado? ¿Te han cogido a ti también?», se preguntó.

No se le pasó por la cabeza probar lo que había en aquellos cuencos fabricados con cráneos. El otro prisionero no pensaba lo mismo, porque se arrastraba por el suelo intentando meter la boca en uno de ellos. El oizán, lleno de repulsión, se apiadó de él y se lo acercó con la punta del pie. La estampa del monstruo devorando aquella inmundicia mientras se retorcía en el suelo le hubiera hecho vomitar de haber tenido algo en el estómago.

—A saber qué eres —pensó en voz alta.

—Jastajalo —susurró la criatura para sorpresa de Avazael.

—¿Puedes entenderme?

—Ja.

—¿Eso es un sí?

—Ja —dijo el monstruo moviendo la cabeza arriba y abajo. El chico sintió una súbita y absurda alegría.

—Por las flores de Lorezain, qué ser más… grotesco —blasfemó.

Inmediatamente se avergonzó de sus palabras al apreciar el reproche que se reflejó en los ojos inyectados en sangre del prisionero, de expresión tan humana como la de los suyos propios. Por desagradable que fuera aquella criatura, era evidente que tenía sentimientos.

—Oh, tendrás que disculparme —dijo en el tono de ironía que siempre se le escapaba cuando estaba nervioso y que en tantos problemas le metía entre los suyos—. Estarás de acuerdo conmigo en que este no ha sido el mejor recibimiento que uno pueda desear, así que estoy un poco… cómo decirlo… indignado, sobrecogido, eso es. Perdona si eso se refleja en mi lengua.

Avazael dudaba que le hubiera entendido porque había hablado bastante rápido, pero supuso que aquella mueca siniestra llena de dientes negruzcos era lo más parecido a una sonrisa que podía emular aquel ser lastimoso, así que, hablando más lentamente, le agradeció el gesto:

—Oh, qué amable por tu parte. Así que eres… ¿un jastajalo, has dicho?

—Jas-ta-ja-lo —repitió la criatura, deteniéndose en cada sílaba, en aquella lengua que parecía una mezcla entre lentos gargajos y lamentos agónicos, parecido a hablar con la boca abierta a más no poder y llena de un amasijo de hierba mientras te pinchan el culo con unas zarzas.

—Jastajalo, muy bien. —Avazael se acuclilló delante de él para verle la cara mejor. Le dolió todo el cuerpo. Mentiría si hubiera dicho que los ojos amarillos de negras pupilas, surcados por decenas de minúsculos ríos rojos, no le sobrecogieron.

—Jas-ta-ja-lo.

—Jastajalo, sí. ¿Eres un demonio?

—Jo. —La criatura hizo que no con la cabeza.

—¿Eso es un no?

—Ja.

—¡Lo sabía!, los demonios son cuentos de viejas. ¿Y cómo te llamas, jastajalo?

—Ja-nnnaaj.

—¿Janaj?

—Ja.

—Oh, muy bello. En vuestra lengua todo suena como si fueras a escupir. ¿Por qué te tienen prisionero? ¿No eres uno de ellos?

—Ja —afirmó el jastajalo. Después se quedó en silencio mirando atentamente al hijo del bosque.

—Oh, por favor, no me abrumes con tanta palabrería, Janaj —resopló—. Ten piedad, por lo que más quieras.

La criatura se convulsionó en el suelo mientras gemía cómo si le estuvieran clavando astillas bajo las uñas. Al parecer lo que hacía era reírse.

—Na kaa matá amamajá —dijo.

—Na kaa matá amamajá —repitió Avazael.

—Ja.

—Ah, claro, es natural.

—Ajo lal bajca.

—Ajá, ajá, por supuesto.

Desde tan cerca, Avazael se dio cuenta de algo.

—Disculpa, ¿te importaría abrir la boca?

El jastajalo le miró con suspicacia.

—No, tranquilo, no voy a hacerte nada. Lorezain me libre de meter mi mano en ella. ¡Por las flores del cielo, qué afilados son! Tienes dientes de cocodrilo, literalmente. Sólo será un momento. ¿Puedo mirar?

El jastajalo abrió la boca, y Avazael pudo ver que la criatura la tenía cubierta de cicatrices por dentro. Prefirió, por su bien, no fijarse en los dientes, pero la lengua, la garganta, la campanilla, las encías, todo, estaba como si le hubieran abrasado desde dentro. Se le puso el vello de punta.

—¡Por las raíces de Zuhadia —masculló horrorizado, llevándose una mano a la frente—, qué salvajada! Claro, por eso hablas así. Te han quemado por dentro. Anda, repíteme lo de antes, si eres tan amable.

—Jas-ta-ja-lo.

De repente Avazael fue consciente de las sutiles diferencias en la posición de la boca del desgraciado al pronunciar una y otra jota. Repitió sus palabras, imitando esas posiciones. Se sintió un poco estúpido, pero sabía por experiencia propia que había veces en la vida que uno tenía que hacer el imbécil:

—¿Das-ta-ra-lo?

—Jo.

Observó que había diferencia también entre las aes.

—No. ¿Des-te-rra-lo?

—Jas-ta-ja-lo.

—¿Des-te-rra-do?

—¡Ja!

—¿Desterrado? ¿Eres un desterrado?

—¡Ja! —rió siniestramente el pobre desterrado, feliz de que el oizán le comprendiera.

—Jo a-ja an a-jo lal baj-ca. An aa-jan.

—Yo a-ra un i-jo dal basca. ¡Yo era un hijo del bosque! ¡Un oizán! —tradujo, entusiasmado, Avazael. Entonces comprendió el significado de las palabras y, aterrado por lo que implicaban, exclamó—: ¡¿Qué?! ¡Eso es imposible!

—Ja.

Avazael, a escondidas, había oído hablar una vez de los desterrados. Lo poco que sabía de ellos, tratándose de un tema del que nadie hablaba abiertamente, pues los desterrados eran una vergüenza que se borraba de la historia y del recuerdo de las familias como si nunca hubiesen existido, era que cuando un oizán traicionaba a los suyos se le desterraba y jamás se le volvía a ver. Era condenado a vagar fuera de los bosques. Después de eso, los desterrados se convertían en seres carentes de piedad.

La fuerza de aquel descubrimiento le dejó tan aturdido que tuvo que apoyarse contra la pared. Respiraba como si acabara de echarle una carrera a la estúpida de Nekazaria y empezó a marearse. Huyó, tambaleándose, del mentiroso monstruo, que se arrastraba por el suelo tratando de acercarse a él.

Al final, con mucho esfuerzo y pasado un buen rato, se calmó.

Danari, pues así se llamaba en realidad Janaj, insistió en que hacía muchos años —no sabía cuántos— había sido un hijo del bosque. Traicionó a su pueblo —no dijo cómo— y por ello fue condenado al destierro. Le dijo que antes de echar del bosque a un desterrado le obligaban a beber la savia de Koenzu, el árbol de los muertos. Ese veneno, si sobrevivía a él, le cambiaba para siempre. Primero un infierno le abrasaba por dentro, después los ojos se le ponían amarillos y la piel, pálida como la muerte, se volvía verdosa. No siendo bastante todo eso, desde entonces cualquier luz, por pequeña que fuera, le quemaba como si fuera fuego, así que estaban condenados a refugiarse bajo tierra, en la oscuridad profunda. Eso es lo que hacían los piadosos oizán a sus condenados.

Avazael escuchó lo que hacía su gente con aquellos que habían quebrantado la ley del bosque, hechizado y aterrorizado por cada palabra que traducía de la carbonizada garganta de Danari. No los mataban, no los apresaban, simplemente los envenenaban, desterrándolos para siempre haciendo alarde de una crueldad inhumana.

Los desterrados, tras incontables años en la oscuridad, se habían convertido en una tribu salvaje y cruel, cuyos padres eran capaces de matar a sus propios hijos si se sentían contrariados. Danari acabó quebrantando también la ley de los desterrados: no había querido matar a su esposa por haberse negado a yacer con el jefe la tribu, lo cual era su deber.

Todo esto, que parece quizá poca cosa, tardó días en leerlo Avazael de la lengua de Danari. Días según supuso, porque no tenía forma de medir el tiempo en aquella perpetua oscuridad. Conforme entendía más y más palabras, el hijo del bosque se fue compadeciendo cada vez más de la suerte de los desterrados, y en particular de la de aquel despojo viviente. A la vez, su corazón vio nacer un nuevo sentimiento: el rechazo hacia su pueblo por demostrar semejante brutalidad.

—Lo siento, todavía no me atrevo a desatarte —le dijo a Danari cuando insistió por trigésima vez que le quitara las cuerdas. Quién sabe si, impelido por el hambre, el desterrado quería hincarle el diente. Aquellos dientes negros y afilados no ayudaban.

Avazael se negó a comer lo poco que les traían. Se alimentó del limpio musgo que crecía en las paredes; bebió del agua que goteaba del techo. Su sabor le recordó al de las aguas de una laguna en la que había unas ruinas sumergidas, lejos de Loredia.

Aquel alimento era insuficiente para hacer los trabajos forzados a los que le sometían. Cavaba en la roca viva durante horas, hasta la extenuación. Si no le gustaba a su vigilante cómo lo hacía, le llovían latigazos. Cavó día tras día, decana tras decana, mesana tras mesana.

Y así Avazael se fue pareciendo cada vez más a una sombra, todo huesos y tendones, convencido de que aquella pesadilla era la realidad y que su vida anterior había sido un sueño. Con el ánimo cada vez más agotado, y preocupado por las ganas de quitarse la vida que tenía por primera vez, desató a Danari. Si decidía comerle, lo cierto era que le daba igual. Al menos así acabaría con la terrible agonía de aquella existencia de esclavo. Aunque no había podido acercarse a ninguno, había visto a otros hijos del bosque en los túneles donde le llevaban a excavar, y si el destino que le esperaba era quedarse calvo y achaparrado como un engendro tuberculoso, mejor acabar cuanto antes.

Le pareció que pasaban años. No vio ni rastro de Ainzara entre los esclavos por más que lo intentó. Lo único que le servía de consuelo —y no mucho— era acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo. Era lo único que recordaba que su vida anterior había sido real.

—Escapamos —dijo el desterrado un día, mirando hacia arriba, en la lengua que Avazael entendía sin dificultad después de tantísimo tiempo. Los ojos amarillos le brillaban de euforia—. Hoy abierto el Negro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Avazael sin ganas, tirado en un rincón.

—Siento —contestó enigmáticamente el desterrado.

—Lorezain sabe que daría lo que fuera por irme —susurró sin entusiasmo. Hasta mover las pestañas le costaba esfuerzo—, pero ¿a dónde vas a ir? Morirás cuando salga el sol, si es que no te mata la luz de las flores del cielo.
Relatos de Fantasía - Bosque
—Encontrado nuevo entramado de túneles. Tú sabes, tú estar allí. Ruinas subterráneas. Meternos en los túneles. Desterrados celebran que el Negro mira la tierra. Tenemos oportunidad.

—Claro.

—Hablar serio.

—Nos matarán si nos descubren —aseguró Avazael. Después tosió. Hacía días que una tos desgarradora le quemaba por dentro.

—Si no vamos tú morir aquí.

Avazael decidió echar a suertes si se movía o no. Si alargaba la mano desde donde estaba para sondear el suelo lleno de desperdicios y encontraba algo que le pudiera servir para forzar la cerradura, lo consideraría una señal divina. Alargó el brazo que no usaba para apoyar la cabeza y tanteó.

Algo duro resaltó entre el limo.

Era un huesecillo duro y afilado, a saber de qué criatura.

Enseguida encontró un segundo.

Se levantó penosamente y, como se había prometido a sí mismo, hurgó en la cerradura de la puerta con las puntas de ambos huesos. En menos que canta una flor de la mañana la cerradura se abrió con un “clic”.

—Abierta —dijo.

—¿Por qué tú no abrir antes?

—¿Para qué? Hay tantos desterrados que hubiera sido imposible escapar.

Danari, anonadado, se apresuró a asomarse al corredor.

—Vacío. Te digo, hoy fiesta.

Salieron en silencio, moviéndose con tanto cuidado como una nodriza dejando dormido a su bebé.

Gracias a que el desterrado conocía bien la guarida y el comportamiento de su gente, avanzaron sin ser vistos hasta que, cuando estaban a punto de alcanzar la entrada de los nuevos túneles, un desterrado les vio. Llegados a este punto lo mejor que podían hacer era correr, así que avanzaron como si les persiguiera el demonio más hambriento de los seis infiernos. El desterrado, despojo maltrecho, cojeaba. El oizán, esqueleto viviente, sentía que se tragaba un hierro al rojo vivo cada vez que respiraba. No iban muy deprisa que digamos.

Paso a paso, latido a latido, el alma de Avazael se reavivó ante las ansias de libertad. Conforme su alma se encendía de determinación y su sonrisa se ensanchaba, sus pies se hicieron más livianos, hasta que pareció volar sobre el suelo de aquella gruta tenebrosa.

Danari tuvo que gritar para hacerle saber que no podía seguir su ritmo. Al fin y al cabo, el desterrado, aunque no sufría una tos abrasadora, tenía una constitución mucho menos ligera. El hijo del bosque, sin que sirviera de precedente, le cogió por una de las manos raquíticas y tiró de él, no sin antes suspirar de puro bochorno y preguntarse por qué Lorezain le ponía en ese tipo de situaciones. Seguramente lo hacía para divertirse un poco, y no podía culparla por ello, la verdad. Ambos se perdieron en aquel laberinto de piedra.

De repente se encontraron en un pasadizo sin salida.

Dieron media vuelta.

El peligro erizó la piel de Avazael.

La mirada amarilla de la muerte les observaba.

Dos desterrados se abalanzaban sobre ellos.

Uno de ellos, con un pico alzado, se lanzó sobre el muchacho gritando como un poseso.

—¡No! —gritó Danari desesperado, intentando ponerse en medio al ver que iban a matar al que se había convertido en su único amigo.

Avazael estaba sin aliento y esquivó el golpe con torpeza, recibiendo un corte en el costado. La sangre empezó a empaparle los andrajos que usaba por ropa.

El oizán notó que un súbito calor comenzaba a treparle por la pierna. Al mirar vio que su pantalón ardía con una luz rojiza. Manaba de uno de sus bolsillos. Atónito, rebuscó en él y sacó la gema manchada de sangre, que palpitaba como si fuese un corazón.

Los desterrados empezaron a gritar y se llevaron las manos a los ojos. Su piel verduzca humeaba, llena de ampollas.

—¡Vamos, ahora! —gritó a Danari, tomándole de la mano y arrastrándole al otro lado del corredor. El desterrado también se estaba quemando, pero no había tiempo para preocuparse por eso ahora. Corrió delante de él, esperando que su sombra le protegiera.

—¡Arggg! —chilló de dolor Danari mientras corría a ciegas, dando traspiés.

Tras salir de allí, el oizán limpió rápidamente la gema y la guardó, convertida de nuevo en una piedra normal.

Después de vagar durante horas, encontraron una losa que parecía una puerta, llena de extraños símbolos. Asombrosamente se abrió sin dificultad. Tras ella había un subterráneo que Avazael conocía bien porque había estado castigado ahí en numerosas ocasiones. Se suponía que aquel sótano no tenía salida. ¡Estaban bajo la ciudad de Loredia!

El muchacho tuvo entonces una extraña sensación de alarma. Sintió que un peligro le amenazaba por la espalda. Se giró rápidamente y vio que un desterrado, apostado en el fondo del corredor, soltaba la flecha con la que le estaba apuntando.

La saeta voló rauda. A Avazael, sin embargo, le pareció que iba tan lenta como una hoja cayendo del árbol. A pesar de que creía disponer de todo el tiempo del mundo, descubrió que no podía moverse a la velocidad de sus pensamientos, que le decían que se echara al suelo o que se tirara contra la pared.

—¡No! —chilló el desterrado.

En el último instante, cuando la flecha iba a atravesarle el pecho sin ninguna duda, Danari se interpuso en su camino. La flecha se le clavó en el brazo lleno de ampollas.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Avazael anonadado.

—Veneno. Yo inmune —contestó.

—Gracias —dijo Avazael, apretándole el hombro en señal de agradecimiento.

Recuperada la normalidad en el transcurrir del tiempo, el hijo del bosque se lanzó contra la losa de piedra. La puerta, que era fácil de empujar desde el otro lado, era casi imposible de mover desde este. Impulsado por una fuerza que no creía que tuviera, y con ayuda de Danari, consiguió cerrarla justo cuando el enemigo casi había llegado hasta ellos.

—¡A mí la guardia! —gritó como un poseso al apuntalarse contra la losa, presa de acuciante desesperación. Acto seguido rio histéricamente, sintiendo una breve punzada de placer. Siempre había querido decir eso.

El enemigo empujaba con fuerza. Si abría la puerta estaban perdidos, y no había pasado por todo aquello para perecer en las raíces de su casa, bajo ningún concepto.

No tardaron en acudir los guardias del bosque, cuyos ojos casi se les salieron de la cara al verle allí acompañado de un desterrado.

Danari se puso a gritar. Su piel humeaba y se inflaba de ampollas otra vez. Avazael se le echó encima.

—¡Apagad las antorchas! —gritó—. ¡La luz le quema!

Se habían salvado.

Bueno, Avazael se había salvado, porque en cuanto los hijos del bosque supieron, horrorizados, el regalito que les había traído, Danari se convirtió otra vez en prisionero. De nada sirvió que intercediera en su favor. Ni tras explicarles todo lo que había pasado estuvieron dispuestos a renunciar a someterle a juicio, y el oizán sospechaba lo que eso significaba: su muerte. Por eso, una vez le dieron un remedio para la tos y hubo saciado su apetito como si no hubiera un mañana, decidió incumplir la ley del bosque.

Lo hizo esa misma noche.

—¿Dónde vas, cuervo? —preguntó una voz infantil.

—¡Ainzara! —exclamó al abrazar a la chiquilla. No había cambiado mucho en los años que había estado preso; tan sólo había crecido un poco. Avazael aún no asimilaba que hubieran pasado años desde que le capturaran—. Pensé que te había pasado algo. No podía creerlo cuando me dijeron que estabas bien.

—Vi cómo la noche se te llevaba. Lo reconozco: me asusté tanto que no pude ni moverme —confesó abatida—. Todo el mundo te buscó, pero no te encontraron. Pensé que te habías ido sin mí.

—Mira que eres cuerva —rió Avazael lleno de alegría, revolviéndole el cabello.

—¡Qué delgado estás! ¡Y tu cara! ¿Y ese vendaje? No pareces tú. ¿Dónde vas vestido así? —indagó Ainzara, mirándole con suspicacia—. Conociéndote no vas a hacer nada bueno.

—Márchate y no hagas preguntas —contestó muy serio—. No te conviene saberlo.

—¡Jo, yo puedo ayudar! ¡Te demostraré que no soy una cobarde!

—¡No! ¡Márchate! ¡Ahora! —susurró a gritos Avazael mientras miraba a todas partes, comprobando si había alguien en los alrededores.

—¡No quiero! Voy a ir contigo —sentenció ella convencida.

—¡Escúchame! —exclamó Avazael, cogiéndola de los brazos y zarandeándola con urgencia. Ainzara abrió los ojos, dolida y sorprendida. La cosa era seria. Las consecuencias de lo que iba a hacer podían ser desastrosas y no quería implicar a la chiquilla—. ¡No vas a venir, ¿me oyes?! Vas a dar media vuelta y, sin decir ni una palabra, ¡ni una!, ¿entiendes?, te irás a casa.

A Avazael se le clavó en el corazón la mirada de rencor que le lanzó Ainzara. Después la chiquilla se soltó de un empellón, dio media vuelta y se fue en silencio, cabizbaja y con los puños apretados.

«Mejor que se vaya dolida y enfadada que permitirle correr este riesgo. Espero que algún día me perdone.»

Llegó a la puerta del subterráneo que usaban como calabozo, el mismo que usaban como zona de castigo. Como sospechaba, había un guardia apostado en la entrada. No hacían falta más porque Danari no podía salir de allí sin que las estrellas le hicieran arder como una antorcha.

Avazael conocía al guardia y no le caía bien. Se llamaba Zuroa y era un tipo de lo más estirado que alardeaba de ser un imán para las damas cuando no estaban presentes, lo cual era de lo más inapropiado.

Sacó de la talega un trozo de papiro y escribió con la letra más femenina que pudo emular:

Aunque sé que estas palabras no son propias de una dama, no puedo evitar seguir el camino que mi corazón me obliga a tomar. Late por usted y sólo por usted, mi señor Zuroa. Le espero a la vuelta de la esquina, escondida en las sombras del jardín. Le ruego que no le cuente a nadie nada de esto, de lo contrario mi corazón, que late tan violentamente bajo mis senos ahora mismo, expiraría de vergüenza.

La Dama de las Sombras.

Tras reprimir una risita, anudó el papel a una piedra y la lanzó con un tirachinas. ¡Bingo! Le dio en todo el casco. Sólo por ver la cara que puso el desvergonzado al leer la nota, merecía la pena todo el riesgo que estaba corriendo.

Zuroa miró alrededor, buscando el origen de la piedra. Fue paseando lenta y disimuladamente hacia la esquina más cercana y, en cuanto comprobó que nadie le veía, desapareció tras ella. Avazael corrió como un conejo, abrió la puerta con un utensilio de su invención que él llamaba “la llave maestra” y se metió en el calabozo.

—¿Danari?

—¡Avazael! —exclamó incrédulo el desterrado, emergiendo de un rincón. El chico sintió pena al ver de nuevo el triste aspecto que ofrecía el desgraciado—. ¿Dejan visitarme? Yo morir, ¿verdad?

—Tsss, calla. No hay tiempo. He venido a ayudarte a escapar.

Danari mostró los negros dientes al sonreír con aquella mueca suya tan siniestra. Al hijo del bosque le resultó preocupante que le inspirase ternura.

—Pero quemo si salgo fuera.

—Ven. —Echó a andar—. Volveremos a los túneles por los que entramos. Encontraremos otro sitio por el que escapar.

—Está cerrado. Oizán derrumbar y llenar de raíces nuevas —afirmó el desterrado.

—¡Maldita sea! Está bien, sígueme y haz lo que te diga. Guarda silencio.

El desterrado siguió a Avazael en la oscuridad hasta la entrada del calabozo. Para su desgracia, Zuroa ya había vuelto a su posición y releía la nota ensimismado, seguramente preguntándose quién debía ser la exuberante dama que la había escrito. Avazael cubrió a Danari con la manta más pesada que había logrado encontrar y abrió la puerta en silencio. De un golpe seco que le propinó con el arco, dejó al guardia tieso como una estaca.

—Lo siento —susurró—. ¡Danari, dame la mano y corre!

La manta funcionó, porque el desterrado no ardió. Corrieron hacia el bosque, donde Danari tropezaba a menudo al avanzar totalmente a ciegas. Lo llevó a la entrada de una gruta que había descubierto tiempo atrás, cerca de la laguna donde solía ir a cazar luciérnagas. Allí dentro, ya lejos de la luz del cielo nocturno, le quitó la manta.

—Hasta aquí hemos llegado —comenzó a despedirse Avazael con la voz acongojada. Había pasado tanto tiempo con él que no se había dado cuenta del cariño que le había cogido—, ahora debemos separarnos. Esta gruta es muy profunda. No sé hasta dónde llega. Aquí estarás bien. Hay ratas y bichos de esos que a ti te gustan.

—Gracias. Tú salvarme —dijo Danari, cogiéndole la mano. Cuando la separó, le había dejado en ella una semilla verde y negra.

—¿Qué es esto?

—Semilla mágica. Plantar hoy, en noche…

Sonó un chasquido. Un líquido fétido salpicó la cara de Avazael y se quedó paralizado, sin comprender lo que veían sus ojos.

Danari se desplomó como un fardo.

No dijo nada más.

Nunca lo diría.

Una flecha acababa de atravesarle la cabeza.

Avazael se quedó allí plantado, con la mano que sostenía la semilla abierta.

—¡Ahí están! ¿Le he dado? Está muy oscuro —susurró una voz.

El oizán cayó de rodillas ante el cuerpo de Danari. Sus ojos vacíos le miraban. Le acarició el rostro con mano temblorosa. «Qué feo es, el muy canalla.»

—Sí, ya los tenemos —respondió otra voz.

Una lágrima se le desprendió del ojo cuando los guardias lo alzaron en vilo y se lo llevaron. Sus piernas no le sostenían. A Danari lo dejaron ahí como si fuera una rata muerta.

Un gentío se había reunido delante del calabozo ante la expectativa de ver a un desterrado. Entonces uno de los guardias dijo algo que arrancó de cuajo a Avazael del vacío donde se hallaba y lo arrojó a las ascuas de la cólera sin piedad:

—La pequeña tenía razón —le dijo al capitán—. El chico le estaba ayudando a escapar.

—¿Y el desterrado?

—Muerto.

—¿Qué chica? —preguntó con un hilo de voz Avazael, parpadeando por primera vez desde que lo habían capturado.

—¿Qué?

—¿Qué chica?

—Ainzara. Gracias a Lorezain que nos avisó de que ibas a ayudar a huir al prisionero.

Entonces la vio, al lado de su madre, entre la gente, con expresión de arrepentimiento. La niña rehuyó su mirada cuando sus ojos se encontraron.

Presa de la ira enfermiza que nace de la semilla de la traición, Avazael se desasió de los guardias y se lanzó hacia ella; sus facciones deformadas por la rabia.

—¡Sucia traidora! —gritó fuera de sí, cada vez más cerca de la chiquilla, quien mudó su expresión de pena por una de terror.

Los guardias reaccionaron y fueron tras Avazael, pero corría tan rápido como un soplo de viento. Nadie era capaz de cogerle. Por fortuna para todos, el capitán lanzó certeramente unas boleadoras que se enrollaron en las piernas del muchacho, haciéndole caer al suelo. Los guardias le alcanzaron.

¡Que los demonios te arrastren al infierno! —le chilló a la niña echando saliva por la boca—. ¡Ojalá no te hubiera conocido nunca! ¡Traidora del infierno!

Ainzara lloraba agarrada a su madre, entre espasmos e hipos, completamente aterrorizada al ver así al muchacho risueño y bondadoso que siempre había sido Avazael. Todo el gentío estaba en silencio, estupefacto ante las duras palabras que, como púas afiladas, el joven escupía.

Le arrojaron al calabozo sin contemplaciones. Antes de que se cerrara la puerta, sólo acertó a ver, entre la gente, las lágrimas surcando el rostro impasible de su madre. Su mirada le hizo sumirse en un silencio sombrío.

No volvió a salir de allí. No hubo juicio. Al menos no un juicio al que él pudiera asistir para explicarse. Lo que había hecho era grave como para merecer un castigo ejemplar, aunque no tanto como para ser considerado traición, para suerte de Avazael.

Recordó a Danari y sacó la semilla del bolsillo. Plantar hoy de noche, le había dicho. Corrió hasta los túneles en los que había visto tierra, eligió el más feo —pues le pareció lo más apropiado para honrar su memoria— y plantó la semilla.

Nadie fue a visitarle. Ni los carceleros le dirigían la palabra. Al cabo de una mesana de encierro estaba tan mortalmente aburrido que hasta pensaba, muy en serio, dejarse inconsciente dándose un golpe contra la pared. Echaba tanto de menos el cielo y el bosque… Su único entretenimiento era la planta, que crecía poco a poco en la oscuridad. Al principio fue un brote. Con el tiempo alcanzó la altura de una amapola, aunque no tenía flor. Después le salió un pequeño capullo, que se infló hasta hacerse del tamaño de un puño. Avazael esperaba que se abriera mostrando una fantástica flor, pero nunca lo hizo, sólo creció hasta que un día empezó a moverse. En un principio pensó que la imaginación le estaba jugando una mala pasada, porque ya llevaba mucho tiempo aislado, pero luego se cercioró de que no era así. El capullo hacía movimientos ondulantes.

Y entonces se abrió.

Pequeñas y repugnantes arañas verdes salieron corriendo en todas direcciones. Primero, dando un grito, se quedó paralizado por la sorpresa; luego aplastó cuantas pudo con los pies. No obstante, eran demasiadas y se movían a una velocidad asombrosa, así que muchas escaparon.

Sospechando que aquello no era muy normal, tuvo el suficiente sentido común para tratar de avisar al guardia. Si le oyó, hizo caso omiso de sus gritos. Avazael no se lo podía reprochar porque, al fin y al cabo, hasta para él resultaba difícil de creer cuando escuchó lo que estaba diciendo. Sonaba realmente patético y desesperado.

Los tres días de encierro restantes casi ni durmió, se dedicó a matar arañas. Acercándose con sigilo dio con algunas y las aplastó sin piedad. Descubrió que otras se habían adherido con fuerza a las raíces de los árboles para sorberles la savia. Eso no le pareció buena señal. Habían adquirido el color y la textura de la madera, lo que las hacía increíblemente difíciles de localizar.

Cuando el último día de su encierro abrieron la puerta, salió disparado como una ardilla que se escabulle de su jaula. El consejero que había venido a liberarle y otorgarle su solemne perdón —algo que se hacía habitualmente tras la conclusión de un castigo severo— no pudo creerlo cuando Avazael pasó de largo, no sólo sin desearle un próspero día, sino sin siquiera mostrar el menor signo de arrepentimiento.

No tardó en dar con la persona que andaba buscando. Oroilora le miró con dureza, alzado el mentón, mientras él recuperaba el aliento. Era evidente que todavía estaba enfadada. El cabello castaño, cubierto de nomeolvides, le caía en ondas sobre los pálidos hombros como una cascada de melaza. Tenía la piel más aterciopelada que la seda de su elegante vestido y sus ojos eran de un verde luminoso, como la hierba recién nacida. Sin embargo, cuando el chico le contó lo sucedido con las arañas, se oscurecieron como la profundidad del bosque. También había otra cosa en sus ojos: decepción, una decepción profunda llena de una ira sorda y peligrosa. Aquella mirada entristeció y asustó a Avazael a partes iguales.

Su madre, en lugar de reprenderle, se marchó a paso ligero sin decir más que una palabra:

—Basenzoa —sentenció; maldición de los bosques.

La maldición de los bosques, o chupa savia, como las llamaban vulgarmente los oizán, eran esas arañas verdes. Avazael se enteró de que era una de las plagas más peligrosas contra las que habían tenido que luchar en toda su historia. Se agarraban a los árboles como garrapatas, confundiéndose con la corteza, y no se soltaban hasta que el árbol al que succionaban la vida moría de agotamiento. Le inyectaban una misteriosa sustancia que hacía que dejara de producir flores y frutos. En su lugar, producía asquerosos capullos verdes de los que brotaban más arañas, que iniciaban el proceso con otros árboles hasta que destruían el bosque. Librar a los árboles de aquellos parásitos era un trabajo arduo, pues requería un concienzudo examen sin el menor error. Y, aun después de estar limpios, había que vigilarlos para erradicar los capullos que seguían produciendo hasta que desapareciera el veneno, cuyo efecto se prolongaba durante días.

Los tres días transcurridos desde que germinara la semilla en el subterráneo habían permitido que una pequeña parte del bosque se infectara de chupa savias, pero, sobre todo, que se infectara el gigantesco árbol que daba nombre a la ciudad, bajo cuyas raíces estaba el calabozo.

Todos los oizán dejaron sus quehaceres habituales para trabajar a destajo en el bosque, sin parar ni para comer o dormir. Hasta los niños ayudaban. Había que detener cuanto antes la infestación, pues cada instante contaba. El tiempo de exposición a aquellos parásitos era directamente proporcional a la dificultad de eliminarlos más adelante. Desgraciadamente, era noche de Gaubelze y no había Blanco, de manera que los hijos del bosque no podrían trabajar con efectividad en cuanto oscureciera.

El corazón de Avazael se desbordó cuando vio, desde una ventana, a su gente desparasitando a Loredia, el gran árbol de las flores. No le dejaron ayudar. Su madre estaba tan colérica que no era capaz de mirarle a la cara. Esto fue lo que le dijo la última vez que le miró a los ojos, antes de dejarle de hablar durante años. Tenía la voz áspera de ira, los ojos al borde de las lágrimas y los puños tan apretados que se clavó las uñas:

No hay castigo lo suficientemente severo para pagar por lo que has hecho, Avazael Luin Oroilore-udazkena, más que el destierro. —Su boca era una línea recta de desaprobación—. Afortunadamente, todavía eres demasiado joven para juzgarte según la ley del bosque, así que he convencido al consejo, en nombre de Lorezain, para que se conformen con privarte de tus raíces, al menos de la mitad de ellas. Eres una vergüenza para los hijos del bosque y mi corazón no ha sido capaz de rebatirles su decisión, aunque sea mi hijo quien ha causado tan funesta calamidad. Me avergüenzo de ti, hijo mío, por haber traído la desgracia a su propio pueblo. Mi pecho es un desierto, seco de paciencia. Ya no puedo tolerar más tu comportamiento. Pronto vendrán a buscarte para llevarte lejos de aquí, al exilio.

Avazael separó los labios para explicarse.

—¡No oses interrumpirme! —tronó Oroilora. Su voz sonó como un trueno en plena tormenta, sus ojos relampaguearon. Avazael no pudo evitar que las piernas le temblasen ante la fuerza de aquella voz. Cuando se calmó su respiración, continuó—: Te llevarán con tu padre. Aún conservo la esperanza de que tenga éxito allí donde yo he fracasado. Deseo que él consiga domar tu corazón salvaje, enderezando el árbol que se empeña en crecer torcido. Hasta que vengan a buscarte, te quedarás aquí, en tus aposentos. No tendrás vigilancia porque estamos ocupados enmendando tus actos. Aun así, a partir de ahora no hablarás con nadie y no atravesarás esta puerta. Adiós.

Dicho esto, Oroilora se marchó, cerrando la puerta con firmeza. A Avazael le flaquearon las piernas y la cabeza le dio vueltas. Cayó sobre su lecho, completamente inerte salvo por los temblores que sacudían su cuerpo.

No supo cuánto tiempo estuvo en ese estado. Cuando volvió en sí, dos guardias del otoño habían venido a buscarle. No se llevó más que su gema roja. Nadie se despidió de él, aunque vio, como en sueños, que una chiquilla se asomaba desde detrás de una esquina con los ojos entrecerrados, como diciéndole: «Lo sabía, te marchas sin mí. Lo juraste. Tú también eres un traidor, así que ahora estamos en paz.»

Los hijos del otoño que lo escoltaban se miraron entre ellos, preguntándose qué habría hecho un chico tan joven para recibir semejante trato, pero no preguntaron.

La fruta de oro caía tras el horizonte, ya madura, cuando partieron. Tras galopar un rato, la cadencia hipnótica de los cascos de los caballos le ayudó a relajarse. Los ojos le escocían de no parpadear. Era como si estuviera en una pesadilla de la que no podía despertar. Sencillamente no se lo podía creer. Si bien era cierto que en el fondo nunca había encajado del todo entre su gente, había aprendido a apreciarlos tanto como apreciaba el bosque. Los amaba. Era el único hogar que conocía y lo había perdido. Ya no había marcha atrás. Iba de camino a la ciudadela de los hijos del otoño donde vivía su padre, al pie de las montañas, y no sabía si volvería algún día, o si su madre y su pueblo podrían perdonarle.

Mientras se alejaban, se despidió de todo: árboles, riachuelos y manantiales, animales y plantas. El Ojo Negro emergía tras el bosque, abierto. Entonces Avazael pensó en Danari y sus ojos se abrieron como flores del alba.

Tuvo una revelación.

Los cabos sueltos se ataron en su mente.

Como hilos de una telaraña.

Su memoria repitió, sonido por sonido, con precisión absoluta, la conversación que los desterrados mantuvieron en la celda cuando lo capturaron y él se hizo el dormido, solo que ahora podía entenderla:

—¿Funcionar plan, seguro? —había dicho un desterrado, mirando a Avazael.

—Si Malzur decir que funciona, funciona —había chillado el desterrado más grande, amenazando con el puño, presto a dejar claro que no se contradecía lo que decía Malzur. Los otros desterrados se amilanaron al instante.

—Sí, sí. Dejar juntos hasta pronto nueva noche de Ojo Negro. Luego dejar escapar —les recordó un tercer desterrado, de carácter más tranquilo—. Dejar escapar y atacar, así no sospechar. Hijos del bosque capturar y semilla florecer, hacer trabajo. Vigilar. Cuando hijos del bosque ocupados, atacar por sorpresa en noche de Gaubelze.

—Matar, esclavizar a todos —chilló el enorme desterrado, lleno de una ira asesina, mientras se pasaba la lengua por las cicatrices que le hacían de labios—. Oizán nuestros.

Fue entonces cuando el desterrado pateó a Avazael y le rozó la mejilla mientras susurraba:

—Una vez hecho tu trabajo, yo buscarte y comerte. Prometo.

Después dejó los cuencos en el suelo y, para dar más realismo a la situación, regresó y pateó también a Danari:

—Cuidado buru, patada —anunció.

¡Danari le había engañado!¡Todo había sido un plan de los desterrados desde el comienzo! Nunca había sido un prisionero. Los habían puesto en la misma jaula para que confraternizaran con el tiempo y escaparan juntos, y que así Avazael confiara en él.

Una enredadera de espino venenoso se enroscó en su corazón.

El azul de su sombra se encendió.

Aunque ni siquiera era de noche.

Aunque en el cielo no hubiera ni rastro del Blanco.

Avazael, de vuelta en el presente, gritó a los guardias que detuvieran los caballos. Le miraron y se negaron a obedecer. Seguían órdenes estrictas. Al hijo del bosque sólo se le ocurrió dejarse caer del caballo en pleno galope para obligarlos a parar. El golpe lo dejó sin respiración y, tras varias vueltas sobre la hojarasca, quedó tendido en el suelo. Incrédulos, los guardias se detuvieron y se acercaron a él para comprobar si estaba entero. Avazael no perdió ni un segundo y les contó lo que iba a pasar. Los guardias abrieron los ojos desmesuradamente, alarmados. Se miraron con sus ojos tostados, dudando sobre lo que debían hacer, y si debían confiar en la palabra de un joven condenado al exilio.

—¡No hay tiempo! —les gritó Avazael, desesperado.

—¿Cómo sé que no mientes para evitar el exilio? —preguntó uno de los guardias. Había una peligrosa amenaza latiendo en su mirada.

—Juro por Lorezain, diosa de los oizán, jardinera del árbol del mundo, que sólo hay verdad en mis palabras —sentenció firmemente Avazael. La determinación encendió sus ojos—. Si no me creéis, que uno de vosotros me lleve a la ciudadela y el otro regrese a Loredia a poner sobre aviso a mi gente. ¡Vamos, decídete ya! ¡Eguze se está poniendo y los desterrados podrían atacar en cualquier momento!

Los últimos rayos de luz se filtraron entre las ramas e impactaron sobre Avazael, proyectando su larga sombra sobre el suelo. El guardia se quedó atónito cuando vio los remolinos azules flamear en ella.

—Está bien, así lo haremos, pero si estás mintiendo lo pagarás —amenazó el guardia—. ¡Llévatelo, rápido! —ordenó a su compañero.

El guardia susurró algo al oído de su caballo y salió disparado de vuelta a Loredia, raudo como el viento. Avazael subió al otro caballo sin decir nada más y reanudó su camino con el otro guardia, camino a la ciudadela donde vivía su padre.

Deseaba que nada malo le sucediera a su gente, pero él ya no podía hacer más por ellos. Aun así se sintió mejor, más tranquilo, porque de alguna forma había ayudado a enmendar parte de sus errores. Sólo esperaba que madre pudiera perdonarle, algún día.

Y, mientras el bosque se iba a dormir, acunado por el canto de los grillos, un pensamiento se encendió en la mente de Avazael: jamás te fíes de un desterrado.

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Abr 082015
 
 8 abril, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  2 comentarios »

—¿Estás seguro de que es lo quieres hacer? —El joven, que no debía tener más de dieciséis veranos, inquirió al chico sentado a la mesa frente a él; la misma edad, rubio y de ojos azul pálido, ambos eran como dos gotas de agua.

Él le miró durante unos segundos en silencio, el único sonido era el del fuego que ardía en el hogar y la suave voz de su madre, a la que podían oír tarareando una vieja y triste melodía desde la cocina. Su madre ya no cantaba canciones alegres, todas eran tristes y desazonadas desde aquel fatídico día que ninguno de los tres podía olvidar.

—Estoy seguro, Adym, no he estado más seguro de nada en mi vida —dijo finalmente el joven.

Su hermano gemelo dejó escapar un largo suspiro y tomó en sus manos las de él.

—No tienes por qué hacerlo… Será muy peligroso.

—Lo sé. Y tengo que hacerlo. Por ti y por padre.
Relatos de Fantasía - Traidores
—¿Son esas tus palabras o las de ella, Aram?

«Ella, ni siquiera quiere pronunciar su nombre», Aram sonrió torcido pero decidió no comentar sobre ello.

—Son mis palabras, Adym. Es una causa justa. Es lo correcto.

—Va en contra de todo lo que enseñan los Monjes Grises. En contra de la ley…

—Una ley injusta. La misma ley que se llevó a nuestro padre. No, Adym, no voy sentarme y esperar a que vengan a por ti también. Naciste con un gran don y digan lo que digan los Monjes Grises, no es un pecado ni una señal del mal. Padre no era un hombre malo y tampoco lo eres tú. Lucharé por vosotros y lo haré a mi manera.

—Pero unirte a la Fraternidad… Si se enteran alguna vez de lo que pretendes en realidad… —Adym se estremeció al pensar en el más que oscuro destino que le aguardaría a su hermano en caso de descubrirse sus intenciones; convertirse en Cazador para minar la institución desde dentro, trabajar como espía y agente doble, traicionarles.

—Si ese momento llega, si antes he podido hacerles daño, entonces habrá valido la pena y sea cuál sea mi castigo, lo aceptaré sin remordimientos…

. — . — . — .

Ese día había llegado finalmente para Aram, el siguiente sería su último amanecer. La soga le esperaba al mediodía, nada de morir con la primera luz del sol. No, a él le tenían reservado el momento álgido, sería el «espectáculo central», el ejemplo para todos aquellos por cuyas mentes se pasase el pensamiento de la rebelión y la traición. Traición… Ese era uno de los cargos por el que le acusaban. Una palabra sencilla, una palabra que evocaba un gran mal, pero también una palabra cuyo significado y connotaciones podían cambiar según el punto de vista; pues donde unos podían ver un deleznable acto de traición, otros verían un acto de valentía, de sacrificio por un bien mayor, por una causa justa.

Aram creía que su «crimen» caía dentro de esa segunda categoría, que aunque muchos lo tacharían de traidor y hereje, el segundo cargo que pesaba sobre su cabeza, habría otros tantos que lo recordarían como un héroe; alguien que se había alzado a su manera contra el orden establecido, que había decidido luchar contra las injusticias de una ley y una religión que perseguían a aquellos que nacían con el don de dominar las Corrientes, con el poder de controlar la magia que los Dioses, los verdaderos, otorgaban a algunos mortales, como su padre y su hermano. Por eso se había unido a la Fraternidad de los Cazadores, la orden que se dedicaba la caza y captura de aquellos que nacían con el don, los mismos que cuando tenía catorce años habían entrado en su hogar y se habían llevado a su padre, que se habrían llevado también a su hermano de haber sabido que poseía el don.

La idea tardó dos años en tomar forma en su mente y no terminó de cuajar hasta que conoció a Silvan, una mujer en la cuarentena, y que había llegado a su casa poco después de que los Cazadores se llevasen a su padre. Al parecer, Silvan era una antigua de la infancia de su padre, del pueblo donde este había crecido. El padre de Silvan les había enseñado a ambos a controlar las Corrientes y ocultarse de la Fraternidad y del resto de ojos acusadores que veían la magia como el mayor de los pecados y herejías. Cómo Silvan se había enterado de lo ocurrido, Aram nunca lo tuvo claro, pero la mujer le contó historias de la antigüedad, de cuando los magos de Darterra no eran perseguidos, sino honrados y respetados, cuando ser un Amo de la Infraesfera era un honor y no un pecado, de cuando se seguían las enseñanzas de los Dioses verdaderos, los Hijos de los Dioses de la Esfera y la Infraesfera, Señores de la sagrada Vermosë y guardianes del Equilibrio, y le habló de Última Hermandad, aquellos que todavía recordaban el pasado y usaban la magia para un bien mayor, para traer de vuelta la libertad de siglos pasados, la misma libertad de la que se decía que disfrutaban los magos de Arterra, el mundo gemelo al otro lado de la Puerta Entre Mundos. Para restablecer el Equilibrio que los mundos estaban perdiendo.

Las historias de Silvan, el deseo de venganza por su padre y el miedo que sentía al pensar en que podía perder a su hermano de la misma manera, llevaron a Aram a tomar la decisión de unirse a la Fraternidad y luchar contra ella desde dentro. No le importaba que la historia le recordase como un traidor y hereje. No le importaba si al final era descubierto, como había ocurrido, porque al menos su trabajo habría dado frutos y su hermano seguiría a salvo.

Así, tras entrar como recluta en la Fraternidad de Cazadores un mes después de su decimosexto cumpleaños y graduarse a los dieciocho, comenzó su trabajo como agente doble. Durante quince años, en los que se ganó el respeto de sus colegas Cazadores, facilitó también grandes cantidades de información referentes a la Fraternidad, sus miembros más importantes, sus objetivos, sus planes, salvando en muchas ocasiones a magos inocentes e incluso a miembros de la Última Hermandad que estaban siendo perseguidos. Durante ese tiempo, Silvan fue el principal de sus contactos y su asociación trajo grandes éxitos a la Hermandad. Sin embargo, alguien más listo que él había atado cabos y descubierto que entre ellos debía haber algún traidor; aunque Silvan y él siempre habían tomado las mayores precauciones, alguien había descubierto el doble juego de Aram y lo habían denunciado ante el alto mando de la Fraternidad. Su detención fue fulminante y no tardaron en tirarlo a una celda en espera de un juicio que lo sentenció a muerte en la horca por traición y herejía sin vacilar un instante. Pero antes de cumplir su pena, fue escrupulosamente interrogado y torturado por agentes de la propia Fraternidad.

Pero ni el dolor ni la agonía de las torturas que tuvo que soportar de sus captores, que buscaban el nombre de otros posibles traidores, de miembros de la Última Hermandad, de sus cómplices, de la localización de sus escondites, de la identidad de sus líderes, arrancó una sola palabra de sus labios. Aram calló, consciente de lo que estaba en juego: la vida de aquellos que luchaban por un mundo mejor y más justo, por la libertad de todos los magos. Apretó los dientes, gritó, sollozó, derramó lágrimas y sintió su cuerpo romperse de mil maneras diferentes, pero no habló, no delató a nadie, no reveló sus secretos y aceptó el oscuro final que le esperaba. Dejó ir los días, perdiendo su cuenta en aquella nube borrosa de dolor y sufrimiento, se encomendó a los Dioses en los que ahora creía y aguardó la llegada de su último amanecer y de la soga que temblaba en la brisa esperando su cuello.

Hacía rato que la luna había desparecido del alto y diminuto ventanuco de su celda, el alba se acercaba y con él sus últimas horas, sus últimos rayos de sol, su último suspiro. Apretó sin fuerzas las manos en puños, los grilletes y cadenas tintinearon suavemente en la húmeda oscuridad del calabozo. Había aceptado su muerte, pero todavía dolía en algún lugar de su agotado corazón, aún sentía la tenaza del miedo en él; miedo a morir sin poder hacer más, sin poder seguir luchando, sintiendo que todavía no había alcanzado a vengar por completo la muerte su padre y la de tantos otros magos que la Fraternidad había cazado a lo largo de los años desde que los que los Hijos de Temir dominaban todas las tierras de Darterra. Miedo a no volver a ver a aquellos que se habían hecho con un lugar en su corazón, su madre, su hermano y amigos y el amor que no había podido ser. Dejó escapar un largo suspiro que se quebró en sollozo. Al menos moriría sin remordimientos. Al menos moriría con la conciencia tranquila y sabiendo que había hecho lo debido, que había luchado por una causa justa, que había ayudado a traer de vuelta el Equilibrio por el que luchaba la Última Hermandad. Lo único que lamentaba era no tener tiempo para más y que su nombre sería sinónimo de traición en los libros de historia y su muerte un ejemplo y una lección aprendida. Rezó a los Dioses una vez más para que no fuera así, para que su sacrificio no fuera en vano, para que en los años por venir su nombre fuese sinónimo de heroísmo y valentía, de honor en la defensa de los valores justos.

«Al menos la Hermandad me recordará así. Al menos Silvan y Adym se asegurarán de ello y otros seguirán esta lucha», pensó como único consuelo.

Vislumbró la luz acerada del amanecer a través del ventanuco y un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de la alborada recorrió su espalda. Se encogió sobre sí mismo y sus castigados músculos protestaron. Dejó escapar unas lágrimas, las últimas que derramaría en la íntima oscuridad de su celda, pues no daría la satisfacción de verlo derrumbarse a los asistentes a su ejecución, entre los que estarían el Canciller de la Orden de la Guerra y sus seis Primados, afrontaría su muerte con la cabeza alta y toda la dignidad y el orgullo que poseía hasta que la soga se ajustase sobre su cuello. Entonces solo esperaba que la muerte fuese rápida, que la caída partiese su cuello y la agonía no durase más que un momento.

—Que los Dioses tengan misericordia —susurró con voz ronca y rota contra sus rodillas.

. — . — . — .

El sol del mediodía pegaba con fuerza en el patio de armas del cuartel general de la Fraternidad de Cazadores, donde Aram había permanecido prisionero tras su juicio y sentencia. Tuvo que cerrar los ojos deslumbrados por la luz tras pasar tantos días en la penumbra de su celda, pues el peso de las cadenas y los grilletes de sus muñecas apenas le permitían alzar las manos, debilitado como estaba por las torturas y la falta de alimento. Los guardias que caminaban a su lado envueltos en el uniforme gris de los Cazadores lo obligaban a avanzar hacia el cadalso improvisado en el centro del patio, a su alrededor los que hasta hacía poco se habían considerado sus compañeros y camaradas lo miraban con odio no disimulado, maldecían su nombre y escupían a su paso. Pero Aram no les prestaba atención, sus ojos azules fijos en la soga que se mecía en la tórrida brisa veraniega y su mente perdida en memorias de tiempos mejores con su familia y de todo el bien que había hecho, de la gente a la que su información había salvado, del progreso que la Última Hermandad había hecho en los últimos años gracias a él, en los Cazadores que habían muerto en emboscadas que él había ayudado a planear.

Con la cabeza alta y una sonrisa bailando en sus labios subió los peldaños del cadalso, la madera crujió bajo su peso, el de sus guardias y el del verdugo que ya la esperaba allí para pasar el lazo de la soga por su cabeza. Sabía que nadie vendría en su rescate, era demasiado arriesgado y él no podía culparlos, no lo hacía, porque la lucha debía seguir, pero no tenía sentido morir en vano atacando aquel lugar, ese momento aún no había llegado. Pensó en su hermano al sentir la soga acariciar su piel; Adym era ahora un Amo de la Infraesfera y un miembro de la Última Hermandad, un mago que luchaba por la misma causa que Aram, tras finalmente decidir seguir sus pasos, y que seguiría su lucha cuando él ya no estuviera.

—¿Te arrepientes de tus crímenes? —le preguntó con voz grave el Canciller de la Orden desde su lugar de honor.

El hombre había estado hablando desde el momento en que había subido al cadalso, pero Aram lo había ignorado hasta ahora, no estaba más que relatando sus «horrendos crímenes».

—No —contestó con voz firme y segura y un clamor airado se elevó entre los presentes.

Gritos de perro traidor, hereje y otras lindezas se escucharon entre la multitud de insultos que cayeron sobre él. Aram siguió sonriendo, lo que pareció irritar más al público reunido en el patio.

—Entonces cumplirás tu sentencia de muerte en la horca. No hay perdón para los herejes y traidores —dijo el Canciller—. Tu nombre será borrado de las listas de la Fraternidad de Cazadores y tu cuerpo será despedazado y dejado para los carroñeros, pues no mereces el descanso en tierra consagrada. Muere con…

—¡¡Vosotros sois los sucios traidores!! —gritó Aram antes de que el Canciller terminase su discurso, estas serían sus últimas palabras y las aprovecharía para gritar una última vez su verdad, la verdad de la Última Hermandad—. ¡¡Traidores al Equilibrio y los Dioses verdaderos!! ¡¡Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse… Argh…!!

No pudo terminar, a un gesto del Canciller, la trampilla bajo sus pies se abrió, su cuerpo cayó y la soga se cerró en torno a su cuello sin misericordia alguna, arrebatándole las palabras y su aliento. La vida se fue apagando en sus ojos con cada segundo, no luchó contra lo inevitable y se dejó ir. Su lucha había terminado.

«Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse, los magos serán libres y los Dioses verdaderos serán honrados de nuevo.»

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Mar 202015
 
 20 marzo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  4 comentarios »

El pasillo que conducía a la sala del trono de Tarsha se mostraba silencioso, vacío a la luz de la luna que penetraba por las grandes cristaleras emplomadas de los laterales. El comandante Draur Kottor se había encargado de que así fuera; manipuló los turnos de la guardia y dio permisos de forma que, durante un par de horas, todo estaría despejado. No necesitaban más para llevar a cabo su cometido: asesinar a un rey.

Iria Shiblin permanecía entre las sombras, oculta a posibles ojos indiscretos. Junto a ella el lord consejero Cross Dévano, hechicero personal del rey Shiram, se apretaba las manos sudorosas, nervioso. No tenía madera de asesino, pero su papel era crucial. Como consejero real, su misión en esta intriga era citar al rey en la sala del trono para decidir el mejor curso de actuación ante los últimos movimientos del ejército valdario, que hablaban de invasión y guerra. Últimos movimientos que eran mentira, una elaborada farsa que lady Shiblin, miembro de la Hermandad de Espías, se había encargado de difundir para crear una falsa urgencia que hiciera salir al rey de la seguridad de sus aposentos.

Desde que empezaran las hostilidades y tiranteces entre Tarsha y Valdaria, Shiram se había atrincherado a conciencia, siempre rodeado de guardaespaldas y precavido hasta rozar la paranoia. Se decía que iba a cagar armado con una daga y embutido en cota de malla. Pero Kottor había hecho un buen trabajo, nadie auxiliaría al monarca esa noche. Tres actos; no, tres traiciones que por separado no levantarían sospechas, pero que juntas constituirían la caída de Shiram.

—Ha llegado la hora —anunció Iria Shiblin—. Intentad no mearos encima, lord Dévano. Aunque con todo ese sudor que sale de vuestra calva dudo que fuerais capaz —se burló.
Relatos de Fantasía - Tres tristes traidores
—Vuestro ácido sarcasmo es incansable; si esto no sale bien, siempre podéis enrolaros con alguna compañía itinerante de bufones. Aunque por vuestro atuendo quizá deberíais optar a otro tipo de oficio.

La mujer vestía una túnica de seda vaporosa que realzaba su sinuoso cuerpo y que dejaba entrever más piel de la que el lord consejero estimaba necesaria. Llevaba el suave pelo castaño recogido con un pasador de madera, aunque aquí y allá varios mechones caían sobre su cuello y hombros con calculado descuido, dándole un aspecto desenfadado y juguetón, casi infantil.

—Soy una espía, me adapto a las situaciones; y esta en concreto precisa de cierta delicadeza.

—¿Entonces ya habéis pensado cómo acabar con nuestro amado soberano? —preguntó Cross Dévano con desconfianza.

—Digamos que compartiremos algo más que intimidad —susurró con picardía.

—¿Y cómo pensáis lograr eso exactamente, mi lady? —Esa era la parte del plan que más preocupaba a Dévano, ya que era la única que escapaba a su conocimiento y control. La espía se había negado a desvelarle los pormenores de su plan, y todo indicaba que esa noche no iba a ser una excepción.

—Muy fácil, apelando a lo único capaz de hacer que un rey renuncie a su seguridad: su entrepierna. Vos aseguraos de entretenerlo lo suficiente mientras yo me infiltro en su alcoba.

—Silencio —exigió ser Draur Kottor—. Cumplid vuestra parte del trato, sin errores. No me gustaría incurrir en la ira de lord Dárban Shark, ese hombre me pone los pelos de punta.

—No os preocupéis tanto, ser. Una vez terminemos este encargo tendréis una posición privilegiada dentro de la corte y un cofre con tanto oro que necesitaremos varias vidas para gastarlo —aseguró Iria.

Dárban Shark era un hombre importante y peligroso a partes iguales, regente de las tierras del sur y sobrino del rey Shiram. Y dado que este último no poseía descendencia, el joven lord era uno de los principales candidatos a sucederle en el trono, pero no el único y desde luego no el más paciente. Así que había decidido acelerar el proceso a través de nuestros tres protagonistas.

Unos minutos después, el lord consejero Cross Dévano discutía con el rey los pormenores de los avances del ejército valdario, presentando todo tipo de documentos y falsos testimonios que Shiram ni siquiera se molestó en leer. Tenía un enemigo y este debía ser erradicado, el rey no necesitaba que lo aburrieran con largas exposiciones sobre maniobras tácticas y enclaves estratégicos. Por unos segundos Dévano se sintió decepcionado, había invertido mucho esfuerzo, incluso creatividad, en falsear toda su intervención. Un trabajo de meses.

—Informa a Draur Kottor y al resto de comandantes, que inicien la ofensiva. Los invasores no pueden llegar a nuestras puertas, ¿me habéis oído? No permitiré que esos bastardos campen a sus anchas por mis dominios —zanjó la conversación Shiram antes de retirarse a sus aposentos.

Una hora después y bien entrada la medianoche, Shiram dio por terminada la reunión y despachó al lord consejero, que respiró de nuevo con tranquilidad.

—Os mostráis más sudoroso de lo habitual —le había comentado el monarca durante la reunión. Visitad al galeno real y que os prepare una poción, no tenéis buena cara.

<<Vos si que necesitaréis un galeno dentro de poco, y ni eso os ayudará.>>

De vuelta a la privacidad de su habitación, el rey Shiram percibió una presencia que lo observaba desde las sombras que dominaban la estancia. Echó mano a la daga que pendía de su cinto y encendió el candil de su mesa mientras el filo de acero amenazaba a la oscuridad. Una figura sinuosa descansaba sobre su cama, perfilada por la pálida luz lunar y la titilante llama, plata y oro bañaban su piel tersa.

—Lady Shiblin —dijo Shiram con suspicacia—, no recuerdo haber solicitado vuestros servicios, así que debéis tener una buena razón para irrumpir en mis aposentos, más allá de lo evidente —añadió contemplando su desnudez.

<<No se fía, debo andarme con mucho ojo.>>

—No creo que ese cuchillo sea necesario, majestad. Como podéis ver no voy armada —dijo en un ronroneo. Shiram no contestó, pero relajó su postura y bajó el arma. En ese preciso momento Iria supo que el monarca había mordido el anzuelo y ahora solo restaba tirar del sedal. La entrenaron para aquel tipo de menesteres e interpretar hasta el más nimio de los movimientos de los músculos de la cara era una de sus muchas habilidades; algunos pensaban que había magia en lo que hacía, y ella se encargaba de avivar esos rumores. Que la gente pensara que poseía ciertos poderes místicos era una ventaja nada desdeñable—. Sé que últimamente habéis estado sometido a mucha tensión, mi señor; el peso de la corona, lo llaman. Había pensado que quizá yo podría hacer algo para aliviar esa carga.

La espía se puso en pie, se acercó con un suave contoneo de caderas y rodeó al rey por los hombros; este acarició su piel, que se mostraba cálida bajo sus dedos. Lady Shiblin liberó su melena y una cascada de mechones castaños y cobrizos se precipitó sobre el arco de su espalda, un leve brillo metálico centelleó en sus manos cuando la punta del pasador atravesó el cuello de Shiram. Un grito ahogado murió en su garganta y se evaporó tan rápido como su vida mientras observaba a su verdugo con una mezcla de odio e impotencia. Fue una muerte rápida, implacable.

Iria se arrebujó en una túnica negra y cubrió su cabeza con una capucha ancha que ocultaba casi por completo su rostro. Dio un par de golpes acompasados en la puerta y esperó. Draur Kottor y Cross Dévano entraron en la habitación seguidos por un par de soldados, pero estos no portaban los colores del rey. <<Sureños. Hombres de lord Shark>>, convino Iria.

—Marchaos de inmediato —les urgió el comandante—, usad la entrada secreta, tal y como acordamos. Esperadme al otro lado del túnel mientras yo me encargo del cuerpo de Shiram.

Tras los tapices de lana de vivos colores el muro de piedra ocultaba un pasadizo, estrecho y oscuro que los recibió con una ráfaga de aire cálido y cargado de humedad. No hubieron recorrido ni cien pasos cuando Dévano rompió el asfixiante silencio:

—He de reconocerlo, mi lady. Me habéis impresionado grata… —Una punzada dolorosa recorrió su espalda, una laceración de puro fuego. Cada pulgada de acero que penetraba en su piel era una dentellada despiadada.

—Pues no será la última sorpresas de esta noche.

—¿Cómo…? No llevabais… —sollozó Dévano al tiempo que se derrumbaba sobre la pared, recordando demasiado tarde el puñal que había pertenecido al rey.

—Ya os lo dije: soy una espía, me adapto a las situaciones. —Sonrió Iria.

—Había oro suficiente para todos… —logró articular en un patético balbuceo.

—Digamos que tengo gustos muy caros. —La mujer retorció la daga, sintió como la sangre del lord consejero se deslizaba por su mano, entre sus dedos. Caliente.

 

Los soldados de lord Shark depositaron el cuerpo de Shiram y colocaron varios objetos desperdigados por la sala. Todas las investigaciones posteriores obtendrían el mismo resultado: una pelea.

—Eso bastará —informó Draur Kottor—. Esfumaos —ordenó a los sureños—. No os detengáis hasta abandonar la ciudad, no habléis con nadie y pasad desapercibidos. Es esencial que cuando se descubra el asesinato nadie pueda relacionarlo con lord Shark.

Ambos hombres de armas asintieron y se dispusieron a cumplir sus órdenes con premura. <<Un último paso y todo habrá terminado.>> El comandante dirigió sus pasos hacía el exterior del palacio, al pie de la muralla, donde desembocaba la entrada secreta que momentos antes habían utilizado sus compañeros conspiradores. Se ocultó tras unos arbustos desde donde podía vigilar cualquier movimiento y desenfundó lentamente la espada. No quería delatar su posición. Escuchó pisadas amortiguadas. <<Hora de poner fin a esta historia.>> Tensó los músculos listo para actuar, pero lo último que sintió fue el frío mortal del puñal en su cuello. Luego todo fue oscuridad.

 

* * *

 

Iria Shiblin penetró en la seguridad de su mansión, situada en el barrio más opulento de Tarsha; satisfecha con su estratagema. Fue una jugada ingeniosa; las muerte de ser Kottor y lord Dévano no solo silenciaban su participación en el regicidio, sino que además podían considerarse daños colaterales provocados por el asesino del monarca; incluso era posible que jamás encontraran el cuerpo del lord consejero. Nadie sabría nunca que fue ella la responsable. Sin testigos, sin consecuencias. O eso pensaba ella.

—Imaginaba que tarde o temprano haríais acto de presencia, mi señora. —dijo una voz sedosa desde la penumbra. Tenía esa tonalidad peligrosa, de dulce amenaza que poseen todas las voces de los hombres con poder.

Por unos segundos su situación le recordó demasiado a la que horas antes había vivido el rey Shiram. El destino no estaba exento de cierta ironía retorcida.

—Sabía que no erais más que ratas traidoras, que la codicia os vencería y acabarías matándoos unos a otros… Para seros sincero, no esperaba que fuerais vos quien sobreviviera —confesó Dárban Shark al tiempo que abandonaba su escondite—. No es que el resultado vaya a ser distinto, pero esto complica las cosas.

—Quizá su “alteza” me haya subestimado, pero pronto descubriréis cuán errado estáis.

—Habéis malinterpretado mis palabras, no esperaba que sobrevivierais porque ese era el plan.

En ese momento Iria lo comprendió. <<Por eso Draur Kottor estaba agazapado entre los arbustos, no estaba vigilando nuestra huida; quería matarnos. Ese era el plan de Dárban, desde el principio.>> Y este confirmó sus sospechas.

—Kottor debía acabar con vos, pero tal vez era mucho pedirle a ese estúpido bruto. Aunque eso ya no importa. Simplemente responded a esta pregunta: ¿quién empuñó el arma que segó la vida de mi tío? —Solo obtuvo silencio—. Sí, fuisteis vos —añadió con una sonrisa—. Lo sabía. Ser Draur era demasiado imbécil para hacer nada por su cuenta, y lord Devano tenía la mentalidad de un lacayo lameculos… Pero vos sois distinta, quizá por eso estáis viva. No por mucho tiempo, claro —sentenció.

—Sois un hombre pragmático Dárban, no es necesario que os diga lo provechosa que podría resultaros la compañía de una mujer…

—¿Despiadada? —aventuró lord Shark.

—Con recursos.

Con recursos y peligrosa. No insultéis mi inteligencia, lady Shiblin, después de todo sois una traidora. ¿Qué no haríais por más oro? Ya habéis abjurado de vuestro rey, ¿cuánto tardaréis en chantajearme a mí? Vuestro afán por el poder y el dinero es conocido por todos, y no voy a dejaros ir. Además, aunque escaparais no llegaríais muy lejos; me he encargado de que mis hombres pusieran suficientes pruebas junto al cadáver de mi tío, y todas ellas apuntan a vos.

<<Ahora entiendo el súbito interés de Draur por deshacerse del cuerpo.>>

—He de reconocer que sois harto astuto —concedió Iria.

—Y aún no habéis visto nada. Imaginad cuando vuelva a la corte y le presente al Consejo la cabeza de la traidora que asesinó a mi querido tío, justo el impulso que necesito para erigirme como rey. —Sus palabras fueron acompañadas por un raudo movimiento de su mano.

El destelló acerado de la traición, eso fue lo último que vio lady Iria Shiblin.

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Mar 022015
 

La batalla estaba en su apogeo. Los dos contendientes se batían sin ningún orden ni control, recrudeciendo la lucha. La montura bufaba nerviosa, Pasdria luchaba valientemente. El propio rey tenía que pelear junto a sus hombres. El olor a sangre reseca inundaba su sentido del olfato. La corona de laurel se encontraba impregnada con sangre de los hombres muertos. El caballo de Pasdria, el caballo real, sudaba por el calor de las miles de almas allí reunidas y aquel olor característico le hacía ponerse aun más tenso.

El rey luchaba para defender las fronteras de su reino. Un sin sentido para muchos, demasiadas vidas sesgadas por un trozo de tierra. Incluso Pasdria había tenido que intervenir en la contienda para poder dar ejemplo a sus hombres. Golpeaba una y otra vez desde su montura, se quitaba de encima a sus enemigos, mientras su guardia personal trataba de mantenerle con vida aunque, poco a poco, uno a uno, los soldados iban cayendo bajo el filo de las armas de sus enemigos.
Relatos de Fantasía - Batallas y Traiciones
Una pica lejana le atravesó la pechera, la parte delantera de la montura, y le hizo caer al suelo de rodillas. El caballo se desplomó hacia un lado, arrastrando a Pasdria con él. El corcel bufó una vez y se quedó inmóvil, aprisionando al rey contra el suelo. Los soldados trataron de levantar el cuerpo sin vida del animal, sin conseguirlo. Se encontraban en mitad de la lucha y tenían suficiente con preocuparse por ellos mismos.

Pronto, la noticia de la caída del rey se propagó entre amigos y enemigos, avivando la sed de sangre de unos y otros. Un nutrido grupo de guerreros se abalanzó sobre la figura de Pasdria, quien intentaba desesperadamente cortar las cintas que le aprisionaban a su montura, con la punta de una daga. Un comandante ambicioso y ávido por ganarse una reputación, se dirigía, junto con sus hombres, a terminar con la vida del rey enemigo y poner fin de una vez por todas con aquella contienda. No les costó mucho plantarse delante de la guardia personal de Pasdria y, en un duro enfrentamiento, ir acabando con la vida de aquellos defensores, que dudaban en dar su vida por la de su rey.

La cincha cedió en el último momento y Pasdria pudo zafarse e impedir in extemis, que la hoja de una espada terminara con su vida. Se giró desde el suelo, viendo llegar de nuevo el filo de la muerte. Buscó a su alrededor y no le resultó difícil encontrar algo con lo que defenderse. Por todos lados había armas dispersas en el campo de batalla, de los cuerpos que yacían muertos en torno a él. Aferró uno de aquellos aceros y detuvo el golpe en el último momento. Aún tenía en la otra mano la daga que lo había liberado y, mientras saltaban pequeñas chispas producidas por el roce de los dos metales, hundió en la boca del estómago de su enemigo, el largo de la daga. La resistencia de las dos espadas fue cediendo y Pasdria acompañó la caída del cuerpo de su enemigo hasta que tocó el suelo, pero sin soltar ninguna de las dos armas.

Se levantó y vio cómo el último miembro de su guardia personal perecía bajo la espada del comandante enemigo, quien buscaba con la mirada la figura del joven rey. Pasdria sintió cómo la muerte le acechaba por momentos, una punzada se hundía en su corazón sin que pudiera hacer nada por quitársela de encima. Sentía miedo. Se encontraba en la más absoluta soledad, era como si los miles de guerreros que luchaban junto a él se hubieran esfumado en un segundo, de golpe.

Un último acto de valentía hizo que el rey se lanzara insensatamente contra aquel comandante que buscaba su propia gloria, sorprendiéndole. Un tajo cercenó el miembro de uno de aquellos soldados y la daga mordió el cuello de otro. Pero eran demasiados para el rey, un fuerte empujón lo derribó y por un instante Pasdria perdió el conocimiento, estaba aturdido. Vio la cara del hombre que estaba dispuesto a terminar con su vida, estaba disfrutando el momento. «Maldito bastardo» pensó el rey.

Unos cascos sonaron a su izquierda y una larga lanza atravesó el pecho de aquel ambicioso comandante. Pasdria observó el estandarte de los Vacceos, de su pueblo, mientras una voz familiar le dijo:

— ¡Vamos! ¡Sube! —Argos le tendía la mano.

II

— ¡Podrías haber muerto! —le dijo Gabrielle preocupada.

— Me debo a mi rey, no puedo dejarlo morir.

— ¿Y yo qué? —contestó con lágrimas en los ojos.

Argos la abrazó con fuerza, mientras ella le limpiaba la sangre reseca que se adhería a su piel. El paño húmedo le hacía temblar cada vez que ella le frotaba la piel por encima de las manchas rojas que recorrían su cuerpo, fruto del fragor de la batalla. Gabrielle le inspeccionaba cada palmo de su cuerpo, en busca de pequeñas heridas que pudieran pasar inadvertidas, para después infectarse. El caballero la miraba como a una diosa, sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero aún así no podía dejar de sucumbir a sus encantos.

Su heroísmo le había llevado a granjearse la gratitud de Pasdria, la gratitud de un rey. Ese mismo día sería nombrado valido real y eso le otorgaba el derecho de entrar en el círculo más cercano al rey, traduciéndose en unos privilegios a los que muy pocos podían optar. Argos era un caballero, uno de los hombres en los que más confiaba Pasdria y uno de sus generales más leales. Cuando recogió a su rey de las frías campas de Cauca, la batalla se estaba decantando hacia el bando amigo y, aunque la victoria estaba comenzando a fraguarse, la pérdida del rey habría podido desembocar en una guerra que tal vez hubiese perdido.

La ceremonia de investidura se celebraría pronto y Gabrielle se afanaba por dejar al caballero lo más impoluto posible, sin ningún rastro de la lucha del día anterior. Llevaban tiempo viéndose a escondidas e intentaban no acercarse mucho el uno al otro, pero cuando lo hacían se desataba una pasión contenida entre ambos.

Gabrielle le hizo introducirse en una pequeña bañera de cerámica, para terminar de acicalarle y después perfumarle. Tenía que estar perfecto para el gran rey de los Vacceos, quien le concedería un puesto en la corte, impensable para alguien que no formaba parte de la nobleza.

Argos se vistió con el uniforme de gala, se ajustó el cinturón y se dispuso a despedirse de su amada: Gabrielle. La aferró con sus fuertes brazos y la besó apasionadamente, no sabía cuándo volvería a estar cerca de ella, y menos cuando pasara a formar parte del séquito real. En ese momento la puerta se abrió y Pasdria entró en la habitación. Por un momento el rey no asimiló lo que vieron sus ojos. Los dos amantes lo miraron con sus rostros muy cerca el uno del otro, y vieron cómo defraudaban al rey por el que todos profesaban una gran devoción.

Pasdria bajó la mirada desconcertado. Estaba decepcionado. Dio un paso atrás, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí. Hubiera preferido morir en las campas de Cauca, a ver a la reina en manos de otro hombre, en manos del caballero que le había salvado la vida hacía apenas un día.

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