Oct 012014
 
 1 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  4 comentarios »

Avazael Luín cogió su arco y su talega y se internó solo en la espesura. No sabía dónde estaba la torre. Sin embargo, algo en su interior le decía que la encontraría, no sabía por qué. Así que se dejó llevar, corriendo sin saber muy bien hacia dónde se dirigía, escuchando los susurros de los árboles. La luna blanca derramaba su luz sobre el bosque, rompiendo a jirones la densa oscuridad al colarse entre el ramaje. Veía lo suficiente para correr sin partirse un tobillo y, además, él estaba acostumbrado a correr por el bosque de noche. Tanto era así que ni siquiera se enganchaba la capa en los arbustos. Miró su sombra y sonrió. Cualquiera que la mirara con la suficiente atención se daría cuenta de que no era negra del todo, sino que estaba impregnada de un azul muy oscuro, prácticamente negro. No, todavía no era negra del todo.

 

Antes había sido mucho más azul. Recordaba que, cuando era niño, refulgía en las noches de luna llena con un vivo azul encendido. Era como si con el paso de los años estuviera perdiendo su tinte especial y cada vez fuera más parecida a la de todo el mundo. Y eso le entristecía y le cabreaba al mismo tiempo.

 

Su madre le contó que la noche en que rompió aguas había luna llena, redonda como un queso de cabra. No había ni una nube que empañara el brillo de las estrellas. Sólo otra cosa les quitaba el
Relatos de fantasía - Sombra Azulprotagonismo esa noche, otro astro que cruzaba la cúpula del mundo: una estrella fugaz que desprendía una luz azul brillante. Nunca habían visto una estrella así y seguramente jamás volverían a verla. Dijeron que era un presagio de los dioses. Y justo en el momento en que su madre le daba a luz y él veía por primera vez el mundo, la estrella azul pasó por delante del centro de la luna. Decían en su pueblo que el recién nacido le había robado la luz a la estrella, y que a eso se debía que su sombra no fuera normal y que sus ojos fulguraran con un extraño azul cuando la luna se paseaba por el cielo. Por eso su madre lo llamó Avazael Luín, cuyo significado era, literalmente, Sombra Azul. Decían también que aquella estrella había marcado el sino del bebé como una sonrisa marca la cara de un enamorado cuando recibe un flechazo de amor, y que por eso el corazón del niño era risueño e inquieto, travieso y salvaje, nada parecido a cómo suele ser el corazón de los hijos del bosque, más sosegado y prudente.

 

Avazael no entendía por qué su sombra estaba perdiendo el azul conforme se hacía mayor. Se había ido oscureciendo hasta adquirir un color completamente normal. Sospechaba que era porque los adultos estaban aplacando poco a poco su corazón salvaje, cincelando en él las normas de conducta de cualquier hijo del bosque que se precie. Sólo cuando la luna surcaba el cielo de las noches de verano y las luciérnagas revoloteaban sobre la laguna, como ahora, su sombra se teñía otra vez de azul y sus ojos refulgían de misterio con una luz estrellada. A ese paso, su sombra sería perfectamente normal antes de hacerse adulto. No, todavía no era negra del todo, y si de él dependía jamás lo sería.

 

Las piernas le ardían. Se detuvo un momento a recuperar el aliento apoyado en el tronco de un abedul y se sintió reconfortado por el fresco olor de una planta de hierbabuena que debía haber no muy lejos de allí. Él solía salir al bosque por la noche, pero no acostumbraba a correr así. No obstante, debía continuar si quería llegar a la torre antes que los cazadores, así que siguió corriendo sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada vez que su intuición le decía que debía hacerlo.

 

Hacía unos días supo que algo no iba bien, en el mismo instante en que escuchó la inquietud en el corazón de su madre y los vecinos. Nadie quería decirle qué ocurría porque era demasiado joven, un niño como decían ellos, pero él se escabulló entre las sombras cuando los mayores se reunieron y se enteró de que una criatura oscura y sedienta de sangre se había instalado en algún lugar del paraíso que eran aquellas tierras. Entonces tomó una precipitada decisión, empujado por las últimas gotas de ímpetu que aún quedaban de su corazón salvaje, y se marchó en busca de la bestia asesina armado con su arco. Si la vencía sería un héroe, y aquella idea le enardeció.

 

Cuando ya pensaba que las piernas iban a dejar de sostenerle, vio la silueta recortada contra la luna. Un hormigueo le recorrió la espalda. Era la torre que estaba buscando, de la que hablaron los mayores en la asamblea. Allí estaba la bestia, en alguna parte. Entonces observó que una de las altas ventanas estaba iluminada. Ése debía ser el lugar.

 

La torre era gigantesca. Calculó que a lo mejor se necesitarían cien hombres cogidos de la mano para rodearla. Jamás había visto una construcción semejante. La puerta también era enorme, alta como un árbol. A pesar de su tamaño, le sorprendió poder abrirla casi sin dificultad. Ni siquiera crujió. Sintió una picazón en los brazos al hacerlo y se percató de que algo no cuadraba. Se quedó inmóvil, pensando en qué podía ser. Sólo le llevó unos instantes darse cuenta de que era el silencio. Había una intensa quietud alrededor. No se oían grillos ni lechuzas, ni tampoco búhos; ninguno de los ruidos que colmaban el bosque de noche. Aquello no era buena señal.

 

Avazael miró su sombra y sonrió. Se deshizo de la sensación de alarma que le atenazaba el pecho y entró. No había llegado hasta ahí para detenerse ahora porque el bosque estuviera en silencio. Dentro de la torre no se veía nada; no había ventanas por las que pudiera colarse la luz de la luna. Cogió su talega y sacó un pequeño candil de madera. No tenía mecha ni llama, sino tres pequeñas lucecitas verdes que revoloteaban en círculos: luciérnagas que había cazado en la laguna antes de salir. La tenue luz verde daba al lugar un aspecto fantasmagórico. El ambiente era opresivo. El aire no se movía ni un ápice y una capa de grueso polvo lo cubría todo. Salvo por una impresionante escalera que ascendía hacia arriba, no había nada en la sala. Resultaba obvio que el lugar estaba abandonado desde hacía años; nada había pasado por allí. Sin embargo desde fuera había visto una ventana iluminada. Alguien tenía que haber encendido la luz. ¿Cómo era posible? Aquella parecía la única manera de entrar en la torre y no había ninguna huella que indicara el paso de nadie. Además, dudaba que una bestia encendiera una lámpara para ver en la oscuridad.

 

Desechando las preguntas que caracoleaban en su mente como la tortuosa escalera que tenía delante, cogió el arco, colocó una flecha en él y se dispuso a subir. Los pisos se sucedieron ante sus ojos sin nada distinguible entre uno y otro. Todos le parecían iguales, vacíos y cubiertos de polvo. Tras un rato, mientras subía otro tramo de escalera, atisbó la luz. Al fin había llegado. El resplandor procedía del extremo de un pasillo, girando un recodo. Guardó el candil con cuidado y observó con atención. Le costó relajar su respiración lo suficiente como para que no se escuchara en aquel tenso silencio. Estaba muy nervioso. No veía a nadie, pero se sentía como una ardilla acechada por un halcón.

 

Cuando se sintió preparado, avanzó por el pasillo. Lo hizo tan sigilosamente que no se escuchaba ni el leve frufrú de su ropa. Sabía que le iba la vida en ello y, aunque era mortíferamente certero disparando con el arco, la sorpresa era la única baza que tenía.

 

Llegó a la esquina y sacó de su bolsa un extravagante artilugio: un espejito redondo atado a un palo que hacía las veces de mango. Asomó el espejo más allá de la pared y miró a través de él para ver lo que acechaba tras la esquina. Ahí estaba la habitación de la que procedía la luz, cuyo único mobiliario consistía en una cama cubierta por un delicado dosel blanco y una mesita sobre la que brillaba la luz de una vela.

 

Guardó el espejo y, mientras tensaba la flecha en el arco, giró la esquina. En el mismo instante en que lo hacía supo que algo no iba bien. La sensación de peligro más intensa que había tenido en la vida trepó como una araña por su espinazo hasta posársele en la nuca. Pero ya era tarde para echarse atrás, y al posar el pie al otro lado de la pared se encontró frente a frente con una mujer que estaba en medio de la entrada de la habitación como si vivir en una torre abandonada en medio del bosque fuera la cosa más natural del mundo. No era el monstruo con garras y colmillos afilados que Avazael había esperado, sino la dama más bella y radiante que nunca hubiera visto. Tanto era así que sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón. Percibió cómo éste abandonaba su pecho en dirección a la dama y le abandonaba para siempre. Inspiró una última bocanada de aire y, sin darse cuenta, dejó de respirar.

 

Le pareció que ese instante se alargaba hasta el infinito, por lo que tuvo tiempo de sobra para admirar el blanco satén que era la piel de la dama y para desear febrilmente aquellos labios rojos. Tuvo tiempo de apreciar las exuberantes formas de mujer que insinuaba su vaporoso vestido, el cual flotaba alrededor como si una brisa inexistente lo elevara. Y sus ojos eran… eran dos perlas de pura noche concentrada en los que uno quería perderse irremisiblemente.

 

La torre se desvaneció junto con todo lo demás. Sólo quedó un negro vacío en el que los ojos de la dama eran dos hipnóticas estrellas que le llamaban desde la lejanía, envolviéndole. Sólo se oía un rítmico y lejano palpitar que invitaba a relajarse.

 

Sin mover los labios, la dama de blanco le acarició con deliciosas palabras que derritieron su voluntad. Avazael supo que era de una raza tan antigua como el mismo mundo. Se sentía sola. Llevaba sola tanto tiempo que no recordaba ni lo que era el calor de otra piel. Anhelaba ser suya, quedarse a su lado para siempre. Sólo quería que la abrazara, que la consolara, que le diera un poco de calor. Sólo eso. La dama de blanco abrió los brazos, suplicante. Le prometió entregarse sin reservas si él le entregaba su corazón. Serían uno, en un solo latido.

 

Avazael habría llorado, conmovido, habría suspirado, muerto de amor, de haber podido hacerlo, pero estaba suspendido en ese interminable instante que no quería que acabase.

 

Cuando estaba a punto de entregarle su corazón para siempre, una luminosa línea blanca apareció tras la dama y rasgó el vacío. Era un atisbo de la luna, que asomaba por la ventana de la habitación de la torre. Las pupilas de Avazael absorbieron la luz y refulgieron. Su sombra se tiñó de azul oscuro, deshaciendo la oscuridad que le rodeaba como niebla que se disipa bajo el sol. Exhaló el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.

 

Sí, era la mujer más extraordinaria que Avazael había contemplado, y la más peligrosa. Desprendía tal peligro que lo hubiera podido esculpir con un cuchillo. Avazael, no obstante, nunca se había dejado amedrentar por el peligro y no pensaba empezar ahora, por lo que decidió no dejarse vencer por aquel hechizo y, con un ágil movimiento de los pies, avanzó girando por el pasillo. Cada movimiento que hacía se le antojó largo como una noche entera. La distancia que le separaba de la mujer, a pesar de ser tan corta, era inabarcable. Vio cómo su capa ondeaba en el aire, tratando de seguirle. A medio camino de la dama, recuperó al vuelo el latido de su corazón a la par que dejaba caer el arco. Antes de que éste llegara al suelo, había llegado hasta la mujer. Olía a rosas negras, lo supo aunque no había olido ninguna. Avazael la cogió y, dándole la vuelta, la besó. El arco cayó al suelo con un ruido sordo, levantando en el aire una nube de polvo cuyas motas relucieron con la luz de la luna.

 

La dama de blanco no se movió, hipnotizada por los ojos del muchacho. Aunque habría podido matarle al instante, tampoco le atacó, porque estaba sorprendida por la rapidez con que aquel incauto le había robado un beso que, atónita, descubrió placentero. No se movió porque la audacia de aquel extraño había traspasado sus muros con la sencillez con que un pájaro atraviesa la muralla de un castillo.

 

Aquel besó sólo duró un suspiro, pero en cuanto sus labios se tocaron Avazael sintió que le aspiraban todo el aire que tenía en el pecho y, con él, una parte de sí mismo que jamás recuperaría. Abrió desmesuradamente los ojos cuando la sangre se le aceleró hasta arderle en las venas. El beso duró un suspiro, pero liberó de nuevo su corazón salvaje y su sombra recuperó el azul magnético que había perdido con los años. Aquel beso sólo duró un suspiro porque, mientras se producía, la flecha de un cazador que había llegado a la cima de la escalera surcaba el aire, aleteando silenciosa y mortífera como los labios de aquella mujer.

 

Ella normalmente habría podido apartar esa flecha como se aparta una hoja del cabello, pero estaba inmersa en ese extraño beso y, cuando percibió la flecha, ya era tarde. Sólo tuvo tiempo de apartar al joven hijo del bosque el espacio suficiente para que la flecha, al partir su negro corazón, no le atravesara a él también cuando le salió del otro lado del pecho.

 

Avazael se apresuró a tomarla entre los brazos. No apartó la mirada de sus ojos mientras moría. La mujer se convirtió en marchitos pétalos de rosa sobre la sombra del muchacho, deshaciéndose entre sus dedos como un sueño que pasa de largo. Sólo quedó en su mano una gema con forma de lágrima, de un color sanguinolento.

 

Avazael se notaba distinto, más intrépido, mucho menos sensato. Él le había robado un beso, ella al parecer le había robado prácticamente todo su sentido común. Él le entregó su primer beso, ella le salvó la vida, y, según le pareció a él, fue un trato bastante justo.

 

Avazael miró su sombra, teñida de un azul resplandeciente, y sonrió.

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Ago 222014
 

Mylo se frotó la nariz dejando en ella un manchurrón de tinta negra del que no fue consciente, concentrado como estaba en la hoja de papel que estaba rellenando en aquel momento. Llevaba horas sentado a su añejo escritorio de madera, transcribiendo las últimas notas de la investigación que estaba llevando a cabo. Tan absorto estaba en su trabajo que ni siquiera oyó la puerta de su pequeño y atiborrado estudio abrirse y volver a cerrarse, ni sintió la ligera corriente de aire que penetró la estancia o fue consciente de la presencia de una nueva persona a su espalda.

La persona, una joven aprendiz y alumna del Instituto, sacudió la cabeza rubia y dejó escapar un quedo suspiro; siempre era igual con aquel hombre. Enfrascado en sus estudios, rodeado de un caos de notas dispersas, libros abiertos, tinteros vacíos o medio vacíos, plumas rotas y papeles rellenos con su prieta y pequeña letra o todavía esperando a ser llenados. La única fuente de luz del pequeño cuarto era una lámpara de aceite que pronto habría que volver a rellenar.
Relatos de Fantasía - Expedición
—Maestro —llamó la joven en un tono suave pero firme, tratando de captar su atención.

Pero Mylo ni siquiera pareció oírla, su pluma se movía febril sobre el papel, sus ojos vagaban de vez en cuando sobre sus notas y alguno de los ejemplares abiertos sobre la mesa. Estaba completamente metido en su mundo particular, en el trabajo que el calificaba de toda una vida. Un trabajo, la aprendiz lo sabía, que todavía no había logrado dar frutos más allá de la teoría y la especulación y que, en demasiadas ocasiones, le acarreaba las burlas y menosprecios de sus pares en el Instituto.

«Una pena tanta inteligencia despreciada».

«Debe ser cierto lo que dicen, que las mentes más brillantes son también a veces las más frágiles».

«Podría dedicar tanto esfuerzo a cosas más productivas para el Instituto y para la nación… Pero prefiere peder el tiempo en fantasías y quimeras».

«No entiendo cómo el Consejo todavía no lo ha echado y sigue pagándole un sueldo y permitiéndole vivir en las instalaciones del Instituto».

«Es amigo del Rector, dicen que desde de la infancia. Supongo que eso lo hace intocable».

Esas eran un ejemplo de las cosas que otros Maestros y compañeros de Mylo comentaban y repetían en corrillos y conversaciones de pasillos y salones. Lo consideraban la vergüenza del Instituto, un desperdicio de talento y recursos centrado en demostrar la existencia de ciertas criaturas de leyenda. Pero Mylo estaba seguro de que no eran una invención y que en realidad pisaban el mundo igual que el resto de sus seres, pero preferían mantenerse ocultos y ajenos a los grandes acontecimientos de la sociedad humana. Por supuesto, dados aquellos comentarios, era evidente que Mylo no había conseguido demostrar la existencia de ni una sola de esas criaturas, pero le gustaba insistir en que estaba cerca de conseguirlo.

Lo cierto era que ser aprendiz del Maestro más denostado del Instituto no era ningún honor y la joven, que había vuelto a llamar a Mylo sin éxito, recibía las mismas burlas y comentarios de sus compañeros de clase. Pero estar allí, con aquel hombre menudo y desgarbado, de perennes cabellos morenos despeinados y necesitados de un nuevo corte de pelo, con habituales manchurrones de tinta en manos, ropas y rostro mal afeitado y sus estrechos, inquisitivos y amables ojos azules, miopes tras años dedicados a la lectura y la escritura, había sido elección suya. Ella compartía los mismos objetivos que su Maestro, había seguido su trabajo desde que decidió estudiar en el Instituto y había hecho todo lo posible para convertirse en su aprendiz; algo no muy complicado dada la escasa o nula popularidad de aquel hombre en la institución, el único obstáculo había sido la cabezonería de Mylo y su creencia de que no necesitaba ningún aprendiz. La verdad era que sí lo necesitaba, aunque solo fuera para recordarle sus horarios, las clases que debía impartir y la necesidad de comer, dormir y salir a respirar aire fresco.

—¡Maestro Avérigan! —exclamó la joven finalmente, elevando la voz y consiguiendo que el hombre diera un pequeño salto en su silla.

—¡¿Qué…?! —Se volvió a medias hacia la joven—. Oh, eres tú Suranna. Me has dado un susto de muerte —le recriminó con una dura expresión—. Es una suerte que no estuviese escribiendo en ese preciso momento o habría emborronado la hoja. ¡Y ya está casi acabada!

—Exageráis, Maestro. —Suranna agitó la mano restándole importancia al asunto; llevaba el tiempo suficiente trabajando con Mylo para saber cuándo no tomarlo en serio. Su Maestro era como un perro grande y gruñón, pero que raramente mordía, tenía un carácter demasiado apacible para eso.

—Hurm… —Refunfuñó entre dientes—. ¿Querías algo? Estoy muy ocupado.

Suranna rodó los ojos; aquel hombre estaba siempre muy ocupado, era como si el resto del mundo fuera de su campo de estudios careciera de importancia alguna. La joven estaba segura de que apenas sabría en qué día exacto de la semana vivía o lo que ocurría en la ciudad en la que residía o el propio país. Suranna era aplicada en sus estudios y trabajadora como el que más, pero prefería tener una vida social más allá de los muros del Instituto y se esforzaba por que su Maestro también la tuviera, el aislamiento no era bueno para nadie.

—Maestro, es la hora de la cena, de hecho… —Miró su reloj de bolsillo—, hace ya media hora que comenzó. He venido a buscaros para que vayáis a comer algo.

—Comer puede esperar, esto es más importante.

Por «esto» se refería a sus notas y transcripciones. Suranna se armó de paciencia, dispuesta a arrastra a su Maestro hasta el comedor común si era necesario. Antes de su llegada, nadie se preocupaba de si Mylo comía o no, de si llegaba a tiempo a las clases que debía impartir o se acordaba de irse a dormir a una hora razonable. La primera vez que Suranna había visto en persona a su Maestro, se había encontrado con un hombre pálido y demacrado, con los ojos enrojecidos y totalmente absorbido por su trabajo; la pasión y la devoción eran algo bueno, pero no convertirlas en obsesión y olvidar todo lo demás. Por eso, una de las tareas que Suranna se había auto impuesto era asegurarse de que su Maestro no se olvidaba de vivir.
Relatos de Fantasía - Expedición
—Maestro, hemos pasado ya por esto muchas veces, sabéis que yo no voy a dar mi brazo a torcer y que no dejaré de «molestaros» hasta que vayáis a cenar. ¿Por qué no nos ahorráis tiempo a los dos y os rendís ya?

—Veo que tu insolencia sigue creciendo día a día, niña —rezongó Mylo. La «niña» en cuestión había cumplido ya su décimo octavo año y en tan solo dos más terminaría su formación académica y, si superaba las pruebas, se convertiría en Maestra.

—Es mi insolencia la que os mantiene saludable para seguir trabajando —contestó Suranna cruzando los brazos sobre el pecho.

—Si, bueno… Ejem… —Mylo carraspeó y tuvo la decencia de ruborizarse ligeramente. Con todo, era consciente de que si no fuera por su aprendiz muchas veces seguiría trabajando hasta la extenuación, tal y como había ocurrido otras veces en el pasado. Vyle, el Rector y su amigo, se había mostrado realmente complacido cuando fue a quejarse del comportamiento de Suranna al principio, ya que entendía que no hacía más que interrumpir su trabajo y molestarlo.

«Justo lo que necesitas, Mylo, alguien responsable que tenga la paciencia de asegurarse de que sigues respirando un día más. Ya no somos los jóvenes que fuimos y tenemos que cuidarnos. Creo que la señorita Nimé merece ser ascendida a Maestra solo por eso». Eso era lo que había dicho Vyle sin ni siquiera contener su sonrisa.

Pero esta vez era distinto, esta vez tenía un buen motivo para saltarse la cena. Al menos, eso creía él. Ahora solo tenía que convencer a su aprendiz, que lo miraba con intensidad y determinación. No iba a ser fácil.

—Necesito terminar esto, Suranna…

—Podéis terminarlo mañana —dijo la joven, interrumpiéndolo.

—Pero es importante que lo haga cuanto antes —insistió.

—¿Por qué?

—Porque lo necesitaremos para nuestra expedición.

—¿Expedi…? ¿Qué expedición? —Primera noticia que Suranna tenía de aquello.

—Por fin he conseguido el permiso del Consejo para viajar en busca de los Phaelyons. —Una radiante sonrisa asomó al rostro de Mylo—. El gran objetivo de mis investigaciones está a punto de lograrse.

Phaelyons… La mente de Suranna suministró rápidamente la información básica sobre aquella especie. Se dividían en cuatro clases o subespecies según el elemento al que estuvieran asociados y sobre el que se les presuponía control y dominio. Los Phaelyons Firis controlaban el fuego, los Phaelyons Terris se servían de la tierra, los Phaelyons Liquis eran capaces de domeñar las aguas y los Phaelyons Aeris dominaban el aire. Mylo había teorizado una quinta clase, los Phaelyons Vidis, capaces de controlar los cuatro elementos y que habrían estado por encima del resto en su escala social, quizás como líderes y adalides. Su sociedad era eminentemente pacífica o, al menos, carecía del deseo de conquistar y someter por el arte de la guerra y eso les había llevado a aislarse del resto del mundo, donde especies como los Humanos, los Enanos o los Elfos Solares parecían tener deseos inagotables de conquista de tierras ajenas.

De todas las criaturas de leyenda, los Phaelyons eran los que más posibilidades de haber existido en algún momento tenían, dada su prolífica aparición en cientos de leyendas e historias antiguas. Pero el hecho de que se los relacionase directamente con la magia los convertía en poco más que mitos y cuentos para la mayoría de los estudiosos del Instituto, donde se prefería la lógica y la razón y la magia no era más que la ausencia de explicaciones racionales sobre algunos hechos que en principio parecían inexplicables y milagrosos.

Mylo llevaba toda una vida investigando, estudiando y escribiendo sobre los Phaelyons, y Suranna mentiría si no reconociese que compartía sentimientos similares con su maestro respecto a aquellos seres. Pero una expedición… Era excitante, sería la primera en la que participaría, pero su Maestro ya no estaba para esos trotes; sus cincuenta y algo años y una vida casi completamente dedicada al estudio no lo predisponían precisamente para un largo y azaroso viaje. Debía hacer una década o más desde la última vez que salió en su última expedición. Pero viendo su expresión radiante, Suranna no tenía corazón para oponerse o siquiera opinar en contra de ello. Al menos se aseguraría de cuidar de él en el viaje.

—Eso es una gran noticia, Maestro. ¿Cuándo partiremos? —Preguntó sin necesidad de fingir su ilusión.

—Ah, sabía que te gustaría. Mi idea era partir cuando antes, pero Vyl… el Rector ha insistido en que esperemos hasta que nos consiga una escolta y el equipo necesario.

Bendito Rector, pensó Suranna, aliviada de que alguien a parte de ella se preocupara por frenar el entusiasmo suicida de su Maestro. Estaba bastante segura de que la escolta sería pagada con dinero del propio bolsillo del Rector y tenía la sensación de que el Consejo lo había aprobado para así poder librarse de Mylo durante una temporada, si moría allí fuera, tanto mejor para ellos. Bueno, había por lo menos dos personas que se asegurarían de que Mylo volviese sano y salvo al Instituto.

—¿A dónde iremos? —inquirió la joven. En algún momento del remoto pasado, los Phaelyons parecían haber poblado gran parte del mundo, pero dado que hacía siglos que no se avistaba a ninguno, nadie tenía seguro que realmente hubiesen estado tan extendidos de haber existido realmente.

—Al bosque Tapiz Oscuro. Mis últimos descubrimientos apuntan a que una de sus más prolíficas colonias se asentaba allí. Puede que tengamos que atravesarlo hasta la Costa Boscosa al noroeste, los Liquis habrían preferido vivir cerca del mar… Hm… —Mylo adoptó una expresión pensativa, como si meditase sobre más posibles lugares.

Suranna por su parte se alegró de contar con una escolta. Tapiz Oscuro marcaba la frontera natural entre Ilfil Solaris, el reino de los Elfos Solares, y toda una serie de pequeños países —reinos y repúblicas— humanos; el bosque era considerado tierra de nadie y llevaba siglos en disputa, aunque realmente nadie se había adentrado mucho en él. Era una floresta enorme, que se extendía por kilómetros hasta el mar Límite al norte y el oeste, frondosa y oscura cuanto más se internaba uno en ella; no era un lugar muy propicio para levantar ciudades o asentamientos más pequeños, de hecho ni siquiera estaba completamente cartografiado o explorado. Todo apuntaba a que ellos iban a ser los primeros en hacerlo a un nivel más profundo.

Y el viaje no sería corto tampoco. Al menos tres semanas hasta llegar al límite austral del bosque, y tendrían que cruzar varias fronteras. Habría que buscar la ruta menos complicada, aquella que cruzase por países aliados del suyo y donde menos pegas les pondrían. No, no iba a ser una expedición sencilla y tranquila. Pero nada de aquello les quitaría el entusiasmo o la emoción ante la posibilidad, por remota que fuera, de encontrar a los Phaelyons.

Suranna confiaba en las investigaciones y descubrimientos de su Maestro, daba por ciertas las teorías y ensayos que había escrito sobre aquella mítica raza y compartía con él la certeza de que algunos de los artefactos que Mylo había encontrado en el pasado habían sido hechos por los Phaelyons; algunas eran piezas demasiado exquisitas, demasiado perfectas para haber salido de las manos de los artífices de cualquiera de las otras especies que poblaban el mundo.

El Consejo y el resto de miembros del Instituto podían reírse todo lo que quisieran de su trabajo, ellos acabarían por demostrar la existencia de los Phaelyons y entonces serían ellos los que reirían.

—De acuerdo, Maestro, podéis terminar vuestro trabajo… —El rostro de Mylo se iluminó— cuando hayáis cenado algo antes. Por esta noche haré la vista gorda con la hora a la que decidáis iros a dormir. —Lo cierto es que ella también le robaría algunas al sueño poniendo al día sus notas y lo necesario para el inminente viaje.

—Hm… ¿Supongo que no podré hacerte cambiar de opinión?

Suranna sacudió la cabeza y Mylo dejó escapar un largo suspiro y se dio finalmente por vencido, dejando la pluma sobre el escritorio, levantándose y acompañando a su aprendiz al comedor común.

 

*          *          *

 

De aquello habían pasado varios años ya, Suranna era ahora la Rectora del Instituto y Mylo un venerable anciano, que ahora pasaba más horas descansando o durmiendo que trabajando. Seguía viviendo en las instalaciones del Instituto, junto a otros Maestros retirados, en un edificio construido a tal efecto; no todos los Maestros que dejaban de ejercer por la edad se quedaban allí, pero si alguno deseaba hacerlo, podía contar con una cómoda habitación, cinco comidas al día y el derecho a acceder a todo el conocimiento que la institución guardaba entre sus muros. Sin embargo, la reputación de Mylo no había mejorado en lo más mínimo en cuanto a su campo de estudios se refería. Aquella última expedición que le habían permitido realizar no había dado los frutos esperados… O los había dado demasiado bien, tal y como el Consejo esperaba. En cualquier caso, tras regresar de ella con las manos vacías, Mylo no volvió a solicitar otra posibilidad más. Lo que nadie sabía, salvo Suranna y la escolta que los había acompañado a Tapiz Oscuro, era que no fue el fracaso lo que había acallado a Mylo, sino todo lo contrario.

El viaje en busca de los Phaelyons había sido todo un éxito, no exento de peligros y amenazas, pero finalmente, tras pasar un par de semanas completamente perdidos en Tapiz Oscuro, habían encontrado la primera pista de la presencia de los míticos seres: los phialyns, pequeños seres, animales voladores de esencia elemental que, según las teorías de Mylo y algunas leyendas, solo aparecían allí donde moraban los Phaelyons. Seguir a las bandadas de phialyns los condujo hacia el corazón del bosque y más allá. Y cuando estaban agotados, llenos de arañazos y suciedad y su escolta a punto de abandonarlos, se dieron de bruces con un impresionante ser envuelto en llamas de la cabeza a los pies, los ojos eran dos piedras negras de forma almendrada y en su mano una lanza de fuego. Y no estaba solo, cinco más de aquellos seres les rodearon en el acto.

Todos habían pensado que era el final, todos salvo Mylo, que comenzó a dar saltos de alegría, emocionado ante la presencia de aquella amenaza envuelta en un fuego que parecía no afectar a la vegetación cercana. Viendo a su Maestro, Suranna entendió qué tenían delante: Phaelyons Firis. Mylo los había considerado los guerreros de su pueblo y parecía que no se había equivocado.

Tras un tenso silencio, Mylo se presentó usando una variante arcaica de la lengua de los jemures, los antiguos habitantes de una basta región del mundo unos siglos atrás; se les había llegado a considerar un imperio en su momento. Suranna la entendía más o menos, ya que por indicación de su Maestro, se había propuesto aprenderla, ya que se la suponía la lengua que los Phaelyons habían podido dominar en el pasado. Mylo hizo hincapié en que sus intenciones no eran malas o dañinas, que no pretendían ningún mal para su gente y que poder tan siquiera contemplarlos esa sola vez sería suficiente. Y entonces, llevado por su entusiasmo, comenzó a hacerles una pregunta tras otra.

Los seres de llamas se miraron entre sí, o así se lo pareció a Suranna, y ocurrió algo que asombró todavía más a su nerviosa escolta; los Phaelyons apagaron sus llamas y ante ellos quedaron seis humanoides, que compartían algunos rasgos con diferentes especies animales. Por ejemplo, el que tenían justo delante tenía sobre la cabeza de largo cabello castaño las orejas negras de un zorro, sus ojos eran almendrados y de color dorado con las pupilas oblicuas, sus rasgos recordaban al animal y la parte expuesta de sus brazos estaba cubierta de un fino pelaje castaño, aunque su cara estaba libre del mismo. De los otros cinco, dos parecían también recordar a un zorro y el resto a un gato, con los pelajes de diferentes colores. Vestían a la usanza de los guerreros, con defensas de cuero y metal; a parte de la lanzas, a sus caderas colgaban espadas delgadas y curvadas.

Mylo había exclamado entonces que su teoría sobre la apariencia física de los Phaelyons era cierta. Suranna y la escolta estaban demasiado impresionados para decir nada. Y los guerreros Phaelyons parecían, si aquello era posible, divertidos por el comportamiento de Mylo.

Tras conferenciar brevemente entre ellos usando un lenguaje más rápido y aparentemente más complejo que la lengua jemur, los Phaelyons se presentaron como miembros de la Orden Incandescente y Protectores y Guardianes del Pueblo Phae y les informaron que por el momento no podían dejarlos marchar y que los llevarían con ellos. Era la primera vez que unos Humanos llegaban tan cerca de sus dominios. Por supuesto, aquello fue una gran noticia para Mylo, que se apresuró a asentir y a decirles que podían vendarles los ojos y maniatarles si así lo creían necesario. Por supuesto, sus «captores» no hicieron nada de eso, ya que perdidos en el bosque como estaban, no tenían muchas opciones de escapar a ningún lado. Aunque sí tomaron las armas de la escolta como precaución.

Tras el encuentro, fueron conducidos a una ciudad construida de manera que se mimetizaba a la perfección con el bosque: las casas, ya fueran en los troncos de los árboles o en el suelo, eran de muros verdes, marrones y pardos, algunas parecían excavadas en la tierra como si fuesen madrigueras, otras cavadas en el tronco de los árboles más gruesos. Su extensión era difícil de determinar y docenas de Phaelyons de diferentes edades y aspectos recorrían lo que debían ser sus calles, no más que meros senderos abiertos entre los árboles y la vegetación baja.

Como era de esperar, la presencia de un grupo de Humanos pareció paralizar la vida cotidiana de la ciudad y cientos de pares de ojos se volvieron hacia ellos. Ante la expresión de éxtasis de su Maestro, Suranna temía que le fuese a dar un ataque y se desmayase; los ojos de Mylo estaban bebiendo todo cuanto veían, haciendo notas mentales que más tarde llevaría al papel… Eso si es que les permitían volver a salir del bosque.

Los guerreros les llevaron al interior de un grueso y viejo árbol, tan grande era su tronco vaciado, que Suranna se mareaba ante la perspectiva de pensar cuántos cientos de años podría llevar vivo. Allí les recibió un único phaelyon, que ordenó al resto de seres presentes abandonar la sala; los guerreros protestaron, pero sus quejas fueron desestimadas y finalmente, aunque a regañadientes, se fueron.

Aquel phaelyon se presentó como Druuvbe Adreenve, Legislador de aquella región, escogido por el Consejo de los Cinco Señores. Y en su mano estaba la decisión de que hacer con ellos. Era algo más alto que los guerreros con los que habían tratado, tenía los mismos ojos almendrados, pero estos eran de un verde intenso y de pupila redonda, su cabello era gris plateado, igual que el pelaje de sus brazos y las orejas recordaban a las de un lobo. Parecía de mayor edad y su voz era serena y profunda.

Druuvbe les dijo que eran los primeros Humanos con los que hablaba nadie de su pueblo en muchos, muchos años y que les permitiría saciar su curiosidad si ellos hacían otro tanto, pues raramente se enteraban de noticias del mundo exterior. Ante aquel ofrecimiento, Mylo y Suranna sonrieron entusiasmados, era la oportunidad que tanto tiempo habían esperado.

Suranna recordaba los días pasados en aquella ciudad en el bosque, las largas charlas con Druuvbe y otros miembros de su comunidad, de lo mucho que aprendieron sobre los Phaelyons, de las teorías acertadas y equivocadas que sobre ellos tenía Mylo, de la naturaleza elemental de su poder, que manaba de la esencia misma de la vida, y de su decisión de dar la espalda al mundo, de ocultarse y vivir en paz y armonía con la naturaleza. Los Phaelyons estaban realmente ligados a la tierra, en un sentido más animal y literal que el de otras especies humanoides, y por ello su deseo era el de la comunión y no el de la dominación. Sin motivación para luchar realmente, prefirieron ocultarse en lugares donde los Humanos y otras razas no se internarían jamás, que guerrear y luchar continuamente por su supervivencia. El asentamiento de Tapiz Oscuro era uno de muchos alrededor del mundo, aunque no desvelaron la ubicación del resto.

Y también los vieron desenvolverse en el día a día gracias a sus poderes elementales, que hacían que se repartieran los trabajos acorde a sus capacidades. Su poder no era infinito y debían reponerlo durante las noches, durmiendo en contacto directo con el suelo desnudo del bosque, razón por la cual sus casas carecían de suelos de ninguna clase. La cantidad de poder y la fuerza del mismo variaban también de un phaelyon a otro, igual que sus apariencias, aunque en aquella ciudad parecía predominar la presencia de lobos, zorros, gatos y conejos.

Mylo y Suranna aprendieron mucho sobre los Phaelyons durante esos días, que se tornaron en un par de semanas, momento en que Druuvbe les comunicó que deberían abandonar la ciudad. El Legislador había recibido un mensaje del Consejo de los Cinco Señores, que eran los líderes de facto del pueblo en aquella parte del mundo, indicándole que debía permitir marchar a los Humanos, sin embargo, había condiciones. Jamás podrían hablar sobre lo que allí habían visto, no podían desvelar el secreto de su existencia al mundo, pues los pondría en el mismo peligro que su desaparición y aislamiento siglos atrás les había evitado. Para asegurarse de que cumplirían su palabra, tendrían que realizar un sagrado juramento que ligaría sus esencias vitales (o lo que los Humanos consideraban el alma o el espíritu) y que les acarrearía un severo castigo de no ser cumplido.

Suranna pensó que su Maestro se negaría, pues había encontrado la prueba final de su larga investigación, con aquello limpiaría su nombre y ganaría el prestigio que se merecía. Pero Mylo la sorprendió aceptando aquellas condiciones.

«Nunca he buscado la fama o el reconocimiento de mis pares, niña. De haber sido así, habría dedicado mi tiempo a otra cosa. Para mí, haber visto con mis propios ojos a los Phaelyons es suficiente; haberlos encontrado, escuchado, descubrir en que me equivocaba respecto a ellos… Eso es más que suficiente. El valor del descubrimiento en el propio descubrimiento». Eso le había dicho Mylo como explicación y lo cierto era que Suranna lo entendía. Ni ella ni su Maestro querían perjudicar o acarrearles algún mal a aquellos seres que llevaban siglos siendo una mera leyenda. La fama no merecía pagar el precio de acabar con su pacífica existencia.

«Supongo que tienes razón, Maestro. De todas formas, ¿quién nos iba a creer?». Aceptó ella también.

Y en cuanto a sus escoltas, aquellos hombres y mujeres solo querían salir del bosque y volver al mundo normal que conocían; habían visto suficiente del poder elemental de los Phaelyons, como para saber que romper el juramento no sería una opción. Además, Suranna estaba segura de que, como ella y su Maestro, ellos también se habían enamorado un poco de los Phaelyons y su vida armoniosa y pacífica.

Así, con las manos aparentemente vacías, habían regresado meses después al Instituto de la que fue la última expedición del Maestro Mylo Avérigan. Las burlas no se hicieron esperar, pero no hicieron la más mínima mella en Mylo o Suranna, que dedicaron muchos de sus días y noches a reescribir sus libros de teorías sobre los Phaelyons, pero nunca fueron más que eso, teorías, por muy correctas y reales que estas fueran, que nunca llegaron a publicar. Como Suranna había vaticinado, nadie las creyó más allá del ámbito de la leyenda o el mito. Pero ellos estaban satisfechos con aquello que Mylo había calificado como «el valor del descubrimiento en el propio descubrimiento» y sabiéndose de los pocos Humanos que habían visto en vida a los Phaelyons.

Los años pasaron, Suranna completó sus estudios, se hizo Maestra y durante un tiempo realizó diferentes expediciones por el mundo buscando nuevas especies, algunas salidas de mitos y leyendas, otras completamente nuevas, humanoides y animales. Descubrió unas cuantas de animales y una especie humanoide de inteligencia limitada que habitaba en cavernas cercanas a ríos y cascadas en las montañas del lejano norte, y a la que bautizó como Mylonthes, porque eran seres pequeños, alegres y afanados trabajadores que le recordaban a su Maestro. Y gracias a tales descubrimientos y los trabajos elaborados sobre ellos, Suranna ganó la fama y el renombre que Mylo jamás había deseado para sí, convirtiéndose en una eminencia del Instituto, al que acabaría volviendo para convertirse en su Rectora después de que el Consejo la nombrara para el cargo.

Y en cuanto a los Phaelyons, seguirán siendo un mito hasta que el resto de especies inteligentes decida invadir los lugares inhóspitos que habitan. Pero por el momento viven en paz y armonía con la naturaleza y el resto de sus seres. Y no han olvidado al grupo de Humanos que logró encontrarlos, aunque saben que el juramento que pronunciaron sigue en pie.

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