Mar 072014
 
 7 marzo, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 6, Fuerza de mascarón: Esas queridas estatuas de madera

Me puse a contemplar las estatuas de madera que decoraban la parte superior de la roda. La Orgullo contaba con tres mascarones en su proa y ninguno en popa. No suponía mucha ayuda en comparación con otras naves de similar eslora y calado, pero nuestra tarea (transporte de mercancías de carácter civil entre las dos costas principales de Ashrae) no necesitaba de más efectivos.

Realtos de fantasía - Fuerza de Mascarón

Mascarón


Se trataba de figuras votivas, talladas con un estilo que imitaba al de los del viejo imperio. En origen cuando los mascarones se reducían a simples estatuas, tenían funciones tanto ornamentales como amedrentadoras. Hermosos al tiempo que fieros, su porte recordaba a las estampas de las proas de los famosos buques que hicieron del viejo imperio de Ashrae el soberano de todas las costas del mar. Fantaseaba con la idea de que mis chicos pertenecieran a esa estirpe mítica de mascarones que ayudaron a forjar un imperio. Pero, por supuesto, todo se reducía a eso: un mero sueño. Ni siquiera la Orgullo poseía tal antigüedad. Ese concepto, el de la antigüedad real de una nave, con frecuencia resulta difícil de determinar en los buques de la Marina de Ashrae. Y la datación de estas ya forma parte de toda una disciplina por la que profesionales cobran pequeñas fortunas. Ese mundo, desde que tuve conocimiento del mismo, siempre me interesó, sobre todo en lo relativo a rastrear los legendarios mascarones del viejo imperio.

La navegación de altura en el mar de Ashrae siempre supuso problemas técnicos y obvio peligro: el beso abrasivo de aguas de nuestro mar tiende a deshacer todos los materiales. Una inmersión puntual no afecta ni a la madera ni a la carne, pero una prolongada acaba por disolverlo todo. O al menos todo lo no tratado. Ignoro con exactitud cuándo se empezó a dominar la técnica de aportar a los materiales la durabilidad necesaria para soportar las aguas, pero esos conocimientos surgieron en tiempos muy anteriores al viejo imperio. El proceso, aun hoy en día, resulta costoso y complicado, lo que ha favorecido que el canibalismo de piezas navales sea una práctica al orden del día: supone menos coste ensamblar elementos ya acondicionados que preparar nuevos. De esa manera un buque, al menos en esencia y tras sucesivos cambios y reparaciones, podía durar con facilidad un milenio o más. Con el paso de los siglos la técnica mejoró, consiguiendo que las piezas estuvieran dotadas de una durabilidad casi ilimitada contra la acción de las aguas. Eso sucedió en la época de máximo esplendor del viejo imperio, y las naves que en esa época surgieron de los artilleros no tenían rival alguno en combate, convirtiéndose en auténticos titanes insumergibles: los temidos Sin Trapo, buques que no necesitaban enarbolar pabellón alguno dado que su simple presencia ya indicaba la nación a la que servían y por la que luchaban. Esos colosos acuáticos incluían entre su tripulación a decenas de mascarones, auténticas máquinas multiuso de guerra, casi indestructibles.

Pero ese conocimiento se había perdido poco después del Colapso, tras lo cual se regresó al uso de materiales mucho menos duraderos: un buque de gama media resistía sin pasar por la dársena seca como mucho una veintena de travesías transmarítimas. Los viejos leviatanes habían quedado atrás, envueltos en mantos de leyenda, y sus piezas y componentes se cotizaban a precios tan exorbitados que sólo se los podían costear las arcas de escasos reinos. Por supuesto, la Orgullo no pertenecía a esa antigua élite: de ser así hubiera sentido en mi interior el cántico de esas preciadas piezas. Y nuestra nave como mucho tatareaba con torpeza la tonada de mar.

Y es que en estos tiempos la antigüedad real de la nave supone un secreto bien guardado, sólo al alcance del Almirantazgo y la capitanía.

Pero como tutor de mascarones y posible futuro capitán no me había podido resistir a la tentación de indagar en ese terreno. En una de mis escasas visitas al archivo del cuarto de derrota –un día que el viejo me mandó acudir a recoger unas cartas– me permití deambular por la habitación y saciar en parte mi curiosidad. No hallé nada que me convenciera, pero en un estante (casi diría que ocultos sin razón aparente pero con obvia premeditación) tras los inútiles astrolabios y sextantes, descubrí un par de diminutos orbes de bitácora. La tradición reza que las vol–esferas de bitácora, junto a los cuadernos, se deben almacenar a lo largo de toda la vida útil de la nave como testigo fiel de lo que ha sucedido en ella. ¿Acaso esas esferas, de aspecto en extremo ajado por el salitre y la humedad, maltratadas por el tiempo, constituían la clave para datar a la Orgullo en tiempos legendarios? La respuesta la daba el estado de las mismas y su situación con respecto a los enseres del cuarto de derrota: escondidos y deteriorados como estaban no podían pertenecer a la nave, ya que en ese caso hubieran ocupar un lugar de honor, mucho más significativo y visible. Se me ocurría que la presencia de esas esferas tenía una explicación más mundana: de unos siglos acá dichos orbes se habían convertido en objetos de coleccionista, cotizadas piezas que en manos expertas, sabiendo manejarlas bien, le podían transportar a uno a los tiempos remotos que albergaban en su seno. Excéntricos y peligrosos entretenimientos. Los orbes que había visto debían haber llegado a la nave desde el fondo del mar (o de las entrañas de un pescado), en donde debieron habitar más siglos de los que me atrevo a adivinar. En esa condición tan deplorable, y sin duda inestable, el que se mantuvieran de una pieza y coherentes sólo podía explicarse de una manera: el propio capitán debía dedicar parte del poder de su anillo–vol para conservarlos. Estaba ante sus juguetes. Lo que de nuevo me llevaba a la certeza de que no pertenecían a la bitácora de la nave.

Había otras maneras de descubrir la antigüedad de la nave (detalles en el tipo de arboladura, manera de afianzar los obenques, estilo y disposición de los beques, diseño de los paños, entre otros) y algunos miembros de la tripulación me los habían señalado. Mi condición de novato me impedía apreciarlos en su verdadera medida, pero todos parecían implicar cifras cercanas a la época actual, ni de lejos coetáneas al imperio. Por más que quisiera no podía decir que tripulaba una leyenda viva.

Sólo había una parte del buque que sí que podía datar con cierta seguridad: los mascarones. Más allá del estilo en que estaban tallados, que muy bien podría tratarse de una imitación para aumentar su valor, había otro indicador relevante: la propia madera de la que estaban hechos. En demasiadas partes aparecía desnuda, sin apenas rastro alguno de pintura. A través de esas zonas descubiertas podía escuchar el canto del subalma. Y la canción me decía que no, que aunque tenían una no despreciable edad distaban mucho de pertenecer a la vieja guardia.

En otros mascarones que había conocido, tanto en el templo como en mis excursiones al puerto, la pintura formaba una gruesa capa, protectora y decorativa. Pero mis chicos, los mascarones de la Orgullo, por desgracia no lucían ese estado óptimo. En demasiadas partes la pintura se había desconchado revelando la madera y permitiendo que los agentes la atacaran. Pero la madera descubierta me permitía apreciar con mayor claridad el acabado de carpintería y la posterior bendición. Eso, a alguien experto en mascarones, le permitía deducir la escuela técnica que los había elaborado e incluso la tradición que los había ungido, y así podía colocarlos en una horquilla temporal más o menos concreta. Algo que yo ya había hecho: la madera poseía un aspecto denso y brillante que, junto a un tacto tan suave casi rozaba lo oleoso, evidenciaba el uso de duros buriles de fuego duridio carentes del menor rastro de impulso vol. El ungido se debía haber realizado de manera igual de estoica. Estas técnicas se habían practicado en las escuelas del frío norte de Ashrae, pero la tradición no llegó a cuajar debido a su complejidad y peligrosidad. Se había abandonado hacía ya más de sesenta lustros.

Viejos y en un estado de conversación al que sólo podía calificar de mejorable: así estaban mis chicos. Pero los habían fabricado según una escuela en extremo ruda aunque conocida por la fabulosa durabilidad de sus obras. Se podía confiar en ellos: bajo un aspecto en apariencia decrépito refulgía una subalma en principio poderosa. Por desgracia acariciando la superficie de la madera de mis chicos me atrevía a asegurar –casi sin la menor duda– que a lo largo de su longeva vida apenas habían recibido reparación alguna: el subalma apenas brillaba, anclada a la madera más que nada por ciega determinación. Mis chicos demostraban así poseer una resistencia impresionante y, algo sorprendente, una ínfima chispa de voluntad. Los carpinteros y los monjes habían realizado con ellos obras maestras, pero el tiempo y el mar no conceden tregua alguna. La dejadez de los anteriores equipos de gobierno (tutores y capitanes incluidos) habían llevado a esta situación tan triste. El viejo Larsenbar había recaído destinado a la Orgullo pocos meses antes que yo. Creía conocerle bien y no me extrañaría descubrir que ante las peticiones de reparación que Larsenabr hubiera cursado a Almirantazgo éstos le hubieran respondido con un indiferente y reiterativo ‘operación a posponer hasta el siguiente atraque’. De hecho, escuchando la melodía de las subalmas de los mascarones, creía adivinar cierta etérea melodía que muy bien apuntar a una desesperada reparación realizada por el propio Larsenbar. Pero aun así el estado de los mascarones seguía superando lo preocupante y llegaba a bordear lo peligroso, al menos para su responsable: ‘un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’, rezaba el lema. Raras veces se llegaba a materializar pero ya había sucedido antes, sobre todo en tiempos de guerra. Confiaba en la robustez de las estatuas: mis chicos llegarían sanos y salvos a la capital y tendrían su merecida reparación.

Como decía, las tres figuras apenas conservaban su decoración ornamental. Nada más quedaba una muy fina capa de pintura esmeralda salpicada aquí y allá de oro, manto que parecía aferrarse con desesperación a la madera. Por desgracia esa cobertura había desaparecido en demasiadas partes revelando la madera desnuda y sus vetas oscuras y sinuosas. Los tres mascarones estaban afectados por un deterioro similar; la naturaleza y el tiempo no habían hecho distinción alguna entre el mascarón maestro y los dos custodios. Su superficie estaba ensuciada por enormes marcas blancas de contornos irregulares; aquí y allá aparecían otras manchas, las más llamativas circulares, negras y grandes, en torno a las cuales explotaban constelaciones de otras más pequeñas y de tonos variados pero todo ellos encajados en una monocromática paleta de grises. Las manchas negras correspondían a las huellas dejadas por colonias muertas de moho; las grises a otras con restos de moho vivos, cuya salud la indicaba su tono de gris más o menos claro. Dichas manchas grisáceas, si no se eliminaban, crecían en una lenta espiral atacando la madera y su interior. Por fortuna dichas manchas grises no predominaban en ninguno de los mascarones, y podrían tratarse con facilidad una vez arribados a puerto. Las manchas blancas de contorno irregular, que iban desde un blanco casi cegador hasta un color sucio como de hueso tumefacto, tenían su origen en el salitre. Una simple pero concienzuda sesión de lijado y barnizado acabaría con ellas.

La madera de los mascarones, bendecida y ungida en los templos del mar, se supone que estaba protegida contra ese terrible elemento, pero con el tiempo y la falta de cuidados podía llegar a atacar las fibras más sagradas. Por ello todo tutor, y en menor medida el nostramo y el capitán, debía vigilar su estado. Todos los marinos sabían que las plagas atacaban de manera especial a los mascarones, como si intuyeran el poder interno de las estatuas y desearan drenar sus subalmas. Y no los habían protegido. Salvajes. Si se permitía que ambas plagas medraran más aun muy bien podrían acabar silenciando la canción que los habitaba.

Pero todo ello encontraría solución una vez llegados a Ashrae. Por ahora, en plena travesía, sólo podía contemplarlos.

El mascarón maestro, bastante más grande que sus dos escoltas, estaba alojado justo bajo el mástil del bauprés. Hermoso al tiempo que fiero, su aspecto amenazador quedaba acentuado por las cicatrices y estigmas del salitre y el moho. Clavaba su miraba ceñuda y profunda en el horizonte, desafiando a todo cuanto se atreviera a amenazar a la nave. Su torso grueso y robusto parecía hinchado, como si se dispusiera a proferir un poderoso rugido por su boca entreabierta. Ese rictus quedaba un poco deslucido debido a varios huecos que se apreciaban en la dentadura: algunos de los dientes de marfil habían desaparecido, un detalle más a reparar en puerto. Los cuatro brazos surgían del pecho y se adelantaban hacia el botalón como si pretendieran sujetarlo. Lucían unos músculos voluminosos que prometían fuerza sobrehumana.

A ambos lados del maestro, detrás de él y un poco más cerca de la línea de flotación, se hallaban los dos custodios. Cada uno oteaba la dirección que se le había encomendado, babor o estribor. No igualaban en talla a su jefe, pero su aspecto vigoroso y tenso resultaba igual de impresionante. Como el maestro, cada uno de ellos poseía cuatro brazos. Estos, en vez de sostener una verga, se desplegaban como robustas patas de araña hacia la borda y la popa. El artista había pretendido dar la impresión de que querían proteger a toda la nave, y lo había logrado.

Mis mascarones.

–Pareces embobado, mozalbete ­­–una voz cascada me hizo abandonar la contemplación de las efigies y alzar la cabeza. La mole de Marco se asomaba por la borda sonriendo mientras acariciaba a Jinx–. Pero seguro que si te contara cosas de ellos, historias de primera mano, sí que te quedarías anonadado.

–Hola, Marco. Ya estudié en el templo las habilidades de los mascarones, y en la biblioteca había numerosos legajos narrando sus acciones.

–Estudios, bibliotecas, legajos… eso son memeces en comparación con verlos actuar.

–En el templo también hemos trabajado con sus hermanos de tierra, si es lo que quieres decir.

La sonrisa de Marco se amplió con un gesto de divertido desdén.

–Y tú eres un marinero de agua dulce, calandraca. Puedes leer todo lo que quieras sobre los mascarones, puedes practicar con los muñequitos que tengáis en el templo durante años pero ¿te han enseñado que se comportan de una manera diferente mar adentro, sobre todo en situaciones de estrés? ¿No? Pues no te imaginas cómo eran los del viejo imperio… tenía personalidad propia.

–Ni que tú los hubieras visto, vejestorio –le espeté.

–Claro, sólo soy un viejo carcamal que lleva demasiado tiempo saltando de un cascarón a otro –me había esperado que Marco respondiera con igual tono, pero sus ojos se habían nublado llenos de lo que parecía tristeza. ¿O quizá añoranza?–. Cuando hayas visto lo que yo he visto, y hayas vivido todo lo que yo he tenido que vivir –desvió la mirada hacia babor, pareciendo buscar algo inexistente y fantasmal en el horizonte–, quizá me comprendas. Si hay algo de lo que te puedo hablar con seguridad eso es de los antiguos mascarones del viejo imperio. Hazme caso, tutor novato.

Recalcó la última palabra, pero no pude apreciar si lo hacía con un segundo significado: casi parecía que se limitara a constatar el hecho. Yo no acababa de comprender la deriva de sus palabras. ¿A qué venía esta ridícula melancolía por tiempos muy anteriores a nosotros?

–­Pero yo ya estoy cansado –prosiguió con ese mismo tono triste. Parecía hablar para sí mismo, como si yo ya no estuviera ante él–, muy cansado. Llevo demasiados puertos a mis espaldas, y las tormentas han acabado debilitando mis palos, ajando mis velas, erosionando mi ancla. Por fortuna –la voz de Marco perdía intensidad sílaba tras sílaba, hasta acabar en un murmullo– esos tiempos de mascarones gloriosos han pasado: ya no se necesitan sus proezas para salvar vidas.

–¿Pero qué dices?

El viejo marino dio un respingo y su mirada buscó la mía. En sus ojos había desaparecido cualquier rastro de desazón, siendo sustituida por una chispa de rabia. Alzó el tono cuando me replicó:

–Hazme caso, mozalbete: da gracias a tus dioses de no vivir los tiempos como aquellos en los que tus chicos contaban como miembros principales de toda tripulación.

–Ahora son importantes.

–No como en otra época –respondió con firmeza. Jinx, que habían permanecido silenciosa todo el tiempo, pareció decidir que la conversación debía acabar y profirió un agudo chillido–. Sí, hermano, sí: demos tiempo al chaval para que madure. Y recemos porque no se vea envuelto en acontecimientos como los que tú y yo hemos vivido.

Y sin decir más se perdió cubierta adentro, tan melancólico y mudo como solía ser habitual en él.

¿Qué sabía Marco de los mascarones que yo, tras años de estudio y disciplina en el templo, no hubiera podido aprender? Me intrigaba esa insólita sugerencia de que él había convivido con mascarones del viejo imperio. El Colapso sucedió hace ya muchas generaciones. Nadie vivo podía haber compartido cubierta con los mascarones de los tiempos gloriosos de la Marina de Ashrae. Al cabo de los siglos esos buques de la edad de oro, aunque hubieran sufrido metódicas y delicadas reparaciones, habían acabado por fenecer. Y con ellos sus mascarones. En pocas palabras: hacía muchísimos lustros que no quedaban en activo mascarones del viejo imperio. ¿Qué pretendía decir Marco al hablar de esas viejas proezas?

Pero no tenía tiempo de meditar sobre algo tan tonto como adivinar la edad de un marino que con casi total seguridad ya entraba en las brumas de la senilidad.

Volví a tumbarme sobre la red de chinchorro a contemplar a mis chicos. Dijera lo que dijese Marco ellos, cuando se les necesitara, actuarían tan bien como los de los viejos tiempos. No me fallarían, ni a mí ni al resto de la tripulación de la que formaban parte. Sí, no estaban confeccionados con la robustez, magnificencia y poder de la edad antigua; el arte de crear mascarones podía haberse deteriorado con el paso de los siglos, quizá haciendo que las estatuas perdieran habilidades y poderes. Pero aun con todo, bajo mi tutela y supervisión, mis chicos seguirían dispuestos a sacrificar sus brazos de madera santificada para luchar por la gloria de Ashrae… y por la de nuestra Orgullo. Yo estaba a bordo para eso, con toda mi alma, con todo mi cuerpo, con toda mi voluntad. Ya lo reza el lema de mi orden: ‘un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’.

Acaricié la cabeza del mascarón maestro y sonreí: mis chicos no me fallarían. Aguantarían hasta llegar a puerto, y allí ya los repararían para recuperar su vieja gloria. Una vez remozados le demostrarían a Marco que todavía eran una parte vital de la tripulación. Pese a esos viejos tiempos suyos, una edad de oro que nunca regresaría.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Fuerza de mascarón: Esas queridas estatuas de madera
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Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

  Un comentario en “Fuerza de mascarón: Esas queridas estatuas de madera”

  1. Hola.

    Soy Juan F. Valdivia, autor de lo que acabas de leer. Desde aquí te invito a comentar lo que te ha parecido el capítulo. De igual manera te puedes pasar por mi web y leer más textos míos en http://juanfvaldivia.wordpress.com/textos-publicados/ Todos los comentarios serán bien recibidos.

    Un saludo,

    Juan.

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